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Aletheia es una revista electrónica semestral sobre problemáticas de historia y memoria colectiva en torno al pasado reciente argentino y de las sociedades latinoamericanas, en sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales.

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Reseña de libro: “Golpes. Relatos y memorias de la dictadura” de Dalmaroni, Miguel Ángel y Victoria Torres (ed). (1)

Aletheia, volumen 7, número 14, abril 2017 ISSN 1853-3701

 

Cabral/Reseñas en PDF

 

María Celeste Cabral*

Universidad Nacional de La Plata

La Plata, 2017

macelestecabral@yahoo.com.ar

 

 

CABRAL-OK¿Puede la literatura argentina narrar una vez más la última dictadura? ¿Qué nuevas geografías, temporalidades y experiencias emergen a 40 años del golpe militar? Son las preguntas que trae Golpes. Relatos y memorias de la dictadura, con edición y prólogo de Miguel Dalmaroni y Victoria Torres. El volumen se compone de veinticuatro textos inéditos de autores/as con diferentes trayectorias, en orden de aparición: Gabriela Cabezón Cámara, Inés Garland, Fernanda García Lao, Paula Tomassoni, Carlos Ríos, Mariana Enríquez, Sebastián Martínez Daniell, Carlos Gamerro, Juan José Becerra, Mario Ortiz, Sergio Chejfec, Esteban López Brusa, Patricia Ratto, Sergio Olgín, Ernesto Semán, Eduardo Berti, Julián López, Alejandra Laurencich, Alejandra Zina, Aníbal Jarkowski, Patricia Suárez, Federico Jeanmaire, Martín Kohan y Laura Lenci. Nacidos/as entre 1956 y 1973, este conjunto de escritores/as se inscribe en la generación intermedia entre la militancia de los 70 y sus hijos/as, a quienes Elsa Drucaroff llamó “los prisioneros de la torre” (2011, 34), herederos simbólicos de una tradición política y literaria que no pudo sepultar sus cadáveres ni asimilar la derrota. Para estos prisioneros “1976 parece ser el único comienzo, donde empiezan la tragedia y la pesadilla” (2011, 26).

Como sintetizan Dalmaroni y Torres en el prólogo, la generación que escribe en este volumen transitó su infancia y juventud entre el golpe militar y la guerra de Malvinas, a una edad en que la experiencia se graba en la memoria con una densidad particular, de modo tal que en los textos persiste “alguna porción de ese archivo mental y emocional personalísimo donde los recuerdos y las anécdotas del conflicto social, histórico y vital resultan siempre trabajados por la imaginación, por los sueños o las pesadillas, por los recortes del olvido o las insistencias” (2016, 10).

Una estructura del sentir de aquellos años (los de fiesta y los de plomo) persiste en ciertos personajes como el montonero seductor de la unidad básica, las viejas del barrio enamoradas de Evita, el “olor a trementina y a cigarrillos baratos” (Laurencich, 159) de una escuela de arte, el sonido de las tardes de domingo con Silvio Soldán o radio colonia sintonizada con agujas de tejer. Ciertos objetos condensan la esencia del tiempo: una máquina de escribir, “los anteojos con marcos de nácar grueso y oscuro” (Semán, 140), la bolsa de agua caliente en invierno, la enciclopedia Lo sé todo, un pianito de madera y los juguetes conservados como tesoros mágicos o restos del pasado.

Los recuerdos de infancia ocupan el centro de la escena, y los lectores acceden a una Historia de oídas, “a través de los silencios, los miedos, las evasivas, las dudas o los cuchicheos de los padres” (Berti, 145). Entre el saber y el no saber, se muestra la alegría de una niña que emprende el exilio como unas vacaciones, el que festeja que “al final dieron el golpe”  y por eso no habrá clases (Berti, 149), la confusión del que creyó que “alguien se había golpeado y el mundo entero estaba tan dormido que no podían explicarlo” (Jeanmaire, 195). El universo escolar es otra sede de la militarización de la vida, y los desfiles del ejército se integran al “paisaje de niños argentinos en escuadra en el que Videla pudiera ver obediencia patriótica” (Becerra, 89), o la formación de niñas patinadoras que saludan a Bignone en el centenario de La Plata.

Son las experiencias de los hijos con minúscula, cuyo relato salda cuentas con otros fantasmas: no los militantes heroicos y su paternidad abandónica, sino las infancias en dictadura de la gente común, cuyos padres “estaban allí. Viviendo su vida con normalidad, también ellos afuera de la historia.” (Becerra, 87). Como explica López Brussa (123) “entendíamos que había algo inexplicable y aterrador ahí cerca” y es la imprevisibilidad de la violencia lo que impacta: a una familia le apuntan con armas largas por pasar con el auto frente a una comisaría, y a otra porque su vehículo se descompone a metros de la rosada; los clientes de un local de juegos mecánicos quedan en el fuego cruzado de un enfrentamiento; un comando de civil dispersa a una barra de chiquitos que juega en la vereda apuntándoles con armas largas. Lo ominoso es una presencia velada pero omnipresente: en la costa la policía no deja ir al mar porque “aparece gente”, y una maestra desaparecida regresa al pueblo “flaca, desdentada”.

La pedagogía del estado terrorista se transmite en el lazo materno: una madre prohíbe a su hija gritar vivaperón por cábala imitando a las tías. Otra no da permiso de juntar cosas tiradas en la calle porque pueden tener bombas. Otra queda en shock cuando su hijo le abre las puertas de la casa a unos colimbas. Aprender la conducta apropiada implica perder la inocencia, y la dictadura se lleva también la niñez “que no es nada, que es lo que no pasó, que es una ficción de vapores en el aire. Citando a Videla, no está viva ni muerta. Está desaparecida” (Becerra, 91).

Golpes relata el fin de esas infancias y rescata del olvido otras desapariciones. Enríquez recupera la trama de la construcción de la Autopista 25 de mayo y las expropiaciones forzosas en San Telmo durante la dictadura con un paisaje de edificios partidos a la mitad y el interior al descubierto. El fantasma de un ahorcado cuelga entre las casas tajeadas vistas desde la autopista, como el síntoma visible de los muertos torturados a metros de allí en el CCD Club Atlético. Desaparecen los presos y también barrios enteros desplazados por el urbanismo neoliberal: “donde había casas se fueron concretando diferentes emprendimientos, canchas de paddle, de tenis, de fútbol 5, incluso piletas de natación, galerías comerciales, centros de jubilados, algunos organismos del gobierno local” (Enríquez, 65). En el predio de Tecnópolis un hombre pasea con su hijo mientras rastrea las marcas desaparecidas de lo que fue el cuartel del regimiento 601 de ingenieros donde hizo la colimba.

Golpes traza la cartografía de las huellas desaparecidas del pasado en un territorio en expansión. También desaparece el empleo, desaparece la mediana empresa “cuando Martínez de Hoz decidió que la industria láctea nacional quedara en manos de unos pocos amigotes suyos” (López Brusa, 120). Y es que, cuando se dice que la dictadura barrió los lazos de solidaridad, la literatura nos recuerda que eso se juega en la experiencia cotidiana: en Golpes aparecen las razzias en los bares porteños, los operativos de control que rememora un taxista, el efecto del “espeso silencio que se levantaba entre chofer y pasajero durante la cola previa, con la calle bloqueada y flanqueada por soldados” (Chejfec, 111). Desconfianzas, complicidades, la delación de una vecina, barreras invisibles que se erigen entre yo y los otros.

En el volumen se multiplican y diseminan esos golpes invisibles y también los literales. Los golpes en la madrugada de una joven pidiendo ayuda a los vecinos; los golpes de un padre autoritario sobre la mesa, los golpes que se oyen en la calle durante un enfrentamiento y “los tiros, como golpes de lata” (Tomassoni, 41). Y es que el golpe no fue uno sino varios, tantos como personas, circunstancias, geografías. La proliferación cobra sentido en la “Cronología invertida” de Laura Lenci que cierra el libro. Allí se reconstruye el “minuto a minuto” del 24 de marzo de 1976 para “reemplazar el golpe por los golpes” y sortear “el engaño de confundir el acontecimiento con los procesos históricos” (Lenci, 201). Entonces “las cronologías se destartalan y las fechas redondas se agrietan” (Lenci, 201), la dictadura se inscribe en una genealogía de golpes en la historia argentina que hicieron posible el de 1976.

Si lanzar este volumen en un año de conmemoraciones supone el riesgo de servir a la cristalización de sentidos (Jelin, 2002), Golpes sortea esa dificultad al renovar el espectro de lo que a la ficción le es decible sobre la dictadura. La pregunta insoslayable sobre el cómo narrar que había organizado los debates críticos y las estéticas literarias parece al fin una discusión saldada. Géneros y estéticas varían desde los relatos testimoniales más o menos autoficcionales, bordeando las zonas del ensayo y la poesía en los textos de Mario Ortiz y Eduardo Berti, hasta las ficciones de Patricia Ratto y Julián López. Por la renovación de repertorios, sujetos y geografías, por la ruptura con los sentidos comunes, puede resultar un gran aporte para el trabajo en las aulas. Un libro que invita a leer a quienes vivieron y no vivieron la dictadura. Un libro que invita a nuevas escrituras.

 

Notas

(1) Dalmaroni, Miguel Ángel y Victoria Torres (ed.) Golpes. Relatos y memorias de la dictadura. Buenos Aires: Seix Barral. 2016.

 

Bibliografía

Drucaroff, Elsa. 2011. Los prisioneros de la torre. Buenos Aires: Emecé.

Jelin, Elizabeth. 2002. Las conmemoraciones: Las disputas en las fechas "in-felices". Buenos Aires: Siglo XXI editores.

 

 

* Celeste Cabral es profesora en Letras y estudiante de la Maestría en Historia y Memoria (FaHCE – UNLP). Becaria de investigación y miembro del Centro de Teoría y Crítica Literaria (IdIHCS – UNLP).

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