El momento Ricœur
Aletheia, volumen 6, número 12, abril 2016 ISSN 1853-3701
François Dosse*
Traductores: Victoria Alvarez** y Fabricio Laino Sanchis***
Durante mucho tiempo el diálogo entre filosofía e historia fue un diálogo de sordos, sobre todo en Francia donde los historiadores, orgullosos de su profesión, enfocaron su mirada para el lado de las “hermanas” ciencias sociales más que para el de la filosofía, que no generaba más que desaprobación, basada en el rechazo de toda filosofía de la historia, y desconfianza debido a la posición dominante ocupada tradicionalmente por la filosofía, que en su campo siempre ha sido amo y señor.
Sin embargo, se presenta la oportunidad de un cambio en esta relación gracias a cierto número de factores novedosos. En primer lugar, la crisis de la historicidad (crisis del futuro) que atraviesa un mundo occidental lánguido, carente de proyecto y a menudo reducido a una compulsión de repetición bajo la forma de una verdadera fiebre conmemorativa. En segundo lugar, la consulta cada vez más insistente a los historiadores de parte de una sociedad que tiene tendencia a confundir los roles del testigo, del experto, del juez y del historiador; este último experimenta una imperiosa necesidad de clarificación. Asimismo, con la pérdida del valor estructurante de los grandes esquemas de explicación históricos que son el funcionalismo, el estructuralismo, el marxismo y todos los ismos que tenían tendencia a erigirse como lecturas de lo real, vino el tiempo de las dudas y de la posible entrada del historiador en una era reflexiva, la de la interrogación sobre el significado de la operación historiográfica. Es en estas circunstancias favorables que la obra maestra de Ricœur, La memoria, la historia, el olvido (1), aparece como un hito significativo por la sorpresa que suscita este meteorito caído en el territorio del historiador y por la respuesta esclarecedora que ofrece para las exigencias del momento.
El contrato de verdad
Ricœur busca dialogar desde hace tiempo con la historia y los historiadores. Su primera intervención dentro de este campo data de 1952, en ocasión de una comunicación en las jornadas pedagógicas de coordinación entre la enseñanza de la filosofía y de la historia, cuando sostuvo que la historia se sustenta en una epistemología mixta, en la que se entrelazan la objetividad y la subjetividad, la explicación y la comprensión. Dialéctica de sí mismo y de otro alejado en el tiempo, confrontación entre el lenguaje contemporáneo y una situación pasada, “el lenguaje histórico es necesariamente equívoco” (2). Tomando en cuenta la necesidad de considerar lo acontecimental y la contingente tanto como lo estructural y las continuidades, Paul Ricœur define la función del historiador, la justificación de su iniciativa como la exploración de aquello que compete a la humanidad: “Esta llamada suena cada tanto como un despertador cuando el historiador se ve tentado de renegar de su intención fundamental y ceder a la fascinación de una falsa objetividad: la de una historia donde sólo existirían estructuras, fuerzas, instituciones y no hombres ni valores humanos” (3).
Ricœur interviene, entonces, muy temprano sobre la construcción del historiador para mostrar hasta qué punto éste se sitúa en tensión entre la objetividad necesaria de su objeto y su subjetividad propia. Mucho antes de que Rancière hiciera un llamado a la reconciliación del historiador con su objeto, invitándolo a no ceder a las sirenas que lo incitan regularmente a la eutanasia (4), Ricœur no decía otra cosa. Él rechaza especialmente la falsa disyuntiva, que se volverá cada vez más dominante en la operación historiográfica, entre el horizonte de objetivación con su ambición cientificista y la perspectiva subjetivista con su creencia en una experiencia de la inmediatez en cuanto a la capacidad de lograr la resurrección del pasado. El objetivo es mostrar que la práctica del historiador es una práctica en tensión constante entre una objetividad que siempre será incompleta y la subjetividad de una mirada metódica que debe desprenderse de una parte de sí misma dividiéndose entre una buena subjetividad, “el yo investigador”, y una mala, “el yo emocional”. Todo el esfuerzo de Ricœur en este campo como en los otros apunta a demostrar que los pasadizos de la búsqueda de la verdad están compuestos por estos desvíos necesarios y rigurosos. La historia procede mediante rectificaciones que responden al mismo espíritu “que la rectificación que presenta la ciencia física en relación al primer ordenamiento de las apariencias en la percepción y en las cosmologías que le son tributarias” (5). El lugar del historiador es siempre en una posición de exterioridad en relación a su objeto, en función de la distancia temporal que lo separa, y de una situación de interioridad por la implicación de su intención de conocimiento. Ricœur recuerda las reglas que rigen este contrato de verdad que, desde Tucídides y Heródoto, guía toda investigación histórica y fundamenta su metodología. En ese primer nivel la subjetividad de la reflexión se encuentra implicada en la construcción misma de los esquemas de inteligibilidad. En este aspecto Ricœur da pruebas de una lucidez remarcable, mostrando que él no ha sido embaucado con la satanización de la escuela metódica contra la cual se constituyó la escuela de Annales (6) al reivindicar el ascetismo objetivista como un estado necesario: “es esta precisamente la Objetividad: una obra de la objetividad metódica. Es por esta razón que esta actividad lleva, acertadamente, el nombre de ‘crítica’” (7). Ricœur privilegia la preocupación analítica de descomposición del pasado en categorías de inteligibilidad, en series distintas, en la búsqueda de relaciones causales, en deducciones lógicas que parten de la teoría.
La incompletitud de la objetividad del historiador vuelve necesaria una fuerte implicación de la subjetividad a distintos niveles. En primer lugar, tiene lugar por la noción misma de elección, explícita o implícita, pero inevitable, del historiador respecto de su o sus objeto/s de análisis. El historiador apunta a un “juicio de importancia” (8) que define la selección de los acontecimientos y de sus factores. La teoría que precede a la observación prevalece en la selección operada. La subjetividad del historiador interviene, entonces, a lo largo de toda la investigación, en el plano de los esquemas interpretativos que van a servir de grilla de lectura. En segundo lugar, el historiador se compromete subjetivamente con los vínculos de causalidad que pone de relieve y, en este sentido, la práctica del historiador resulta a menudo ingenua. Ricœur funda esta afirmación en el esfuerzo metodológico que los historiadores hacen por disociar las causalidades en diversos órdenes. En tercer lugar, la subjetividad del historiador se inserta dentro de la distancia histórica que opone lo mismo a lo otro. El historiador tiene la tarea de traducir, de nombrar aquello que no está más, aquello que fue otro, a los términos contemporáneos. Se choca aquí con la imposibilidad de una adecuación perfecta entre su lenguaje y su objeto, lo que lo obliga a un esfuerzo de imaginación para garantizar la transferencia necesaria de un presente distinto del suyo a fin de dar una explicación inteligible para sus contemporáneos. La imaginación histórica interviene entonces como medio heurístico de comprensión. La subjetividad se convierte en este caso en el transmisor necesario para acceder a la objetividad. Por último, una cuarta dimensión encuentra a la subjetividad ineludible; es el aspecto humano del objeto histórico: “lo que la historia quiere explicar y comprender en última instancia son los hombres” (9). Más que por una voluntad de explicación, el historiador es animado por una voluntad de encuentro. Aquello que acompaña su preocupación por la veracidad no es tanto compartir la creencia en la historia que relata, sino más bien efectuar ese trabajo sobre el pasado, en un sentido cuasi psicoanalítico de la puesta en trabajo, para encarar la búsqueda de lo otro en una transferencia temporal que es también “un trasladarse a otra subjetividad” (10).
La constitución de la objetividad histórica como forma óptima de recuperar los pensamientos y los comportamientos de los hombres del pasado es entonces el correlato de la subjetividad del historiador. Esta desemboca en una intersubjetividad permanentemente abierta a las nuevas interpretaciones, a las nuevas lecturas. La incompletitud de la objetividad del historiador permite a las generaciones futuras poner en debate el legado histórico en una búsqueda indefinida del sentido. Sin embargo, esto no permite decir cualquier cosa sobre el pasado puesto que, gracias a la disociación operada por Ricœur entre el yo de la investigación que debe exaltarse y el yo emocional del que hace falta desprenderse, la objetividad del historiador pasa de las ilusiones lógicas a una necesaria dimensión ética.
Esta dimensión veritativa de la historia es el principal hilo conductor de la última obra de Ricœur. Ella misma constituye aquello por lo que la historia se diferencia de otras formas de escritura, de otros géneros como la ficción. En este sentido, Ricœur define una epistemología de la historia cuya pretensión y el pacto con sus lectores debe alcanzar el nivel de la veracidad a través de la escritura. El filósofo rastrea el proceso de la operación historiográfica en acción en sus tres etapas constitutivas. Define una primera etapa en la cual la historia rompe con la memoria al objetivar los testimonios para transformarlos en documentos, pasándolos por el tamiz de la prueba de autenticidad, discriminando a partir de las reglas bien conocidas del método de la crítica interna y externa de las fuentes lo verdadero de lo falso, descartando las diversas formas de falsificación. En esta fase, documental, el historiador confrontado con los archivos se cuestiona sobre aquello que efectivamente tuvo lugar: “Los términos verdadero y falso pueden aplicarse legítimamente a este nivel en el sentido popperiano de "refutable" y "verificable"... la refutación del negacionismo tiene lugar en este nivel” (11). A fin de satisfacer la confianza que le otorga su lector, el historiador, en este estadio, convierte su trabajo de objetivación de las huellas del pasado en una escuela de la sospecha. La prueba documental queda en tensión entre la fuerza de la comprobación y el uso mesurado de la impugnación, de la mirada crítica.
El segundo momento de la operación historiográfica es el que Ricœur denomina como el intento de explicación/comprensión. Aquí Ricœur se diferencia de Dilthey y de su separación entre esos dos niveles indisociables y que ya no son más asimilados a la interpretación, que es una noción más vasta que se despliega en los tres estadios de la epistemología histórica: “En este sentido, la interpretación es un rasgo de la búsqueda de la verdad en historia que atraviesa los tres niveles: la interpretación es un componente de la intención misma de verdad de todas las operaciones historiográficas” (12). El historiador profundiza entonces la autonomía de su enfoque con respecto a la memoria preguntándose “¿por qué?”, movilizando los diversos esquemas de inteligibilidad a su disposición. Deconstruye la masa documental y la ordena en series coherentes y significativas: aquí los fenómenos que se suponen del orden de lo económico, allí los políticos o religiosos...En la medida de lo posible, modeliza para poner a prueba sus herramientas interpretativas. En este punto Ricœur atraviesa el paisaje historiográfico actual marcado por el doble giro pragmático (que privilegia el estudio de las prácticas constitutivas de lo social) e interpretativo (que se funda en la pluralización de las temporalidades y las variaciones de las escalas de análisis de una disciplina, la historia, cuyo horizonte es el de dar cuenta y comprender el cambio) (13). Él se apoya sobre todo en aquellos a los que llama “maestros del rigor”: Michel Foucault, Michel de Certeau y Norbert Elías y recupera los juegos de escalas (14) como idea-fuerza para escapar a la falsa disyuntiva que durante mucho tiempo estructuró el campo de los historiadores entre los interesados por los acontecimientos y los de la larga duración. Para su argumentación considera los trabajos sobre la microhistoria y los de Bernard Lepetit sobre la estructuración de las prácticas sociales y sus representaciones (15).
El tercer momento de la operación historiográfica es el de la representación histórica, durante la cual la escritura adquiere la mayor importancia. Ella estaba ya al inicio de la disciplina, como lo había percibido Platón en Fedro, cuando presenta la invención de la escritura como pharmakon, a la vez medicina para la memoria, protectora contra el olvido y al mismo tiempo su veneno en la medida en la que corre el riesgo de reemplazar el esfuerzo de la memoria. La historia se sitúa entonces en el plano de la escritura en sus tres fases pero más que en ninguna otra en esta ambición última de materialización del acto de escritura por parte del historiador mismo. En este plano, Ricœur coincide una vez más con Michel de Certeau al analizar los componentes de esta actividad escrituraria (16). Pero Ricœur evita todo aislamiento de la escritura únicamente en el estrato discursivo y otorga un lugar nodal a un concepto ya utilizado en Tiempo y relato que es el de representancia (17). Por ello él entiende la cristalización de las expectativas y aporías de la intencionalidad histórica. La representancia es la intención del conocimiento histórico, ella misma situada bajo el sello de un pacto según el cual el historiador toma por objeto personajes y situaciones que existieron antes que él las transformara en relato. Esta noción se diferencia entonces de la de representación, en la medida que ella implica con respecto al texto, un referente que Ricœur califica de lugartenencia del texto histórico. Mediante ese concepto de representancia, Ricœur rinde homenaje al aporte de los narrativistas y, al mismo tiempo, se pone en guardia contra la indistinción epistemológica entre ficción e historia, recordando la exigencia veritativa del discurso histórico. La atención a los procedimientos textuales, narrativos, sintácticos por los cuales la historia anuncia su régimen de verdad conduce a reapropiarse de los avances de los trabajos de toda la filiación narratologista, particularmente desarrollada en el mundo anglosajón y conocida en Francia gracias a Ricœur. En efecto, el desarrollo de tesis narrativistas se alimenta del giro lingüístico, de la crítica del modelo nomológico y de la consideración del discurso como yacimiento del saber, como despliegue de recursos de inteligibilidad.
Los narrativistas han permitido mostrar cómo el estilo de la narración tiene valor explicativo, aunque sólo sea por la utilización constante del nexo subordinante “porque” que recubre y confunde dos funciones distintas, la consecución y la consecuencia. Los vínculos cronológicos y los vínculos lógicos son así afirmados sin ser problematizados. Ahora bien, conviene desentrañar esta palabra clave, el “porque”, cuyos usos son variados. Es este trabajo sobre las capacidades explicativas propias del relato el que ha desarrollado la corriente narrativista. De esta forma, William Dray ha mostrado, desde los años ‘50, que la idea de causa debe ser separada de la idea de ley (18). Este autor ha defendido un sistema causal irreductible a un sistema de leyes, criticando por un lado a aquellos que practican esta reducción y, por otra parte, a aquellos que niegan toda posibilidad de explicación. Poco tiempo después, Georg Henrik von Wright sugirió como lo más apropiado para la historia y las ciencias humanas en general un modelo mixto fundado sobre una explicación llamada cuasi-causal (19). Las relaciones causales son, para él, estrechamente relativas a su contexto y a la acción en la que está implicada. Inspirado en el trabajo de Elisabeth Anscombe, privilegia las relaciones intrínsecas entre las razones de la acción y la acción misma. Von Wright enfrenta así la conexión causal no lógica, puramente externa, que conecta los enunciados del sistema con la conexión lógica que se vincula a las intenciones y adquiere una forma teleológica. El vínculo entre esos dos niveles heterogéneos se sitúa dentro de los rasgos configuradores del relato: “El hilo conductor, para mí, es la intriga, en tanto síntesis de lo heterogéneo” (20). Arthur Danto da cuenta de diversas temporalidades al interior del relato histórico y cuestiona la ilusión de un pasado como una entidad fija en relación a la cual sólo la mirada del historiador sería móvil. Distingue, por el contrario, tres posiciones temporales internas a la narración (21). El dominio del enunciado implica de por sí dos posiciones diferentes: la del acontecimiento descrito y la del acontecimiento en función del cual aquél es descrito. A esto se le debe agregar el plan de la enunciación que se sitúa en otra posición temporal, la del narrador. La consecuencia epistemológica de tal diferenciación temporal parece ser una paradoja de la causalidad, puesto que un acontecimiento ulterior puede hacer aparecer otro anterior en una situación causal. Por otra parte, la demostración de Danto vuelve a considerar como indistintas la explicación y la descripción, siendo la historia una sola pieza, según su expresión. Algunos fueron aún más lejos, como Hayden White con su perspectiva de construcción de una poética de la historia (22), presuponiendo que el registro de la historia no es fundamentalmente diferente del de la ficción en el plano de su estructura narrativa. La historia sería, por tanto, ante todo escritura, artificio literario. Hayden White sitúa la transición entre el relato y la argumentación dentro de la noción de puesta en intriga.
Ricœur está entonces muy cerca de esas tesis. De los narrativistas reconoce, ante todo, dos aportes fundamentales. En primer lugar ellos muestran que “narrar ya es explicar… ‘el uno por el otro’ que, según Aristóteles, hace la conexión lógica de la intriga, es en adelante el punto de partida obligado de toda discusión sobre la narración histórica” (23). En segundo lugar, a la diversificación y jerarquización de modelos explicativos, los narrativistas opusieron la riqueza de recursos explicativos internos del relato. No obstante, y a pesar de sus dos aportes en la comprensión de aquello que es un discurso histórico, Ricœur no comparte con las tesis más radicales de los narrativistas que postulan la indistinción entre historia y ficción. A pesar de su proximidad, él insiste en un corte epistemológico fundado sobre el régimen de veracidad propio del contrato del historiador respecto al pasado.
Prestar atención a los regímenes del discurso implica volver a esta zona de indeterminación para reconsiderar cómo se fabrican los regímenes de verdad y cuál es el estatuto del error, el carácter inconmensurable o no de las diversas afirmaciones que se presentan como científicas. Ricœur no sigue entonces la tentativa deconstructiva de Michel Foucault y de Paul Veyne que se inspira en Nietzsche y propone una simple genealogía de interpretaciones que recubriría los hechos históricos. A la fórmula provocativa de Roland Barthes según la cual “el hecho nunca ha tenido más que una existencia lingüística”, él plantea aquello que califica como el “cuadrilátero del discurso”: el hablante que toma en cuenta la palabra singular como acontecimiento; el interlocutor que responde al carácter dialógico del discurso; el sentido, que es el tema del discurso y, finalmente, la referencia que remite a aquello de lo que se habla, a una exterioridad del discurso.
La narración, guardiana del tiempo
La exigencia de pensar al interior de la tensión entre exterioridad e interioridad, un pensamiento del afuera y otro del adentro, condujo a Ricœur a la búsqueda de la superación de las diversas aporías del enfoque puramente especulativo sobre la temporalidad. Pensar en la articulación de los diferentes tiempos, uno que debe emerger y otro que es concebido como condición de los fenómenos, es el objeto de la trilogía sobre la historia que él publica a mediados de la década de 1980. Paul Ricœur retoma y amplía su reflexión sobre los regímenes de historicidad concebidos como un tercer tiempo, un tercer discurso en tensión entre la concepción puramente cosmológica del movimiento temporal y un acercamiento íntimo, interior del tiempo. Aristóteles opone a la identificación platónica del tiempo con la revolución de los cuerpos celestes, una disociación entre la esfera de los cambios, localizable, propia del mundo sublunar, y un tiempo inalterable, uniforme, simultáneamente el mismo en todas partes. El universo aristotélico, entonces, es sustraído del tiempo. Pero de esta manera, Aristóteles se topa con la paradoja de un tiempo que no tiene movimiento y uno que tiene entre sus condiciones el movimiento: “así es claro que el tiempo no es ni el movimiento, ni sin el movimiento” (24). Aristóteles no logra encontrar la conexión entre el tiempo medido por el Cielo a la manera de un reloj natural y la constatación de que los hombres y las cosas son objeto de la acción del tiempo. Y hace suyo el dicho de que “el tiempo consume, que todo envejece bajo la acción del tiempo” (25).
A esta vertiente cosmológica del tiempo se opone la vertiente psicológica, íntima, sostenida por San Agustín, quien plantea de forma directa la pregunta: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si me lo preguntaran y tuviera que explicarlo, no lo sabría más” (26). San Agustín parte de la paradoja según la cual si el pasado no existe más y el futuro tampoco todavía ¿cómo asir aquello que sería el tiempo? San Agustín responde volviéndose hacia el presente, un presente ampliado a una temporalidad que engloba la memoria de los acontecimientos pasados y la expectativa de los futuros: “El presente del pasado es la memoria, el presente del presente es la visión, el presente del futuro es la expectativa” (27). No hay, entonces, para San Agustín, futuro ni pasado más que por el presente. Esta antinomia entre tiempo cosmológico y tiempo íntimo no es resuelta por la especulación filosófica, como lo muestra Ricœur a propósito de la renovación de la polémica que enfrenta esta vez las tesis de Kant a las de Husserl, y lleva a una aporía similar: “Fenomenología y crítica no toman una de la otra más que la condición de ignorarse mutuamente” (28).
Entre el tiempo cósmico y el tiempo íntimo se sitúa el tiempo narrado del historiador. Él permite reconfigurar el tiempo por medio de conectores específicos. Ricœur ubica, por lo tanto, el discurso histórico en una tensión singular entre identidad narrativa y pretensión de verdad. La poética de la narración aparece como la manera de superar las aporías de la aprehensión filosófica del tiempo. En este aspecto, Ricœur prefiere la noción de refiguración a la de referencia, pues de lo que se trata es de redefinir la noción misma de “realidad” histórica a partir de los conectores propios del tercer tiempo histórico, a menudo utilizados por los historiadores profesionales sin problematización. Entre esos conectores encontramos en efecto categorías que son familiares al historiador: “el tiempo calendario es el primer puente tendido por la práctica histórica entre el tiempo vivido y el tiempo cósmico” (29). Éste se acerca al tiempo físico por su mensurabilidad y toma prestado al tiempo vivido. El tiempo calendario “cosmologiza el tiempo vivido” y “humaniza el tiempo cósmico” (30). La noción de generación, convertida en la actualidad en una categoría de análisis esencial, es considerada por Ricœur como una mediación mayor de la práctica histórica que permite también, como lo había mostrado Dilthey, encarnar las conexiones entre tiempo público y tiempo privado. La noción de generación permite atestiguar la deuda, más allá de la finitud de la existencia, más allá de la muerte que separa los ancestros de los contemporáneos. Por último, está la noción de huella, que ha alcanzado tal difusión en la actualidad que Carlo Ginzburg ha llegado a concebir un nuevo paradigma, diferente del paradigma galileano y que él mismo definió como uno de las huellas indiciarias (31). Objeto habitual del historiador, la noción de huella, materializada por los documentos, los archivos, no es menos enigmática y esencial para la reconfiguración del tiempo. Ricœur toma prestada de Emmanuel Lévinas la expresión de significación de la huella como interrupción de un orden, significativo sin ponerse de manifiesto (32). Pero también inscribe la noción de huella dentro de su lugar en la historiografía. Esta noción es utilizada por la tradición histórica desde hace ya mucho tiempo, puesto que la encontramos en la obra de Seignobos tanto como en la de Marc Bloch. Esta concepción de una ciencia histórica movida por huellas corresponde a su equivalente referencial en una ambivalencia que resiste a la clausura del sentido, puesto que el vestigio está enterrado en el presente y a la vez se encuentra como soporte de una significación que no está más aquí.
Esta noción de huella, a la vez ideal y material, es en la actualidad el resorte esencial de la monumental obra dirigida por Pierre Nora sobre los lugares de la memoria. Es el vínculo indecible que conecta el pasado con un presente convertido, por la intermediación de las huellas memoriales, en una categoría densa en la reconfiguración del tiempo. Pierre Nora observa aquí una nueva discontinuidad dentro de la escritura de la historia “que no se puede llamar de otro modo que historiográfica” (33). Esta ruptura modifica el punto de vista y compromete a la comunidad de los historiadores a revisitar de manera diferente los mismos objetos desde la mirada de las huellas dejadas en la memoria colectiva por los hechos, los hombres, los símbolos, los emblemas del pasado. Este abandono/recuperación de toda la tradición histórica en este momento memorial que vivimos abre el camino a una historia completamente distinta. Este vasto desorden abierto a partir de la historia de las metamorfosis de la memoria, sobre una realidad simbólica a la vez palpable e inasignable, permite ejemplificar, gracias a su doble problematización de la noción de historicidad y de la de memoria, el tercer tiempo definido por Ricœur como un puente entre el tiempo vivido y el tiempo cósmico. Constituye el campo de investigación de aquello que Reinhart Koselleck califica como nuestro espacio de experiencia,es decir, ese pasado vuelto presente. Permite explorar el enigma de la “paseidad”, porque el objeto memorial en su lugar material o ideal no se describe en términos de simples representaciones. Ricœur indica, y el proyecto de Pierre Nora no está demasiado lejos de esta idea, que la “paseidad” de una observación no es en sí misma observable, sino solamente memorable. Instala frontalmente la cuestión acerca de aquello que se convierte en memoria. Insistiendo sobre el rol de los acontecimientos fundadores y sobre su relación con la narración como identidad narrativa, Ricœur abre la perspectiva historiográfica actual en la que la empresa de Pierre Nora se inscribe como monumento de nuestra época.
La tentativa de romper con la narración desplegada por los Annales durante los años ‘70 ha sido, según Ricœur, ilusoria y contradictoria con el proyecto de la historia. Fernand Braudel había condenado el tiempo corto regresando a la ilusión de la larga duración, gracias al recurso de los servicios del gran pedestal de la geohistoria. Sin embargo, Ricœur lo ha mostrado bien, las reglas de la escritura histórica han impedido el vuelco de la disciplina en la sociología ya que la larga duración continúa siendo una duración. Braudel, en tanto que historiador, se mantenía tributario de las formas retóricas propias de la disciplina histórica. Contrariamente a sus proclamaciones estruendosas, él también prosiguió en su tesis la realización de una narración: “La noción misma de historia de larga duración deriva del acontecimiento dramático… es decir, del acontecimiento-puesto-en-intriga” (34). Ciertamente, la intriga que no tiene por sujeto a Felipe II sino al Mediterráneo es de un tipo distinto, pero no por eso es menos intriga. El Mediterráneo aparece como un cuasi-personaje que conoce su última hora de gloria en el siglo XVI antes de que asistamos a un cambio de orientación hacia el Atlántico y América, momento durante el cual “el Mediterráneo simultáneamente sale de la gran historia” (35). La puesta en intriga se impone por lo tanto a todos los historiadores, incluso a aquellos que pretenden tomar la mayor de las distancias respecto del clásico recitado de acontecimientos político-diplomáticos. La narración constituye, por ende, la mediación indispensable para realizar la obra histórica y ligar el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa: “Nuestra hipótesis de trabajo vuelve a considerar la narración como la guardiana del tiempo, en la medida en que no será pensado ningún tiempo que no sea narrado” (36). La configuración del tiempo atraviesa la narración del historiador. Contemplada de esta forma, la configuración histórica se desplaza entre un espacio de experiencia que evoca la multiplicidad de las trayectorias posibles y un horizonte de expectativa que define un futuro vuelto presente, no reducible a una simple deriva de la experiencia presente: “De esta manera, en vez de oponerse como polos opuestos, el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa se condicionan mutuamente” (37). La construcción de esta hermenéutica del tiempo histórico ofrece un horizonte que no está marcado únicamente por la finalidad científica, sino que se transforma en un hacer humano, un diálogo que se instituye entre las generaciones, una intervención sobre el presente. Es desde esta perspectiva que conviene volver a abrir el pasado, revisitar sus potencialidades. El presente recupera el pasado a partir de un horizonte histórico que se desprende de él. Transforma la distancia temporal muerta en “transmisión generadora de sentido” (38). El campo de la reconstrucción histórica se encuentra, entonces, en el corazón de la intervención, del hacer presente que define la identidad narrativa sobre su doble forma de la mismidad (Idem) y de sí-mismo (Ipseidad). La centralidad de la narración relativiza la capacidad de la historia para encerrar su discurso dentro de una explicación clausurada por los mecanismos de causalidad. Aquella no permite ni retornar “a la pretensión de un sujeto constituyente para dominar el sentido”, ni de renunciar a la idea de una totalidad de la historia en función de sus “implicancias éticas y políticas” (39).
El acontecimiento y sus metamorfosis de sentido
Entre su disolución y su exaltación, el acontecimiento, según Ricœur, sufrió una metamorfosis que se sostiene sobre su recuperación hermenéutica. Reconciliando perspectivas continuistas y discontinuistas, Ricœur propone distinguir tres niveles de aproximación al acontecimiento: “1. Acontecimiento infrasignificativo; 2. Orden y reino del sentido, en última instancia no acontecimental; 3. Emergencia de acontecimientos suprasignificativos, sobresignificantes” (40). El primer empleo corresponde simplemente a la descripción de “aquello que acontece” y evoca la sorpresa, lo nuevo con relación a lo instituido. Por cierto, corresponde a las orientaciones de la escuela metódica de Langlois y Seignobos, aquella que estableció los principios de la crítica de fuentes. En el segundo lugar, el acontecimiento se encuentra atrapado al interior de esquemas explicativos que lo ponen en correlación con ciertas regularidades, ciertas leyes. Este segundo momento tiende a subsumir la singularidad del acontecimiento bajo el registro de la ley de la que es una expresión, al punto de llegar, en última instancia, a la negación del acontecimiento. Aquí se puede reconocer la orientación de la escuelas de los Annales. A este segundo estadío del análisis debe sucederlo un tercer momento, interpretativo, de recuperación del acontecimiento como emergencia, pero esta vez sobresignificado. El acontecimiento es en este caso parte integrante de una construcción narrativa, constitutiva de una identidad fundadora (la toma de la Bastilla) o negativa (Auschwitz). El acontecimiento que está de regreso no es, por lo tanto, el mismo que aquel que había sido reducido por el sentido explicativo, ni aquel otro infrasignificado que se hallaba exterior al discurso. En este último caso, el acontecimiento engendra por sí mismo el sentido: “Esta saludable recuperación del acontecimiento sobresignificado sólo prospera en los límites del sentido, en el punto donde fracasa por exceso o por falta: por exceso de arrogancia y por falta de captura” (41).
Los acontecimientos sólo son detectables a partir de sus huellas, discursivas o no. Sin reducir la realidad histórica a su dimensión lingüística, la fijación del acontecimiento, su cristalización se efectúa a partir de su nominación. La semántica histórica permite tener en cuenta la esfera del actuar y rompe con las concepciones fisicalistas y causalistas. La constitución del acontecimiento es tributaria de su puesta en intriga. Ella es la mediación que asegura la materialización del sentido de la experiencia humana del tiempo “en los tres niveles de su prefiguración práctica, su configuración epistémica y su reconfiguración hermenéutica” (42). La puesta en intriga juega el de rol de operadora que conecta entre sí acontecimientos heterogéneos. Sustituye a la relación causal de la explicación fisicalista. La hermenéutica de la conciencia histórica sitúa el acontecimiento en una tensión entre dos categorías meta-históricas en las que repara Koselleck, la de espacio de experiencia y la de horizonte de expectativas. Estas dos categorías permiten una tematización del tiempo histórico que se puede leer desde la experiencia concreta, desde desplazamientos significativos como la disociación progresiva entre experiencia y expectativa en el mundo moderno occidental. El sentido del acontecimiento es por lo tanto, según Koselleck, constitutivo de una estructura antropológica de la experiencia temporal y de formas simbólicas históricamente instituidas. Koselleck desarrolla entonces “una problemática de la individualidad de los acontecimientos que coloca su identidad bajo los auspicios de la temporalización, la acción y la individualidad dinámica” (43). De esta forma apunta a un nivel más profundo que el de la simple descripción, concentrándose en las condiciones de posibilidad de la acontecimentalidad. Su perspectiva tiene el mérito de mostrar la operatividad de los conceptos históricos, su capacidad estructurante y a la vez estructurada por las situaciones singulares. Estos conceptos, portadores de experiencia y de expectativa, no son simples epifenómenos lingüísticos opuestos a la historia “verdadera”; son “una relación específica del lenguaje a partir de la cual influyen sobre cada situación y acontecimiento en la que reaparecen”(44). Los conceptos no son ni reductibles a algunas figuras retóricas ni simples herramientas apropiadas para clasificar en algunas categorías. Están anclados en el campo de la experiencia de donde han surgido para subsumir una multiplicidad de significados. ¿Podemos afirmar, entonces, que esos conceptos consiguen colmar el sentido de la historia hasta el punto de permitir una fusión total entre historia y lenguaje? Como Ricœur, Reinhart Koselleck no llega tan lejos y afirma, por el contrario, que los procesos históricos no se limitan a su dimensión discursiva: “La historia no coincide jamás perfectamente con la forma en que el lenguaje la toma y la experiencia la formula” (45). Como lo piensa Ricœur, la actividad de temporalización arraiga en última instancia en el campo práctico.
Este desplazamiento de la acontecimentalidad hacia su huella y sus herederos ha suscitado una verdadera vuelta de la disciplina histórica sobre sí misma, al interior de eso que podríamos calificar de círculo hermenéutico o de giro historiográfico. Este nuevo momento invita a acompañar las metamorfosis del sentido a través de las mutaciones y deslizamientos sucesivos de la escritura histórica entre el propio acontecimiento y la posición presente. El historiador se interroga entonces sobre las diversas modalidades de la fabricación y percepción del acontecimiento a partir de su trama textual. Este movimiento de revisita del pasado por la escritura histórica acompaña la exhumación de la memoria nacional y refuerza aún más el momento memorial actual. Motivados por la renovación historiográfica y memorial, los historiadores asumen el trabajo de duelo del pasado en-sí y aportan su contribución al esfuerzo reflexivo e interpretativo actual dentro de las ciencias humanas. Este cambio de tendencia reciente coincide con el abandono/recuperación de toda la tradición histórica emprendido por Pierre Nora en Les lieux de mémoire y abre el camino a toda una otra historia: “Ya no las determinaciones, sino sus efectos; no las acciones memorizadas ni tampoco conmemoradas, sino la huella de esas acciones y el juego de sus conmemoraciones; ya no más los acontecimientos por ellos mismos, sino su construcción en el tiempo, la supresión y reconstrucción de sus significaciones; no el pasado tal como ha ocurrido, sino sus reutilizaciones permanentes, sus usos y abusos, su imposición sobre los sucesivos presentes; no la tradición, sino las maneras en las que se constituye y se transmite” (46).
La ecuación pasado sobre presente
Presa de la mundialización de la información, de la aceleración de su ritmo, el mundo contemporáneo está conociendo una “extraordinaria dilatación de la historia, la presión de un sentimiento histórico de fondo” (47). Esta presentificación ha tenido por efecto una experimentación moderna de la historicidad. Ésta implicaría una redefinición de la acontecimentalidad como acercamiento a una multiplicidad de posibilidades, de situaciones virtuales, potenciales y ya no más como algo firmemente finalizado. El movimiento se ha apoderado del tiempo presente hasta modificar la relación moderna con el pasado. La lectura histórica del acontecimiento no es más reductible al acontecimiento estudiado, sino considerado en su huella, situada en una cadena acontecimental. Todo discurso sobre un acontecimiento moviliza, connota una serie de acontecimientos anteriores, lo que otorga toda su importancia a la trama discursiva que los vincula poniéndolos en intriga. La historia del tiempo presente no significa solamente la apertura de un período nuevo, el que se encuentra más cerca de la mirada del historiador. Significa, además, una historia diferente, que participa de las nuevas orientaciones de un paradigma que se encuentra en la ruptura con el tiempo único y lineal, y pluraliza las formas de la racionalidad.
A la historia del tiempo presente se han opuesto argumentos presentando una gran cantidad de problemas difíciles de superar. En primer lugar, el problema de la proximidad no permitiría jerarquizar según un orden de importancia relativa entre los recursos disponibles. Según esta crítica, no se puede definir aquello que cambia de lo histórico y aquello que continúa del epifenómeno. En segundo lugar se le critica trabajar con un tiempo mutilado de su futuro. El historiador no conoce todas las consecuencias de los hechos estudiados dado que a menudo el sentido no se le revela más que a posteriori. Al respecto Ricœur, que inscribe su intervención dentro de la defensa de la legitimidad de la historia del tiempo presente, llama la atención sobre las dificultades de una configuración inscripta en la perspectiva de una distancia temporal corta. Él propone distinguir dentro del pasado reciente: el tiempo inacabado, al que nos referimos cuando está transcurriendo, el devenir en curso, “lo que constituye un obstáculo para esta historiografía, es el lugar considerable de las previsiones y las anticipaciones dentro de la comprensión de la historia en curso” (48); y el tiempo clausurado, el de la Segunda Guerra Mundial, el de la descolonización, del fin del comunismo… y en ese aspecto 1989 deviene una fecha interesante de clausura que permite configurar sistemas inteligibles una vez que cierto ciclo terminó. A estos problemas se agrega la regla de treinta años que no permite tener acceso inmediato a los archivos. Se añade, entonces, la falta de perspectiva crítica que precisa el método historiográfico.
Pero la historia del tiempo presente tiene además la capacidad de dar vuelta todos esos inconvenientes en su favor, como lo demuestra Robert Frank, el sucesor de François Bédarida en la dirección del Instituto de Historia del Tiempo Presente (IHTP) hasta 1994 (49). El trabajo de investigación sobre lo inacabado contribuye a desfatalizar la historia, a relativizar las cadenas causales que constituían las matrices de lectura, la moda de los historiadores. En este sentido, la historia del tiempo presente fue un buen laboratorio para quebrar el fatalismo causal. En segundo lugar, incluso si su uso expone problemas metodológicos serios, el historiador tiene la posibilidad de poder trabajar bajo el control de los testigos de los acontecimientos que analiza. Dispone de fuentes orales que son con certeza una ventaja, sobre todo si éstas son manipuladas con prudencia y con una distancia crítica puesto que ellas son “una fuente sobre un tiempo pasado y no pasado, como numerosas fuentes escritas, contemporáneas a los acontecimientos” (50). Esta interactividad entre el historiador y su objeto de estudio, a la manera del sociólogo, permite “hacer una historia objetiva de la subjetividad” (51).
Esta historia del tiempo presente podrá contribuir a alterar la relación historia/memoria. La oposición tradicional entre una historia crítica situada del lado de la ciencia y una memoria considerada una fuente fluctuante y fantasmática se encuentra en vías de transformación. Mientras la historia pierde una parte de su cientificidad, la problematización de la memoria conduce a otorgar una parte de su método crítico a la aproximación de la noción de memoria. Las dos nociones se acercan y la utilización de las fuentes orales en la escritura del tiempo presente vuelve posible una historia de la memoria. Este cambio tiene un valor heurístico que permite así comprender mejor el carácter indeterminado de posibilidades abiertas para los actores de un pasado que fue su presente. Entonces la historia del tiempo presente modifica la relación con el pasado, su imagen y su estudio. El historiador del tiempo presente inscribe la operación historiográfica dentro de la duración y no limita su objeto al instante. Debe hacer prevalecer una práctica consciente de sí misma, que deje de lado las ingenuidades frecuentes en la operación histórica.
Inscripto en el tiempo como discontinuidad, el presente es trabajado por aquellos que deben historizarlo esforzándose para aprehender su presencia como ausencia, a la manera que Michel de Certeau definía la operación historiográfica. Esta dialéctica es especialmente difícil de llevar a cabo en la historia del tiempo presente porque hace falta proceder a una separación, que resulta más natural cuando se trata de un tiempo finalizado: “el asunto es saber si, para ser histórica, la historia del tiempo presente no supondría un movimiento similar al de la caída en ausencia, desde cuyo fondo el pasado nos interpelaría con la fuerza de un pasado que otrora fue presente” (52). Podríamos preguntarnos hasta qué punto la historia del tiempo presente es movilizada por motivaciones más profundas que aquellas de un simple acceso a lo más contemporáneo. Es la búsqueda de sentido la que guía sus investigaciones tanto como el rechazo de la efeméride. Un sentido que ya no es un thelos, una continuidad preconstruida, sino una reacción a “la a-cronía contemporánea” (53). La historia del tiempo presente se diferencia radicalmente, por lo tanto, de la clásica historia contemporánea. Aquélla intenta alcanzar la espesura temporal y busca anclar un presente muy a menudo vivido en una suerte de ingravidez temporal. Por su voluntad reconciliatoria, en el corazón de lo vivido, de la discontinuidad y de las continuidades, la historia del presente como encuentro constante entre pasado y presente permite “un vibrato de lo inacabado que tiñe bruscamente todo un pasado, un presente poco a poco rescatado de su autismo” (54).
Entre la historia-verdad y la memoria-fidelidad
Preocupado, de una forma muy kantiana, por evitar la desmesura y los diversos modos de revestimiento que ella implica, desde hace cuatro o cinco años Ricœur se ha abocado a reflexionar sobre la dialéctica propia de la relación entre historia y memoria, que constituye un punto sensible y a veces obsesionante de nuestro fin de siglo, momento de balance de los desastres de un trágico siglo XX. Es esta reflexión la que lo conduce a este trabajo, presentado en septiembre de 2000 a los lectores en general y a los historiadores en particular, donde comparte las preocupaciones ciudadanas que él enuncia al principio: “Me quedo perplejo por el inquietante espectáculo que brindan el exceso de memoria aquí, el exceso de olvido allá, por no hablar de la influencia de las conmemoraciones y de los abusos de memoria -y de olvido-. En este sentido, la idea de una política de la justa memoria es uno de los temas cívicos que más me interesan” (55).
Ricœur se aboca a distinguir con precisión dos pretensiones de naturaleza diferente: veritativa para la historia y de fidelidad para la memoria, mostrando que una desconfianza excesiva sobre los perjuicios de la memoria conduciría a sacralizar la postura del historiador y, a la inversa, un recubrimiento de la historia por la memoria no tomaría en consideración el nivel epistemológico indispensable de la explicación/comprensión. Qué sería una verdad sin fidelidad o una fidelidad sin verdad, se pregunta Ricœur quien ha forjado, en primer lugar, una fenomenología de la memoria. Ricœur retoma el logos griego para responder al enigma inicial de la representación del pasado en la memoria. Platón se ha posado sobre la pregunta del “qué” del recuerdo, cuya respuesta en el Teeteto es la noción de Eikon (la imagen-recuerdo). Ahora bien la paradoja del Eikon es esta presencia en el espíritu de una cosa ausente. A este primer acercamiento, Aristóteles agrega otra característica de la memoria: el hecho de que ella porta la marca del tiempo, que define una línea de frontera entre la imaginación, el fantasma de un lado, y la memoria que se refiere a una anterioridad, a un “habiendo sido”. ¿Pero cuáles son esas marcas memoriales? Ellas son de tres órdenes según Ricœur, que se mantiene, vigilante, a distancia de las empresas reduccionistas como la de Changeux y su Hombre neuronal (56) para el cual la lógica de la corteza cerebral explicaría por sí sola todos los comportamientos humanos. Ricœur llama la atención y distingue las marcas memoriales corticales, psíquicas y materiales. Con esta tercera dimensión de la memoria, la de las huellas documentales, estamos ya dentro del campo de investigación del historiador. Ellas constituyen, por lo tanto, la imbricación inevitable de la historia y de la memoria. Si la memoria es proclive a las patologías -los impedimentos, las resistencias- como lo ha demostrado Freud, también puede caer presa de manipulaciones, de mandatos. Sin embargo, en muchos casos tiene momentos “logrados”, de reconocimiento. Es el caso del recuerdo involuntario descrito por Proust, pero también puede ser también el objetivo de una memoria esforzada, de un trabajo de memoria que se relaciona con lo que Freud ha llamado trabajo de duelo. No obstante, este pequeño milagro del reconocimiento que permite la memoria es, por contra, inaccesible al historiador que no puede pretender acceder a esta “pequeña fortuna”, dado que su forma de conocimiento se encuentra constantemente mediada por la traza textual que hace de su saber una construcción siempre abierta e indefinida.
Si el olvido, tercer término esencial del tríptico de Ricœur, constituye un doble desafío a la historia y la memoria, Ricœur distingue en esta verdadera caja negra, por un lado, aquello que es del orden de la pérdida irreversible, ya sea que se haya borrado de las trazas corticales o que se hayan perdido los documentos, y por el otro el olvido de reserva, que es la condición misma de la memoria, la que le permite trabajar. Este olvido de reserva que existe en los recuerdos es un olvido que preserva: “El olvido reviste una significación positiva en la medida en la que el carácter de haber-sido prevalece sobre el ya-no-es, en la significación vinculada a un pasado. El haber-sido hace del olvido un recurso inmemorial entregado al trabajo del recuerdo” (57). Dentro de la guerra de memorias que atravesamos y en el curso de la cual una dura competencia enfrenta la historia a la memoria, Ricœur interviene para decir la indecibilidad de sus relaciones: “la competencia entre memoria e historia, entre la fidelidad de una y la verdad de la otra, no puede darse en el plano epistemológico” (58).
Esta tensión conduce a Ricœur a preguntarse sobre la dimensión ontológica de nuestra condición histórica como ser de memoria y de historia. Retoma sus reflexiones sobre la historialidad y su confrontación con las tesis heideggerianas sobre el tiempo. Ricœur opone esta vez una categoría nueva a la de ser-para-la-muerte de Heidegger, que ha suscitado muchas críticas. Ricœur la sustituye por la noción del ser-en-la-culpa como lugar posible de paseidad y futuridad. Es una cuestión mayor, el verdadero tema central de su demostración según la cual el haber-sido se deja llevar por el haber-pasado. En este punto Ricœur insiste, y es esencial para la comunidad historiográfica, sobre el hecho de que el pasado existe aún en la “lámina” de tiempo que es el presente. Retoma aquí a Jankélévitch, a quien cita en el epígrafe de su obra : “el que fue ya no puede no haber sido: en adelante, este hecho misterioso y profundamente oscuro de haber sido es su pasaje a la eternidad”. Es a partir de esta insistencia que memoria e historia pueden ser confrontadas como dos prácticas, dos relaciones con el pasado del ser histórico en una dialéctica de ataduras y desataduras. En la medida en la que la historia es más distante, más objetiva, más impersonal en su relación con el pasado, puede jugar un rol de equidad a fin de mitigar la exclusividad de las memorias particulares. Así puede, según Ricœur, contribuir a transformar la memoria desgraciada en memoria feliz, pacificada, en justa memoria. Es entonces una nueva lección de esperanza que nos brinda Ricœur: un nuevo direccionamiento de la relación entre pasado, presente y futuro, constitutiva de la disciplina histórica, de parte de un filósofo que recuerda los imperativos de la acción a los historiadores, que tienen la tendencia de complacerse en la repetición y las conmemoraciones. Hace notar nuevamente a los historiadores que su trabajo apunta a “conseguir que nuestras expectativas sean más determinadas y nuestra experiencia más indeterminada” (59). Se trata de un trabajo que incita a los historiadores y es en ese sentido que debemos comprender su noción de trabajo de memoria, que hace referencia a Freud y su noción de trabajo de duelo.
En esta línea, la práctica del psicoanálisis puede ser, para Ricœur, sugestiva para el historiador: quien se analiza habla y, en el trabajo de afloramiento del inconsciente a través de su expresión en forma de fragmentos de relatos incoherentes, de sueños, de actos fallidos, el objetivo es llegar a una puesta en intriga inteligible, aceptable y constitutiva de su identidad personal. En este sentido, el paciente, según Freud, pasa por dos mediaciones. En primer lugar, la del otro, el que escucha, el psicoanalista. La presencia de un tercero que habilita a hablar es indispensable para la expresión de la memoria más dolorosa, traumática. El paciente habla delante de un testigo y es este último quien lo ayuda a sortear los obstáculos de la memoria. La segunda mediación es la del lenguaje mismo del paciente que es el de una comunidad singular. Uno retoma los recursos de una práctica social y en esta práctica social del relato, uno se reencuentra con el relato para conocerse a uno mismo. Estas dos mediaciones otorgan un reconocimiento social al relato para convertirlo en práctica. El dispositivo de la cura, por la presencia de un tercero, crea una forma particular de intersubjetividad. Al hablar el paciente de sí mismo, sus relatos conformados por relatos que lo preceden se anclan en una memoria colectiva. El paciente experimenta una interiorización de la memoria colectiva que se entrelaza con su memoria personal, desbordada por el problema de la comunicación, de la transmisión intergeneracional, por el deber de Zakhor (¡recuerda!) de la tradición del antiguo testamento (60). Esta memoria levanta, entonces, un tejido que es a la vez privado y público. Aparece como emergencia de un relato constitutivo de una identidad personal “entreverada en las historias” (61) que hacen de la memoria una memoria compartida.
La segunda gran enseñanza que podemos extraer de la práctica analítica es el carácter herido de la memoria cuyos mecanismos complejos tienden a reprimir los traumas sufridos y los recuerdos demasiado dolorosos. Estos están en la base de las distintas patologías. Dos ensayos de Freud tienen por objeto el tratamiento de los recuerdos en el plano colectivo. Estos trabajos ponen en evidencia, a una escala individual, el rol activo de la memoria, el hecho de que ella implica un trabajo. La cura analítica contribuye a un “trabajo del recuerdo” (62) que exige pasar a través de los recuerdos bloqueados, fuentes de obstrucción que conducen a eso que Freud califica como compulsión de repetición en el paciente condenado a resistir apegándose a sus síntomas. El segundo uso del trabajo de la memoria invocado por Freud es aún más conocido, esto es, el “trabajo de duelo” (63). El duelo no es solamente aflicción, es también auténtica negociación con la pérdida del ser amado en un lento y doloroso trabajo de asimilación y desplazamiento. Este movimiento de rememoración por el trabajo del recuerdo y de puesta en distancia por el trabajo del duelo demuestra que la pérdida y el olvido forman parte del corazón mismo de la memoria, para evitar trastornos: “El exceso de memoria hace referencia a la compulsión de repetición de la que Freud sostiene que conduce a sustituir el paso al acto del verdadero recuerdo por el cual el presente se reconcilia con el pasado” (64). De esta manera, frente al mandato actual, que establece un nuevo imperativo categórico que erige el deber de la memoria, Ricœur, inspirándose en la práctica analítica, prefiere la noción de trabajo de memoria a la de deber de memoria, de la que subraya la paradoja gramatical que consiste en conjugar en futuro una memoria guardiana del pasado. Pero faltaríamos a su palabra si leyéramos de Ricœur, en su desplazamiento semántico, un abandono del “¡recuerda!” del Deuteronomio. Por el contrario, Ricœur afirma la legitimidad del “¡recuerda!” de la tradición judeo-cristiana e intenta articularlo con el esfuerzo crítico del logos. El deber de memoria es entonces legítimo, incluso si puede ser objeto de abuso: “El mandato de recordar corre el riesgo de ser entendido como una invitación hecha a la memoria a sabotear el trabajo de la historia” (65)
Ricœur ve en este fenómeno una analogía posible en el plano de la memoria colectiva. La memoria individual y la memoria colectiva tienen que mantener una coherencia en el tiempo en torno de una identidad que permanece y se inscribe en el tiempo y la acción. Por esta razón, es a esta identidad del Ipse, diferente de la Mismidad, que se relaciona esta travesía espiritual de la memoria en torno al tema de la promesa. Constatamos también situaciones muy distintas donde nos enfrentamos en ciertos casos a “un pasado que no quiere pasar” y en otros, a actitudes de fuga, de ocultación consciente o inconsciente, de negación de los momento más traumáticos del pasado. Las patologías colectivas de la memoria pueden manifestarse tanto en situaciones de excesiva memoria, de repetición de las que la “conmemoración” y la tendencia a la patrimonialización del pasado nacional en Francia son un buen ejemplo, como en situaciones contrarias de insuficiencia de memoria, como es el caso en todos los países totalitarios donde domina una memoria manipulada: “el trabajo de la historia se entiende como una proyección, del plano de la economía de las pulsiones al plano del trabajo intelectual, de ese doble trabajo de recuerdo y de duelo” (66). Es así que la memoria es inseparable del trabajo de olvido. Borges ilustró el carácter patológico de aquellas personas que retienen todo hasta hundirse en la locura en su relato Funes el memorioso (67). La memoria es entonces, al igual que la historia, un modo de selección en el pasado, una construcción intelectual y no un flujo exterior al pensamiento. En cuanto a la deuda que motiva “el deber de memoria”: ella está en el cruce pasado-presente-futuro, “este efecto de la mirada del futuro sobre la del pasado es contrapartida del movimiento inverso, de la influencia de la representación del pasado sobre la del futuro” (68). Lejos de ser un simple peso que deban cargar las sociedades del presente, la deuda puede devenir fuente de sentido siempre y cuando permita reabrir la pluralidad de memorias del pasado y explorar la enorme riqueza de posibilidades no reconocidas. Este trabajo no se puede realizar sin la dialectización de la memoria y de la historia, distinguiendo en el registro de la historia crítica la memoria patológica que actúa como compulsión de repetición y la memoria viva que propone una perspectiva reconstructiva: “Es rescatando por medio de la historia, las promesas no mantenidas, que se vieron impedidas y reprimidas por el curso ulterior de la historia, que la gente, una nación, una entidad cultural pueden acceder a una concepción abierta y viva de sus tradiciones” (69).
Más allá de la coyuntura memorial actual, sintomática de la crisis de una de las dos categorías metahistóricas, el horizonte de expectativas, la ausencia de proyecto de nuestra sociedad moderna, Ricœur recuerda la función de la deuda ética de la historia con respecto al pasado. El régimen de historicidad, siempre abierto al devenir, no es desde luego la proyección de un proyecto plenamente pensado, cerrado sobre sí mismo. La lógica misma de la acción mantiene abierto el campo de posibilidades. En este sentido, Ricœur defiende, en su epílogo sobre el perdón, la noción de horizonte que, a la manera de una utopía, tiene una función liberadora evitando que “el horizonte de las expectativas se fusione con el campo de experiencia. Es lo que mantiene la distancia entre la esperanza y la tradición” (70). Defiende con la misma firmeza el deber, la deuda de las generaciones presentes con respecto al pasado, fuente de la ética de la responsabilidad. La función de la historia permanece así viva. La historia no queda huérfana, como se cree, a condición de que responda a las exigencias de la acción. De este modo, el duelo de las visiones teleológicas puede convertirse en una oportunidad para revisitar a partir del pasado los múltiples posibles del presente a fin de pensar el mundo del mañana.
Notas
(1) RICŒUR, Paul, 2000, La memoire, l’histoire, l’oubli, París, Le Seuil, (Traducción disponible en castellano: RICŒUR, Paul, La memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000).
(2) RICŒUR, Paul, 1955, Histoire et verité, París, Le Seuil, p.30 (Traducción disponible en castellano: RICŒUR, Paul, 1969, “Objetividad y subjetividad en la historia” en Tarea, 2, 7-24, La Plata, disponible en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.1130/pr.1130.pdf
(3) Ibíd., p.43
(4) RANCIÈRE, Jacques, 1992, Les noms de l’histoire, París, Le Seuil, (Traducción disponible en castellano: RANCIÈRE, Jacques, 1993, Los nombres de la historia, Buenos Aires, Nueva Visión).
(5) RICŒUR, Paul, “Objectivité et subjectivité en histoire”, Op. Cit., p.26
(6) Cf. DELACROIX, Christian, DOSSE, François, GARCÍA, Patrick, 1999, Les courants historiques en France (XIXe-XXe siècle), París, Armand Colin (coll. “U”).
(7) RICŒUR, Paul, “Objetividad y subjetividad en historia”, Op. Cit., p.26
(8) Ibíd., p.28
(9) Ibíd., p. 31.
(10) Ibíd., p. 32
(11) RICŒUR, Paul, La memoire, l’histoire, l’oubli, op. cit., p.227
(12) Ibíd., p. 235
(13) DOSSE, François, 1995, L’empire du sens. L’humanisation des sciences humaines, París, La Découverte.
(14) REVEL, Jacques (dir.), 1996, Jeux d’échelles, París, EHESS-Gallimard-Le Seuil.
(15) LEPETIT, Bernard (dir.), 1975, Les formes de l’expérience, París, Gallimard.
(16) DE CERTEAU, Michel, 1975, La escritura de la historia, París, Gallimard.
(17) RICŒUR,Paul, La memoria, la historia, el olvido, op. cit., p. 359-369
(18) DRAY, William H., 1957, Laws and Explanation in History, London, Oxford University Press.
(19) VON WRIGHT, Georg Herrik, 1971, Explanation and Understanding, Londres, Rotledge and Paul Kegan.
(20) RICŒUR, Paul, 1983, Temps et narration, tome I, París, Le Seuil, p.202 (Traducción disponible en castellano: RICŒUR,Paul, 2007, Tiempo y narración, México, Siglo XXI Editores)
(21) DANTO, Arthur C., 1965, Analytical Philosofhy of History, Cambridge (England), University Press.
(22) WHITE, Hayden, 1973, Metahistory: The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe, Baltimore, The Johns Hopkins University Press. (Traducción disponible en castellano: WHITE, Hayden, 1992, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX., FCE., Ciudad de México).
(23) RICŒUR, Paul, Temps et narration, tome I, Op. Cit., p. 251.
(24) ARISTÓTELES, Physique IX (219 a 2), cité par RICŒUR, Paul, 1985, Temps et récit, París, Le Seuil, tome 3 (coll. “Points”), p. 26.
(25) Ibíd, (221 a 30-221 b), p. 23.
(26) SAN AGUSTÍN, 1964, Les confessions, Livre XI, chap. XIV, París, Garnier-Flammarion, p. 264. (Traducción disponible en castellano: SAN AGUSTÍN, 1983, Confesiones, Madrid, Espasa Calpe)
(27) Ibíd, chap. XX, p. 269
(28) RICŒUR, Paul, Tiemps et récit, tome 3, op. cit., p. 106
(29) Ibíd.., p. 190.
(30) Ibíd., p.197.
(31) GINZBURG, Carlo, 1989, “Traces, racines d’un paradigme indiciaire”, dans Mythes, emblèmes, traces, Paris, Flammarion, p. 139-180. (Traducción disponible en castellano: GINZBURG, Carlo, 2013, Mitos, emblemas e indicios, Buenos Aires, Prometeo Libros).
(32) LEVINAS, Emmanuel, 1972, “La trace”, dans Humanisme de l’autre homme, Paris, Fata Morgana, p. 57-63 (Traducción disponible en castellano: LEVINAS, Emmanuel, 2005, Humanismo del otro hombre, México, Siglo XXI)
(33) NORA, Pierre, 1993, Les lieux de mémoire, Paris, Gallimard, tomo 3, vol. 1, p. 26
(34) RICŒUR, Paul, Tiemps et récit, tome 1, op. cit., p. 289.
(35) Ibíd., p. 297
(36) Ibíd., tome 3, p.435.
(37) Ibíd., p. 377.
(38) Ibíd., p. 399.
(39) Ibíd., p. 488 et 489.
(40) RICŒUR,Paul, 1991, “Événement et sens”, Raisons pratiques. L’Événement en perspective, 2, p. 51-52.
(41) Ibíd., p. 55.
(42) PETIT, Jean-Luc, 1991, “La construction de l’événement social”, Raisons pratiques, 2, p. 15.
(43) QUÉRÉ, Louis, 1991, “Événement et temps de l’histoire”, Raisons pratiques, 2, p. 267.
(44) KOSELLECK, Reinhart, 1990, Le futur passé. Contribution à la sémantique des temps historiques, Paris, Éditions de l’EHESS, p.26. (Traducción disponible en castellano: KOSELLECK, Reinhart, 1993, Futuro pasado, Madrid, Paidós Ibérica)
(45) Ibíd., p. 195.
(46) NORA, Pierre, Les lieux de mémoire, op. cit., p. 24
(47) NORA, Pierre, 1993, “De l’histoire contemporaine au présent historique”, Écrire l’histoire du temps présent, París, IHTP, p. 45.
(48) RICŒUR, Paul,, “Remarques d’un philosophe”, dans Écrire l’histoire du temps présent, op. cit., p. 38.
(49) FRANK, Robert, 1994, “Enjeux épistemologiques de l’enseignement de l’histoire du temps présent”, dans L’histoire entre épistemologie et demande sociale, Actes de l’université d’été de Blois, p. 161-169.
(50) Ibíd., p. 165
(51) Ibíd., p. 166
(52) RICŒUR, Paul, “Remarques d’un philosophe”, op. cit., p. 39
(53) RIOUX, Jean-Pierre, 1992, “Peut-on faire une histoire du temps présent?”, dans Question à l’histoire des temps présents, Bruxeles, Complexe, p. 54.
(54) Ibíd., p. 54
(55) RICŒUR, Paul, La mémoire, l’histoire, l’oubli, op. cit., p. I
(56) Cf. el debate entre Paul Ricœur y Jean-Pierre Changeux en Ce qui nous fait penser. La nature et la régle, 1998, París, Odile Jacob.
(57) RICŒUR, Paul, La memoire, l’histoire, l’oubli, op. cit., p. 574
(58) Ibíd, p. 648
(59) RICŒUR, Paul, Temps et récit, tomo 3, op. cit., p. 390.
(60) YERUSHALMI, Yosef Hayimi, 1984, Zakhor, Paris, La Decouverte, (traducción disponible en castellano: YERUSHALMI, Josef Hayim, 2002, Zajor. La Historia judia y la memoria judía, Barcelona, Antrophos).
(61) SCHAPP, Wilhelm, 1976, In Geschichten vestrickt, Wiesbaden, B. Heymann (traducción al francés Jean Greisch, 1992, Enchevêtré dans des histoires, París, Le Cerf).
(62) FREUD, Sigmund, 1953, Erinner, wiederholen und durcharbeiten, en De la technique psychanalytique, Paris, PUF, pp. 105 - 115. (Traducción disponible en castellano: FREUD, Sigmund, 1976, “Recuerdo, repetición y elaboración”, en Obras Completas, Tomo XII, Buenos Aires, Amorrortu, pp.145 a 157.)
(63) FREUD, Sigmund, 1952, Trauer un melancolie, “Deuil et mélaconlie”, dans Métapsychologie, Paris, Gallimard, p. 189-222. (Traducción disponible en castellano: FREUD, Sigmund, 1976, “Duelo y melancolía”, en Obras completas, Tomo XIV, Buenos Aires, Amorrortu).
(64) Paul Ricœur, La memoire, l’histoire, l’oubli, op. cit., p. 96.
(65) Ibíd, p. 106.
(66) RICŒUR, Paul, 1996, “Entre memoire et histoire”, Projet, 248, p. 11.
(67) BORGES, Jorge Luis, 1996 [1944], “Funes, el memorioso” en Ficciones, Buenos Aires, Alianza editorial.
(68) RICŒUR, Paul, 1998, “La marque du passé”, Revue de métaphysique et morale, 1, p. 25 (Traducción disponible en castellano: RICŒUR,Paul, 1999, “La marca del pasado”, en Historia y grafía, núm 13)
(69) Ibíd, p. 30-31
(70) RICŒUR, Paul, 1986, Du texte a l’action, París, Le Seuil, p. 391. (Traducción disponible en castellano: RICŒUR, Paul, 2001, Del texto a la acción, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica).
* Dosse, François, “Le moment Ricœur”, en Vingtieme Siecle, Revue d’histoire, Nº 69, 2011.
** Victoria Alvarez es profesora de enseñanza Media y Superior en Historia (FFyL/UBA). Se desempeña como docente en dicha casa de estudios. Es maestranda en Historia y Memoria (FaHCE/UNLP) y doctoranda en Estudios de Género (FFyL/UBA). Es becaria doctoral del CONICET (Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género/UBA).
*** Fabricio Laino Sanchís es profesor de enseñanza media y superior en Historia (FFyL/UBA). Se encuentra cursando el doctorado en Historia del Instituto de Altos Estudios Sociales (UNSAM). Se desempeña como docente en la Universidad de Avellaneda. Es becario doctoral del CONICET (Instituto de Investigaciones Gino Germani/UBA).