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Entrevista a Marta Dillon: “Amor, memoria y materialidad”

Aletheia, volumen 8, número 15, octubre 2017 ISSN 1853-3701

 

Saporosi/ Entrevista en PDF

Lucas Saporosi*

FSOC – UBA

2017, Buenos Aires

lucasssaporosi@yahoo.com.ar

 

A lo largo de las últimas décadas, el campo de estudios sobre la memoria y, específicamente, aquel referido al proceso de violencia y radicalización política sobre los años sesenta y setenta, ha sido un territorio fértil para analizar los consensos y las disputas en torno a la construcción de sentidos sobre lo ocurrido y el modo de narrar ese pasado. Asimismo, las transformaciones socio-históricas y los desplazamientos historiográficos de la posdictadura se han articulado con la incorporación de novedosos marcos teóricos, principios metodológicos y supuestos epistemológicos, que han generado un espacio de reflexión intelectual y académica capaz de visibilizar nuevas formas de acercamiento a los procesos de memoria, atendiendo a reponer dimensiones analíticas, muchas veces, relegadas de las interpretaciones hegemónicas sobre los setenta.

En este sentido, la emergencia de cierta producción estética sobre la problemática, realizada por hijos/as de militantes de aquellos años (muchos/as de ellos/as, detenidos/as-desaparecidos/as) a partir del año dos mil, fue fundamental para la aparición de nuevos enfoques de comprensión sobre estos procesos de rememoración. Entre ellos, la dimensión afectiva ha cobrado una importante relevancia en la renovación del campo de estudios y ha permitido iluminar los procesos de memoria, intentando exponer el carácter experiencial, corporal y sensible de estas formas de producción de sentido socio-histórico.

Marta Dillon es – y ha sido- parte vital de la emergencia de estas producciones y, si bien su obra ha trascendido esta problemática, sus textos Aparecida (2015) y Vivir con virus (2016) recuperan la dimensión de los afectos como vectores analíticos y marcas ineludibles de la escritura.

Estos textos permiten comprender la construcción de la memoria como una “escena de contacto” - utilizando libremente el concepto de Sara Ahmed (2015)- con el pasado, a partir de la cual se construyen encuentros singulares atravesados por temporalidades y modos de afectación diversos. Pensar la memoria en estos términos permite entender cómo las preguntas por ese pasado efectivamente atraviesan, sensible y corporalmente, las experiencias del presente y “conmueven” a los/as sujetos que las impulsan.

En la diversidad y en la complejidad que implica analizar la cuestión de los afectos en los procesos de memoria, aparece una experiencia singular que interpela, en mayor o en menor medida, a toda la generación de hijos e hijas. Esa experiencia es la del amor y su operación analítica permite entrever, entre otras cosas, un modo particular de acercarse a ese pasado sensible; una forma de elaborar las ausencias familiares; y una mirada crítica sobre la militancia de los años setenta desplazada de los relatos heroicos y los imaginarios revolucionarios.

Bajo este enfoque, se realizó la entrevista a Marta. Como se sabe, ella es periodista, escritora y activa militante feminista. Trabaja en Página 12 y colabora para otras revistas y publicaciones. Todas sus producciones están fuertemente atravesadas por la cuestión afectiva, cuya concepción se asume como una forma de agencia política y un modo de experiencia corporal capaz de transformar el orden de lo público-privado. Es hija de Marta Taboada, militante del Frente Revolucionario 17 de Octubre y quien fuera secuestrada y desaparecida el 28 de Octubre de 1976.

La entrevista que se presenta a continuación tuvo lugar el 25 de Julio de 2016 en su casa del barrio de Colegiales. El objetivo del encuentro se orientó a una reflexión sobre la dimensión amorosa en su proceso de construcción de memoria y a una problematización sobre el lugar y los imaginarios de la militancia de los años setenta y actuales.

 

Me gustaría comenzar hablando sobre tu relación con la escritura. ¿Qué lugar ocupa en tu vida cotidiana?

Trabajo de eso. Aunque este año no esté escribiendo ningún proyecto personal, la escritura es todo. En realidad, habría que pensar qué es la escritura. Yo hago textos periodísticos, textos militantes, que no son lo mismo, pero que de todos modos, implican una apuesta por la palabra: por traducir en palabras una determinada experiencia. La escritura tiene que ver mucho con los afectos, en el sentido de poder traducir una búsqueda, una experiencia cotidiana y del deseo.

¿Escribís desde chica?

Sí, escribo desde chica. Te diría que escribo desde la adolescencia. Para mí, el tema de la desaparición de mi madre, hace un quiebre bastante conmocionante. La secuestran cuando yo tenía 10 años y, digamos, que tengo como un letargo que me dura hasta los 13 años. Y a partir de ahí, empiezo a escribir. Durante mis insomnios, leía y escribía mucho. Escribía cosas crípticas. Pero mi primera experiencia instrumental con la escritura fue con las cartas de amor. Escribía cartas de amor para todas mis amigas. Era gracioso porque después tenía que sostener la relación epistolar y debía cambiar las voces para que no se repitieran. Imaginate, en un grupo de amigas, los novios eran conocidos y no podían ser las mismas cartas. Era divertido.

¿Tenés algún referente, alguien que, a partir de tu lectura, haya influenciado tu obra? (escritores/as, periodistas, etc.)

No se si puedo citar un referente. Quien más me conmueve es Margarite Yourcenar.

¿Por qué?

Porque hay un lenguaje allí, un lenguaje propio que es imposible de confundir. Y además, porque lleva un hilo de pensamiento, una primera persona, con la que arma todo un universo. Para mí la forma, es todo; la forma es el sentido. Y realmente lo pienso, así.

¿Sentís que existe una etiqueta con la escritura de hijos o hijas de desaparecidos/as? ¿Cómo te llevás con esa cuestión?

A mí no me genera incomodidad. Lo que me molesta es que sobreviva más la anécdota que el texto. Creo que en Aparecida hay un trabajo con el texto más allá de la anécdota. Pero más allá de eso, no me peleo con la escritura de hijos. Aparecida es un texto que se inscribe, precisamente allí, en la reconstrucción de una memoria particular. “¿Cómo te podés pelear con eso?” Pero sí me preocupa cuando sobreviven sólo las anécdotas antes que la apuesta por la palabra, es decir el modo de escribir, ese cúmulo de experiencias y sentimientos que necesitan una forma singular de traducción. Han habido lecturas pocas interesantes, para mí, de Aparecida. Creo que una de las pocas es de una piba cordobesa que, a mi entender, comprendió cómo el libro, además de ser un libro sobre mi madre, es un libro sobre el cuerpo, sobre lo que significa un cuerpo: un libro que reflexiona sobre qué materia se inscriben los afectos.

En tus relatos, están muy presentes dos cuestiones centrales: la cuestión de los afectos y el dolor. En Vivir con virus, en la serie documental La Bella Tarea, y en Aparecida, fundamentalmente. Recuerdo un pasaje de Aparecida donde describís la actividad del Equipo Argentino de Antropología Forense en el momento de la detección de los dientes de tu madre. Pero tu escritura fuga y se orienta a recordar la sonrisa de tu madre o alguna secuencia feliz de la infancia. O, el fragmento en que hablás de “sepultar un fémur” y tu conexión es con el abrazo a la pierna de tu madre cuando eras chica. Siento que son como escenas amorosas que no necesariamente excluyen el dolor ni la tristeza.

Sí, son fundamentalmente escenas amorosas. Pero también, en esas escenas hay una reflexión, lateral si se quiere, sobre la experiencia amorosa en relación al cuerpo. No se puede escindir la experiencia del amor de la materialidad del afecto. Por eso creo que la pulsión de escribir aparece con la cuestión de mi madre. Yo creo que siempre escribí sobre ella o sobre su ausencia, o sobre el muro de silencio que se me planteó a mí a partir de su secuestro. Escribir, sobre todo cuando decido trabajar de esto, se convierte en una pulsión por quebrar esos muros de silencio y siempre mi escritura va por ese lado: poder decir lo que en algún momento estuvo silenciado. Por eso, creo que mi escritura trasciende la anécdota y tiene que ver con toda una organización social, familiar que tiende a silenciar la experiencia amorosa y la experiencia del cuerpo. Entonces, la aparición de esos restos, poquitos, pero concretos, se hacen presentes y vuelven a hilar esa fantasía que estuvo en mí por tanto tiempo con la materialidad del afecto, con la experiencia de la caricia, que es donde se funda el amor. No existe el amor platónico, existe en su materialidad.

¿Pensás, entonces, el amor anclado a la materialidad del cuerpo?

Pienso que allí, en el cuerpo, hay una evidencia: una evidencia de qué se trata la experiencia humana, que sin el cuerpo a cuerpo no es nada.

¿Y un lugar de inscripción de la memoria?

Claramente. Estamos atravesadas por miles de cicatrices y es el cuerpo el que te las recuerda. Así, como se te altera el ritmo cardíaco cuando ves a alguien que te gusta. Está todo muy anclado a esa materialidad. En esta línea, hay un texto de León Rozitchner, “El Materialismo Ensoñado”, que para mí fue central en el momento de escribir Aparecida, en el sentido de pensar “el recuerdo cuando no hay recuerdo” y en la experiencia de haber sido “una con otra”. Es allí donde se aprende lo básico y él (Rozitchner) dice que es ahí donde empieza la poesía, en ese sonido pre-lenguaje que escuchás cuando estás en el vientre de tu madre. Esos sonidos acuosos, ese lenguaje enamorado, que no reconoce distancia entre las palabras y las cosas, sino que es todo uno. Y entonces, me interesaba rescatar la materialidad del amor.

Discuto con esas concepciones idílicas y románticas del amor, asociadas a una visión armónica de la experiencia. En tu caso, veo, por el contrario, una superposición entre amor y dolor, donde el conflicto está presente.

El amor y lo abyecto, también. Venimos entre heces y orines, sangre y fluidos, de eso se trata. Como en el sexo, donde siempre nos queda un olor, un rastro que permanece, más allá de la experiencia. Es un rastro, si querés, asqueroso. Pero que también es parte de lo que somos.

En otro momento de Aparecida, asegurás: “Nada nos parecía más amoroso que desenterrar huesos (…)”. ¿De qué modo esa experiencia amorosa te permitió correrte del lugar de víctima o del trauma? ¿Qué implicancias tiene para vos salirte del lugar de víctima para referirte a tu historia?

El lugar de la víctima es peligrosísimo. Las víctimas no necesitan dar cuenta de que son víctimas, con lo cual se les exigen determinadas posiciones mucho más pasivas de lo que en definitiva son. Anulan las estrategias de resistencia, anulan el protagonismo de quien estuvo ahí. Más allá que, efectivamente, has sido víctima. En primer lugar, más que víctima soy sobreviviente. Sobrevivir implica un deseo. Y ese deseo te lleva por múltiples búsquedas, por más que sea un deseo díscolo o un deseo que no siempre se puede sostener. Pero sí, descubrir que esa posición en la que estuviste, no se si de manera pasiva o que efectivamente fuiste víctima, también te ha proporcionado todo un mundo de vinculaciones, de investigaciones y de una constitución emocional, que después te permite atravesar otras experiencias. Es como una caja de herramientas. Entonces, para mí todas las columnas de Vivir con Virus tienen que ver un poco con esta caja de herramientas. Es como decir “si yo ya he muerto alguna vez, como no voy a seguir viviendo”. En este sentido, la cercanía o la experiencia con la muerte, de ver y de sentir a la muerte y de tener claro ese contraste, blanco y negro, entre la vida y la muerte, te permite tener el deseo más despierto, tal vez.

¿Te referís a tu experiencia durante los años 70 o al momento del diagnóstico positivo de VIH?

Creo que en el momento del diagnóstico, hay un recuerdo de haber muerto otras veces. Tengo muchos registros de decir que “algo es inminente”. Ahí está el vínculo con el secuestro. Lo que sucede con el secuestro de mi madre no es que “bueno, vienen un día y la secuestraron”. La experiencia fue otra. En realidad, era estar esperando ese momento; era estar huyendo, en la clandestinidad, y ver que otros/as van cayendo. Por eso, era como estar esperando el momento. Entonces, cuando sucede no te toma de sorpresa; en un punto genera el alivio de decir “bueno, era esto”. Pero lo que se cierra es ese primer paso. Después, para mí, estaba la fantasía de que iba a estar presa. Pero bueno, no sucedió. Y esta cosa de la inminencia, yo lo ligaba con el tema del diagnóstico, en el sentido de que ves a un montón de amigos que se van muriendo y sabés que tus prácticas han sido lo suficientemente riesgosas como para estar en la misma bolsa, entonces hay un largo tiempo de latencia que sabés (o no sabés) lo que te puede pasar. Pero decís, ya está y “ahora, a poner en práctica todo lo demás”.

Ese interesante la relación entre esa espera por el secuestro y esa latencia producida por el diagnóstico…

Y sí, un “alivio” (entre comillas) de que haya sucedido lo que estaba en el terreno de la fantasía y que era algo medio inconfesable. Tengo una amiga que, cuando secuestran a la madre, tenía 7 años y descubre que tenía hepatitis. Y, evidentemente, la tenía desde hacía un tiempo, un par de semanas como mínimo. Y, decía ella, el momento en que cayó en la cama, en la casa de su abuela, era como decir, “¡por fin! por fin estar en la cama. Por fin estar ocupándome de estas cosas”.

Pensaba en tu vida en el marco de la militancia de los setenta. Raquel Robles utiliza la idea de “pequeños combatientes”. ¿Tenés recuerdo de aquellos años?

Sí, lo de ella es bastante radical y a mí me gusta mucho. Teníamos esa sensación de “pequeños combatientes”; además teníamos formación política, teníamos discusiones. Recuerdo escenas de tener que ir a la casa de alguien y que te digan “ya sabés lo que tenés que hacer”. Y me daba vuelta para no saber qué piso tocaban. O enseñarte técnicas de relajación para que no te duela la tortura. Había una demanda de que seas militante: “una militante ya sabe lo que tiene que hacer”. Era como inscribirte en un lugar más adulto pero a la vez participar de una aventura.

¿Cómo era tu visión de niña sobre aquellos años? ¿Tenés recuerdos placenteros?

Tengo un recuerdo de mucha vitalidad. No tanto de juguetes. Yo era muy adulta cuando era chica. Sí, tengo el recuerdo de mucha vitalidad y de mucha emocionalidad a flor de piel. Estar conviviendo en un quilombo entre niños/as y grandes, que venían y se iban; noches de canciones. Había un gran entusiasmo por algo que, también, era inminente. O no “tan” inminente, porque ellos siempre repetían “no lo veremos nosotros, lo verán nuestros hijos”. Y eso te daba un poco de angustia. Yo me preguntaba, “¿cómo que no lo van a ver? ¿Qué? ¿Me van a dejar sola en esto?” (Risas). Y sí, nos dejaron solas con la revolución que nunca fue y que todavía estamos buscando, creo. Y también recuerdo a mi madre (esto también está en el libro) preguntándome si me parecía bien que venga tal persona a la casa… Era como esa dualidad entre ser una persona importante en esa organización enquilombada y, a la vez, la angustia de saber que había una sombra acechando.

Me gustaría que me cuentes cuál es la imagen que tenés de tu madre como militante durante aquellos años.

La imagen que tengo es de ella poniéndose a disposición. La veo cargando niños; mi casa siempre estaba abierta a personas que venían de otros lados y se juntaban niños. Muchas veces me los encajaban a mí. Por un lado, estaba bueno y por el otro, era medio hincha pelotas porque yo era la más grande y tenía que hacerme cargo de ese quilombo. Además tenía la angustia muy terrible de que mi hermanito menor se muriera. Recuerdo que se había muerto el hijo de unos amigos. Y eso para mí fue tremendo. Me ponía al lado de la cuna… El miedo se colaba por distintos lados.

Mi madre no era para nada dogmática. Ella estaba en un grupo de la izquierda peronista, se hablaba mucho de Marx pero, a la vez, estaban encuadrados dentro del peronismo, lo cual era una cosa extraña. Ella siempre desarticulaba los discursos muy dogmáticos. Por ejemplo, había muchas discusiones sobre la religión y mi mamá era católica. Pero era católica y las misas la embolaban. Íbamos a misa y llegábamos cada vez un ratito más tarde porque no quería escuchar la homilía del cura. Y decía, “bueno, en realidad lo importante es la comunión”.

Y sí, la imagen que yo tengo es la de una enorme generosidad y la de sostener un lugar de alegría y hedonismo, que no lo abandonó nunca. Por ejemplo, seguir yendo al cine cuando en realidad estábamos clandestinos. Recuerdo salidas al autocine que eran “loquísimas”, a veces, cambiábamos de autocine pero sosteníamos la rutina. Los miércoles eran los días del cine. Y algunos compañeros de ella me contaron que los había llevado al teatro por primera vez. Había una militancia pero también una apuesta por la vida, por el placer.

Existen líneas interpretativas sobre la militancia revolucionaria de los setenta que sostienen que las organizaciones políticas eran totalitarias y que buscaban aleccionar a las subjetividades. Pero también hay otras interpretaciones que, sin desconocer esos preceptos morales bastante rígidos, muestran los corrimientos, las fugas, los desvíos de los militantes.

Sí, yo creo que ambas cosas han sucedido. Y además la experiencia militante no era sólo PRT-ERP y Montoneros. Había también un gran caldo de cultivo, donde aparece, en algún punto, ese lugar de eclosión donde se pudieron combinar ciertos lugares de fuga, como pudo haber sido el rock con la experiencia militante, es decir con el deseo de una mayor apertura, de un pensamiento con el otro. Y me parece que también en el hecho de ser mujeres y mujeres que cargaban con mucho, porque eso era así: los hijos los tenían ellas, las responsabilidades domésticas las tenían ellas. Y además, si tenían que usar armas, era como muy empoderante, en el sentido de que esas cosas se mixturaban. Era empoderante y, a la vez, una carga pesadísima. Esta mezcla que, para mí, fue muy contrastante, en el momento en que se termina mi vida con mi madre, el mundo de los adultos y el mundo de los niños y niñas queda totalmente escindido, y eso para mí fue como una muerte.

 De pronto no tenés más interlocutores o comés en una mesa más chiquita, o no comés la misma comida. Me parece que esta necesidad de las mujeres de cargar con sus hijos, las hacía participar de un merengue, digamos, que para mí era muy nutricio. Y para ellas, supongo que también, porque era lo que les permitía seguir generando esto: participar de las reuniones militantes, o llevar adelante las tareas militantes. Pero, “¿de qué manera?” y, “bueno, haciendo participar a los niños”. Es decir que ese mundo de las mujeres se mixturaba con el mundo de los niños. Y ahí me parece que hay mucha fuga, porque, a su manera, rompen con el lugar tradicional de lo que significaba ser madre, con un modo de transmisión de la cultura o con un modo de ver las tareas reproductivas, que no son solamente verticales.

¿Hay algo de todo esto que marcó tu maternidad?

Y sí. Me marca muchísimo, precisamente en pensar la maternidad de un modo más social, y menos cerrado. No pensar la maternidad como un hecho de abnegación, de sacrificio o de renuncia, sino al contrario, como un intercambio. A pesar de que, obviamente, cuando sos madre, hay una función que no se apaga nunca, pero lo cierto es que es una relación de aprendizaje mutuo, permanente. Yo tuve a mi hija mayor a los 21 años; la quería tener, pero tenía claro que yo iba a seguir haciendo lo quería hacer; una cosa casi adolescente, pero lo cierto es que fue así. Como pude, a los ponchazos, pero lo cierto es que fue así. La verdad es que ella siempre fue una gran compañera, lo que no sé si es bueno o es malo, pero es lo que pude hacer y lo que creo que generó herramientas y este deseo, que es propio y que debe estar resguardado del “deber ser”, aún poniéndolo a circular y a compartir.

¿Qué lugar ocupa hoy tu madre?

Y está un poco más desplazada a partir del proceso de escritura y, también, a partir de la construcción de un ritual de despedida

¿Aquel que narrás en el final de Aparecida?

Sí. Un poco igual, breve (Ríe). Breve porque en la situación experiencial tenía que poner en acto la construcción de esa urna y, porque en el entierro, yo necesitaba que hubiera una caminata y que existiera una materialidad del tránsito, que permitiera postergar un poco ese momento, a través del encuentro con otras personas, personas a las que yo quiero. Por eso, si la experiencia fue toda esta construcción, en el libro lo que quedó fue todo ese proceso interno que llevó a la construcción de esos rituales. Entonces y teniendo en cuenta que escribir sobre fiestas es como escribir sobre un polvo –“de las cosas más difíciles que hay”- el ritual en el libro me parecía que estaba bien dejarlo un poco resguardado. Como decir, “esto lo viví, pero lo voy a contar un poquito. Ya está vivido”. No me parecía necesaria esa narración, sino que entendía más necesario todo ese tránsito. Hubo algunas personas que me dijeron que “me quedé ahí y no conté el funeral”, pero lo que me importaba era la “construcción” de ese funeral.

¿Guardás algún tipo de rencor con tu madre, por haber elegido ese camino de militancia?

No, la verdad que nunca tuve ese rencor. Ni rencor ni cuestionamientos, por esa elección. A veces pienso que tal vez me hubiese hecho bien; ahora, después de todo ese proceso, puedo pelear o discutir qué necesidad tenía de hacerme participar, no sólo de la militancia, sino también de otras cosas, cuando se separa de mi viejo, por ejemplo, o de sus ideas y discursos, “te acordás quién era esa mujer, viste, la que se fue con tu papá”. También estaba bastante “crazy” mi vieja.

Ahora me puedo encontrar con esa parte más loca de ella, más allá de la persona generosa y amorosa. Pero, resentimiento, no tuve nunca, para nada. Creo, incluso, que al contrario, esa elección radical, inscripta en su tiempo, en su experiencia vital, inscripta en su cuerpo, en lo que la hacía feliz, es lo que la hizo sobrevivir a esa pérdida tan grande para ella, como fue la renuncia a su idea de familia. Mi papa y mi mamá venían de tradiciones ultra católicas. Ella estuvo 10 años, pariendo y dando la teta; y estaba en ese proceso, cuando se quedó sola con cuatro pibes. Por eso, esa búsqueda, esa vitalidad, esa puesta en acto de un deseo personal, es lo que a mí me constituye como persona. Entonces no me puedo enojar con eso. Bueno, sí, la perdí, me hubiese encantado tenerla, pero que se yo…

¿Pensás que puede haber alguna forma de reparación, en un sentido amplio, en tus textos? Creo que tus intervenciones, a pesar de estar asociadas a experiencias límite o dolorosas, tienen un carácter placentero, productivo…

No se si productiva es la palabra. Pero para mí, el hecho de poder escribir es como una constatación de que estoy viva. Sí, claramente, tiene algo de reparador. Es como hacer fluir cierta corriente que te atraviesa y que si no tuviera este “don” (entre comillas), esta posibilidad de traducir en palabras esas corrientes experienciales y sí, dolorosas pero también festivas, sería difícil. Una constatación de poder vivir una fiesta y disfrutar, esto, por ejemplo, ver la lluvia por la ventana. Entonces esa posibilidad de compartir el resplandor de esa consciencia de estar viva, es muy reparador. También es de un lugar de bastante soledad, porque esa fiesta se vive en el contraste con el dolor, con la muerte y con la pérdida.

También creo que esto está muy ligado a la experiencia del colectivo. Ahí yo creo que hay muchas diferencias entre las producciones de los hijos o hijas. Hay algunos/as que están muy peleados/as con la experiencia del colectivo (H.I.J.O.S)

Los debates que se dan al interior de H.I.J.O.S son muy interesantes para pensar la experiencia del colectivo. Esos debates que se dieron al principio en torno a reivindicar la lucha de nuestros/as padres o madres o bien, el “espíritu” de su lucha, porque no se quería reivindicar sus métodos. En ese debate, estaba de fondo ese grito (al que alude Albertina Carri) sobre cómo nos habían “dejado” nuestros/as padres y madres. Una vez que esos debates empiezan a darse y a decantar, pueden aparecer otras voces.

Y tu rol en H.I.J.O.S, ¿Cómo fue?

Primero, imaginate que es una organización en la que no podes permanecer mucho tiempo porque ser “hija” por un largo período es muy difícil. Pero, por supuesto, que mi rol fue activo. Me hice cargo de la parte de prensa, teníamos un órgano de comunicación interna y una revista hacia afuera. Yo era de las más grandes, obviamente estaba Javier Urondo o Patricia Walsh (que eran un poco mayores) y estaba siempre con todos los más jóvenes alrededor, cosa que mantengo (Ríe). Eso fue un quiebre, porque yo siempre me relacioné con gente más grande que yo, toda la vida. Hasta esos años, cuando tenía 35, que empecé yo a ser la más grande. Mi posición en esos debates iniciales estaba más cerca de la reivindicación de la lucha y, también, por la apertura de la población; pero no me iba mucho esa idea de apertura a todos/as quienes se sientan “hijos/as” de la misma historia. Me parecía que había una potencialidad en politizar un vínculo y una experiencia particular no en tanto víctima pero en tanto sobreviviente, y no en tanto “afectados directo”, algo que me parece una cosa problemática. Pero sí en tanto protagonistas de una experiencia particular que necesitábamos expresar. Digo “que necesitábamos expresar” porque, a pesar de la cantidad que somos, todos/as hemos vivido ese vínculo como un vínculo de aislamiento. Se tardó mucho tiempo en poder poner en común todo eso. El silencio era un mandato muy fuerte.

Otra cuestión en relación a este tema fue la apuesta por la afectividad en lo político, durante esas primeras intervenciones que hacíamos (por ejemplo lo de la “mesa vacía”), en la cual estuvimos con Raquel (Robles). Era poner en acto esa ausencia de vínculos afectivos y hacer entender que no fue por un cataclismo ni por un accidente de tránsito como nos relataron a muchos/as. A esa forma de naturalizar la ausencia nosotros la volvíamos a politizar desde el lado del afecto. Para mí estas intervenciones tuvieron su potencia. De esta manera, podíamos empezar a hablar de nuestros/as padres y madres en primera persona; en este marco, estaba esta idea de reivindicar la lucha y no el espíritu, que a algunos nos parecía más volátil. Nos interesaba recuperar las diversas experiencias militantes. Eso lo empujamos muchísimo desde H.I.J.O.S. Después comenzaron las Madres - Línea Fundadora a hacer las pancartas con las historias de vida. Era una demanda muy fuerte de conocer esa experiencia y de conocerla de manera política y afectiva. Esta tensión es interesante porque quienes estaban por la reivindicación de la lucha, también provenían de familias que habían tenido más militancia pero solamente los ponían como héroes. Estaba esta tensión en ellos y ellas, expresada en esta idea de que no sólo queremos héroes, también queremos a mamá y a papá. Y esos padres y madres tuvieron vidas particulares y tuvieron errores, obviamente. Era como hacer lugar a ese otro grito o enojo por quienes se sintieron abandonados.

Para ir finalizando, leí en una entrevista que te hicieron a propósito de Vivir con Virus, que el hecho de visibilizar públicamente tu enfermedad fue una forma de protegerte. ¿Cómo fue eso?

Y, es así. Porque tiene que ver con esto de colectivizar una experiencia personal y hacerse cargo. En el hecho de visibilizar das la oportunidad al otro que tome la reacción que tenga que tomar y no tener que estar siempre sola en ese ida y vuelta; por más que muchas veces estés sola en los momentos del rechazo, que ha habido muchísimos. Sí, es eso: colectivizar una experiencia y una posibilidad de cuidado mutuo. Es una forma de protección.

Por último, en tus palabras, ¿cómo podrías definir la experiencia del amor?

Para mí es una puesta en común de la vulnerabilidad. Esto implica la búsqueda de estrategias para resistir esa vulnerabilidad. Y también es una forma de conocer el mundo. Pienso en la apuesta política de lo que es “La Colectiva Lohana Berkins”: pase lo que pase con este armado, frente a la coyuntura política en particular y por la relación emocional con el kirchnerismo (que tiene mucho que ver con la búsqueda de un padre o madre y para mí es muy llamativo), desde La Colectiva decimos que llegó la hora de ponerse en primera línea, porque no hay tal madre o padre. Y en este armado que estamos haciendo siempre hay una apuesta muy fuerte hacia el amor y hacia el amor como la posibilidad de construir comunidades, lugares de pertenencia, de abrigo. Es una micro-política que para mí es muy poderosa. Transforma la experiencia subjetiva y la posibilidad de estar con otros y con otras. También, implica la puesta en cuestión del amor como un vínculo cerrado para ampliar los círculos y poder poner en común las vulnerabilidades. Esta es la gran apuesta en este momento.

Muchas gracias, Marta

 

 

 

*Lucas Saporosi es becario doctoral FONCYT por el proyecto PICT-2014-1817, “La investigación del pasado reciente argentino en sede académica (1978-2014). Perspectivas disciplinarias, configuraciones institucionales y articulaciones sociales y políticas” dirigido por Silvina Jensen. Cursa el Doctorado en Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires y la Maestría en Historia y Memoria en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata.

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