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Aletheia es una revista electrónica semestral sobre problemáticas de historia y memoria colectiva en torno al pasado reciente argentino y de las sociedades latinoamericanas, en sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales.

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Revisando sentidos, pluralizando resistencias: Nuevas imágenes de Teatro Abierto 1981

Aletheia, volumen 7, número 13, octubre 2016 ISSN 1853-3701

 

Perera/ Artículo en PDF

Verónica Perera*

Universidad Nacional de Avellaneda

 Buenos Aires, 2016.

Maria.perera@purchase.edu

 

Resumen

El artículo propone revisar la politicidad de Teatro Abierto (TA) aquel ciclo teatral de 1981 memorializado como “el ícono de la resistencia cultural contra la última dictadura cívico-militar en Argentina”. Desde el impulso de una memoria viva y abierta: ¿Qué imágenes y sentidos de este movimiento estético-político aún vale la pena sacar a la luz para escapar relatos heroicos o victimizantes? ¿Cómo volver estas memorias productivas para nuestro presente en democracia? A partir del análisis de dos archivos audiovisuales, y entrevistas realizadas en 2014, el artículo resitúa a TA dentro de una multiplicidad de resistencias, reflexiona sobre los alcances de su potencial de transformación y lo historiza dentro de una genealogía de movimientos socio-culturales, dentro y fuera del campo teatral, que precedieron a la última dictadura y continuaron en tiempos de democracia neoliberal, especialmente hacia la crisis del 2001.

 

Palabras clave: memoria colectiva, movimientos socio-culturales, teatro independiente, última dictadura cívico-militar, democracia neoliberal.

 

“…sacralizar la memoria es otro modo de hacerla estéril.”

      Tzvetan Todorov, Los abusos de la memoria

 

La última dictadura cívico-militar en Argentina comprendía la importancia que el cambio cultural tiene para todo proyecto político. Entendía que la producción cultural era una pieza clave y un medio eficiente para gestionar el disciplinamiento social. Junto a una política económica que intentó “liquidar para siempre la Argentina rebelde, popular y políticamente activada” y que dejó una población “más desigual, socialmente fracturada y desindustrializada” (O’Donnell, 2008 [1976]); la “guerra ideológica” contra los cimientos de “la subversión”, produjo un exilio externo—“la hemorragia intelectual más cuantiosa de la historia argentina”—y otro “exilio interno”, condenando al silencio o al “tartamudeo expresivo” a quienes no dejaron el territorio nacional (Avellaneda, 1986: 29). El gobierno militar concibió iniciativas como el “Operativo Enseñanza”, más tarde llamado “Operativo Claridad”, donde el secuestro y la destrucción de bienes culturales se sumaba a la desaparición de personas (Bossié, 2009). Así como el desmantelamiento de la protección tarifaria combatía a la industria nacional y a una clase obrera altamente organizada; la intervención de los medios de comunicación, la prohibición de artistas, la censura de obras y la quema de libros batallaba lo que la dictadura percibía como una amenaza tan peligrosa como la de la violencia explícita de las organizaciones armadas.

Sin embargo, la prohibición y la censura no fueron el único modo de intervención cultural del gobierno militar. Como argumenta Longoni (2013), la pira de medio millón de libros ardiendo en un baldío de Sarandí en la Provincia de Buenos Aires por orden militar en junio de 1980 está lejos de ser la única imagen de la vida cultural de la última dictadura en Argentina. En aquellos años negros, continúa Longoni, se tejió una densa y contradictoria trama de producciones culturales que incluyen desde políticas oficiales—más allá de la persecución sistemática y ligadas a las industrias culturales—hasta arriesgadas iniciativas de colectivos artísticos diversos. La generación de hijas e hijos de víctimas directas del terrorismo de estado revisa, mediante la creación artística, las narrativas dominantes para interpelar los relatos que volvieron héroes o víctimas a sus padres, y cuestionar así las opciones políticas y personales de sus progenitores militantes (Peller, 2009). Del mismo modo, desde el trabajo de una memoria activa y abierta, se trata de sacar a la luz imágenes múltiples de la producción cultural también para interpelar claves heroicas o victimizantes. Se trata de pensar más allá del consenso/resistencia o hegemonía/contra-hegemonía para explorar los intersticios y recorrer el espacio entre la complicidad con el régimen y la resistencia contra-hegemónica (Verzero, 2012) por donde se coló la producción cultural disidente en esos años. Se trata de entender la multiplicidad de resistencias y de visibilizar el espacio que alojó iniciativas de diferentes condiciones de producción y circulación (1).

Me propongo, entonces, desde estas nociones, revisar la experiencia de Teatro Abierto (TA) de 1981 en Buenos Aires. Como es bien sabido, TA fue un acontecimiento surgido entre el miedo y la potencia; entre el terror y el deseo de artistas y espectadores por repoblar la esfera pública atravesada por el autoritarismo. Desde la prohibición y el silenciamiento de autores nacionales en el Teatro San Martín y en el Conservatorio de Artes Escénicas, emergió un espacio de resistencia que aglutinó a veintiún dramaturgo/as con obras inéditas y de hasta treinta minutos de duración; veintiún directores; veintiún elencos; personal técnico de teatro y veinticinco mil espectadore/as en un ciclo que comenzó el 28 de julio de 1981 en el Teatro del Picadero, en el corazón de la zona teatral de Buenos Aires. Con la lógica del estado desaparecedor (Calveiro, 1998), fuerzas represivas ligadas al gobierno militar incendiaron el teatro una semana después de comenzado el ciclo. La afluencia masiva de público de la primera semana incentivó la solidaridad (y el atractivo comercial también) de diecinueve empresarios quienes ofrecieron sus salas para continuar el ciclo luego del atentado. Artistas visuales donaron obras para recaudar fondos. Notables como Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato o Adolfo Pérez Esquivel manifestaron su apoyo. Energizados, los participantes de TA continuaron las obras en el Tabarís, epicentro del teatro comercial, hasta finalizar el 21 de septiembre de 1981. El ciclo inspiró fenómenos similares como “Danza Abierta” y “Poesía Abierta”, y se repitió, en condiciones diferentes de producción y recepción, anualmente hasta 1985.

Se han escuchado voces de cautela en cuanto a la calidad estética de TA (Area, Perez, Rigieri 2006) (2), o su capacidad de intervención crítica (Taylor, 1997). Pero TA fue reconocido, desde temprano, por su “valor político más allá del valor artístico”; y caracterizado como “el movimiento teatral más importante de todos los tiempos”; el “ícono de la resistencia cultural contra la última dictadura militar en Argentina” (Giella, 1991; Esteve 1991; Pavlovsky 2013). En este artículo busco interrumpir ese sentido común heroicizante. No porque ponga en duda el carácter político de TA. Sino más bien porque lo asumo y me propongo indagar en su especificidad en tanto movimiento sociocultural. Hago propia, entonces, la pregunta de Longoni para Tucumán Arde: “¿Es posible salirse de la encerrona de la canonización para que éstos acontecimientos pasados se vuelvan críticamente sobre nuestro tiempo?” (2014: 71) (3) ¿Qué imágenes y sentidos de este movimiento estético-político aún vale la pena sacar a la luz para escapar relatos emblemáticos, heroicos o victimizantes?, ¿Qué comparaciones son productivas analíticamente en este sentido?, ¿Cómo repensar la politicidad de TA desde el impulso de una memoria viva, abierta y productiva para nuestro presente en tiempos de democracia neoliberal?

La pregunta por la relación entre TA y “la política” ha sido pensada desde diversas perspectivas. Con una lógica de afinidad y contigüidad, Villagra (2013) elabora sobre las semejanzas entre las ideas, los objetivos y el movimiento de personas entre la multipartidaria que buscaba la salida del régimen militar y los teatristas de TA. Se han hecho esfuerzos por contextualizarlo históricamente (Esteve 1991; Taylor 1997), y se ha identificado una lógica funcionalista que podría sintetizarse así: TA desarrollaba una función política que pierde su razón de ser una vez recuperadas vías de expresión y modos de protesta como la huelga general o las manifestaciones callejeras hacia el final de la dictadura (4). En este artículo, para indagar en la politicidad de TA, lo comparo con otros hechos teatrales contemporáneos (el Taller de Investigaciones Teatrales y Cucaño), o inmediatamente anteriores (el “teatro militante”), buscando señalar los alcances y los límites de TA en tanto a su capacidad para volver visible y audible fuerzas socioculturales de resistencia. Sitúo a TA dentro de una multiplicidad de resistencias culturales, y lo historizo dentro de una genealogía de fuerzas sociales disidentes que precedieron a la última dictadura cívico-militar, continuaron en tiempos democráticos y especialmente con la crisis del 2001. Parto de y respeto la reflexividad de los protagonistas de TA. Pero también propongo imágenes que si bien insisten en la potencia de aquel movimiento teatral, matizan la narrativa de memorialización heroica. Analizo trece testimonios del archivo oral de artistas de Memoria Abierta; y el Homenaje a TA que la TV Pública realizó en 2013, conservado en el archivo audiovisual del canal (5). Cada una de las doce emisiones de ese homenaje reproducía para la televisión una de las obras originales seguida de entrevistas a dramaturgo/as, directores, actores, actrices, personal técnico, la fotógrafa, empresarios teatrales, todos participantes en el ciclo de 1981 o del 2013. Analizo además seis entrevistas en profundidad a dramaturgo/as, empresarios teatrales y público participante en TA, que realicé personalmente entre agosto y octubre del 2014.

 

¿Teatro Político?

La comparación entre TA y otras experiencias teatrales de su tiempo, inmediatamente anteriores o posteriores, invita a repensar su politicidad; convoca a revisar quienes se volvieron visibles y audibles con TA 1981, en qué espacios y de qué forma. En otras palabras, esta comparación permite, más allá de las imágenes emblemáticas, preguntarnos por los alcances y los límites emancipatorios de TA. En esta comparación, recuperamos, además, producciones culturales opacadas hasta hace poco por el brillo heroico que posiciona a TA como “el ícono de resistencia cultural a la última dictadura”.

Mauricio Kartún (quien participó como espectador en 1981 y como autor en 1982 y 1983) esboza los límites emancipatorios de TA al elaborar sobre su estética. Al prestarle atención a la relación entre actores y espectadores; y a la distancia entre escenario y público, aparecen restricciones en la capacidad para repartir competencias de visibilidad y audibilidad. Desde que nació de un impulso autoral, dijo Kartún, en TA lo predominante fueron las formas de sala: “ni la tradición ni la vanguardia se bajaban del escenario a la italiana” (12). Eran “procedimientos tradicionales”, que iban “del texto a la escena”, donde una distribución previsible de roles implicaba que “alguien escribía una obra y luego un director la ponía en escena”. TA no abrió espacios performáticos no existentes hasta entonces donde “hablara el cuerpo del actor en un espacio que violara la cuarta pared”. No se creaba algo nuevo o propio. No se improvisaron lugares ni se alteraron tiempos: TA no tuvo forma callejera o presencia en espacios públicos no concebidos para el teatro como plazas, casonas, o parroquias en barrios, contrariamente al “teatro experimental”, el “teatro militante”, o el “teatro comunitario” como elaboro más abajo. “Predomina[ba] un señalamiento expreso del sentido”, dijo Kartún, donde los creadores buscaban conducir interpretaciones, y empujar traducciones relativas al régimen militar.

Los rasgos que Kartún identifica como faltantes a TA, aparecen cuando lo comparamos y contrastamos con el Taller de Investigaciones Teatrales (TIT), surgido en 1977, y con Cucaño, nacido en 1979. Este “teatro experimental”, analizado por Longoni (2012) y Verzero (2012) (13) permaneció opacado hasta hace poco, en parte por el resplandor heroico de TA. Estos colectivos disidentes se valían de la experimentación estética y política, mediante la improvisación y la provocación, para “cambiar la chatura, la mediocridad y el miedo que había […] para sacar a las personas de su estado natural” (14) abriendo espacios desde donde crear nuevas conexiones de sentido, nuevas experiencias sensibles y visibilizar nuevos actores (dentro y fuera del escenario). Creaban espacios de libertad que atravesaban la producción artística, la militancia política, la vida cotidiana y las relaciones erótico-afectivas entre los cuerpos. El TIT surgió del encuentro entre un colectivo de jóvenes menores a los veinte años y el teatrista Juan Uviedo, quien había transitado por el Instituto Di Tella, el teatro villero y el Teatro del Pueblo en Argentina y se había formado en el teatro experimental en Europa, Estados Unidos, Méjico y Centroamérica durante los años sesenta y principios de los setenta. El TIT se pensaba como una “comunidad de vidas”—sus integrantes convivían, viajaban y creaban colectivamente (Longoni, 2012). Mantenían vínculos de afinidad y tensión con el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), de orientación trotskista, y buscaban integrar vanguardias políticas con vanguardias artísticas en un teatro despojado y no mimético, insistentemente experimental. La provocación sensorial hasta la revulsión era parte central de su poética: “…el TIT era… Una cosa inconexa, gritos, las actuaciones no eran realistas, los textos podían variar totalmente. La ligazón con el público era directa, todo el tiempo. Estaba roto el escenario” (15).

Otro conjunto de experiencias teatrales que en la comparación dibujan los contornos de la politicidad de TA, o sus limitaciones a la hora de redistribuir competencias para la experiencia sensible, es el que Verzero (2013) llamó “teatro militante”. Estos colectivos de los primeros años setenta, desarticulados con el surgimiento de la Alianza Anticomunista Argentina y los preámbulos del terrorismo estado hacia 1974, se veían a sí mismos como “brazos teatrales” de agrupaciones políticas peronistas y de izquierda. Si bien en general mantenían vínculos más robustos que los que el TIT mantenía con el PST, también tenían variaciones: “la idea era la liberación y la revolución, pero éramos peronistas de distintos colores”, describió un integrante del colectivo “La Podestá” (16). Estas variaciones se volvieron más marcadas con el triunfo de Cámpora en 1973 donde algunos de sus integrantes abandonaron la labor artística para incorporarse a la gestión gubernamental. Algunos colectivos, como “Octubre”, donde participaba Norman Briski, tenían sistematicidad y continuidad. Otros tenían una existencia más efímera: sus prácticas espontáneas y semi-clandestinas buscaban la “concientización social” y la “contra-información” a través del teatro popular, muchas veces en diálogo con otras disciplinas como el cine militante o la canción popular. Construían una identidad política de “trabajadores de la cultura” evocando al sujeto de la revolución socialista—el trabajador—desarrollado en relación con el arte. El teatro militante devenía una “forma de vida”, un espacio de subjetivación individual y política cargado de vitalidad. “Fiesta y asamblea”, “ceremonia”, “amores y amistades”, “contagio revolucionario”, “la alegría de la gente en su lucha”, “un pueblo en marcha” fueron expresiones con las cuales ex integrantes de Octubre y La Podestá recordaron la atmósfera de pasiones festivas (17).

Mientras que TA tuvo lugar, en el corazón del distrito de teatro comercial de la ciudad de Buenos Aires: en el teatro del Picadero primero y luego del incendio, en el teatro Tabaris de la calle Corrientes (el más comercial de todos los que se ofrecieron, y por eso el más seguro, dedicado al género erótico popular de la revista, sin ninguna profundidad dramática), el teatro militante, en tanto teatro popular y a veces semi-clandestino, se llevaba a cabo en fábricas, plazas y parroquias de barrios populares. Mientras el teatro militante, congregaba público de los sectores populares y la clase obrera, comprometiéndose “con los bordes, con los lugares que no habían visto nunca teatro” (Briski en Verzero 2013; 150), TA convocaba, en principio, público de sectores medios.

Existen grandes diferencias, también, en cuanto a la escritura y la puesta en escena. En todas las versiones de TA, la dramaturgia era competencia de un autor individual, conocido, consagrado y generalmente masculino. Entre los veintiuno, solo hubo tres mujeres: Aida Bortnik, Griselda Gambaro y Diana Razcovich, quienes también eran prestigiosas en 1981. Los colectivos de teatro militante, contrariamente, socializaban la producción del texto teatral, acortando distancias entre autores, directores, actores y público, y fundamentalmente borrando las fronteras entre el escenario y el fuera de escena. La improvisación y la oralidad prevalecían sobre el guión escrito. El autor devenía colectivo, siempre en diálogo con la comunidad de la fábrica, el sindicato o el barrio. Los teatristas se acercaban para conversar sobre alguna reivindicación y a partir de improvisaciones preparaban una obra que luego mostraban a líderes o militantes de la comunidad dándoles la posibilidad de modificar el guión creado. Luego se presentaba la función ante la comunidad entera. La intervención terminaba con una asamblea donde se buscaba reflexionar sobre el tema de la obra y en algunas ocasiones discutir una acción colectiva. Esporádicamente, los espectadores participaban en la escena como actores, a la manera de los métodos de Augusto Boal.

En suma, al iluminar las experiencias de colectivos experimentales o del teatro militante, aparecen contornos estético-políticos de TA que marcan los límites de su politicidad. TA no recusó la distancia entre actores y espectadores. No borró fronteras entre el escenario y el fuera de escena para abrir espacios performáticos impredecibles o  donde se volvieran visibles y audibles nuevos públicos. TA no redistribuyó roles ni competencias como espacios de expresión novedosos o alternativos para no teatristas—no autores, no directores o no actores dedicados a esos oficios. Las obras de TA fueron escritas en un clima de terror y al calor del vértigo de un proyecto que debía implementarse en muy poco tiempo, pero ni el guión ni la dirección se colectivizaron o se horizontalizaron. No se interrumpieron procedimientos de la dramaturgia tradicional, no se co-creaba ni co-gestionaba con comunidades de sectores populares.

 

Sedimentaciones: del teatro independiente al devenir asambleario del nuevo “ethos militante”

Si existiera, tal como escribe Taylor, un “ADN performático”, un código de información capaz de transmitir experiencias performáticas disidentes y líneas de protesta (2002: 154), muchos creen que TA lo compartiría con el teatro independiente. “TA es hijo del teatro independiente” dijo Roberto Cossa, en varios testimonios y entrevistas (18). Y agregó: “TA nació del espíritu grupal del teatro independiente; de unirse y arriesgar; por fuera del dinero, nadie cobró un peso”. Aunque “estaba agotada y lo sabíamos”, elaboró Mauricio Kartún, TA tenía una “forma de construcción del discurso teatral” que se remonta al teatro independiente: “omnipotente  en la instalación de un pensamiento predominante” (19). El teatro independiente nace en 1930 con el Teatro del Pueblo y luego de recorrer tres décadas, incapaz de adaptarse al clima de experimentación de época, se desarticula en 1969 con la disolución de su último bastión, el Nuevo Teatro (Pellettieri, 2006; Verzero y Sala, 2006) (20). El teatro independiente surgió distinguiéndose del “circuito popular” y del “circuito profesional culto”, ambos parte de producciones comerciales, organizadas mediante empresarios que buscaban lucro, actores y actrices pagos y primeras figuras. El teatro independiente nació como grupo activista y como movimiento social (Pellettieri 2006; Fischer y Ogás Puga 2006). Militante y pedagógico, mimético y realista, el teatro independiente, y el Teatro del Pueblo paradigmáticamente (21), se entendía a sí mismo desde su función social y comunicacional, portador de mensajes. Se pensaba como un teatro de reforma social, “renovado y purificado”, destinado “a hacer pensar”. “Serio y solemne” lo caracterizó Mauricio Kartún. Influenciado por el Partido Comunista (22), y parte de una cultura tradicional de izquierda organizada mediante formas jerárquicas y verticales desde el liderazgo de una “vanguardia iluminada”,  el teatro independiente, y el Teatro del Pueblo a partir de Leónidas Barletta, priorizaban el protagonismo del director como “orientador estético e ideológico”. El director elegía la obra, la interpretaba, actualizaba los sentidos implícitos, evaluaba como “transmitir el mensaje” y armonizaba la puesta en escena. Creaba modelos de actuación para un actor que idealmente era “responsable, culto, pensante, trabajador, humilde y sacrificado” (Fischer y Ogás Puga, 2006: 192). Dada la poética del teatro independiente y su organización no comercial, actores y actrices devenían trabajadores y artesanos—carpinteros, electricistas, pintores, acomodadores, secretarios—que realizaban las múltiples tareas manuales necesarias para sostener la puesta en escena. Desde su función didáctica, el teatro independiente buscaba convocar sectores obreros para transmitir mensajes que lo “elevaran espiritualmente” y educaran al “público-niño”. El grueso de su público, sin embargo, estuvo formado por sectores medios, entre ellos intelectuales partícipes de una cultura de izquierda no peronista orientada a un horizonte modernizador de progreso. “Una clase media que veía en el teatro independiente una forma silenciosa de oposición a Perón” (Pellettieri, 2006: 150). Sin hacer obras “explícitamente antiperonistas”, me dijo Cossa (23), el teatro independiente abría un espacio de resistencia al gobierno peronista. De hecho, empezó a declinar con la crisis del peronismo luego de la llamada Revolución Libertadora.

Igual que en el teatro independiente (y en el experimental o militante que analicé más arriba), en TA no mediaba el dinero. Fue un acontecimiento desmercantilizado, organizado entre los intersticios y con autonomía de las reglas del mercado. Hubo empresarios teatrales dispuestos a asumir el riesgo de alojar a TA, especialmente luego de la bomba en el Picadero. Pero no existieron empresarios en búsqueda de una renta surgida de los espectáculos teatrales. La no mediación del dinero estructuró la labor de actores, actrices y personal técnico. “Nadie cobrará un centavo” se escribió en el prólogo que recogió las obras presentadas en 1981. (Esteve, 1991: 67). La riqueza de la experiencia recuerdan sus protagonistas, radicaba precisamente en la no mercantilización de la puesta en escena. “Lo hacías porque sí” dijo la actriz Mirta Busnelli, “no en relación al dinero o al cartel, esas cosas que forman parte de lo menos interesante de nuestra profesión,” agregó (24). “Estábamos convocados para otra cosa” dijo el músico Rodolfo Mederos, “nadie hablaba de dinero ni pensaba en cobrar. Había que crear con lo[s pocos músicos] que habían sido convocados. Y eso agudizó la imaginación” (25).

De esta desmercantilización surgió la necesidad de inventar otros modos de hacer para presentar las obras. Los actores y actrices no se transformaron en trabajadores manuales y artesanos, como en el teatro independiente. Por un lado, dramaturgos, directores y actores salieron con abonos que se vendieron totalmente antes de comenzar el ciclo (Esteve 1991) para pagar gastos básicos de funcionamiento del teatro—la independencia del dinero y la existencia no mercantilizada tiene límites en una sociedad capitalista. Por otro lado, la experiencia demandó trabajo cooperativo y de ayuda mutua. “Fue un hecho revolucionario también por la forma de producción” dijo el dramaturgo y director Raúl Serrano (26). El valor de la experiencia radicó también, siguen recordando sus protagonistas, en el modo de resolver las necesidades que trae un acontecimiento teatral de dimensiones tan ambiciosas. Más allá de autonomía, Serrano habló de oposición a las reglas del mercado: “Fue una producción anti-mercado”, dijo en el mismo testimonio.

Si TA compartió con el teatro independiente la autonomía del mercado y la no mercantilización del quehacer teatral, también presentó inflexiones importantes con aquel antecedente. Diferenciándose del verticalismo que estructuraba la relación director-actor y actor-espectador del Teatro del Pueblo; y al protagonismo y el liderazgo ideológico, estético y organizativo del “director-armonizador”, epitomizado en Leónidas Barletta, TA abrió un espacio horizontal y un modo asambleario de hacer teatro. “Lo curioso de Teatro Abierto es que careció desde el principio de todo atisbo de dirección orgánica” lee el prólogo que recogió las obras presentadas en 1981, “Todos quienes hemos participado en las diversas tareas… somos dueños de Teatro Abierto, todos gozamos de iguales derechos e idénticas responsabilidades… jamás se realizó una votación en Teatro Abierto, sino que las distintas alternativas se discutieron hasta lograr la unanimidad o, por lo menos, una evidente y acatada mayoría” (Teatro Abierto ’81 en Esteve, 1991: 67). Desde su gestación, TA implementó mecanismos de democracia directa y modos asamblearios de decisión, tendencialmente tan horizontales como para buscar la decisión por consenso antes que por votación. No solamente la conocida asamblea en el Teatro Lasalle al día siguiente del atentado. Más bien “todo se resolvía de modo asambleario y democrático” dijo el director Rubens Correa refiriéndose a la división del trabajo que distribuyó obras, asignó directores y elencos, y repartió tareas organizativas. “Fue un caso interesantísimo de autogestión” completó. La idea original fue de Dragún. Pero TA rápidamente desarrolló un modo asambleario mediante el cual se decidía la división del trabajo dentro y fuera del escenario, y se discutían vicisitudes de la coyuntura (se comunicó, por ejemplo, el hecho que siete actores fueron prohibidos para trabajar en el ciclo bajo amenaza de perder sus empleos televisivos). TA sedimentó un espacio de horizontalidad y confianza interna “donde nadie temía que le robaran una idea” (27), donde se ensamblaron artistas de diferentes trayectorias, prestigio y nivel salarial (28) y donde se encontraron y mezclaron las “distintas tribus” del mundo del teatro, hasta entonces nunca mezcladas (29).

La autonomía del mercado (y por supuesto del estado), la autogestión y el modo asambleario que sedimentaron en TA se actualizaron, también, con claridad y contundencia, años más tarde en democracia, con los movimientos sociales surgidos alrededor de la crisis socioeconómica, cultural y política del 2001. El neoliberalismo implicó “el pasaje de la fábrica al barrio”, dice Svampa (2005), donde el barrio surge como el lugar que sostiene una organización política y un tejido social donde se encuentran e interactúan diferentes actores (que van de salas de salud, comedores y comunidades eclesiales hasta organizaciones formales e informales de base). En línea con transformaciones de los movimientos sociales latinoamericanos, continúa Svampa, en la Argentina neoliberal y la crisis del 2001, se advirtió una revalorización del territorio (urbano y no urbano) que “aparece como un espacio de resistencia y también progresivamente, como un lugar de resignificación y creación de nuevas relaciones sociales” (Svampa, 2008: 77). Esta importancia del territorio así definido y este “pasaje al barrio” hablan de un nuevo “ethos militante” que incluyó con una fuerza sin precedentes al activismo cultural organizado desde colectivos culturales, colectivos de información alternativa, y grupos de arte político (2005: 275-278), entre los cuáles cabe incluir al teatro comunitario, que elaboro más abajo. Además de los colectivos culturales, las organizaciones que plasmaron el nuevo ethos militante incluían asambleas barriales, fábricas recuperadas, y organizaciones de trabajadores desocupados, que tendieron a la autogestión, la autoorganización comunitaria y a la acción directa, por fuera de las instituciones políticas tradicionales, como partidos o sindicatos, y sacando al estado del centro de sus reclamos. La democracia directa, las formas flexibles y no jerárquicas y el carácter asambleario cobraron fuerza. (Svampa, 2008: 78; Fernández, 2008: 31).

Los grupos de teatro comunitario, incipientes en 1983 y madurados hacia 2001, también actualizaron el nuevo ethos militante. Y también, lejos de organizaciones jerárquicas, constituyen dispositivos asamblearios que disponen a la igualdad. Crean comunidades heterogéneas—surgidas del deseo de hacer-en-común, de una práctica negociada, incierta y estratégica, antes que desde alguna identidad homogeneizante (Nancy 1991; Gibson-Grahan 2006). Surgen como nueva forma de hacer teatro reuniendo a teatristas no profesionales, actores/actrices-vecinos del barrio, de diferentes edades, profesiones y niveles de educación formal. Si bien algunos grupos como Los Cruzavías de 9 de Julio en Buenos Aires o el Teatro Comunitario de Berisso incluyen participantes de sectores populares, en ocupaciones tales como porteras, cocineros o cartorneros (Proaño Gómez 2013: 53), la mayoría de sus integrantes pertenecen a sectores medios. Esto no impide que mucho se vuelva común: mobiliario y elementos para la escenografía, saberes artísticos, conocimientos de la experiencia individual y colectiva, generoso tiempo de trabajo no pago. Autoconvocado y autogestionado; también fuertemente autónomo del mercado y del estado. La página web de la Red lee: “[El teatro comunitario] genera sus propios recursos y apoyos… Esto no implica que no deba ser incentivado y apoyado por el estado, sino que no puede ser estatal… gestiona apoyos estatales y/o privados, pero sin perder nunca su autonomía” (subrayado en el texto original) (30).

Frente a la descolectivización de los actores sociales que el neoliberalismo de los años noventa produjo como consecuencia de la pérdida de derechos y de las transformaciones en el mercado de trabajo (Svampa 2005), el teatro comunitario apareció ofreciendo espacios de subjetivación y de formación de colectivos alternativos. Lola Proaño Gómez (2013) sugiere que estos grupos rechazan, con una “poética de la supervivencia”, el “quietismo” político y vuelven audibles voces silenciadas y marginadas. Frente al proceso de individualización, a la “mercantilización de casi todo” y a la privatización de lo público (no solo empresas) propias del neoliberalismo (Perera, 2006), los grupos de teatro comunitario recuperan el espacio público y proponen formas de estar en común. Ocupan, para ensayos y funciones, espacios comunes y alternativos al teatro de sala: plazas, halls de clubes barriales, estaciones de tren abandonadas. Del mismo modo que el movimiento piquetero hacia fines de los noventa y principios de los 2000, ocupan la calle.

Al igual que el teatro militante, la dramaturgia en el teatro comunitario es un proceso colectivo nacido en la oralidad que los grupos valoran tanto como el producto de la obra que muestran. El guión colectivo se traslada a la escena mediante improvisaciones que lo van fijando, pero nunca definitivamente. Varía con los actores/actrices-vecinos que interpretan los distintos personajes. La figura del director es, contrariamente al Teatro del Pueblo, la de un coordinador que integra distintos elementos en la escena. Desde los encuentros entre vecinos y vecinas, se produce un relato local que narra experiencias colectivas surgidas de las propias memorias. Más allá de contextos memoriales legitimantes, los grupos de teatro comunitario emergen desafiando memorias dominantes. “Estos productos teatrales ejercen una “violencia poética” que arremete contra la historia oficial tradicional, las autoridades mentirosas y la violencia de la historia oculta en los monumentos”, escribe Proaño Gómez. Lo imprevisible aparece en escena, junto a vocablos vulgares, gestos obscenos y un español desajustado. “Esto da lugar a una constante reconfiguración de sentidos que articula así una poética democrática radical… [y] produce signos que intervienen en su contexto y modifican las interpretaciones del pasado y del presente (Proaño Gómez, 2013: 38).

Aunque muchas veces catalogado por fuera de las categorías merecedoras de subsidios estatales (31); o como de “menor calidad estética” que el teatro independiente, el oficial o el comercial hasta alguna vez llamado “parateatro”—el teatro comunitario proviene del teatro popular: un teatro, “desde el pueblo”, “con el pueblo”, o “para el pueblo”. Esto se explica con las caracterizaciones de los párrafos anteriores, pero también desde que incorpora, con su propia estética, técnicas teatrales y elementos de fiestas populares como el carnaval, el circo y la murga (Proaño Gómez, 2013: 29-37).

A partir de aquí, podemos advertir que cuando analizamos conjuntamente experiencias teatrales disidentes y movimientos sociales no teatrales, aparecen elementos comunes. Cuando desdibujamos las fronteras entre formas diferentes de fuerzas colectivas de resistencia, podemos recuperar aquello que Svampa llama nuevo “ethos militante” cristalizado alrededor del 2001: es decir, un devenir autoconvocado, autónomo, autogestivo, y asambleario. No pretendo exagerar el potencial emancipatorio del teatro comunitario (y menos aún de TA). Busco, más bien, sugerir que entre los colectivos que materializan el nuevo ethos militante, se encuentra el teatro comunitario. Y que la experiencia de TA también se inscribe en esa genealogía: allá por 1981, entre las fisuras del terrorismo de estado, sedimentó la autoconvocatoria, la autonomía, la autogestión y el modo asambleario como formas de estar-en-común, no solamente en el teatro.

 

Reflexiones finales

Sacralizar la memoria, dice Todorov (2000), ritualizarla, conmemorar el pasado obsesivamente y saturar el presente de un exceso de pasado, son formas de vaciar y volver estéril aquello que la memoria pueda tener para ofrecernos hoy. TA ha sido canonizado como “el movimiento teatral más importante de todos los tiempos”, el “ícono de la resistencia cultural contra la última dictadura cívico-militar en Argentina”. Interrumpir esas memorias dominantes, sin embargo, no significa dejar de reconocer el espacio rebelde y festivo que la experiencia de TA organizó en 1981 en una esfera pública atravesada por el terrorismo de estado. Matizar esos relatos significa sacar a la luz imágenes y reflexiones que tensionan, pluralizan e historizan a TA, junto a otras fuerzas sociales de resistencia, desde el impulso de una memoria viva y nunca clausurada.

Si la dimensión política de toda práctica supone reconocer, interrumpir y desmarcar una estructura de dominación que distribuye las competencias para la experiencia sensible mientras que autoriza a algunos y le niega a otros la posibilidad de volverse visible y audible (Ranciere 2010), se resignifican los alcances de la politicidad de TA cuando lo comparamos con experiencias como el experimentalismo del TIT en 1977, o los colectivos de teatro militante de los primeros setenta. La capacidad de TA, que abrió una zona de resistencia a la última dictadura, fue limitada a la hora de recusar la distancia entre actores y espectadores, y redistribuir roles y saberes para la experiencia artística. TA no borró fronteras entre el escenario y el fuera de escena para inaugurar espacios performáticos impredecibles donde elaborar el trauma colectivo como se propuso, por ejemplo, el TIT también en 1981 y en el mismo Teatro del Picadero con “Lágrimas…” y su escenografía fúnebre y callejera, finalmente censurada (Longoni, 2012). O como logró el Siluetazo en Septiembre de 1983 (Longoni y Bruzzone, 2008). En tanto fenómeno de clase media, en el corazón del distrito teatral de Buenos Aires, TA no volvió visible o audible como parte de un mundo común a residentes en villas o barrios obreros, habitantes de los márgenes de la producción teatral como hicieron, por ejemplo, colectivos como Octubre o La Podestá en los primeros setenta hasta los comienzos del terrorismo de estado. Con estéticas realistas, lenguajes metafóricos, de alegorías abstractas, que en general buscaban señalar sentidos explícitos, las obras de TA fueron escritas en un clima de terror y al calor del vértigo de un proyecto que debía implementarse en muy poco tiempo. Pero desde un impulso autoral individual y tradicional. No se interrumpieron ni las formas ni los procedimientos de la dramaturgia tradicional. Ni el guión ni la dirección teatral se colectivizaron o se horizontalizaron; no existió co-creación ni co-gestión con comunidades de sectores populares.

Antes que ubicar a TA en el altar de ícono, entonces, cabe historizarlo dentro de una genealogía de movimientos sociales que incluyen y exceden al campo teatral; dentro de una trayectoria de activismo cultural que incluye y excede a la lucha contra el terrorismo de estado. Del mismo modo que el teatro independiente surgido en 1930 con el Teatro del Pueblo, TA fue un fenómeno desmercantilizado, no mediado por el dinero, organizado entre los intersticios y con autonomía de las reglas del mercado. Hubo riesgo empresario al alojar a TA, especialmente luego de la bomba en el Picadero. Pero no hubo ni ganancia empresarial ni salario para actores, actrices o personal técnico. De esta desmercantilización surgió la necesidad de inventar otros modos de hacer teatro. Una producción anti-mercado -como se dijo en el homenaje de la TV Pública- donde el trabajo cooperativo y la ayuda mutua pusieron en escena un ciclo de gran escala y logística ambiciosa. Junto a la desmercantilización, pero distinguiéndose aquí del jerárquico Teatro del Pueblo, TA innovó en sus modos de decidir sobre la cosa común. Generando un clima de confianza mutua y paridad entre sus participantes, ejercitó modos horizontales y asamblearios para tomar decisiones, formando comunidad a partir de la praxis, del hacer-en-común, lejos de cualquier identidad esencializada y homogeneizante. Estos modos y prácticas organizativas (trabajo cooperativo, ayuda mutua, modos asamblearios, horizontalismo) que sedimentaron con TA en 1981, se actualizaron también con claridad y contundencia años más tarde en tiempos de democracia neoliberal, con los movimientos sociales surgidos alrededor de la crisis socioeconómica, cultural y política del 2001 en Argentina.

Por un lado, estas prácticas organizan hoy al teatro comunitario: colectivos populares, anclados en el territorio, que si bien comenzaron en 1983, se consolidaron hacia el 2001, y se multiplican desde entonces en distintos lugares del país. Mediante una poética de supervivencia (Proaño Gómez 2013), el teatro comunitario resiste desde entonces la descolectivización de los actores sociales y el modus operandi del neoliberalismo, ofreciendo espacios alternativos de subjetivación. Continúa, como TA, la autoconvocatoria, la autogestión, y la autonomía del mercado (y del estado). A diferencia de TA, pero al igual que los colectivos de teatro militante, la dramaturgia en el teatro comunitario es un proceso colectivo nacido en la oralidad que se traslada de la improvisación a la escena, y que recupera memorias locales y subterráneas para desafiar memorias dominantes y contextos memoriales hegemónicos. Por otro lado, estas prácticas atravesaron, además de los colectivos culturales -que van de los grupos de arte político a los de información alternativa- las asambleas barriales, las fábricas recuperadas, y algunos movimientos de trabajadores desocupados. Cabe entonces desdibujar fronteras entre formas diferentes de fuerzas colectivas de resistencia y recuperar a todas estas experiencias, dentro y fuera y fuera del campo teatral, como parte de un devenir autoconvocado, autónomo, autogestivo, y asambleario, que TA también sedimentó en 1981 y entre las fisuras del terrorismo de estado, como formas de estar-en-común, no solamente en el teatro.

 

Notas

(1) Para esta perspectiva ver también Afuera. Estudios de Crítica Cultural. AIII, N 3, Septiembre 2013.

(2) También Kartún, entrevista personal, 28 de agosto, 2014.

(3) Según Longoni, la experiencia de Tucumán Arde fue recuperada desde temprano para convertirse en una suerte de “significante vacío”, pacificado al “interior de un relato que conviene a cierta lógica fetichizadora” que aplana su espesor disidente (2014: 63-64). Al volverse un mito, se inhibe la posibilidad de pensar los límites de Tucumán Arde (2014b: 66).

(4) Esta idea apareció en varios testimonios de la TV Pública en el ciclo de homenaje 2013; en Pacho O’Donnell (1982); en la entrevista personal Eliseo Alvarez, 20 de octubre de 2014.

(5) http://www.tvpublica.com.ar/programa/teatro-abierto/

(6) Arturo Balassa, Testimonio Oral, Archivo de Memoria Abierta

(7) Para un análisis de la censura (explicita y mediantes estrategias más sutiles) en el teatro desde el primer peronismo, ver Zayas de Lima (2014).

(8) Las listas fueron halladas en el Edificio Cóndor de la Fuerza Aerea el 31 de octubre de 2013. Publicadas por Página 12, 8 de noviembre, 2013,

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/subnotas/233159-65640-2013-11-08.html

(9) Entrevista personal, 2 de septiembre, 2014.

(10) Roberto Cossa, entrevista personal, 2 de septiembre de 2014. Rubens Correa, testimonio en Homenaje a Teatro Abierto, TV Pública, 19 de noviembre, 2013.

(11) Testimonio oral de Aída Bortnik y Marcha Bianchi, Memoria Abierta.

(12) Todas las citas de este párrafo surgen de una entrevista personal a Mauricio Kartún, 28 de agosto de 2014.

(13) Estos dos párrafos sobre TIT y Cucaño se basan en las investigaciones de Longoni (2012) y Verzero (2012).

(14) Testimonio de Pablo Espejo en Longoni (2012:48).

(15) Testimonio de Picun, integrante y fundador del Taller de Investigaciones Cinematográficas, recabado conjuntamente por Longoni (2012:48) y Verzero (2012:26) el 30 de junio de 2011.

(16) Jornadas sobre teatro militante en la Biblioteca Nacional, a raíz de la presentación del libro de Verzero, 20 de marzo de 2014.

(17) Mismas Jornadas que nota 16.

(18) Entrevista personal con Cossa, 1 de septiembre, 2014. Por “otros testimonios”, me refiero a los recogidos en el homenaje a TA de la TV Pública en 2013.

(19) Entrevista personal, 28 de agosto, 2014.

(20) En la actualidad la categoría “teatro independiente” refiere a un fenómeno que se distingue de los circuitos comercial y oficial, organizado por pequeños empresarios. Pero no comparte los rasgos del teatro independiente que elaboro aquí.

(21) Siguiendo a Pellettieri (2006) pueden distinguirse distintas etapas y diversos grupos dentro de la categoría de “teatro independiente”. Si bien el Teatro del Pueblo es un caso paradigmático e inaugural, los rasgos aquí presentados pueden generalizarse al colectivo de teatro independiente histórico (diferente del contemporáneo, ver nota 20).

(22) Entrevista personal, 1 de septiembre, 2014.

(23) Entrevista personal, 1 de septiembre, 2014.

(24) Homenaje a TA en TV Pública, 27 noviembre 2013.

(25) Homenaje a TA en TV Pública, 19 noviembre 2013.

(26) Homenaje a TA en TV Pública, 28 de noviembre 2013.

(27) Darío Grandinetti, Homenaje a TA en TV Pública, 19 de noviembre 2013.

(28) Raúl Serrano, Homenaje a TA en TV Pública, 28 de noviembre 2013.

(29) Rubens Correa, Homenaje a TA en TV Pública, 19 de noviembre 2013.

(30) Recuperado en http://teatrocomunitario.com.ar/que-es-el-teatro-comunitario.

(31) En el 2007, el Instituto Nacional del Teatro incluyó al teatro comunitario como teatro independiente y desde entonces algunos grupos reciben subsidios (Proaño Gómez 2013: 29)

 

 

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* Socióloga, Master en Sociología Económica de la Universidad Nacional de San Martín (IDAES/UNSAM), Doctora en Sociología de la New School for Social Research (Nueva York, EEUU). Entre 2008 y 2013 fue Assistant Professor de Sociología en la State University or New York (SUNY, Purchase). Desde 2013 es Docente Investigadora en la cátedra de Memoria, Derechos Humanos y Ciudadanía Cultural en el Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Avellaneda e Investigadora asociada al Núcleo de Estudios sobre la Memoria del IDES. Dictó seminarios de posgrado en la Universidad Nacional de Córdoba, la Universidad Nacional de Cuyo y Middlebury College. Sus areas de investigación son el arte y la política; los movimientos sociales y el activismo cultural; y la memoria colectiva. Publicó artículos en revistas académicas y capítulos de libros de Argentina, Estados Unidos e Inglaterra.

 

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