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El anarquismo a la sombra de la historia soviética. Ensayo de interpretación en torno a Diego Abad de Santillán

Aletheia, volumen 8, número 15, octubre 2017 ISSN 1853-3701

 

Alonso/ Dossier en PDF

Luciano Alonso

CESIL / IHUCSO – UNL*

2017, Santa Fe

lpjalonso8@gmail.com /lucalonso@arnet.com.ar

 

Resumen

Como es sabido, la revolución rusa y el posterior derrotero del estado soviético tuvieron un enorme impacto en la historia del siglo XX. Para apreciar la posible incidencia de esos desarrollos en la revisión de las teorías y prácticas anarquistas en un período prolongado, que supere el habitual recorte centrado en los años revolucionarios, en el presente texto se ensaya un contrapunto entre los escritos de Diego Abad de Santillán y algunos momentos de la historia soviética. Más que en la detallada reconstrucción de las opiniones de un personaje de la talla del nombrado sobre la experiencia ruso-soviética, el argumento se asienta en la identificación de momentos y en la postulación de relaciones a veces claras, a veces plausibles. Si este tipo de recorrido es válido, constituiría un ejemplo del modo en el cual la revolución rusa y sus derivas pudieron actuar como un subtexto de la historia político-cultural del siglo XX, al menos en el ámbito occidental.

Palabras clave: Diego Abad de Santillán / Revolución Rusa / Economía Planificada / Anarquismo / Bolchevismo

 

Postulación de un vínculo

La revolución rusa constituyó sin dudas uno de los mayores acontecimientos de la historia del siglo XX, si no el más relevante, con un impacto y trascendencia universales. “Acontecimiento” o “evento histórico” no sólo en el sentido de Julio Aróstegui, como un hecho que produce modificaciones de los estados sociales, sino también como hecho que –siguiendo a William Sewell Jr.– posee secuencias ramificadas, es reconocido como notable por sus contemporáneos y tiene efectos duraderos en la transformación de las estructuras sociales (Aróstegui, 2001: cap. 5; Sewell, 2006). Y sin dudas, esas transformaciones estructurales no involucraron solamente el ámbito de aquello que llegó a ser la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, sino que supusieron también la modificación de los esquemas culturales y de los recursos de los que dispusieron muchos otros agentes, situados en latitudes muy diversas. A pesar de sus innumerables falencias, el Estado soviético:

“…proporcionaba un símbolo de un sistema moderno, no capitalista, controlado por un «partido de vanguardia» que emitía «declaraciones, llamamientos y manifiestos» para los obreros del mundo entero. Ese partido iba a atraer a miles de futuros comunistas, deseosos de hallar una fuerza prometeica capaz de fomentar la revolución y de forjar la modernidad” (Priestland, 2010: 115).

Se ha insistido repetidamente en el hecho de que la experiencia soviética también condicionó de una u otra forma las políticas seguidas por las agencias estatales capitalistas y por las tendencias políticas conservadoras o reaccionarias en general. En el extremo, no sólo el mismo Estado Social o de Bienestar puede ser comprendido como una respuesta a la amenaza de la revolución (Ritter, 1990; Negri, 1991), sino que en la versión canónica de Eric Hobsbawm (1998) el desarrollo del capitalismo en su conjunto durante el siglo XX habría estado sobredeterminado por la presencia del “otro” soviético. Aunque se trate de vínculos que pueden tener una extensa demostración documental, la relación entre esos fenómenos tiene un carácter ampliamente especulativo. Quizás pueda afirmarse sin mayores inconvenientes que ese lazo no puede ser completamente remitido a una inferencia empírica, sino más bien a una inferencia lógica. Como es sabido, las historias generales no siempre pueden fundarse cabalmente en las historias particulares y su construcción depende más de una argumentación en la cual la recuperación de los elementos discretos permite enlazar planteos abarcadores, que de establecimiento de lazos concretos entre fenómenos empíricos (Kracauer, 2010).

Sin dudas, la revolución rusa y el posterior derrotero de la historia soviética también marcaron de muy variadas maneras a aquellas corrientes políticas y culturales libertarias, que se distinguían de las matrices socialistas y comunistas pero que compartían el anhelo de una sociedad emancipada. No se trata sólo de la cuestión de la relación entre los posicionamientos anarquistas de diversas tendencias y el poder soviético en sus distintas fases, sino más bien del modo en el cual aquella experiencia provocó interpretaciones, ilusiones y rechazos, o más generalmente obligó a repensar las formas en las que el anarquismo se imaginaba a sí mismo y representaba a sus adversarios. En nuestro medio, los avances recientes de la historiografía sobre el anarquismo en Argentina y sobre la historia de las izquierdas en general, han enriquecido el panorama de las agrupaciones ácratas y revisitado los variados posicionamientos que se fueron produciendo al calor de los procesos ruso-soviéticos, especialmente en el período de c. 1917-1924. Como lo ha mostrado Roberto Pittaluga (2015), el acontecimiento revolucionario obligó a todas las corrientes de izquierda a interrogarse sobre los basamentos teóricos de sus prácticas políticas y sobre la misma forma de éstas últimas, llevando a profundos cuestionamientos y a la redefinición de identidades y conductas (1).

Tal vez puedan colaborar con los abordajes de las actitudes libertarias la constatación de diversas transformaciones de las teorías y las prácticas anarquistas, pasibles de correlacionarse con las derivas de la historia soviética en un período más prolongado. Dicho de otra manera, quizás sea posible no sólo identificar las reacciones ácratas frente al hecho revolucionario, sino también postular una serie de vínculos entre el desarrollo soviético y las propias propuestas anarquistas. Si la revolución y su posteridad recorren como un hilo rojo todo el siglo XX, sería factible encontrar sus marcas en los entramados que el anarquismo fue produciendo al desplegar sus propias potencialidades. En ocasiones esa urdimbre será evidente y de la documentación emergerán elementos que permitan apoyar empíricamente interpretaciones en ese sentido; otras veces, el vínculo solo podrá ser propuesto a partir de una lógica inferencial.

Como demostración de esa posibilidad, en el presente texto se ensaya un contrapunto entre los escritos de Diego Abad de Santillán y algunos momentos de la historia soviética. Más que en la detallada reconstrucción de las opiniones de un personaje de la talla del nombrado sobre la experiencia ruso-soviética, el argumento se asienta en la identificación de momentos y en la postulación de relaciones a veces claras, a veces plausibles. Si este tipo de recorrido es válido, constituiría un ejemplo del modo en el cual la revolución rusa y sus derivas pudieron actuar como un subtexto de la historia político-cultural del siglo XX, al menos en el ámbito occidental.

 

La invención de Diego Abad de Santillán y su rechazo del bolchevismo

No es ocioso destacar que Diego Abad de Santillán nació como tal en paralelo al proceso revolucionario ruso. Fue para esa época cuando Sinesio Baudilio García Fernández (1897-1983) adoptó ese seudónimo, que no abandonaría jamás. Originario de Reyero, provincia de León, España, Sinesio García emigró con su familia a la Argentina y vivió en la ciudad de Santa Fe entre los ocho y los quince años de edad. Luego retornó a España para estudiar y de los años 1914-1916 datan las primeras poesías que publicara en el Diario de León, de escasa calidad literaria y temáticas intimistas (Álvarez Domínguez, 2010). A tenor de sus propios recuerdos, en esa temprana época carecía no sólo de definiciones ideológicas propias sino de verdadero interés por el debate y la lucha políticos (Santillán, 1977: 9-18 y 27-30).

Hacia 1917-1918 fue patente la crisis de la monarquía liberal española, jaqueada tanto por la ofensiva de todas aquellas fuerzas que desde la derecha a la izquierda quedaban fuera del monopolio del poder que significaba el “turno pacífico”, como por el incremento de la conflictividad social y hasta los intentos revolucionarios (Romero Salvadó, 2002). En ese contexto –fuertemente marcado por las noticias que llegaban de Rusia y el temor de las clases propietarias a la expansión de la revolución–, García se volcó de lleno a la participación en movimientos revolucionarios, comenzó a firmar como Diego Abad de Santillán, fue derivando claramente hacia posiciones anarquistas y recaló luego en Argentina, donde se vincularía con el grupo editor de La Protesta y particularmente con Emilio López Arango.

Santillán experimentaría a lo largo de su vida profundas transfiguraciones intelectuales. Variaciones que algunos intérpretes casi tienden a achacar a un carácter personal, haciendo hincapié en contradicciones o devaneos, y que otros ven como resultado de un sentido trágico del anarquismo, en una constante adecuación del imperativo moral a las circunstancias (2). Sobresale el paso de su inicial oposición al sindicalismo revolucionario y al anarcosindicalismo en la década de 1920 –paralelo a la consideración positiva de la organización gremial por oficios–, a una revalorización de la ordenación sindical por establecimientos como célula organizativa en los años de 1930. Para esa última década registró opiniones dispares respecto de los modos revolucionario, insurreccional o reformista de transformación emancipadora y abandonó progresivamente su anterior adhesión al anarcocomunismo kropotkiniano. Un “cambio de rumbo” que al decir de Julián Casanova (2004) surgió de un gradual abandono de la idea de la revolución sin programa al intento de adaptar el anarquismo a la sociedad industrial. Para esa época Santillán, que ya había vivido anteriormente en Alemania y México, residió y militó activamente en Argentina, Uruguay y España, llegando a ser una personalidad mundialmente reconocida y a desempeñarse como Conseiller de Economía de la Generalitat de Catalunya en los primeros meses de la guerra civil española. Alejado de la militancia hacia la década de 1940 y retornado a Argentina –de la que se exiliaría nuevamente en 1976, radicándose otra vez en España–, mantuvo sin embargo su ideario libertario y continuó con una labor intelectual comprometida hasta el fin de sus días (3).

A lo largo de todas esas etapas, parece que la consideración negativa de la experiencia soviética fue una constante. Sin embargo, para un primer momento no es seguro que eso fuera tan claro. A raíz de la clausura de La Protesta luego de los sucesos de la Semana Trágica de Buenos Aires en 1919, López Arango, el mismo Abad de Santillán y otros miembros de la redacción se refugiaron en Santa Fe, donde los dos nombrados tenían parientes y allegados. Allí emprendieron la publicación de La Campana, primero subtitulada “Semanario Ilustrado. Arte, Literatura y Crítica” y luego “Semanario de Ideas y Critica”, revista muy irregular en su aparición y que al decir del propio Santillán “no tuvo más trascendencia que la del gesto de haber querido expresar que no estábamos vencidos” (Santillán, 1977: 53).

Jùlia Vicente y Diana Bianco (2011) destacaron ya que en esa publicación abundaban los artículos de reflexión y teoría libertaria, la mayoría de ellos muy abstractos pero con referencias continuas a la guerra europea y la revolución rusa. En esos textos, editados todos por Santillán conjuntamente con López Arango y José Torralvo e incluso en ocasiones escritos por ellos, la revolución aparecía como una alborada. Predominaba la concepción de estar experimentando “la más grandiosa revolución que presenciaron los siglos”, marcada por la guerra de clases como continuidad de la Gran Guerra (La Campana, 13/9/1919). Y en ese contexto las menciones a la situación rusa no presentaban censuras o críticas –al punto de mostrar cierta condescendencia con la dictadura ya en curso–, sino que más bien mostraban la admiración por las transformaciones que se registraban. Pero con el avanzar de los meses en ese “insilio” santafesino, los artículos de La Campana comenzaban a expresar preocupación porque se destruía el mundo viejo sin afirmar lo nuevo.

Para 1920, momento en el cual Abad de Santillán estaba plenamente integrado al grupo editor de La Protesta, su concepción sobre la situación rusa se había definido claramente. Expresaría a partir de entonces una visión fuertemente negativa del acceso comunista al poder, marcada por los debates respecto de la dictadura del proletariado y por la progresiva persecución de los ácratas rusos. En 1922 se creó en Buenos Aires el Comité de Agitación pro Libertad de los Anarquistas Presos en Rusia, del cual participaría activamente. Como lo ha documentado María Fernanda de la Rosa, para esa época Abad de Santillán fue una figura fundamental en la constitución de una red política e intelectual internacional y su radicación en Alemania se relacionaba con el hecho de que éste: “Veía claramente que la hegemonía de La Protesta dentro del movimiento anarquista latinoamericano se lograría con la participación desde el interior de las asociaciones internacionales”. Se produjo entonces una situación paradojal. Por un lado, Santillán participaba de la denuncia de la dictadura comunista, canalizaba desde Alemania el apoyo proveniente de Argentina para el citado Comité de Agitación, mantenía relaciones con el exilio ruso y comenzó a desarrollar una amplia labor editorial para gestar publicaciones que pudieran acercar fondos para esa causa. Por otra parte, era consciente de la importancia de mantener la proyección internacional de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) y de La Protesta, para lo cual consideraba imprescindible que la primera participara activamente de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), pese a que ésta se manifestaba neutral frente al poder soviético y mantuviera relaciones con las entidades sindicales de la Tercera Internacional. Consecuentemente, “Santillán presionó a los militantes argentinos a través de cartas y artículos acerca de lo negativo que sería alejarse de la AIT”, pese a que éstos insistían en una actitud intransigente en pro del rechazo de los vínculos con las entidades comunistas (Rosa, 2012 y 2014, entrecomillados del segundo texto).

Esas tensiones no deberían llamar a engaño. Como ha sido repetidamente observado, hacia los años de 1925-1927 Abad de Santillán intentó instalar la equivocada o hasta falsa idea de un anarquismo unido desde sus comienzos en la denuncia de la dictadura rusa. El hecho de que el Comité de Agitación sobre los presos anarquistas en la URSS tuviera su correlato en un organismo relativo a la España de la dictadura de Primo de Rivera, deja patente la asimilación que el grupo de La Protesta y Santillán hacían entre dos estados que consideraban de corte policial.

En paralelo a esos posicionamientos, Diego Abad de Santillán fue definiendo aspectos relevantes de su pensamiento político y quizás puedan comprenderse esas precisiones como una respuesta no sólo a otras corrientes ácratas o a los debates al interior de la FORA, sino también como una diferenciación más general y básica respecto de las lecturas de la historia y de la lucha de clases que fundamentaban los desarrollos de la experiencia soviética. En ese sentido, debe recordarse que Santillán había tenido una formación ecléctica –que continuó con esas características durante toda su vida– y que además de abrevar en las tradiciones libertarias y hasta en los mismos clásicos del marxismo sintetizaba en su pensamiento tendencias a primera vista muy opuestas.

Así, probablemente en función de su formación secundaria en una España marcada por el regeneracionismo pero también de su conocimiento directo de las experiencias alemana y sobre todo mexicana, Santillán produjo en esos años una redefinición de su visión de la cuestión nacional. Eso suponía plantear explícitamente el fracaso de las previsiones de Karl Marx respecto de la internacionalización de la lucha proletaria y por el contrario defender la noción según la cual en la historia se apreciaría claramente el surgimiento espontáneo del nacionalismo en las colonias o territorios sometidos, y que a contrapelo de su propia reticencia a fijar leyes evolutivas de las sociedades “ese nacionalismo es una etapa casi fatal por la que tiene que seguir el desenvolvimiento de la idea antiestatista” (Santillán, 1925).

Por otra parte también revalorizó la actividad cultural y la formación intelectual y política de las masas, contrala idea de la revolución como una tarea de las vanguardias. En una clara diferenciación con la noción de una toma del poder del Estado como la que en su concepción correspondía a la experiencia comunista, escribió:

“Camaradas, nuestra revolución no es un golpe de Estado ni resultará de una conspiración misteriosa de tres o cuatro docenas de ilusos. Requiere una obra seria y responsable de propaganda y proselitismo sistemático: tal vez tenemos ante nosotros un largo período histórico de prevalencia reaccionaria, en el cual la idea de la revolución no se pondrá a la orden del día de las grandes masas. Es preciso prepararnos para esa eventualidad de un largo trabajo de varias generaciones. Aliviemos la obra de los que nos sucedan, dejémosles un aparato de propaganda mucho más eficaz que el encontrado por nosotros” (Santillán, 1926).

Hacia la segunda mitad de la década de 1920, en consecuencia, ya podemos encontrar en nuestro autor una concepción más acabada de lo que representaría la labor emancipadora, aunada a una denuncia constante del estado comunista. Sus planteos se oponían no sólo a la forma de la dictadura vigente en el espacio soviético, sino también a la concepción de la revolución, a la idea de la vanguardia, a la consideración de los nacionalismos y más adelante a la misma definición de la transformación revolucionaria como un hecho proletario. Sólo el imperativo de asegurar la proyección internacional de su propio grupo podía justificar vincularse con actores individuales y colectivos que tuvieran simpatías con el comunismo ruso.

Pero la crisis de 1929-1930 abriría un nuevo escenario, en el cual se modificaría la visión de Santillán sobre la URSS.

 

La atracción de la organización soviética y la experiencia de la guerra

Hacia inicios de la década de 1930 Diego Abad de Santillán ya había desarrollado los principales tópicos de un pensamiento que se podría catalogar como un humanismo cientificista, opuesto paralelamente al capital y al estado (4). Si bien renegaba de los planteos de Marx, los elementos básicos de su análisis económico provenían tanto de la economía marxista como de los aportes de Pierre-Joseph Proudhon, actualizados a un período de diversificación de la estructura de clases y complejización de la producción capitalista. Para ese momento rompió definitivamente con el modelo de comuna agroindustrial propuesta por Piotr Kropotkin, que le parecería inviable en un contexto mundial de alta industrialización.

La profundidad de la crisis capitalista –sumada a las tensiones sociales de las que era testigo en Argentina, Uruguay y España– llevó a Santillán a concebir la posibilidad de la revolución social como una alternativa cierta. Pero ésta no era posible como empresa proletaria, si no sumaba a otras clases sociales: “No son sólo los obreros manuales los que interesan, son todos los seres útiles, los productores, los técnicos, los que laboran en la oficina, los que despachan mercaderías en los comercios, los agricultores, los criadores de ganado, los médicos, los ingenieros, los maestros, los sabios, etc., etc., todos los que llenan una misión social necesaria. Son esas las fuerzas que deben organizarse para reconstruir la sociedad, para hacer de la sociedad una unidad de intereses, una coordinación magnífica de fuerzas y anhelos en beneficio de todos y cada uno” (Santillán y Lazarte, 1933: 138). Sus concepciones continuaban alejándose de las bolcheviques y eso se apreciaba en la postulación de un sujeto revolucionario múltiple.

Pero paradójicamente, el modelo soviético comenzó a emerger como una referencia para Abad de Santillán, sea con comentarios explícitos, sea como un elemento latente a sus propias propuestas. La democracia liberal no le parecía capaz ni de encontrar soluciones a la crisis, ni de contener el dispendio estatal, y la misma democracia sería un sueño en tanto no se destruyera el régimen de desigualdad económica. Al servir de sostén a la dominación burguesa, las instituciones representativas constituían un mito cada vez menos operativo: “La democracia desde el punto de vista de sus promesas históricas, ha fracasado. Además, no responde ya en sus fórmulas políticas al nuevo régimen económico, y es por esto que vemos a la misma burguesía abandonarla” (Santillán y Lazarte, 1933: 37). En ese marco, el liberalismo y la socialdemocracia eran concebidos como “métodos” al servicio del capitalismo privado y por tanto conservadores, fundamento o aditamento del Estado.

Eran dos los modelos sociales que le parecían en esos años innovadores, porque avanzaban hacia un “capitalismo de estado” y eso suponía una mejor organización de las relaciones económicas que en el “capitalismo privatista”, aunque por medio de dictaduras feroces que no toleraban la crítica ni la libertad. El fascismo fue pensado por Santillán como una fuerza revolucionaria, antidemocrática, antiobrera, que realizaba una verdadera “contrarrevolución preventiva” –en términos tomados de Luigi Fabbri– y que de manera violenta mantenía los privilegios, el sistema de retribución del trabajo, la especulación, la acumulación monopolista, el parasitismo y la guerra. Por otro lado aparecía el bolchevismo, que ya no era denostado en su completitud porque podía reconocerse aún en él la esperanza del camino al socialismo. Aunque no aceptaba la supresión de libertades y la dictadura sangrienta, a la vez que presentaba reservas sobre los resultados que podían esperarse del proceso, Santillán reconocía ahora que había un intenso proceso de industrialización en marcha. En el mejor de los casos y suponiendo la buena fe de los revolucionarios rusos –consideración que también era una novedad, porque años antes no había dudado de concebirlos como una camarilla siniestra–, ese camino le parecía mucho más lento y gravoso que el comunismo libertario. Las ventajas de orden técnico que veía en el “capitalismo de Estado” no podían esconder la subyugación de los trabajadores por un patrón que en sus detalles podía ser tan repulsivo y expoliador como el capitalismo liberal. Señalaba que toda economía cuya finalidad no estuviera centrada exclusivamente en la satisfacción de las necesidades humanas caería en la competencia nacional e internacional, en la búsqueda de mercados y en la desigualdad interior. Pese a todo eso, rescataba la mejor organización que suponía una economía planificada y exhortaba al estudio de las experiencias de Rusia e Italia, “…países en donde la desocupación es menor, donde las perspectivas económicas son mejores, donde el aprovechamiento de todas las fuerzas sociales se ha conseguido en mayor grado” (Santillán, 1932: 49-50).

Se producía así en los análisis de Santillán una nueva vuelta de tuerca. La asimilación entre dictaduras de derechas e izquierdas que había defendido al equiparar la España primoriverista con la Rusia soviética en los años ’20 se replicaba en la asimilación entre el fascismo italiano y el estalinismo, pero ahora no sólo para señalar que eran regímenes represivos sino también para postular su carácter superador del liberalismo en cuanto a la organización económica. No constituían para él modelos a imitar, sino a estudiar, pues de ellos se podían extraer enseñanzas para la organización de una economía revolucionaria. Santillán postulaba que pese a su superioridad frente al liberalismo, el fascismo y el bolchevismo eran en el fondo antieconómicos: no aportaban nada que no pudiera conseguirse por medios menos costosos. “Rechazamos toda otra dictadura, porque ninguna organización seria la necesita...” (Santillán y Lazarte, 1933: 8). Resulta llamativo que el argumento esencial para desechar esas vías fuera eminentemente de orden práctico y que viera en ambos regímenes una superación cualitativa de lo viejo, con una actitud no muy distinta de la que luego lo conduciría a reconocer méritos en el falangismo de José Antonio Primo de Rivera y pensar en plena guerra civil española que aún podría establecerse una alianza con esa corriente contra los conservadores de ambos bandos.

Esa evaluación de las economías estatalmente planificadas en función de una relación costo-beneficio tiene que ver con su consideración positiva de los modelos científico-técnicos y la asunción del análisis de factibilidad como elemento central de la relación entre pensamiento y acción. Santillán era consciente de las limitaciones de la prédica libertaria y socialista: la educación en la servidumbre hacía posible que los millones de miserables no se rebelaran y su eficacia revolucionaria podía ser nula: “…si de ellos hubiese de depender un cambio social, no se operaría seguramente” (Santillán, 1932: 25). Descreía que la presión por reivindicaciones inmediatas, como el aumento de salarios y la mejora de las condiciones de trabajo, hiciera mella en el sistema capitalista. Incluso su anterior combate por la jornada laboral de seis horas en la AIT le parecía fútil, ya que no cambiaría nada de fondo. Sólo una decidida acción a favor de un modelo de comunismo libertario le parecía una vía de auténtica superación del capitalismo, pensando en un acortamiento del camino de transformación. En el punto más bajo de la crisis mundial, creció su confianza en las posibilidades de las formaciones sindicales anarquistas y precisamente en 1933 culminaba su estudio sobre la Federación Obrera Regional Argentina con un llamado al fortalecimiento de las organizaciones al margen de la sociedad capitalista y estatal y a la adopción de un método insurreccional (Santillán, 1933 [2005]: 301-302).

La posibilidad de impulsar un proyecto comunista libertario resurgió en España, a la que Santillán retornó en 1934 y donde pronto llegó a ser Secretario del Comité Peninsular de la Federación Anarquista Ibérica. Su creciente dedicación a los temas económicos se plasmó en la publicación de El organismo económico de la revolución a inicios de 1936 y –luego de las jornadas del 19 y 20 de julio en Barcelona y de la formación del Comité de Milicias Antifascistas– en su incorporación al gobierno catalán. En agosto representó a la FAI en el consejo de economía y en septiembre asumió el cargo de Conseiller. Con la disolución del gobierno de coalición en abril de 1937 abandonó el cargo y en las jornadas de mayo medió para lograr un alto el fuego en el conflicto al interior del bando republicano. En ese período Santillán fue criticado en el contexto de las fuertes pujas internas en la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) y la FAI sobre la alternativa entre guerra y revolución. Para él, el fin de la guerra civil supuso el momento de hacer un balance de los acontecimientos y presentar una interpretación en parte autojustificativa y en parte autocrítica(Santillán, 1940).

Para lo que nos interesa destacar aquí, hay que señalar que en esos años Santillán osciló entre su habitual negación a imaginar mundos utópicos al estilo decimonónico y su tentación de presentar ante el movimiento anarquista un modelo lo más acabado posible de una economía de tendencia comunista, que atendiera a la utilidad práctica como fin y no a la ganancia y la especulación. Si la socialización de la riqueza era lo que permitiría fundar una nueva sociedad, el comunismo libertario era la solución. Pero era necesario el conocimiento científico para guiar la acción y permitir una ajustada evaluación de costos y beneficios. Y en tanto la imputación principal al capitalismo pasaba por su inadecuación a las virtudes de una técnica cada vez más avanzada, el nuevo ordenamiento de la sociedad debía partir de la optimización de todas aquellas actividades que permitieran un mejor aprovechamiento de recursos. En ese camino, el estudio de la experiencia soviética iba a traslucirse en las propuestas organizativas.

Contra el caos capitalista Santillán ensalzaba el recurso a las agrupaciones obreras, el sindicalismo revolucionario y el anarco-sindicalismo, y como un eco de sus planteos anteriores para 1932 todavía llamaba a la “administración directa” de la tierra, las fábricas, los medios de transporte y las viviendas. Hasta ese momento Kropotkin continuaba siendo la guía y se lo seguiría invocando en textos como La bancarrota… o Reconstrucción social. En este segundo libro Santillán y Lazarte analizaban las “comunas” argentinas –localidades pequeñas de relación cara a cara en el medio rural– postulando que prestaban una base organizativa pero debían dejar de ser entidades geográfico-políticas supeditadas al mercado y al estado, para transformarse progresivamente en  “órgano esencial de la democracia funcional económica” (1933: 141).

Pero ya en esos textos se apreciaba que la comunidad de consumidores y productores debía repensarse a la luz del desarrollo económico y social, cuyas nuevas condiciones hacían imposible el ideal autárquico de la aldea agrícola-industrial. El retorno idílico al campo no tenía razón de ser en las condiciones del siglo XX y se planteaba que “…la economía socializada necesitará también importantes centros de población, si no en la medida del sistema capitalista, por lo menos de cierta magnitud, y esas ciudades tendrán sus problemas de producción, de administración, de cultura, de estética, que resolver”. También se ponderaba la necesidad de organizar funciones complejas más allá de las relaciones locales, por ejemplo, la distribución, el crédito y el intercambio –lo que implicaba también medios de cuenta similares al dinero, aunque sin su capacidad de generar interés y acumularse–. No había ya posibilidad de una relación cara a cara constante. Santillán y Lazarte aducían que “…la vida económica se ha modificado fundamentalmente; el productor no conoce ya al consumidor del producto de su esfuerzo; se trabaja para la sociedad entera y por tanto las funciones de esa relación se especifican necesariamente” (1933: 147, 156 y 187-188).

El golpe de gracia al modelo kropotkiniano de comunismo libertario sería dado por Santillán en El organismo económico…, texto expresamente basado en las sugerencias de Rudolf Rocker en el sentido de que las nuevas cuestiones emergentes de los acontecimientos revolucionarios de Rusia e Italia hacían problemático el desarrollo sugerido en La conquista del pan (Santillán, 1936: Apéndice II “Teoría y Práctica”). La propuesta de Santillán suponía desechar definitivamente esas enseñanzas y admitir que la producción científicamente guiada y el recurso a la tecnología de vanguardia tanto en la agricultura como en la industria imponían límites a la libertad económica. No valdría en esto el “haz lo que quieras” tan caro a los anarquistas. La multitud de las demandas sociales, el aumento de la población, las exigencias crecientes de un consumo que satisficiera las expectativas de los productores en tanto que consumidores, en fin, el logro de una economía dinámica y de un nivel de vida adecuado, requerían acabar con el “localismo” en la economía y aceptar la planificación global. No se negaba de plano la existencia de la comuna libre, porque se la consideraba aún producto lógico del grupo de afinidad; “Pero no hay comunas libres en economía... Una cosa es la comuna libre desde el punto de vista político y social, para el arreglo de los asuntos internos de una manera absolutamente soberana, y otra es la comuna libre desde el punto de vista económico. En este último punto nuestro ideal es la comuna asociada, federada, integrada a la red económica total del país o de los países en revolución” (Santillán, 1936: 185-189). Había entonces que promover la creación de organismos coordinadores, que a la inversa del capitalismo corporativo o del capitalismo de estado se fueran formando “desde abajo”, pero que cumplieran la misma función de articulación vertical. En ese camino, el modelo italiano servía mucho menos que el modelo soviético, en el cual no había lugar para la propiedad privada y la coordinación de una economía planificada era más clara.

La organización económica óptima para la emancipación que Santillán promovía en ese período se presentaba como una combinación de los principios comunalista y federalista. Ya La bancarrota…se cerraba con la trascripción de las resoluciones del congreso anarquista argentino celebrado en Rosario en agosto de 1932, en el sentido de aprovechar los organismos económicos existentes como sindicatos, cooperativas o comunas y otros a crearse para fundar la federación de la economía post-capitalista. Economía socializada que sin embargo podía permitir la economía individual a los que la prefirieran, siempre asegurando que no se cayera en la explotación del hombre por el hombre. Allí ya se esbozaba la constitución de delegaciones y consejos como formas organizativas a nivel provincial, departamental o regional y de consejos centrales coordinadores en una unidad territorial económica. En una última página, casi como aditamento sin mayor explicación, Santillán incluyó una representación esquemática de la economía socializada, organizada por industrias y regiones. Partiendo del nivel básico de los trabajadores, enlazaba luego con consejos de fábrica, cooperativas o granjas; más arriba con consejos comunales de economía o locales de industria; encima con un nivel de consejos regionales de economía o de industria; y por fin con un consejo nacional de la economía socializada. Todos esos organismos colegiados aparecían asistidos por centros o secciones técnicas de iniciativas, estadísticas, intercambio y control de materias primas, que recordaba el sistema soviético, aunque el esquema evitaba una representación piramidal y semejaba un archipiélago conectado por líneas progresivamente confluyentes (Santillán, 1932: 57-59).

Ese esquema inicial iba a complejizarse y desarrollarse extensamente en Reconstrucción social. Manteniendo la comuna como núcleo y apelando al ejemplo de las granjas colectivas soviéticas, Santillán seguía en parte deudor del modelo de unidad agroindustrial de Kropotkin, pero ampliaba la competencia y especialización de esas unidades, en función de las imposiciones de una tecnología diversificada y de un consumo ampliado. Las instancias de coordinación horizontal se encontraban en una dimensión local, en tanto que los consejos de ramo permitían una organización regional de los gremios. Un consejo federal de la economía aparecía como instancia articuladora general al estilo del Gosplan soviético, pero formada por miembros elegidos o confirmados anualmente por los organismos a los que representarían, contemplándose la revocación de mandatos. La racionalidad y eficacia del sistema estaba asegurada por corporaciones de estudios de las que participaban científicos y técnicos, y que no sólo favorecerían el aprovechamiento de los factores de producción disponibles, sino que además propondrían las iniciativas económicas más viables para el desarrollo (Santillán y Lazarte, 1933).

La nueva estructuración propuesta parecía más cercana y concreta que nunca, en el medio del proceso revolucionario ibérico y en vistas de las aspiraciones libertarias de la CNT-FAI. Los modos de organización y delimitación de niveles o campos de acción económica no variaron más que en detalles –como la definición de distintos consejos de ramos de industria–, promoviéndose una articulación general de las unidades productivas y postulándose incluso su extensión internacional, ya que al menos en el horizonte de expectativas de la FAI y de Santillán estaba la vinculación con una deseada revolución portuguesa (Santillán, 1936).

El modelo de El organismo económico… y los textos inmediatamente precedentes recuerdan claramente el sistema soviético de economía planificada y en ocasiones lo citan. Para Santillánla organización progresivamente centralizada de la economía no era obstáculo para la libertad, sino que sólo limitaba las posibilidades de acción a lo que científica y técnicamente era posible. Los principios de socialización podían ser diversos ya que “En cada localidad, en cada ambiente, y para aquellos productos que se consideren abundantes, se resolverá el grado de comunismo o el grado de colectivismo o de mutualismo que haya de establecerse”(Santillán, 1936: 184) –obsérvese que la frase deja abierta la posibilidad de definición centralizada sobre los productos no considerados abundantes–. El individuo podía ser libre dentro de su sindicato –al punto de elegir retirarse de la economía socializada y mantenerse como productor independiente–, el sindicato libre dentro del consejo del ramo, y así sucesivamente, pero todo esos niveles debían encontrarse aglutinados por un “organismo económico”. Apelando a Mijaíl Bakunin, Santillán preconizaba la centralización de la economía y la libre definición de la vida social o política (Santillán, 1936: 32-33 y 202).

La diferenciación respecto de los métodos dictatoriales del comunismo soviético continuó siendo entonces uno de los puntos centrales en el pensamiento de Abad de Santillán. En sus escritos de 1936 previos a la guerra civil ya defendió la idea de un pluralismo político y de la renuncia al uso de la fuerza para la solución de los conflictos entre aquellos sectores que se hermanaban en la lucha por una sociedad emancipada:

...si no rehuimos la violencia para combatir la violencia esclavizadora, en la nueva construcción económica y social no podemos emplear más que la persuasión y el ensayo práctico. Podemos rechazar con la fuerza a quien intente subyugarnos, someternos a sus intereses o a sus concepciones, pero no podemos emplear la fuerza para obligar a los que no comparten nuestros puntos de vista a vivir como nosotros pretendemos vivir (...) / Nosotros estamos convencidos de que la razón y la justicia están de nuestra parte. Pero ¿hemos de negarnos a reconocer que las otras tendencias sociales creen lo mismo respecto de sus ideas, de sus métodos, de sus aspiraciones? Creemos que la verdad está más cerca de nosotros que de los otros; pero no nos consideramos infalibles, ni suponemos que falte sinceridad y convicción interna sobre la bondad de la propia causa en los adeptos a otras doctrinas” (Santillán, 1936: 196-197).

Esa consideración amable del debate dentro del campo progresista y de izquierda se vincularía quizás con la tolerancia que Santillán mostró frente al Partido Comunista Español y con su actitud contemporizadora durante los sucesos de abril y mayo de 1937 en Barcelona. Actitud de la cual luego se lamentaría en su balance sobre la guerra civil, interrogándose si el movimiento anarquista no habría debido resistir el avance comunista al interior del bando republicano. La “intervención rusa” apareció en sus escritos de la posguerra como una de las tres causas principales de la derrota republicana –junto con la incapacidad de las esferas gubernativas madrileñas y la política de no intervención de las potencias occidentales– (Santillán, 1940). La URSS volvía al plano de la pura negatividad en plena Segunda Guerra Mundial. La mirada favorable de Santillán hacia el modelo de Estado de Bienestar a escala global que parecía proponer Franklin D. Roosevelt sobre el final de la contienda, fue entonces un resultado lógico del desencanto y del horror (Santillán, 1944: 265).

 

El vínculo disuelto y las formas del refugio

Después de varias peripecias, Diego Abad de Santillán consiguió retornar a la Argentina a inicios de la década de 1940. Desde entonces hasta 1976 residiría en Buenos Aires, alejado ya de las organizaciones anarquistas. Revisó y reformuló constantemente muchos aspectos de su pensamiento, evaluó las posibilidades de combinar formas económicas federalistas en el marco de los países capitalistas y sin renegar del anarquismo descreyó de la lucha de clases y la revolución social como medios para el acceso a una sociedad emancipada: lo que denominó una postura “reforvolucionaria” lo acompañaría hasta el fin de sus días (Carlos Díaz, 1997:3). Podría decirse que se refugió en la labor intelectual y editorial (v. g.  Santillán, 1957-1964; 1965-1971; 1966 y 1967). Sin embargo, la idea de la comuna anarquista no se apagó en él.

Recién regresado a la Argentina, Santillán realizó un viaje a Córdoba con unos amigos y conoció el paraje de Cerro Negro –a unos 130 kilómetros al norte de la ciudad capital y que no debe ser confundido con otros lugares cordobeses del mismo nombre–. Allí emprendió con su hermana Julia García y el esposo de ésta, Jaime Moragues (5), la fundación de una localidad en la cual la organización comunal fuera cooperativa. Como lo reseña Jorge Camarasa:

“En 1942 habían comprado los terrenos, que empezarían a lotear entre camaradas, amigos y conocidos, y al año siguiente ya habían levantado el tanque de agua y la hostería. En 1944 funcionaba una sociedad de responsabilidad limitada, y en 1952 se fundó la cooperativa con el aporte de José Cielo Rey, un empresario de Buenos Aires de origen cubano, que había llegado a la villa unos años antes traído por Santillán, con quien compartía sus ideas anarquistas. / En los años siguientes el pueblo tendría sala de primeros auxilios, una estafeta y una escuela, y un colectivo que iba y venía dos veces por día desde Deán Funes lo vinculaba al resto del mundo”.

Cerro Negro no fue ni una comuna agroindustrial kropotkiniana, ni una célula organizativa federalista sobre el modelo de las granjas soviéticas. Fue simplemente un lugar de veraneo cooperativo, al que concurrían los amigos y allegados de los fundadores y en el cual se radicaron unos pocos. Siempre dependió de la vecina Villa Albertina y se despobló rápidamente cuando aquella localidad decayó en la década de 1970. Su breve vida –hoy revitalizada con un turismo que recupera su historia y que la difunde por sitios de la Internet– representó una de las últimas alternativas barajadas por Santillán: la conformación de cooperativas que extrajeran parte de la vida humana a la dominación del capital, aun cuando no se pudiera cambiar radicalmente el mundo.

En ese camino, sus inquietudes se alejaron de la revolución rusa y de la URSS. Ya no eran la alborada de los tiempos nuevos, ni el modelo de desarrollo económico planificado. El sistema soviético dejó de ser una referencia para el pensamiento de Santillán sobre la organización económica y aludiría a él constantemente como un “capitalismo de estado” que ahogaba a la sociedad y del cual ya no se podía aprender nada. Al momento de publicar sus memorias, sesenta años después de la revolución, para Diego Abad de Santillán la historia soviética se resumía en los errores y en las traiciones del bolchevismo y los partidos comunistas. Tal vez ese desenlace personal se inscriba en las representaciones del fenómeno revolucionario que predominan precisamente desde el último cuarto del siglo XX, como un cierto sentido común de nuestra época que al menos merece ser revisado.

 

Notas

1) Además del texto de Pittaluga deben destacarse otros aportes como ser Doeswijk, 2013 y Camarero, 2017. Sobre la centralidad del periódico La Protesta y las correlativas tensiones con otras publicaciones, véase Anapios, 2008. Temas colaterales al de la relación entre el movimiento libertario argentino y la revolución rusa pueden verse en Echezarretay Yaverovski, 2014.

2) Ejemplo de la primera posición es Mintz, 1992. Para la segunda interpretación Pérez de Blas, 2001 y 2005.

3) Una apretada síntesis del periplo de sus opiniones políticas en J. C. P. 2005.Profusos datos sobre la vida de Santillán y un completo detalle de su producción escrita en Díaz, 1977; reseñas o impresiones sobre su personalidad en la revista Anthropos N° 138 (1992); por fin, el relato del propio autor centrado en los años ‘20 y ‘30 del siglo pasado en Santillán, 1977.

4) Sobre esa tipificación y el pensamiento económico de Santillán véase Alonso, 2012.

5) Respecto de Julia García, cofundadora y militante de la Asociación del Magisterio de Santa Fe y de ideas libertarias como su esposo, que era herrero, véase Andelique y Tornay, 2017.

 

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* Profesor Asociado de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral, adscripto al CESIL - Centro de Estudios Sociales del Litoral (FHUC-UNL) y al IHUCSO - Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales del Litoral (UNL/CONICET). Es Profesor en Historia (UNL), Máster en Historia Latinoamericana (UNIA), Máster en Ciencias Sociales con orientación en Sociología Política (UNL) y Doctor en Humanidades con mención en Historia (UNR). Es director de la revista digital Contenciosa, www.contenciosa.org

 

 

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