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Institucionalización y patrimonialización de sitios de memoria en Chile. Una lectura desde la experiencia de Londres 38

Aletheia, volumen 8, número 16, junio 2018 ISSN 1853-3701

 

Pinto / Artículo en PDF

Gloria Elgueta Pinto*

                        Londres 38, espacio de memorias.

2018, Santiago de Chile.

                        gelgueta@londres38.cl

 

 

Resumen

Después de 20 años de la primera recuperación de un ex centro de detención y tortura y su posterior transformación en sitio de memoria, estos espacios se han multiplicado, diversificado y experimentado procesos de institucionalización y patrimonialización. En un escenario de postdictadura, reconciliación, políticas públicas carentes de enfoques integrales, y un Estado principalmente reactivo a las demandas de los actores movilizados en torno a la memoria, el trabajo de los sitios enfrenta problemas como la despolitización y las limitaciones de las formas tradicionales de patrimonialización. Desde la experiencia de Londres 38, este artículo hace una revisión crítica de aspectos centrales de las concepciones y prácticas hegemónicas de la memoria circunscrita a las violaciones a los derechos humanos en dictadura; y presenta los principales lineamientos de esta organización que busca contribuir a la repolitización de un campo que en su origen estuvo estrechamente vinculado a las luchas y demandas políticas antidictatoriales, pero cuyos vínculos con los actuales procesos de lucha por los derechos sociales y la democratización de la sociedad y el Estado se han debilitado.

 

En términos metodológicos, este artículo recoge una reflexión en parte personal, en parte colectiva, elaborada en el marco del trabajo y la militancia en Londres 38. De manera más específica, este trabajo se sustenta en: 1) una base empírica de información recopilada o producida a través de la participación en Londres 38, especialmente, en las comisiones de investigación histórica y de acción judicial; 2) la revisión de bibliografía y prensa, y 4) la elaboración de artículos de prensa, documentos de trabajo, y ponencias presentadas en encuentros y seminarios sobre memoria, archivos y patrimonio.

 

Palabras clave:

sitios de memoria, derechos humanos, patrimonio, patrimonialización, politización de la memoria.

  

Introducción

 

Tras el golpe de Estado de septiembre de 1973 que derrocó al gobierno democrático del socialista Salvador Allende se impuso en Chile una dictadura civil militar que llevó a cabo una revolución capitalista (Gárate, 2012) mediante la imposición del terrorismo de Estado y la refundación de la economía, la sociedad y el Estado. Tras 17 años de una intensa y amplia lucha antidictatorial y de un prolongado proceso de institucionalización del régimen, un plebiscito puso fin a la dictadura y abrió paso a un largo periodo definido por sus protagonistas y algunos intelectuales como de “transición a la democracia” (Boeninger et al., 1990) de carácter pactado (Godoy, 1999). También, este periodo ha sido caracterizado como “postdictadura” o “postautoritarismo” para relevar las continuidades del régimen dictatorial en democracia como culminación del proceso de “transformismo” (Moulian, 1997) iniciado por la dictadura en 1977, concepto a nuestro juicio más adecuado y preciso.

 

El gobierno electo en 1989, fue encabezado por Patricio Aylwin y sustentado en una coalición de partidos provenientes del centro político y de la izquierda. En su programa recogió parte importante de las demandas sustentadas hasta ese momento por el movimiento social antidictatorial, sin embargo, este fue más un factor de cohesión interna de la coalición antes que un verdadero programa de acción (Gárate, 2012:349; Godoy, 1999), por lo que las principales demandas en materia de derechos humanos y de democratización del Estado y la sociedad fueron pospuestas o descartadas en el marco de la política de construcción de consensos con la oposición afín a la dictadura conocida como “política de los acuerdos”(Godoy, 1999).

 

Dicha política se fundamentó en dos argumentos que se volvieron hegemónicos: 1) el nuevo régimen democrático debía ser protegido de las amenazas de regresión dictatorial, manteniendo los equilibrios y acuerdos con la oposición derechista que asegurarían la gobernabilidad; y 2) el término de la dictadura trazaba una frontera entre la violación permanente de los derechos humanos en el pasado, y el Estado de derecho democrático que los garantizaría. Se omitían así las continuidades del pasado dictatorial, la impunidad y las nuevas formas de vulneración de los derechos, generadoras de situaciones de “excepción” que constituyen la norma para amplios sectores excluidos del “estado de derecho”, en el sentido expuesto por Agamben (2005), y cuyo ejemplo más evidente es la militarización del Wallmapu.

 

En 1992, el informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (CNVR) o informe Rettig, validó como verdad oficial “las más graves violaciones a los derechos humanos” comprendiendo por tales solo los 3.227 casos de detenidos desaparecidos y asesinados. La política de los acuerdos se expresó en este ámbito como política de reconciliación, y el ejecutivo se autoexcluyó de la tarea de investigación y sanción de estos delitos, manteniendo solo una labor secundaria desde organismos de continuación parcial de las labores de la Comisión Rettig, traspasando toda la responsabilidad a los tribunales, sin derogar la Ley de Amnistía de 1978 (vigente hasta hoy, aunque en desuso); ni reformar instituciones como la aplicación de la justicia militar a crímenes contra civiles.

 

En los años noventa se reabrieron procesos pero los tribunales siguieron aplicando la amnistía y la prescripción, o declarando su incompetencia con el consiguiente traspaso de las causas a la justicia militar. De esta manera, se evadieron las responsabilidades y se blanqueó a los altos mandos y autoridades políticas de la dictadura (Moulian, 1997:68). Esto cambió parcialmente con la detención de Augusto Pinochet en Londres, en 1998, cuando nuevos procesos se instruyeron pero, en muchos casos, se continuaron aplicando formas de prescripción (la “media prescripción” que rebaja las condenas en función del tiempo transcurrido), a pesar de tratarse de crímenes imprescriptibles.

 

A fines de 2017 se encontraban vigentes 1.328 procesos, en los cuales 1.373 ex agentes habían sido procesados y 432 condenados, pero solo 126 estaban cumpliendo penas, en su mayoría reducidas (Seguel, 2017; Londres 38, 2017). Desde hace años, además, una campaña a favor del otorgamiento de beneficios a estos condenados ha contado con el apoyo de la derecha, sectores de la iglesia católica y de la Nueva mayoría (coalición de gobierno del segundo mandato de Bachelet). En cuanto a las 1.192 personas detenidas desaparecidas, apenas 104 de ellas han sido encontradas e identificados sus restos, y como la mayoría de los procesos se han ido cerrando sin avances significativos, el destino de estas sigue siendo desconocido y “a ausencia de verdad, los pactos de silencio institucionales y el continuo encubrimiento de los responsables siguen siendo los rasgos principales de las investigaciones judiciales” (Fernández, 2016: 6). Además de las razones de orden político, la impunidad se debe a investigaciones parciales y aisladas, enfocadas en victimas individuales, por lo que sus resultados no reflejan los patrones de macrocriminalidad y sistematicidad de la desaparición forzada (Fernández, 2016). Aunque el Estado de Chile se ha presentado como un modelo exitoso de justicia transicional, este breve diagnóstico muestra que la realidad dista mucho de ello.

 

Por otra parte, cuando se comenzó a configurar este escenario de impunidad, los informes de verdad introdujeron una nueva conceptualización de los derechos humanos que se tornó hegemónica. Es lo que Emilio Crenzel ha señalado para los casos de Argentina y Chile, donde dicha conceptualización se caracterizó por tres elementos principales:  1) la omisión de todas las prácticas, políticas y transformaciones llevadas a cabo durante las dictaduras que afectaron gravemente otros derechos, introduciendo una suerte de jerarquización que privilegió el derecho a la vida por sobre los derechos civiles, políticos y sociales; 2) la homologación de la violencia política ejercida por actores privados y el terrorismo de Estado, escindiendo “la relación entre la violencia y el orden social, diluyendo el vínculo entre los derechos humanos y la política”; y 3)  la descontextualización histórica y política de la violencia borrando su relación con “los factores económicos y la desigualdad social” y situando la explicación de esta en los extremos ideológicos o en la polarización de la sociedad (Crenzel, 2014:361-363).

 

En tanto producto de determinados procesos de lucha y negociación esta comprensión no es neutral ni apolítica, por el contrario, ella instaló “una categoría política que, en este caso, sirvió para configurar diversas políticas de la memoria” (Crenzel, 2014:364).

 

En Chile, en un contexto donde además las nuevas autoridades temían enfrentar una alta conflictividad social y política, esta concepción situó el problema de los derechos humanos fuera de esa conflictividad y, sobre todo, fuera de la disputa por el carácter del régimen y el alcance de las reformas comprometidas.

 

Se omitió así lo que Hanna Arendt ha formulado de una manera radical: “el hombre es privado de sus derechos humanos cuando se le priva de su derecho a tener derechos, esto es, cuando se le priva de aquella relación por la cual recién adquieren publicidad sus opiniones y eficiencia sus acciones: la pertenencia a un orden político” (Arendt en Lechner, 1983:4). Es por eso que las transgresiones a los derechos no tienen solo un alcance individual y ético, sino sobre todo político, se trata de “un problema del orden: crítica del orden existente y discernimiento del orden posible” (Lechner, 1983:12). Habría que agregar, imaginación de un orden deseable.

 

Políticas de la memoria y sitios de memoria

 

Este fue el marco conceptual de los derechos humanos y de políticas públicas en el cual se construyeron y se hicieron dominantes las formas de relación con el pasado que hoy conocemos y que se caracterizan por una reducción del marco temporal y temático de la memoria, circunscrito a las violaciones a los derechos humanos perpetradas durante el periodo 1973-1990. Diversas iniciativas y gestos memoriales se han inscrito en ese régimen de visibilización del pasado desvinculado de las luchas previas, de los actores políticos que las protagonizaron y de los proyectos que sustentaron. Entre estos, tal vez el más paradigmático, es el Museo de la Memoria y los derechos humanos creado en el primer gobierno de Michelle Bachelet.

 

La narrativa asociada a estas iniciativas las define también como formas de reparación simbólica del trauma y el sufrimiento provocados por el terrorismo de Estado, reparación que se propone separada de la administración de justicia, y dirigida solo a los “afectados directos” o víctimas ejemplares, sus familiares y entorno inmediato. Este discurso ha circunscrito las consecuencias de la represión a un grupo reducido de la sociedad, privatizando el conflicto, situándolo además en el ámbito de las familias de las víctimas. En los años noventa, en un contexto de repliegue de los actores sociales y políticos (Oyarzo, 2018), esa privatización significó la separación de la experiencia represiva de otras experiencias históricas y de otros sujetos en los cuales el movimiento de derechos humanos había encontrado apoyo durante la dictadura. El aislamiento resultante contribuyó también a diluir la  responsabilidad social en la exigencia de verdad y justicia sobre las violaciones a los derechos humanos en dictadura.

 

La pretendida neutralidad que ha adquirido en la postdictadura la comprensión y las prácticas relacionadas con los derechos humanos, ha obscurecido la racionalidad política que guió al terrorismo de Estado, y el carácter de politicidio que este tuvo (1). Ello ha facilitado el desplazamiento de algunas de esas prácticas desde la acción política antidictatorial -que entendía la estrecha relación entre vigencia de los derechos humanos y término del régimen-, a los espacios de la cultura, la educación y el patrimonio, y a su despolitización.

 

Lo anterior ha tenido, al menos, dos expresiones muy visibles. Una de ellas, promovida desde el Estado y acogida también por gran parte de los actores sociales y políticos: la “construcción de una cultura de los derechos humanos” centrada en el ámbito de la educación y concebida como garantía de no repetición, pero desvinculada de los cambios estructurales que la harían posible. La capacidad de la educación de contribuir a la prevención de las violaciones a los derechos es una idea que está en la propia Declaración Universal pero, como sabemos, la historia reciente se ha encargado de mostrar sus limitaciones más de una vez.

 

Una segunda expresión del desplazamiento señalado es la patrimonialización de la memoria asociada a las violaciones a los derechos humanos. Entendemos por patrimonialización el reconocimiento oficial de los valores de diverso tipo atribuidos a un bien cultural, y la aplicación a este de procedimientos específicos, protocolos, modos de visibilización y acceso comprendidos en su puesta en valor, y que incluyen una serie de procesos e intervenciones, entre ellos la identificación, registro, conservación y difusión (CNCA.UMDDHH, 2017:13; CNCA, 2017: 6).

 

Ambas expresiones han estado presentes en el trabajo de los sitios de memoria. Este concepto, más restringido que el de lugar de memoria (Nora, 2009), es usado para designar aquellos lugares relacionados con la violencia política y las violaciones a los derechos humanos en dictadura (Bustamante, 2016) y, más específicamente, utilizados para la detención, tortura, exterminio, y/o desaparición de personas, y que en el presente, diversas comunidades buscan visibilizar y usar para promover procesos de elaboración de la memoria y de defensa de los derechos humanos.

 

Si bien la constitución de estos espacios comenzó en la postdictadura, hay una línea de continuidad con las luchas y demandas anteriores por hacer verdad y justicia puesto que esos lugares e inmuebles habían sido invisibilizados, ocultados y en varios casos, demolidos, como una forma de borrar las huellas o, simplemente, como negocio inmobiliario. Su defensa, y lo que comenzó a denominarse como recuperación, fueron formas de resistir y visibilizar las huellas materiales del exterminio ante la naturalización de la impunidad y el olvido en democracia.

 

A fin de obtener protección legal, a partir de 1996, las organizaciones comenzaron a demandar al Estado la declaratoria de Monumento Histórico para estos sitios, categoría otorgada por el Consejo de Monumentos Nacionales (CMN) para reconocer y proteger bienes muebles e inmuebles muy diversos, a los que se atribuye un valor histórico o artístico (CMN, s/f). A marzo de 2018, de un total de 1.168 recintos de detención, tortura y exterminio reconocidos por el informe de la Comisión Nacional Sobre Prisión Política y Tortura, 21 habían sido declarados Monumento Histórico, y siete de ellos habían sido entregados por el Estado a organizaciones de memoria y derechos humanos para su administración, aunque sólo tres recibían el financiamiento permanente necesario para un funcionamiento regular. Otros 10 lugares fueron reconocidos entre 2015 y 2017, evidenciando una diversificación de los  contenidos de la memoria relevada. Algunos de ellos están relacionados con la represión (pero no ex recintos de detención), otros fueron escenarios de resistencia y lucha antidictorial, y tres son archivos (CMN, 2018),

 

El reconocimiento, señalización y recuperación de estos espacios ha sido, casi sin excepción, producto de la iniciativa de las agrupaciones de víctimas y activistas. La intervención del Estado, siempre reactiva, ha estado enmarcada en las políticas de reconciliación y en la generación de medidas de no repetición, principalmente, el conocimiento y difusión de las violaciones a los derechos humanos en dictadura, la educación, y la reparación simbólica (CNVR, 1992; CNPPT, 2004 y 2011; CNCA.UMDDHH, 2017; CMN, 2017). Estas formulaciones y algunos programas de apoyo han constituido un avance respecto de las ausencias anteriores, sin embargo, ninguno de ellos ha contemplado los instrumentos, medidas de protección de carácter integral, financiamiento de largo plazo, coordinación entre los organismos del Estado relacionados y otros aspectos propios de una política pública (Lahera, 2002). Tampoco estas definiciones han sido adoptadas mediante una participación amplia y vinculante de los actores sociales relacionados (Londres 38, 2017).

 

Pero la principal debilidad de las políticas implementadas hasta ahora en materia de memoria y patrimonio inscritas en el objetivo de la reparación simbólica, es su materialización en un contexto de impunidad lo cual contradice toda intención reparatoria. Estas políticas tampoco forman parte ni se relacionan, con las limitadas acciones que desarrolla el Estado para establecer la verdad y administrar justicia en los casos de violaciones a los derechos humanos (Bustamante, 2016), acciones que además se desarrollan en contextos de precariedad institucional, presupuestaria y de personal (2)

 

Aun así, en medio de estas limitaciones y disputas, un número creciente de sitios de memoria ha sido visibilizado y, en algunos casos, utilizado por las organizaciones para desarrollar un trabajo que, con distintos énfasis y enfoques, comprende la elaboración de la memoria del pasado dictatorial, no siempre circunscrita a la represión; la demanda de verdad, justicia y reparación; la defensa de los derechos humanos en la perspectiva del fortalecimiento de la democracia y la no repetición (RSM, 2017; VG,2017).

 

Las líneas de trabajo específicas de los sitios de memoria tienen distintos grados de desarrollo, prioridad, e incluso significados, por lo que es posible encontrar un repertorio diverso que incluye la atención de visitantes bajo modalidades, actividades educativas en derechos humanos, construcción de archivos y bibliotecas, investigación histórica y publicaciones, actividades culturales, de denuncia y protesta en el espacio urbano, incidencia legislativa, participación en la observación y control de procedimientos policiales en manifestaciones callejeras, y acción judicial referida a los crímenes del terrorismo de Estado (RSM, 2017).

 

La experiencia desde Londres 38

 

Londres 38 fue un centro de detención, tortura y exterminio ubicado en pleno centro de la ciudad de Santiago. Hasta el golpe de Estado de 1973 había sido una de las sedes territoriales del Partido Socialista, momento a partir del cual fue ocupado por el Ejército para servir, en sus inicios, como espacio de instrucción de los miembros de la naciente Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), y como centro de detención y tortura hasta septiembre de 1974, aunque se conocen usos esporádicos hasta enero de 1975. A pesar de la brevedad del periodo, Londres 38 fue escenario de una intensa represión que dio inicio a partir de abril de 1974 a la desaparición forzada como práctica selectiva y sistemática, focalizada inicialmente en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), y luego en el Partido Socialista y el Partido Comunista. Se desconoce el número de personas que pasaron por este lugar pero, al menos 98 prisioneros y prisioneras fueron víctimas de desaparición forzada y de ejecuciones extrajudiciales, y una de ellas murió a consecuencia de las torturas estando en libertad.

 

Como otros recintos, Londres 38 fue objeto de diversas formas de ocultamiento, la más burda fue la sustitución de la numeración original que designaba al inmueble, por el número 40, con lo cual las numerosas denuncias en tribunales y otras instancias comenzaron a indicar, a partir de ese momento, una dirección inexistente.

 

En diversos momentos, el lugar fue escenario de denuncias, protestas, marcas y señalizaciones promovidas por organizaciones de familiares de las víctimas y activistas de derechos humanos. En respuesta a la movilización social, el inmueble fue declarado Monumento Histórico en 2005, y recuperado por el Estado en 2008. Ese mismo año, el gobierno de Michelle Bachelet acogió la propuesta de uno de los colectivos participantes de organizar una Mesa de trabajo multipartita para definir los usos del lugar, tema en ese momento en disputa con el Estado. En esta iniciativa inédita  y única participaron representantes de tres colectivos, seis organismos del Estado, dos académicos en calidad de asesores propuestos por las organizaciones, y una secretaría ejecutiva a cargo de dos profesionales de Flacso. La Mesa funcionó quincenalmente, durante 10 meses, en reuniones plenarias con una asistencia promedio de 20 personas, y a través de tres comisiones temáticas: metodología de trabajo y líneas programáticas; marco ético, histórico y político; y, modelo de gestión y financiamiento. La experiencia permitió elaborar un anteproyecto, base del trabajo posterior (Londres 38, 2009), y construir acuerdos de carácter vinculante, expresados en el doble compromiso del Estado de proveer financiamiento permanente y entregar la concesión de uso del inmueble a los colectivos que, para ese fin, se reunieron en una sola organización (3). En 2010, Londres 38 se abrió a la comunidad y constituyó un equipo permanente de carácter remunerado bajo un esquema de funcionamiento integrado con los miembros de las organizaciones fundadoras.

 

Inicialmente, como parte de la labor de la Mesa de trabajo, los colectivos participantes elaboraron un conjunto de principios y definiciones contenidas en un documento titulado Marco ético, histórico y político que afirmaba la memoria como un derecho y como “el principal capital social y simbólico para la emergencia de nuevas miradas, estrategias y cursos de acción histórica”. El texto relevaba la importancia del diálogo intergeneracional para contribuir a “la comprensión de la sociedad actual y a la recreación de nuevos horizontes emancipatorios para la sociedad chilena”. En ese sentido, destacaba también el derecho a conocer y valorar críticamente las memorias militantes y la historia de las organizaciones políticas que, en distintas etapas de la historia, buscaron transformar la sociedad para darle un mayor sentido de justicia, igualdad y participación; junto con ello convocaba a “generar nuevos modos de pensar y hacer la política” en un país donde el pasado histórico y el presente se han construido conflictivamente “producto de nuestras diferencias, desigualdades y luchas de clases, económicas, sociales, políticas, culturales, étnicas y de género.” Como una demanda irrenunciable, afirmaba la exigencia de verdad, justicia y reparación respecto de los crímenes de la dictadura y de aquellos que en el presente vulneran los derechos fundamentales (Londres 38, 2009).

 

Un enfoque transversal a esas definiciones fue la ampliación del marco temporal y temático de la memoria, presente en las principales líneas de trabajo de Londres 38, entre ellas, la investigación histórica, la acción judicial, el archivo digital, la atención a los visitantes y el manejo del inmueble. Este enfoque también ha estado presente en las campañas, concebidas como un conjunto de acciones organizadas en torno a un objetivo y contenidos específicos, desplegadas de manera concentrada durante una coyuntura o un periodo de tiempo variable.

 

Actualmente, y desde 2016, Londres 38 impulsa la Campaña Toda la verdad, toda la justicia para enfrentar el contexto de impunidad, especialmente en los casos de detenidos desaparecidos durante la dictadura y en democracia. Esta Campaña comprende acciones en distintos ámbitos: ante la justicia, para que se dé continuidad a los procesos investigativos a los que se ha ido dando término sin nuevos resultados; ante las autoridades políticas a fin de exigir un nuevo estándar en materia de verdad y justicia; ante los organismos internacionales para denunciar el incumplimiento del Estado chileno de sus compromisos; y ante la sociedad, que se ha hecho parte de esta demanda de una manera limitada.

 

Esta Campaña retomó también las denuncias realizadas anteriormente en los tres casos de desaparición forzada en democracia: José Huenante, José Vergara y Hugo Arispe. Inicialmente, la defensa de estas víctimas no fue asumida por las organizaciones de derechos humanos ni por aquellas vinculadas a la causa mapuche en el caso de Huenante, probablemente por carecer del componente de participación política, desconociendo con ello el significado político de la vulnerabilidad social de las víctimas y de la impunidad de los perpetradores amparados en el poder del Estado.

 

Huenante fue el primer caso en trascender públicamente cuando fue calificado como “el primer detenido desaparecido en democracia”, en el Informe Anual de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales, en 2009, cuatro años después de su desaparición; y luego, a raíz de la intervención urbana realizada por Londres 38 en 2011. En ese momento la calificación de “desaparecido” fue rechazada por las autoridades de gobierno quienes insistieron en subrayar las diferencias respecto de las víctimas de la dictadura, omitiendo al mismo tiempo las semejanzas (4).

 

La impunidad existente hasta hoy en este caso, fue relacionada por Londres 38 con las desapariciones en dictadura, a través de la intervención urbana ¿Dónde están? ¿dónde está?, consistente en el diseño de diez gigantografías alusivas, elaboradas por artistas visuales de distintas generaciones, y su instalación en igual número de edificios histórica y políticamente significativos, ubicados en la Alameda, la principal avenida de la ciudad de Santiago. La intervención incluyó la reproducción de una de las imágenes en papel adhesivo y formato afiche para que los transeúntes pudieran sumarse a la acción distribuyendo las reproducciones y el colectivo Serigrafía Instantánea se sumó a la denuncia creando su propia gráfica con la figura de Huenante, y reproduciéndola masivamente en la calle. (Londres 38, 2011).

 

En 2014, la Campaña No más archivos secretos buscó denunciar la persistencia de un sistema institucional de encubrimiento de las violaciones a los derechos humanos, y generar condiciones para la apertura y desclasificación de tres grupos de archivos que permanecían bajo secreto y que se estima contienen información relevante, estos son: 1) los constituidos por las comisiones de verdad (Rettig y Valech); 2) los encontrados en Colonia Dignidad en 2005; y 3) aquellos relacionados con la represión aún en poder de las fuerzas armadas, policiales y de inteligencia.

 

Gracias a la presión ejercida junto a otras organizaciones, ese mismo año se logró el acceso a parte de la documentación encontrada en Colonia Dignidad. Luego de su revisión, Londres 38 decidió publicarla en su sitio web. El objetivo no era solo proporcionar información de interés histórico, político y judicial sino también contribuir a develar la lógica del secreto y a quiénes beneficia, así como los intereses y complicidades de quiénes lo consagran (Londres 38, 2014). Esta decisión no fue compartida por otros sitios de memoria que disponían de otros fragmentos de este archivo e inicialmente optaron por dar un acceso limitado a familiares de las víctimas relacionadas, coincidiendo en este punto con el criterio del Instituto Nacional de Derechos Humanos (5). El debate en torno a los términos del acceso es un tema aún pendiente.

 

Otra acción que formó parte de esta Campaña fue la solicitud a la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados, para presentar un proyecto de derogación de la Ley 18.771, promulgada por la dictadura en 1989, y aún vigente, que exime a las Fuerzas Armadas y de Orden y a las instituciones dependientes del Ministerio de Defensa, de la obligación que tienen todos los demás organismos del Estado de depositar su documentación en el Archivo Nacional. El proyecto, promovido por Londres 38, fue aprobado por la Comisión, pero luego derivado a la Comisión de Defensa, donde, a fines de 2015, experimentó un retroceso al restituirse las atribuciones de estos organismos para destruir documentación sin supervisión. Dos años después, este proyecto aún se encuentra en trámite en el Senado. Al alertar sobre el carácter antidemocrático de este anacronismo en las atribuciones de las fuerzas armadas y policiales en democracia, Londres 38 puso en evidencia la continuidad en democracia de una práctica generada en dictadura. Por eso, probablemente, este proyecto tiene más importancia para la transparencia de la gestión actual y el control social y político de estas instituciones, que para la investigación de las violaciones a los derechos humanos en dictadura. Lo que suceda con esta iniciativa va a ser un indicador del estándar que prevalecerá en materia de acceso a la información pública.

 

En 2013, con motivo de la conmemoración de los 40 años del golpe de Estado, Londres 38 convocó a un espacio de trabajo en el que participaron alrededor de 60 colectivos y organizaciones sociales, culturales, de memoria y derechos humanos, fue la Campaña 40 años de luchas y resistencia. El objetivo era resignificar la efeméride a través de un esfuerzo colectivo, relevando el componente de “luchas y resistencia” y su carácter ininterrumpido durante los gobiernos civiles posteriores a la dictadura.

 

Qué recordar y cómo conmemorar fueron las preguntas que dieron inicio al proceso que se extendió por ocho meses e incluyó talleres, instancias de autoformación, comisiones de trabajo y asambleas abocadas al diagnóstico, definición de objetivos, contenidos y acciones a emprender. Muchos de los participantes habían vivido las grandes movilizaciones sociales de los años 2011 y 2012, y comprendían el vínculo existente entre las demandas actuales y las luchas del pasado, por lo que ese vínculo constituyó el eje de los discursos, acciones e intervenciones que se realizaron en el espacio público (Londres 38, 2015).

 

Para los participantes, se trataba de desmontar los encuadres de la memoria para descubrir el potencial transformador de un pasado clausurado desde el poder como un “pasado doliente”. Si el terrorismo de Estado llevó a cabo un politicidio en el sentido ya indicado -como destrucción de ciertas formas de hacer política y exterminio de los sujetos que las encarnaban-, para Londres 38, escenario material de ese proceso, la repolitización de la memoria era un objetivo. Este proceso implicaba, primero, interrogarse sobre las propias concepciones y prácticas relacionadas con la memoria: ¿estimulan la elaboración de un pasado compartido y no sólo un conjunto de recursos y memorias individuales? ¿visibilizan experiencias y sujetos ignorados? ¿contribuyen a la comprensión de los actores, sus conductas, contextos y posibilidades en el pasado? ¿ayudan a comprender las relaciones de ese tiempo con el presente? ¿aportan a su comprensión? Este abordaje de la memoria ¿abre paso a una memoria productiva, para la acción? Pregunta esta última que remite también a la cuestión de los usos y al alcance de la patrimonialización de la memoria vinculada a las violaciones a los derechos humanos.

 

A propósito de la museificación del mundo, y de su patrimonialización, Agamben afirma que "la imposibilidad de usar tiene su lugar tópico en el Museo (…) Museo no designa aquí un lugar o un espacio físico determinado, sino la dimensión separada en la cual se transfiere aquello que en un momento era percibido como verdadero y decisivo, pero ya no lo es más (...) todo puede convertirse hoy en Museo, porque este término nombra simplemente la exposición de una imposibilidad de usar, de habitar, de hacer experiencia.”(Agamben, 2005).

 

Imposibilidad de uso, eso es lo que producen ciertas formas de patrimonialización, especialmente aquellas que ponen énfasis en la “conservación”, como parte del proceso de puesta en valor sin preguntarse por su significado. Porque, aplicada a la memoria ¿qué significa conservar? ¿es posible?, o incluso ¿es deseable?, ¿no contradice acaso su sentido y dinamismo? En lugar de preservar la memoria para legar un acervo a quienes habitarán el porvenir, se trata de hacer posible el trabajo de elaboración: problematizar, ir más allá de la enseñanza escolarizada o de la condena moral para avanzar en la comprensión de los procesos históricos y de las disputas por la memoria en el presente, desnaturalizando los relatos y formas de recordar para mostrar el poder que los ha construido, sus estrategias y procedimientos.

 

Para ello no basta con las formas tradicionales de difusión y socialización contempladas en la puesta en valor patrimonial, ni con los modos tradicionales de transmisión/recepción de los bienes culturales como instrumentos para educar y/o proporcionar goce estético y recreativo a través de la contemplación, la lectura o la escucha. 

 

Reconociendo esas limitaciones, las propias concepciones y prácticas asociadas al patrimonio han experimentado diversos cambios desde su origen en el siglo XIX. Una de las instituciones en que estas transformaciones se han manifestado es el museo, figura a la cual se suele asociar los sitios de memoria y que, paradojalmente, ha buscado, con distintos resultados, escapar a la “museificación” a la que alude Agamben. Si originalmente el museo fue entendido como una tríada compuesta por una colección, un espacio y un público, en los años ochenta, la nueva museología lo redefinió como el resultado de un patrimonio, un territorio y una comunidad. Para el presente, Montserrat Iniesta (2009) propone “acoplar el concepto de patrimonio al de ciudadanía y recurrir a la noción de ágora para denominar los espacios útiles a las sociedades democráticas contemporáneas” (2009: 472). Esa noción repone la dimensión política, cambia las relaciones, transforma la dimensión pedagógica y la simple transmisión modificando, incluso, las formas de percepción puesto que ahora se trataría de “lugares a los que no se va a aprender, sino a comprender, a pensar y a crear, y no a creer. No se va al ágora solo para mirar, sino para intercambiar” (Iniesta, 2009:492).

 

En una perspectiva afín a este enfoque se inscribe la “visita dialogada”, un concepto desarrollado por Londres 38 para nombrar una “experiencia dinámica centrada en los sujetos y el diálogo, una invitación a tomar una posición activa en la construcción de los relatos y memorias del pasado, presente y futuro (…) que retroalimenta el discurso y las prácticas de Londres 38 con nuevas experiencias, subjetividades y discursos” (Londres 38, 2018:14). El guía o facilitador motiva la reflexión estableciendo relaciones entre el pasado y el presente, estimulando la participación de los asistentes a partir de sus propias experiencias, pero su rol no se limita a transmitir información y facilitar el debate de los otros, por el contrario, “es un sujeto activo, con opinión y reflexión propia que se expone y posiciona durante la visita, para mostrar, mediante su práctica, que las memorias se construyen desde la intersubjetividad en un ejercicio colectivo y deliberante”(Londres 38, 2018:18). Esto muchas veces descoloca a los visitantes que esperan enfrentarse a un espacio tradicional principalmente expositivo y neutral, pero también los lleva a revisar su propio rol, y la pasividad del que escucha, en la experiencia de recorrer un espacio donde la dimensión histórica y política es inseparable de la afectiva y sensorial (Londres 38, 2018:24).

 

El enfoque de la visita dialogada y las metodologías utilizadas se relacionan de manera complementaria con los criterios de uso del espacio físico del inmueble que privilegian la “opción por el vacío”. Londres 38 carece de una exposición o contenidos permanentes, el objetivo es evitar la cristalización y clausura del pasado en un relato único, cuya elaboración es el eje del trabajo del sitio de memoria. Este “vacío”, por el contrario, posibilita –y demanda- la alternancia de muestras temporales, instalaciones, conversaciones y actividades, una memoria productiva. También estimula a quienes participan, aunque para algunos puede resultar perturbador o decepcionante si lo que se espera es un espacio “lleno” de imágenes, información y objetos referidos a la literalidad de la experiencia represiva (Londres 38, 2018).

 

A través de estas opciones, se ha buscado generar instancias y prácticas dialogantes, revitalizando también el activismo y el uso del espacio público para que el trabajo de la memoria se verifique y manifieste en otros espacios sociales, más allá de los muros de los ex centros de detención y de los contextos pedagógicos, académicos y judiciales.

 

A modo de cierre

 

En un contexto de postdictadura marcado por las políticas de consenso y reconciliación, limitados avances en materia de verdad y justicia, impunidad y ausencia de políticas públicas integrales en materia de sitios de memoria, la experiencia de Londres 38 ha buscado evitar la despolitización asociada a la comprensión hegemónica de los derechos humanos y de la memoria, así como a ciertas formas de patrimonialización que resultan limitantes.

 

En esa dirección, ha ampliado el marco temporal y temático de su trabajo buscando también relacionarlo con las memorias de otros actores sociales. En tanto práctica social en la que todos y todas somos sujetos de memoria y para cuyo ejercicio necesitamos de los demás, Londres 38 ha afirmado la necesidad de abandonar la comprensión de la memoria como herramienta preferente de reparación simbólica de las víctimas de violaciones a los derechos humanos para, en lugar de ello, promover procesos de elaboración en espacios sociales más amplios, estimulando otros usos y creando para ello lugares de enunciación y de producción de discursos, de construcción de perspectivas sobre el pasado y sobre la actualidad, para actuar en ella e imaginar nuevos cursos de acción histórica.

 

Si el eje que estructura y otorga sentido a todo esfuerzo memorial no es el pasado sino su relación con el presente, la lectura desde la actualidad siempre implica una disputa por el sentido cuyos términos es necesario explicitar preguntando, sobre todo, por aquello que se excluye. Los sitios de memoria son lugares donde se despliegan memorias en conflicto que han sido negadas e invisibilizadas, por ello es aún más importante estar alerta ante los riesgos de no ver, de omitir lo que los encuadres de la memoria dejan fuera de su alcance para convertirse en puntos ciegos del recuerdo colectivo. Por eso se requiere distancia crítica de las visiones reconciliadoras que ven las violaciones a los derechos humanos en el pasado y proclaman el Nunca más, pero ignoran sus continuidades en el presente y los contextos de impunidad que las hacen posibles.

 

Lo anterior también implica cuestionar la supuesta neutralidad de la concepción dominante de los derechos humanos y su reducción a un desafío cultural y educacional, relevando su relación y dependencia del orden político, para así también situar su defensa en el ámbito propio de la política.

 

NOTAS:

 

1) Esa pretensión de neutralidad estuvo presente también en los orígenes del sistema internacional de derechos humanos y en la definición del delito de genocidio que incluyó dentro de su alcance grupos raciales, nacionales, religiosos o étnicos, pero excluyó a los grupos políticos (Nersessian en Rafecas, 2017). Su incorporación, propuesta por Raphael Lemkin en 1944, impulsor de la Convención contra el genocidio, encontró la oposición tanto de la Unión Soviética como de los países europeos. Por eso hay quienes han acuñado el concepto de “politicidio” para relevar la omisión de los delitos políticos en una de las principales herramientas del derecho internacional (Harf, 2009), a pesar de que las tres cuartas partes de los crímenes masivos cometidos, durante la segunda mitad del siglo XX y lo que va del siglo XXI, son crímenes con móviles políticos contra opositores políticos (Rafecas, 2017).

 

2) Denuncias públicas han revelado la crítica situación del Programa de Derechos Humanos, organismo de gobierno encargado de apoyar procesos judiciales por violaciones a los derechos humanos en dictadura.  https://goo.gl/tw28B5

 

3) Colectivo Londres 38; Familiares, amigos y compañeros de los 119; y Memoria 119.

 

4) Edmundo Pérez Yoma, ministro del interior y Jośe Antonio Viera-Gallo, ministro secretario general de la Presidencia del primer gobierno de Michelle Bachelet.

 

5) Instituto Nacional de Derechos Humanos en https://goo.gl/zswDU8

 

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*Licenciada y magister en filosofía. Miembro del Colectivo Londres 38, Coordinadora del programa Memorias del Siglo XX del Servicio Nacional del Patrimonio, y co-directora de Tiempo robado editoras.

 

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