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Hybris del soviet. La subjetivación revolucionaria

Aletheia, volumen 8, número 15, octubre 2017 ISSN 1853-3701

 

Pittaluga/ Dossier en PDF

 

Roberto Pittaluga*

UNLPam/UNLP/UBA

Buenos Aires, octubre 2017

roberto.pittaluga@gmail.com

 

 

Resumen

En la Buenos Aires de la primera posguerra, se multiplican las publicaciones en torno a la revolución en Rusia realizadas por grupos y autores locales como también aquellas generadas por una amplia política de traducciones desde las más diversas lenguas, configurándose de ese modo un ámbito transnacionalizado de debates, interpretaciones y comentarios. En ese variado conjunto de producciones que promueve la revolución, se destacan aquellas que, ya sea entre sus detractores o entre sus simpatizantes, la evalúan, total o parcialmente, como una desmesura, como extralimitación, desvío de la historia o exceso de aspiraciones sociales y políticas. En tanto la revolución no sólo conmovió perspectivas y estrategias políticas, sino también los propios marcos analíticos desde los cuales comprenderla, en el presente artículo se indaga en esas caracterizaciones de la revolución como desmesura, para examinar aspectos de los procesos de subjetivación propios de las experiencias revolucionarias.

Palabras clave: Revolución rusa, soviet, sujetos revolucionarios

 

En este artículo quisiera presentar un aspecto de los debates que abriera la revolución soviética entre aquellos que en Buenos Aires tenían a la palabra revolucionaria en un lugar destacado de su léxico, en los años siguientes a 1917. Se trata de una problemática que emerge ciertamente de modo fragmentario y discontinuo, pero que ilumina dimensiones a mi criterio relevantes en las elaboraciones sobre los procesos de subjetivación propios de las experiencias revolucionarias.

Pero antes debo hacer dos observaciones de carácter general en relación a las reflexiones que sobre la revolución tienen lugar en estas latitudes.

En Argentina, los sucesos en Rusia promovieron una variedad de iniciativas: multitudinarios actos y movilizaciones —como esa columna de diez cuadras que marcha de Once a Plaza Lavalle en abril de 1917— o conferencias de reconocidos intelectuales —como las que dictara José Ingenieros, seguidas por miles de asistentes—, campañas solidarias y peñas, representaciones teatrales o cinematográficas. No hubo casi ningún referente político de la izquierda que no publicara su libro, folleto o artículo para expresar su punto de vista; jóvenes intelectuales y artistas intervenían activamente en los debates, mientras se traducían los escritos de delegados, de periodistas o de viajeros, y no pocos informes de funcionarios en misiones oficiales. A los temas del régimen político, los agentes de la revolución, las aspiraciones sociales, se sumaron los debates por la educación, la emancipación de las mujeres y la liberación sexual, la cuestión generacional y el arte. La revolución —y la multiplicidad de aspectos en que se expresaba— se convirtió en tema relevante de todas las publicaciones político-culturales progresistas y de izquierda, surgiendo, incluso, revistas especialmente dedicadas a propagandizar la experiencia soviética y a difundir los escritos de sus principales dirigentes y los logros de la revolución —como Documentos del Progreso y Revista de Oriente, esta última editada por la recién formada Asociación de Amigos de Rusia.

En vista de ello —y esta es la primera observación— las intervenciones que a propósito de la revolución soviética se publicaron en Buenos Aires procedían de un abanico muy variado de protagonistas —ya sea en términos de orientaciones ideológico-políticas, de formaciones y trayectorias de vida, de conocimientos más o menos directos de la situación en Rusia, etc. — y de temáticas —políticas, culturales, económicas, sociales, de género y generacionales, teóricas, etc. Abundan, como decía, las traducciones de textos producidos por testigos directos, ya sean de los propios revolucionarios en Rusia o de viajeros que se acercan por distintos motivos, reflexiones que en muchos casos eran asumidas como propias por los editores locales. De modo que el universo que comprenden esas discusiones e interpretaciones de la revolución configura un espacio político e intelectual que supera largamente el “contexto nacional” de sus ediciones, permitiéndonos ingresar en una suerte de contexto transnacional, que es en sí mismo un elemento de la propia revolución soviética. Es que la revolución también alteraba las formas de organización del espacio en las que se materializaban los poderes dominantes.

Una segunda observación. La revolución no sólo alimentaba expectativas y promovía debates y reflexiones; también alcanzaba y ponía en crisis las divisiones identitarias y el léxico heredado, obligando a los lenguajes políticos (con)sagrados de las distintas particiones de la izquierda a carearse con sus malestares, con sus olvidos, con sus borraduras, sobre todo cuando había que pensar esos nuevos términos que la revolución proponía: soviet, comité de fábrica, proletariado, mir, bolchevique, maximalista, dictadura del proletariado, internacional. Si, como insistía José Sazbón, las revoluciones se caracterizan por la toma de la palabra, tal aspecto no deberíamos reducirlo a la proliferación de escritos originados en los sectores más diversos, en especial entre los subalternos —con todo lo relevante que esa sola constatación resulta. Tomar la palabra es, también, hacer algo con palabras, intervenir en el lenguaje político de modo que una política surja en ellas. Esa toma de la palabra dejó sus marcas en los debates y nos permite hoy auscultar los usos diferenciales de los distintos términos, sus reconceptualizaciones, las luchas por la significación de tal o cual categoría. Atravesando esas torsiones léxicas, esos desplazamientos de sentido, es posible acceder a significados más profundos del universo político de la izquierda, y a un régimen de sus particiones que no se conjuga fácilmente con las identidades de superficie.

Precisamente, el aspecto de los debates que aquí presento surge en un marco en el que abundan enunciaciones que caracterizan a la revolución como extralimitación, como desvío, como desplazamiento respecto del curso normal o aun como exceso respecto de las mismas condiciones históricas. Nominar a la revolución como exceso o desvío no es una novedad. Tales designaciones las encontramos ya en la revolución francesa, cuando Duport, en 1791, afirmara que “la Revolución ha acabado. Hay que estabilizarla y preservarla combatiendo sus excesos”, en referencia al “extremismo parisino” (1). La fórmula gozará de evidente salud, llegando hasta nuestros días. Por ejemplo, en la noción de dérapage de François Furet y Denis Richet, como también en el Diccionario de la Revolución Francesa que Furet coordinó junto a Mona Ozouf: allí, en la entrada “Revolución”, la misma Ozouf estima que el “desastroso” proceso revolucionario excluye a la francesa de la cuenta de “las revoluciones legítimas y razonables”, para ponerla en la nómina de las que “enloquecen y traspasan su punto normal de llegada”; en este caso, debido a que los obsesionados revolucionarios “han sobrepasado sus objetivos” (Ozouf, 1989: 700).

La revolución se desborda, enloquece, sufre un patinazo, sobrepasa sus objetivos, se excede o se desvía del curso. Apreciaciones semejantes se desplegaron entre muchos intérpretes de la revolución soviética en la Buenos Aires de posguerra, tanto si esa extralimitación era valorada negativamente como cuando se observaba en ello el despuntar de ambiciones más amplias y radicales. De modo que bien podría pensarse que este carácter de la revolución no radica tanto en las plumas exaltadas de algunos comentaristas, sino en ser una propiedad de la misma revolución, y que por lo tanto resulta sumamente productivo pensarla como desvío o desborde, como exceso o bifurcación. En lo que sigue, voy a presentar, muy brevemente, esa problemática a través de aquellos juicios que tuvieron por objeto examinar quiénes eran los sujetos de la revolución. Pero una aproximación semejante, que lleva a instancias de significación equivalentes, se puede realizar tomando los debates en torno al régimen político, a las formas de producción social, a los distintos aspectos de las políticas culturales y educativas, a las configuraciones del poder, a las concepciones de la historia y del tiempo histórico, a la dimensión espacial de la revolución.

 

Excesos, desvíos e irreverencias

Ya en noviembre de 1917, el periodista socialista Arturo Havaux levantaba sus cargos contra el rumbo que había tomado la revolución en Rusia: con las noticias de “octubre” recientemente llegadas a estas latitudes y la convicción de que fuera “la agitación ultrarrevolucionaria [la que] contagió los espíritus de los descontentos de nacimiento contra todo lo establecido y normal”, logrando “desviar la revolución de la pauta lógica y sensata que (…) le estaba dando el gobierno provisional”, Havaux concluía que un pueblo como el ruso, “que hasta ayer vivió bajo la amenza del knut, y cuya ignorancia es supina”, no podría “dar un salto que lo coloque en un plano superior de vida democrática al de Inglaterra y Francia” (Havaux, 1917).

Ese desvío o ese desborde se verificaba, para estos comentaristas, en las significaciones diferenciales (y contrapuestas) entre “febrero” y “octubre”, pues esta última revolución aspiraba “a sobrepasar en extensión y en profundidad a la primera”, es decir, a la “república democrático burguesa y parlamentaria” en la tentativa de constituir una sociedad “típicamente proletaria”, como argüía Mario Bravo (1920: 22). Si Febrero, “era la revolución de la superficie”, la otra era la de las profundidades, “la revolución en la estructura social” (ibídem). De modo que la característica del soviet (o del bolchevismo) consistía en ese desborde que (co) rompía las prácticas legalistas del denominado socialismo democrático y del momento histórico, una extra-limitación que era mostrada en el contrapunto entre aquellas figuras de la revolución a las que se otorgaba carácter emblemático. Así, se oponía el ejemplo del luchador por la libertad y notable dirigente revolucionario Kerensky o del sensato Plejanov frente a la “demagogia de Lenin y Trotsky” o a la “terrible experiencia” bolchevique que había envilecido todo (Tomaso, 1919: 12). La corrupción soviética, su exceso bolchevique, habían desviado a Rusia del camino, impidiendo a la Duma llevar a cabo la adecuación del régimen ruso al moderno sistema parlamentario; el maximalismo de octubre envilecía el modelo ordenado que ofrecían Inglaterra y Francia; desviaba al país de Pushkin de la senda civilizatoria (ibídem).

Caracterización de la llamada revolución de “octubre” como excesiva respecto de la de “febrero”, pero más importante aún, lo que se excedía eran las mismas condiciones históricas en las que se encontraba Rusia. La revolución se salía de la historia, de su curso. Evaluaciones semejantes al dérapage de Furet y Richet. La desmesura de la iniciativa soviética se verificaba, alegaban estos críticos, en una indiferenciación entre lo posible y lo imposible, lo que era del orden de la historia y lo que pertenecía a la imaginación o el deseo, cuando en rigor una política adecuada implicaba “separar la fantasía de la realidad, la ilusión del ideal”, según apuntaba Enrique Dickmann (1922: 81). Y no sólo se excedía la situación histórica, sino que la desmesura abarcaba también a sus artífices: así se describía a la revolución como “desborde de los instintos populares”, como un “corcel desenfrenado”, como “violencia ciega de los instintos” —todas figuras que propone Antonio de Tomaso (1919: 44-46). Desborde causado por “las masas incultas de obreros y soldados” que dictaban su “voluntad soberana” aunque carecían de las “nociones elementales sobre el mecanismo complejo del gobierno” (Aranovich, 1918: 3).

En un tono alarmista, Nicolás Repetto presentaba un panorama caótico de la revolución en la que “los campesinos tomaban posesión de los campos y se distribuían los bienes de nobles y ricas familias rurales”, “los obreros imponían salarios insensatos o se apoderaban de las fábricas apedreando a los técnicos superiores, o algunos gremios, imbuídos de socialismo espúreo, empezaban a tocar con las dos manos el anhelado cielo: los tranvías para los tranviarios, los molinos para los molineros, los buques para los marineros, las escuelas para los maestros, los hospitales para los enfermeros, los cafés y hoteles para los mozos, etc.”; y agregaba que lo que se precisaba en ausencia de una burguesía o un proletariado maduro era un grupo “enérgico” que desde el poder fuera educando a ese proletariado mientras dictaba medidas socializantes (Repetto, 1920).

Quizás haya sido Demetrio Aranovich quien más lejos llevó esta línea expositiva de la desmesura, del desborde, del atropello de los límites debido al “delirio” de los bolcheviques, y por detrás de ellos, de los obreros, soldados, campesinos, etc. En su artículo “El ensayo maximalista en Rusia”, de agosto de 1918, afirmaba que una honda pasión se había apoderado de las masas, que así actuaban irracionalmente. Esa “orgía del poder de que abusan los obreros y los soldados, del poder que embriaga, es lo que sostiene al maximalismo”, continuaba Aranovich; y agregaba: “los obreros y los soldados tienen el poder sobre la burguesía y defienden esta dulce prerrogativa hasta la muerte. Víctimas recientes de la opresión, del despotismo, del obscurantismo (…) no han podido salir del estado semisalvaje, y la bota sucia del mujik está hollando el cuerpo inerte de la Rusia intelectual” (Aranovich, 1918; énfasis en el orig.).

Hybris de la revolución que no sólo se les presentaba a muchos analistas como exceso, como puesta en crisis de objetivos preconcebidos y por lo tanto como desvío de la historia, o aun como emergencia de supuestas pulsiones atávicas que interrumpían el derrotero progresista: también la detectaban como desdibujamiento de lugares sociales, como irreverencia de la ignorancia sobre la sabiduría, como desquicio del ordenamiento sensato y racional entre quienes deben orientar el proceso y quienes deben seguirlos; en fin, como “bota sucia del mujik (…) hollando el cuerpo inerte de la Rusia intelectual”, en la concisa y rabiosa formulación de Aranovich. De allí, las preocupaciones frente la impertinencia de esos comités de fábrica que han pasado del control a la gestión de la producción, en el marco de sus enfrentamientos con empresarios y personal gerencial. Preocupación porque esas masas trabajadoras no habrían podido afrontar las tareas de una revolución social como tampoco desempeñar el lugar dirigente u orientador del proceso productivo. “Los primitivos Consejos de Fábricas, puramente obreros” resultarían incapaces de acometer la producción con prescindencia de los técnicos, y tal sería “otra enseñanza experimental de la Revolución Rusa”, la de “disipar el prejuicio… de que la socialización puede efectuarse entregando los medios de producción a los incapaces e incompetentes”, sostenía José Ingenieros (1957 [1920]: 125). Afirmándose en la “objetividad” de la función técnica, los comunistas Juan Greco y José Penelón manifestaban que “la dirección unipersonal ha sido mala en tanto servía los intereses de la clase burguesa” pero era buena en tanto beneficiaba ahora a la revolución (Greco y Penelón, 1923: 4). Otro argumento que se esgrimía con asiduidad entre los críticos de la expropiación de las industrias y talleres por los comités de fábrica era que cada uno de tales comités terminaba comportándose como un empresario particular o individual, careciendo del punto de vista general que se precisaba para una sociedad y economía socializadas (2). Una dispersión del poder económico e industrial. Para tranquilidad de estos críticos, el problema fue “felizmente subsanado a tiempo por los geniales dirigentes de la organización socialista” (Ingenieros, 1957 [1920]: 125).

Dispersión… más allá de Rusia. Para Juan B. Justo, el protagonismo autónomo de los trabajadores competía y minaba la labor de las organizaciones y las prácticas ya consolidadas del movimiento obrero, como la práctica sindical, por lo que contraponía los comités de fábrica y los soviets —que definía como “núcleos de agitación y activísimos órganos de lucha política”— a la “democracia obrera”, que asociaba con “los órganos políticos, electorales y gremiales” que se había dado el movimiento obrero hasta entonces. El consejismo de fábrica, sostenía el principal dirigente del socialismo argentino, era resultado de las peculiares —y atrasadas— condiciones que imponía a la lucha el régimen autocrático, condiciones que habían impedido “toda organización moral de las fuerzas revolucionarias”, pero resultaba inconducente e impropio en aquellas regiones que habían desarrollado partidos y sindicatos modernos. De allí que estimara que su expansión más allá de Rusia sería impertinente, pues sus funciones serían “muy limitadas y siempre subordinadas a las de los fuertes organismos centrales del movimiento obrero sindical” (Justo, 1919: 17). Una intervención dirigida a contener la autonomía y el carácter disperso, no centralizado, del poder de los trabajadores, y a encauzar tales fuerzas en los marcos de “la poderosa corriente, ya establecida y orientada, del gremialismo proletario” (ibídem).

En el mismo sentido que el líder socialista, se pronunciaba el dirigente gráfico y comunista José Penelón al estimar la radicalización de los trabajadores como “exageraciones proletarias”, inevitables en los primeros tiempos de la revolución, “leves errores de un proletariado que había sufrido cual ninguno” y que por ello se encaramaba en “una vida de libertad y se sentía el amo de la situación” (Penelón, 1923). Y saludaba que el gobierno bolchevique se hubiera mantenido firme en “limitar a una función de contralor” la dirección y administración de la industria, revelando así poseer “una visión muy exacta de los intereses de la clase proletaria” (Penelón, 1923). Unos años antes, el anarquista Santiago Locascio había sostenido enfáticamente que “los dispersos deben organizarse en partido, el partido, debe ser fuerza, la fuerza debe ser ley, y la ley debe cumplirse” (1919: 46). Con la misma orientación un joven Rodolfo Ghioldi, en sus narraciones sobre el viaje que realizara a Rusia en 1921, comentaba que en una reunión en un soviet local “se conversó también con algunos camaradas sindicalistas revolucionarios, sobre la necesidad de organizar y disciplinar las fuerzas de la revolución” (1921: 2). Desde las páginas del mismo periódico La Internacional se afirmaba que la combinación de cambio y creación propia de una revolución, “requiere la ordenación y disciplina de las masas”, pues “sin estas cualidades, nada podría hacerse”; por el contrario, “la disciplina y método colectivos, bien orientados, salvan la revolución”, mientras “la anarquía y el desbarajuste, la hunden” (3).

Las masas debían enrolarse en los organismos preexistentes o en las nuevas formaciones partidarias, bajo mandos centralizados: enrolarse, esto es, aceptar el rol como actantes de una obra que pareciera ya haber sido escrita. Ni masas fuera de control —como advierte Justo— ni trabajadores exagerados —como apunta Penelón— ni masas dispersas que carecen de fuerza y ley —como cree Locascio— ni tampoco, como sostiene Ghioldi, trabajadores indisciplinados

De todos modos, no eran sólo las miradas preocupadas por la “sana y correcta” trayectoria de la revolución las que calificaban ciertos aspectos de la misma como excesos, desmesuras y desvíos. Un ejemplo: el equívoco manifiesto en la adopción, por parte de defensores y detractores, del término maximalismo para traducir bolchevique. En las versiones negativas de la revolución, ese maximalismo quería dar cuenta del extremismo, la extralimitación, el desborde de la revolución respecto de las tareas de la época o del entero trastocamiento del orden social y moral (4). En las versiones positivas, la traducción obraba como un desborde de la literalidad del término bolchevique, para dar cuenta de un excedente de sentido que se asociaba con un desenvolvimiento de la revolución antiabsolutista y parlamentaria junto a una socialista, sin solución de continuidad entre ambas, una revolución permanente que excedía los límites preconcebidos entre una y otra, desdibujándolos, del mismo modo que se excedía la literalidad de bolchevique como mayoría. La maximalidad era el significante con que se quería atender a ese atributo extremo, máximo, de unos agentes y de un fenómeno que rebasaban los contornos de la situación.

 

Subjetivaciones

En unas y otras interpretaciones, las negativas y las positivas, el factor que desdibujaba la situación minimalista (o adecuada) para convertirla en maximalista (o excesiva/excedente), que actuaba como discriminador entre minimalismo y maximalismo, no era otro que la presencia de las multitudes. La dinámica de la revolución encontraba su origen en ese proletariado “heredero de las cadenas de los esclavos seculares” que se levantaba contra sus opresores y forjaba su porvenir, como explicaba el comunista Moisés Kantor (1919: 124). Una tensión del proletariado hacia la “maximalidad”, decía José Ingenieros (1957 [1920]: 113), un vector político orientado hacia una expectativa para dar cuenta del sentido de un movimiento tendido hacia su horizonte. Si había “maximalismo” era por la presencia de ese proletariado tensionado. Desmesura o desvío: la revolución como excedente, porque el pueblo se comportaba de modo maximalista, inadecuado, extremando la situación.

Pero ¿qué eran esas multitudes del exceso, de la orgía, de lo bárbaro, de lo máximo, del desborde, del fuera de los límites, del desvío? Si hay un término que expone de modo paradigmático los cuestionamientos que la revolución promueve respecto de concepciones políticas, sociales, culturales previas, esa palabra es soviet. Término difícil de traducir, de modo que las iniciales versiones como concejo fueron abandonadas; en los intentos por descifrar su significación puede observarse toda la problematización que la experiencia revolucionaria introduce en los saberes y el léxico con el que se la pretende analizar, abriendo fisuras en los modos de concebir la revolución y a sus protagonistas, y permitiéndonos explorar otras significaciones para comprender los procesos de subjetivación revolucionaria.

Tal vez por eso mismo, un número considerable de intérpretes se inclinaba por el cierre de sentido de tal experiencia, adscribiéndola a las categorías del saber previo, objetivando al soviet, ya sea por la vía de referirlo a la peculiaridad cultural rusa, ya sea por concebirlo como agrupamiento y representación de ciertas divisiones y actividades de la dinámica social que así eran, a su vez, naturalizadas. Una combinación de ambas modalidades exponía Alfredo Palacios, cuando sostenía que el soviet era “en substancia la reunión natural de trabajadores y campesinos en sus agrupaciones habituales y de trabajo, y no, como sucede entre nosotros, divididos en grupos artificiales geográficos”, una forma de gobierno apropiada al entendimiento del pueblo ruso y arraigada en su tradición, en “las costumbres, (…) la psicología y las condiciones del pueblo ruso” (Palacios, 1921: 44). En este tipo de análisis, el soviet es propuesto como la efectiva representación de los obreros como obreros, de los campesinos como campesinos, etc. (5). En el sintagma “soviets de obreros, soldados y campesinos”, la atención de muchos intérpretes estuvo más bien fijada en “obreros, soldados y campesinos” y menos en el difícil término soviet.

Sin embargo, es posible recoger intervenciones menos doctrinarias, más atentas a lo que la nueva situación expone, las cuales posibilitan una aproximación a las subjetivaciones revolucionarias. El dirigente socialista belga Emile Vandervelde, quien viajara a Rusia en 1917, apuntaba la existencia de “la colección más asombrosa y variada de cuerpos electivos, que deliberan día y noche, en todos los sitios concebibles, sobre todas las cuestiones posibles (…) hay un soviet de obreros y soldados en cada cuartel, en cada unidad del frente, de la compañía al grupo armado. Hay en cada ciudad un soviet de obreros y soldados. Hay, por lo menos, un congreso de campesinos que a su vez representa a millones de asambleas locales”, e indicaba una característica de la vida política rusa: “está como desmigajada, dispersada en un enjambre de parlamentos” (Vandervelde, 1918: 3). Una observación coincidente con la de Anatol Gorelik, anarquista ucraniano que debió exiliarse en Buenos Aires en 1922, cuando explicaba que “la revolución rusa no fue guiada por nadie”, pues “nadie obedecía ya, la iniciativa estaba en todos”; se trataba, agregaba, de una revolución sin centro, que afloraba en diversos lugares simultáneamente (Gorelik, 1922: 101). La revolución como dispersión, como desobediencia de los papeles asignados, como sustracción de los cuerpos-sujetos a las redes de configuración del poder dominante.

Lo que podríamos llamar el principio soviético de reunión, deliberación y toma de decisiones (que con variaciones se expresaba también en otras instancias institucionales colectivas en aldeas, comités de fábricas, proletkult, etc.) demostraba tener una enorme capacidad expansiva y transformadora de las subjetividades. Así lo advertía el economista alemán Alfonso Goldschmidt al afirmar que los soviets “significan que la masa quiere administrarse ella misma por medio de estos consejos elegidos por la masa o el proletariado”; y agregaba: “El movimiento soviético es la marcha hacia la autonomía” (1924: 10). Un movimiento de subjetivación emancipatoria que destituía la anterior partición y división de los roles y propiedades sociales, el antiguo régimen social, y lo sustituía por una auto-regulación, una auto-nomía. Un movimiento que puede entenderse como un colectivo social, y a la vez como un gesto, un acto, un desplazamiento. Sovietismo como movimiento social de masas, como instancia colectiva autogestionaria, y sovietismo como movimiento desde los previos lugares sociales a espacios inéditos.

Muchos otros expresaban su fascinación por el espectáculo político de la autonomía y organización de masas, como también por lo que parecía una transformación abrupta de personas hasta ayer sumisas al orden establecido, y que ahora administraban las fábricas, se convertían en inventores de nuevas técnicas o frecuentaban las óperas y los teatros (véase Pittaluga, 2015: 210-212). La revolución era un pasaje: los lugares y los sujetos de antes no eran los lugares y los sujetos de la revolución. El desplazamiento ha sido producido por el movimiento de subjetivación propio de la revolución, esa potencia política del soviet, como, a su modo, en el léxico de su época, lo señalaba Mijail Yaroshevsky: “En estos mitines y en las organizaciones surgidas de ellos, se manifestaba la voluntad de la nueva personalidad histórica nacida con la revolución, la voluntad del pueblo ruso” (1919: 12). Los nombres obreros, campesinos, soldados, eran y no eran consistentes con esas nuevas figuras de subjetividad emergentes. Alfonso Goldschmidt lo denominaba “el sentido psicológico” de la revolución que, explicaba, se le reveló al visitar la fábrica de Prokhorov en Moscú, cuando al fin comprendió que “comunismo” era esa conversión de los obreros en una nueva comunidad, que ese ambiente plenamente obrero era “un mundo nuevo”, que se trataba de “otros hombres” (1923: 112 y ss).

En el debate sobre la dirección de las empresas, cuando los críticos en la Argentina reclamaban que sin expertos la puesta en producción peligraría o fracasaría, acusaban el impacto de una revolución que desviaba, trastornaba, esos lugares establecidos: el de los técnicos como tales —poseedores del saber— y el de los obreros como obreros —y no como directores de la obra. Esas “exageraciones proletarias” manifestaban la radicalidad de una revolución que trastocaba el reparto dado de lugares sociales y simultáneamente traspasaba el mismo marco cognitivo que los establecía como evidentes, como objetivos (Pittaluga, 2015: 176-89.). El obrero, el campesino, las mujeres, los jóvenes, se comportaban de modo impropio, diría Rancière: en lugar de ser según esos nombres, tomaban la palabra; ahí radicaba el “desbarajuste” de los atributos según las identidades. Los sujetos se desviaban de los nombres y las identidades. He aquí la desmesura, el exceso.

 

Actos, formas, escenas

¿Cómo tuvo lugar ese movimiento de subjetivación? ¿Cómo y quiénes movilizaron el principio soviético? ¿Y cuál era, para estos críticos, la facultad ejemplar de aquella revolución para la política revolucionaria doméstica, en relación a los sujetos de la transformación social?

Los militantes anarquistas de Tribuna Proletaria advertían la escasa iniciativa de las mayorías “cuya falta de determinación las tiene sujetas a la pasividad esclava” (6). Los futuros antorchistas indicaban que los sujetos lo son del mundo simbólico que los constituye, están sujetos a dicho orden y lo reproducen como actantes. Ser obrero, ser campesino, ser mujer, ser joven son los modos de inclusión en las figuras de subjetividad que el orden simbólico dispone, y en las que se re-conocen los sujetos. De modo que pareciera que la ruptura de esas subjetividades necesariamente debía venir de fuera de ellas, de quienes estuvieran apartados de la norma, de esas “minorías audaces” o de las élites de pensamiento opuestas a la mediocridad de los hombres, de aquellos que se erguían contra la rutinización, como sostenía José Ingenieros. Pero precisamente un joven Juan Antonio Solari exclamaba en la libertaria revista Cuasimodo por la escasa audacia de la intelectualidad argentina, la cual también parecía estar sujeta al imperativo simbólico de la sociedad capitalista, actuando entonces como pensamiento del orden; a esa actitud le oponía la pregonada por Romain Rolland cuando decía que “todo hombre que lo es en verdad, debe aprender a quedar solo en medio de todos, a pensar solo por todos, y, si es necesario, contra todos”, pues “pensar sinceramente, aún contra todos, significa todavía hacerlo por todos” (Solari, 1921: 11; énfasis en el orig.).

Hace falta una palabra, un acto de rebeldía y una interpelación de los sujetos para que, de alguna manera, se produzca un hecho de des-subjetivación, de des-sujeción al orden, un despegamiento a la identidad, a la identificación con el rol. Importancia de la palabra o del acto de vanguardia, como señalaba el obrero comunista Punyet Alberti en referencia al Manifiesto Comunista: “Cuando dicen en el histórico manifiesto constitución de los proletarios en clase no dejan librado a las determinaciones económicas el suceso del proletariado”, pues si la “economía burguesa ha creado al proletariado”, ha sido “la filosofía de Marx y Engels” la que le suministró a los desposeídos “la noción de su papel en la historia”, de modo que los llevó “al rango de clase en oposición a la burguesía, infundiéndoles un dinamismo extraordinario” (Punyet Alberti, 1925: 32; énfasis en el orig.). Hay clase (“el suceso del proletariado”) en la medida que hay un nuevo “papel en la historia”, una nueva narración, una nueva palabra. El proletariado es un suceso, implica un acto, un acontecimiento.

Cuando tan temprano como junio de 1917, Yaroshevsky sostenía que “la revolución rusa” era la “nueva aurora en la vida de la humanidad” porque en la creación de “formas nuevas y solidarias de vida social” realizaba el “triunfo de la democracia” —que en la tradición rusa implicaba “no sólo una reforma política” sino “también el triunfo de la justicia social” (Yaroshevsky, 1917), apoyaba su intepretación en la emergencia de “la nueva fuerza popular” surgida “en forma de Consejos de Obreros, Campesinos y Soldados” (Yaroshevsky, 1919: 13; énfasis propio). Esa “nueva personalidad histórica” que, decíamos, observaba este emigrado ruso en Buenos Aires, emergía en la articulación del plural protagonismo popular en las instancias del soviet, es decir, bajo la forma de la democracia entendida como poder y autogestión popular. La forma soviética —o, como lo denominamos más arriba, el principio soviético de reunión, deliberación y toma de decisiones— marca para Yaroshevsky el tono de la revolución, y es realmente su causa profunda como novum, como aquello que hace de una insurrección por el hambre, el hastío de la guerra y contra el autoritarismo, un acontecimiento revolucionario.

En estas intervenciones se perciben los atisbos de otra manera de pensar, por un lado, la relación entre vanguardias y movimientos sociales, pues las primeras dejan de ser encarnaciones, sustancializaciones (en el partido, en los intelectuales, etc.) para pensarse como acciones, como actos de vanguardia, actos que surgen en contexto pero que se dirigen contra ese mismo contexto y cuya posibilidad radica en la misma dialéctica del proceso hegemónico, que si constituye figuras de subjetividad identitarias, apegadas a la reproducción de dicho orden, lo hace distorsionando aspiraciones y rebeldías pasadas, disconformismos y desobediencias, ocultando (pero sin poder prescindir y por tanto conservando) esa cooperación donde radica la potencia humana. A diferencia de una entidad de vanguardia, los actos de vanguardia pueden surgir en cualquiera, y también ser tomados y re-editados por cualquiera; su principio de expansividad es horizontal, implica otra actuación, desobediente respecto del libreto del orden social.

Por otro lado, los soviets —el principio soviético— como actos de vanguardia, al resultar ininteligibles según las categorías previas del conocimiento político y social, al configurar lugares inéditos para esos actos, para esas actuaciones, invitaron a pensarlos como escenarios en los que se jugaba conflictivamente esa singularización de una nueva subjetivación. Configuración de escenarios en los que, además, se muestra la acción democrática; teatro democrático con el libreto por escribir, adaptable a múltiples situaciones y espacios. El soviet como forma democrática de esa subjetivación resultaba entonces inseparable de una agencialidad revolucionaria que introducía la política en lugares hasta entonces naturalizados, obligando por medio de esas desnaturalizaciones a la discusión abierta de los fundamentos de todo el orden, en general y en cada una de sus dimensiones particulares, desde la fábrica al hogar, desde la educación a la sexualidad, del derecho al arte —y en eso consistía su “desmesura”, pues el mismo gesto de discutir los fundamentos del orden es su primer alteración, que es a la par la rehabilitación de la dimensión igualitaria de la cooperación humana (7).

Si bien entre los comentaristas de la revolución se tendió, de modo mayoritario, a pensar “doctrinariamente” la problemática de los sujetos de la revolución, en los debates más o menos articulados sobre quiénes hicieron la revolución en Rusia emergen algunos testimonios atentos a esas subjetivaciones políticas que se nombraban como soviet. En otros casos, simplemente aparecen como síntomas de la inconsistencia de las formulaciones doctrinarias frente a la revolución acaecida, como impotencia del saber heredado frente a las nuevas figuras de la revolución. Aun así, en esos a veces tenues desplazamientos y en esos pensamientos cargados de intuición, surgieron fragmentos de un collage posible para otra conceptualización de la agencialidad y la subjetivación revolucionarias.

Notas

1. Citado en Furet (1998 [1969]: 41). Lo de “extremismo parisino” ya corre por cuenta de Furet.

2. Entre muchos otros, cfr. de Tomaso (1919; especialmente 64 y ss.; 117 y ss.) y Palacios (1921: 42). Pero justamente lo que los sujetos de la revolución ponían en cuestión era que ese punto de vista general ya existiera, que alguien —Sujeto, Estado, Ciencia, Razón— pudiera hablar en nombre de todos; en cambio, proponían de hecho y de palabra la construcción, desde abajo, de nuevos valores y perspectivas —y nombres.

3. “La disciplina en la revolución y en los partidos revolucionarios. El sábado comunista. El medio jornal” (1920), en La Internacional, 5 de junio, p. 1.

4. De allí la malitencionada “información” de la prensa burguesa sobre la supuesta nacionalización de las mujeres o el culto a Herodes.

5. Un análisis más amplio de esta cuestión, en Pittaluga (2015).

6. “Para qué se lucha” (1919), en Tribuna Proletaria, nº 38, 10 de septiembre, p. 1

7. Bien podría decirse que la derrota de esa experiencia revolucionaria se manifestó, entre otras cuestiones, en la configuración identitaria del hombre y la mujer soviéticos, previa clausura de las singularizaciones democráticas; identidades que fueron los pilares de nuevas formas de desigualdad y opresión desde finales de los años veinte, soportes fundamentales del imaginario y del terror de los tiempos de Stalin.

 

 

Bibliografía primaria

“La disciplina en la revolución y en los partidos revolucionarios. El sábado comunista. El medio jornal” (1920), en La Internacional, 5 de junio, p. 1.

“Para qué se lucha”. 1919. En Tribuna Proletaria, nº 38, 10 de septiembre, p. 1.

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*Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires, y se desempeña como Investigador docente en la UNLPam y la UNLP, y como profesor en la UBA y en la maestría de la UNGS. Sus investigaciones se orientan a la historia política y social de los sectores subalternos en la Argentina del siglo XX, publicando varios libros y numerosos artículos en revistas nacionales e internacionales, entre ellos, Soviets en Buenos Aires. La izquierda de la Argentina ante la revolución en Rusia (2015).

 

 

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