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Memoria, remoción, olvido del estalinismo en la Rusia postsoviética

Aletheia, volumen 8, número 15, octubre 2017 - ISSN 1853-3701

Groppo / Traducción en PDF


Memoria, remoción, olvido del estalinismo en la Rusia postsoviética (*)

 

Bruno Groppo

Université de Paris I / Centre National de la Recherche Scientifique

 

Centre d’Histoire Sociale du XXe Siècle

Traducción: 

María Lucía Abbattista

FAHCE-UNLP / IDIHCS

 

 

Introducción

El estalinismo - aquí entendido como el sistema político y de gobierno instaurado por Stalin en la Unión Soviética y, cronológicamente, como el período de la historia soviética durante el cual Stalin ejerció un poder casi absoluto- ha representado una experiencia profundamente traumática para la sociedad rusa y soviética en general, así como para los países de Europa Central y Oriental incluidos después de 1945 en la esfera de influencia soviética. Para Rusia el estalinismo significó, por un lado, una transformación radical y violenta de la sociedad, por el otro, un terrorismo de Estado y un conjunto de represiones políticas que provocaron millones de víctimas. El recuerdo de este pasado permanece como un problema no resuelto de la memoria rusa. La sociedad rusa postsoviética continúa, de hecho, profundamente dividida a propósito de este “pasado que no pasa”, con el que no ha podido realmente lidiar: la división tiene que ver más con la interpretación que con los hechos, y qué sentido se le atribuye a ese pasado (1). Prevalece una actitud ambivalente, tanto en el gobierno cómo en la mayoría de la población. En estas páginas analizamos el recorrido de la memoria del estalinismo en Rusia desde la Perestroika hasta hoy, y los fenómenos de remoción, olvido y silencio que lo acompañaron.

La memoria del estalinismo, entendido en el sentido previamente mencionado, es parte de la memoria más general de la experiencia soviética y del comunismo en Rusia. En el recuerdo que la sociedad rusa postsoviética conserva de su propio pasado, estos tres aspectos están estrechamente relacionados y a menudo terminan por confundirse. En este artículo, sin embargo, trataremos de distinguirlos, centrando la atención en la memoria del período en el que Stalin ejerció el poder, aunque muchos aspectos del sistema estalinista tienen obviamente sus raíces en el período anterior y continúan incluso después de la desaparición del dictador. Como fenómeno político, el estalinismo implicó no sólo a Rusia, sino también a las otras repúblicas soviéticas, así como a las llamadas “democracias populares” de Europa central y oriental, y finalmente al movimiento comunista internacional en su conjunto. Hay, por lo tanto, múltiples memorias del estalinismo, diversas en relación con los países y las épocas, que presentan ciertas similitudes. La memoria rusa, que es la que aquí nos interesa, tiene algunas características que la distinguen netamente de las otras. La expresión “memoria rusa” se utiliza aquí para designar a una memoria dominante dentro del conjunto de memorias, diversas y contrastantes, presentes en Rusia. La división existente a propósito del pasado estaliniano (y del soviético en general) actualmente se expresa en la contraposición entre una memoria minoritaria, centrada en la represión, el terror y las víctimas del estalinismo, y una memoria de Estado compartida por la mayoría de la población, que, sin ignorar estos aspectos, mantiene una valoración al menos en parte positiva del rol de Stalin como artífice de la modernización económica del país, de la victoria sobre la Alemania nazi y de la grandeza imperial soviética. Dos memorias, por lo tanto, a las que corresponden dos narrativas diferentes sobre el pasado reciente y más lejano. Aquella que podemos llamar “memoria oficial”, construida por los que detentan el poder, ya no disfruta de un monopolio, como en la época soviética, sino que compite con otras memorias colectivas, expresadas por diversos grupos sociales. Dado el carácter multiétnico de la sociedad rusa, es posible distinguir, junto con las memorias étnicamente rusas, aquellas de las diversas minorías étnicas, muchas de las cuales fueron víctimas, en la época de Stalin, de una represión específica basada en la etnia (como la deportación de pueblos enteros durante la Segunda Guerra Mundial). Como veremos, existen diferencias significativas entre estas últimas memorias y aquellas étnicamente rusas. Por lo tanto, estamos en presencia de un verdadero mosaico de memorias, complejo y cambiante, en el que, sin embargo, es posible identificar, de vez en cuando, una memoria pública dominante.

El estalinismo ocupa un lugar central en la historia rusa, y por lo tanto también en la memoria, al menos por tres razones. En primer lugar porque fue en la época de Stalin cuando el sistema soviético asumió, después de las incertidumbres y fluctuaciones de la primera década posrevolucionaria, la configuración que luego mantendría, con pequeños ajustes, hasta el final, es decir: colectivización de la agricultura, estatización completa de la economía, planificación centralizada y monopolio comunista del poder (2). En segundo lugar, porque el reinado de Stalin se caracterizó por violencias y  represiones masivas de una amplitud e intensidad sin precedentes, que causaron millones de víctimas: el terror de Estado, iniciado en 1917 con la creación de la Cheka, la policía política soviética, culminó en los años ´30 y fue un elemento absolutamente central del sistema estaliniano. En tercer lugar, porque la época de Stalin significó también la industrialización del país, la victoria sobre la Alemania Nazi, la expansión territorial soviética en Europa oriental y central, y el ascenso de la Unión Soviética al rango de superpotencia mundial. Fue una época, por lo tanto, marcada por experiencias contrastantes, algunas profundamente traumáticas, otras en cambio de signo positivo: por un lado, represión y terror, condiciones de vida extremadamente difíciles, por el otro, entusiasmo (sobre todo de los jóvenes), movilidad social, confianza en el futuro, grandes transformaciones (3). El núcleo fundamental de la memoria del estalinismo está, de todos modos, representado por el recuerdo del terror y la represión masiva, de los cuales fueron víctimas no solo los fusilados, los deportados, los muertos por la hambruna provocada desde el poder, los prisioneros del Gulag, sino también sus familiares, sometidos a múltiples persecuciones y discriminaciones. Una represión de tales dimensiones, ejercida por el Estado contra la propia población, no tuvo equivalente ni siquiera en la Alemania nazi, cuyo régimen criminal a menudo se compara con el régimen estaliniano. Sin embargo, paradójicamente, el recuerdo de tal experiencia y de sus millones de víctimas parece ocupar solo un lugar marginal en la conciencia pública de la sociedad rusa actual. Numerosos académicos y observadores están de acuerdo en este punto. Escribe, por ejemplo, el antropólogo ruso Anatoly Khazanov a propósito del pasado soviético (y no solo del estalinista):

 (…) los crímenes cometidos durante el régimen comunista tienen un rol insignificante en las actitudes de la mayoría de los rusos respecto al pasado soviético. El problema no es la ignorancia, sino más bien la indiferencia, un deseo intencional de ignorar los aspectos oscuros del pasado soviético. (...) La represión en tanto crimen y tragedia nacional nunca ha sido internalizada y no ha penetrado profundamente en la conciencia de las masas. No se ha convertido en una parte indispensable de la memoria colectiva porque las actitudes hacia el pasado soviético son una cuestión de valores antes que de conocimiento. La revelación de verdades desagradables es rechazada, ignorada o contribuye a producir un sentido de victimización, que actualmente es compartido por muchos, tal vez incluso por la mayoría de los rusos (...) Los crímenes soviéticos ocupan hoy un lugar insignificante en la memoria colectiva en Rusia, si acaso aparecen (4) 

Para la socióloga rusa Dina Khapaeva, «la sociedad rusa se encuentra golpeada por un mal terrible: una amnesia parcial, una descomposición de la memoria, que devino caprichosa y selectiva» (5). A su juicio, actualmente los rusos «prefieren identificarse con un régimen criminal en lugar de con sus víctimas, lo que hace que nuestra relación con el pasado sea muy particular» (6). Para el historiador ruso Arseni Roginski, una de las principales figuras de la asociación rusa de defensa de los Derechos Humanos Memorial, «la memoria del Terror existe en la Rusia contemporánea. Pero esta memoria está destrozada, fragmentada, removida, acompañada de innumerables reservas y de juicios morales discutibles» (7). En otra intervención sobre el mismo tema, sostuvo que el Terror «no ha desaparecido completamente, pero se encuentra en la periferia de la conciencia nacional» (8). «El terror impuesto por el Estado - escribe Nanci Adler - se margina en la actual versión oficial de la historia de Rusia» (9). Llama la atención la diferencia con Alemania, donde la memoria del pasado nazi sigue estando muy presente. La situación marginal de la memoria de las víctimas del estalinismo en Rusia es aún más sorprendente si se considera que en las últimas décadas la víctima se ha convertido en una figura central de la cultura de la memoria de numerosas sociedades, muy diferentes entre sí (10): el síntoma de esta evolución a nivel internacional es la creciente importancia adquirida por la memoria de la Shoah en el mundo occidental. En Rusia, sin embargo, «todavía no hay ni un monumento nacional erigido por el Estado para las víctimas de Stalin, ni un esfuerzo conmemorativo nacional» (11). Para entender cómo y por qué la sociedad rusa postsoviética se encuentra en esta situación, es necesario reconstruir el recorrido de la memoria rusa del estalinismo, comenzando desde la época soviética y observando, como contraste, lo que ha sucedido en otros países ex comunistas.

  

El Deshielo y la Perestroika: dos intentos interrumpidos para saldar cuentas con el estalinismo

En dos ocasiones, durante la época soviética, la sociedad rusa había comenzado a saldar cuentas con el estalinismo: la primera durante el llamado Deshielo, en la época de Kruschev, y la segunda durante la Perestroika, poco antes del fin de la Unión Soviética. En los dos casos el proceso fue interrumpido antes de llegar a término.

La primera confrontación con el pasado estalinista fue emprendida por Kruschev, entonces secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), con la clamorosa denuncia de los crímenes de Stalin durante el XX Congreso del Partido (febrero de 1956). Iniciado desde arriba, este primer intento de desestalinización se mantuvo dentro de estrechos límites, porque era necesario, mientras tanto, mantener a salvo la legitimidad del Partido Comunista, disociándola de la figura de Stalin, y no poner en discusión el pasado de los principales dirigentes soviéticos, que habían sido todos colaboradores cercanos del dictador difunto y, por lo tanto, corresponsables de los crímenes que ahora denunciaban. A pesar de sus límites, el Deshielo introdujo cambios significativos, como el desmantelamiento del sistema concentracionario, la liberación de gran parte de los detenidos en los campos soviéticos, la rehabilitación de un cierto número de personas condenadas injustamente en tiempos de Stalin, el fin de la práctica del terror, un aflojamiento de la censura y también una cierta liberación de la palabra.

Por primera vez el sistema concentracionario soviético, tema hasta entonces tabú, fue evocado públicamente, en 1962, en la novela de Alexander Soljenitsin - él mismo ex detenido - Un día en la vida de Iván Denísovich, que relataba un día ordinario de un prisionero del Gulag. Sin embargo, no fueron autorizadas las publicaciones de obras, sobre la misma temática, de otros escritores muy críticos del estalinismo, como por ejemplo Varlam Chalamov, Vassili Grossman o Eugenia Ginzburg, que circularon solo clandestinamente en forma de samizdat y que fueron publicadas en la Unión Soviética recién durante la Perestroika. De todos modos, se fue conformando un nuevo clima intelectual y político inimaginable unos años antes. Aquella primera y limitada confrontación pública con el pasado estalinista, se mantuvo en gran parte circunscrita a los ambientes intelectuales, sin involucrar realmente al conjunto de la sociedad, aunque estuvo implicada luego con el regreso del Gulag de millones de prisioneros ahora liberados (12). Debe recordarse que los crímenes denunciados por Kruschev fueron exclusivamente aquellos de los cuales los comunistas habían sido víctimas, y que la tesis oficial del “culto a la personalidad” no explicaba en absoluto cómo habían sido posibles y quiénes, además de Stalin, fueron sus responsables. La limitada apertura política kruscheviana fue breve, ya que se interrumpió en 1964 con la caída de Kruschev y la llegada al poder de un triunvirato, dentro del cual Leonid Brezhnev emergió como figura dominante. Comenzaba así un largo período de restauración conservadora - que sus críticos calificaron más tarde como “estancamiento” - durante el cual ya no fue posible evocar públicamente los crímenes de Stalin, mientras que varios aspectos del estalinismo y de la figura del dictador, en particular su rol como jefe militar durante la Segunda Guerra Mundial, fueron rehabilitados oficialmente. A pesar del endurecimiento de la censura y de las sanciones judiciales, el régimen brezhneviano no alcanzó a sofocar el fermento intelectual de la “generación de los años ´60”, formada durante el Deshielo. Las discusiones sobre el estalinismo, más allá de la pretensión de las autoridades de imponer el silencio sobre estos temas, continuaron al interior del movimiento de disidencia que se desarrolló desde mediados de los años ´60 en la Unión Soviética, como en otros países del llamado “socialismo real” (13). Según Maria Ferretti, nació entonces, en aquellos ambientes de la disidencia, un verdadero culto de la memoria:

Al olvido impuesto por el Estado, la sociedad - o al menos la elite cultural- responde con el culto de la memoria. La sociedad soviética de los años 60 y 70 es, como la de los países de Europa del Este, una sociedad saturada de memoria. Se trata de una memoria gris que, al no poder expresarse en público, es cultivada y alimentada con cuidado en privado o en un espacio intermedio entre lo público y lo privado. Es la época de los seminarios en los departamentos y de la iniciación filosófica de la intelligentsia rusa que, aún aturdida por la violencia del estalinismo, intenta reconstruir su identidad alejándose del poder. Es también, no olvidemos, la época de la disidencia y del samizdat, estas publicaciones clandestinas donde circulan y se profundizan los debates nacidos durante el Deshielo y luego prohibidos. La circulación de esta literatura, que penetra ampliamente en los ambientes intelectuales, nutre la formación de un pluralismo ideológico al que la Perestroika permitirá manifestarse y que se alimenta de la reflexión sobre el pasado(14)

 

Entonces circulaban clandestinamente, a través del samizdat, numerosos textos de varios autores (Varlam Chalamov, Eugenia Ginzburg, Iuri Dombrovski, Vassili Grossman, Anna Akhmatova, Lidia Tchoukovskaya, etc.) sobre la represión estalinista y sobre el sistema concentracionario, que no habían podido ser publicados durante el Deshielo, junto con otros trabajos, producidos durante el “estancamiento” de Brezhnev, como Archipiélago Gulag (1973), que llevarán a su autor (Solzhenitsyn) a la expulsión de la Unión Soviética y a la pérdida de su ciudadanía. Globalmente, por lo tanto, el debate sobre el pasado estalinista no cesó, sino que continuó a pesar de la política oficial de olvido y amnesia, al interior de lo que María Ferretti define como una “zona gris”, ni pública ni privada:

En los intersticios dejados libres por el poder se constituye la “zona gris”, una zona que no es ni pública ni privada, en los márgenes de la clandestinidad, (...) donde pueden formarse y confrontarse opiniones alternativas respecto al discurso oficial. En el seno de esta zona circula la literatura clandestina del samizdat y del tamizdat [literatura no oficial publicada fuera de la Unión Soviética NdA]. Esta zona de fronteras inciertas permite la coexistencia de una amplia gama de actitudes diferentes hacia el poder, que van desde la disidencia (otro fenómeno inimaginable en la época previa) hasta un cierto grado de integración en el establishment cultural del país; se la podría concebir como un círculo que tiene como núcleo duro a la disidencia y que se expande progresivamente a entornos cada vez más amplios, permitiendo así una transmisión continua de ideas. Es en el seno de esta zona que la reflexión sobre el estalinismo continúa avanzando y desarrollándose, dando lugar a una reflexión más general sobre la historia del país antes y después de la revolución (15).

Si bien no fue exitosa para impedir estos debates, la política oficial de silencio y de olvido tuvo, según la historiadora italiana, una consecuencia muy negativa en cuanto «impidió en particular que la elaboración del luto por la tragedia estalinista, apenas iniciada con Kruschev, se integrase a la conciencia colectiva y se constituyera en un momento fundante de una identidad nacional para transmitir a las nuevas generaciones» (16).

El segundo intento de saldar cuentas con el pasado estalinista llegó durante la Perestroika. En este caso también el impulso vino de arriba, es decir, de la política de “transparencia” (“Glasnost”) inaugurada por Gorbachov para tratar de reformar y hacer que el sistema soviético fuera más eficiente. Según los promotores de aquella política, era necesario reanudar y profundizar la desestalinización iniciada en tiempos de Kruschev, para confrontarse realmente con el pasado estalinista y poner fin a las numerosas “páginas en blanco” de la historia soviética. Con la “glasnost” se abrió realmente, por primera vez, la posibilidad de un amplio debate público en torno al pasado, que involucró a amplios sectores de la sociedad. Tuvieron un papel destacado aquellos que pertenecían a la generación de los años 60, cuyas esperanzas de profundizar la desestalinización se habían visto frustradas por la restauración brezhneviana. Gracias a la Perestroika, estaban dirigiendo periódicos y revistas, y ocupando otros puestos de responsabilidad, desde donde podían luchar por aquel objetivo nunca abandonado. A esta corriente, llamada “liberal” o “democrática”, se contrapuso desde el comienzo una corriente conservadora, autodefinida como “patriótica”, llamada “estalinista” por sus adversarios. El debate, que comenzó en 1987 y se fue intensificando hasta 1991 y luego retrocedió rápidamente, reveló la existencia de una profunda división de la sociedad respecto al estalinismo y más en general al pasado soviético. El involucramiento de la sociedad fue notable. Muchísima gente tomó la palabra públicamente para brindar su testimonio sobre las represiones masivas, sobre la colectivización y otros episodios traumáticos del pasado, rompiendo por primera vez el silencio impuesto hasta entonces por el Estado. Estos testimonios, formulados en reuniones públicas o a través de cartas enviadas a los diarios - que, al igual que las revistas, aumentaron enormemente su difusión -, pusieron en evidencia la profundidad de los traumas sufridos y de las heridas aún abiertas, como herencia de aquel pasado. Focalizado inicialmente en el estalinismo, el debate rápidamente superó los límites dentro de los cuales la política gorbachoviana había querido contenerlo, y terminó por poner en tela de juicio también al leninismo, a la figura y a la obra de Lenin, así como a la misma revolución de Octubre y, por lo tanto, a los fundamentos del sistema soviético (17). De este modo, contribuyó a deslegitimar todo el sistema y a acelerar su colapso, cuando Gorbachov, al contrario, esperaba que sirviera para revalorar el “buen leninismo” y una política de reforma basada en el modelo de la NEP de los años ´20. El debate tuvo lugar no solo en Rusia, sino también en otras repúblicas soviéticas, donde, sin embargo, asumió tintes más específicamente nacionales. En las repúblicas bálticas (Estonia, Letonia, Lituania), por ejemplo, se centró en el pacto germano-soviético de 1939 -que había permitido a la Unión Soviética poner fin a la soberanía de los tres países y anexarlos directamente - y en las deportaciones ocurridas durante la ocupación soviética: el objetivo esencial era reconquistar la independencia nacional. El estalinismo fue denunciado, ante todo, como un sistema de dominación extranjera, es decir rusa, impuesto por la fuerza.

Para la sociedad rusa, el debate sobre el pasado tuvo un efecto en parte catártico, permitiendo expresar públicamente un sufrimiento contenido por tanto tiempo, pero también fue profundamente desmoralizante. A través de los múltiples testimonios, análisis y tomas de posiciones que se expresaban, emergió de hecho una imagen extremadamente sombría y negativa no sólo del período estaliniano, sino de todo el pasado soviético desde 1917 en adelante; un pasado revisado ahora en la memoria como una sucesión ininterrumpida de horrores y de violencias y en la que había muy pocos puntos positivos. Comparable con una especie de psicoanálisis colectivo, esta confrontación dolorosa con el pasado se interrumpió a comienzos de los años ´90, como si la sociedad rusa, incapaz de soportar el peso, hubiera preferido apartar la vista de ese pasado para no caer en la desesperación. El rápido deterioro de la situación económica contribuyó decisivamente a ese giro, porque obligó a la población a dedicar todas sus energías a la lucha por la supervivencia cotidiana: ya no era prioritaria la interrogación sobre el pasado, sino afrontar las dificultades del presente. A partir de entonces, la cuestión del estalinismo y de sus víctimas no estuvo más en el centro del debate público. Solo una minoría de rusos ha continuado activamente sosteniendo esa preocupación. La mayoría, en cambio, parece haber removido la cuestión, relegándola a los márgenes de la conciencia colectiva.

 

La crisis de identidad

Para comprender tal evolución, es necesario reflexionar sobre la crisis de identidad provocada por el fin de la Unión Soviética y sobre el modo en que la sociedad rusa buscó remediarla. Como se sabe, la identidad de un grupo humano se basa en una amplia medida en su memoria, es decir, en un pasado y en una serie de valores compartidos: historia, memoria e identidad están estrechamente relacionadas entre sí. Por cerca de 70 años, la historia de Rusia estuvo inseparablemente unida a la de la Unión Soviética, y el objetivo permanente del poder soviético había sido crear una nueva identidad supranacional, la identidad soviética, que habría debido suplantar las identidades nacionales existentes. Con la desintegración de la Unión Soviética y el fin del sistema político comunista, que aseguraba la cohesión del conjunto, la identidad soviética también llegó a su fin y las identidades nacionales preexistentes han resurgido. En Rusia, el fin de la Unión Soviética ha provocado una crisis de identidad más grave que en otras repúblicas porque, al ser el centro del imperio soviético, su identidad en parte se confundió con la soviética. Todos los países ex comunistas, en cierto sentido, se reinventaron, y lo hicieron valorizando la recuperación de la independencia nacional, en relación con las tradiciones nacionales pre comunistas. Este proceso fue más difícil para Rusia, ya que casi ningún aspecto de su pasado había quedado indemne de las revelaciones que emergieron durante la Perestroika. Venidos a menos los valores y los puntos de referencia que habían orientado hasta entonces la vida de la población, la sociedad rusa se dispuso a buscar nuevos puntos de referencia que le permitieran reconstruir para sí una identidad aceptable. El recorrido no lineal de la memoria rusa del último cuarto del siglo XX estuvo guiado por esta búsqueda identitaria y por la voluntad de escapar a una identidad esencialmente negativa heredada del pasado. Se pueden distinguir dos etapas principales, muy diferentes una de la otra: la de los años ´90, que corresponde a los dos mandatos presidenciales de Boris Yeltsin, y la siguiente, dominada por la figura de Vladimir Putin. En ambas, el poder central se sirvió del pasado para intentar reconstruir y proponer a la población una identidad positiva, pero lo ha hecho de dos formas diferentes. En la primera etapa, el pasado soviético fue rechazado en bloque, como si se tratase de un paréntesis infeliz que debía cerrarse lo antes posible, mientras que la era prerrevolucionaria se presentaba como un mundo ideal perdido, al que era posible reconectarse. La Rusia zarista era mitificada como una especie de edad de oro, caracterizada por un fuerte crecimiento económico, una prosperidad extendida y concordia social (18). Según esta visión, la revolución de 1917 había “desviado” la historia de Rusia de su curso “natural” e interrumpido el proceso de desarrollo económico y social que estaba acercándola cada vez más al de los países europeos más avanzados. Era necesario ahora reemprender aquel camino interrumpido en 1917 y recuperar el tiempo perdido. La herencia soviética era considerada negativa en su totalidad. Rusia era descrita como una víctima del bolchevismo y del sistema soviético, y en cuanto tal era absuelta de cualquier responsabilidad. El fundamento de la identidad rusa se buscó en el pasado pre-revolucionario, con el cual diversas medidas simbólicas tomadas por Yeltsin intentaban restablecer los vínculos: entre estas medidas se encuentran la sustitución de la bandera soviética por la tricolor rusa de la época zarista; el restablecimiento de los lazos con la Iglesia Ortodoxa; la reconstrucción en Moscú de la Catedral de Cristo Salvador, destruida por Stalin a principios de los años ´30; el reemplazo del himno soviético con una música de un compositor ruso del siglo XIX, Mikhail Glinka; y el entierro en la Catedral de San Pedro y San Pablo de San Petersburgo de los restos del último zar, Nicolás II, y de los miembros de su familia, asesinados por los bolcheviques. El mito de la Rusia pre-revolucionaria iba acompañado por otro mito, aquel sobre Occidente y la prosperidad que la economía de mercado debía aportar a Rusia (19).

La administración de Yeltsin no tomó ninguna iniciativa para recordar a las víctimas de las represiónes estalinistas. La única acción significativa fue el intento fallido en 1992 de procesar al PCUS, lo que hubiera permitido abrir, si hubiera tenido éxito, un debate judicial sobre el pasado soviético. Si exceptuamos esa iniciativa, no se promovieron acciones judiciales contra los responsables del sistema concentracionario soviético y, sobre todo, no hubo intentos de poner en marcha una justicia de transición. A diferencia de lo que sucedió en las transiciones políticas en otros países, no se estableció en Rusia ninguna comisión oficial para investigar las violaciones a los Derechos Humanos cometidas por el régimen precedente. En lo que refiere a medidas a favor de las víctimas de las represiones políticas, cabe señalar que las dos principales iniciativas, después del período kruscheviano, fueron el decreto “Sobre la restauración de los derechos de todas las víctimas de la represión política de los años ´20-´50”, firmado el 13 de agosto de 1990 por Mijail Gorbachov como (primer y último) presidente de la URSS, y la ley “Sobre la rehabilitación de las víctimas de represiones políticas”, aprobada el 18 de octubre de 1991 en la Federación Rusa, gracias –sobre todo- a las presiones de la Asociación Memorial (20). A Yeltsin, en cambio, podemos reconocer como mérito la apertura de los archivos soviéticos, que hizo posible, entre otras cosas, un conocimiento más preciso de las represiónes estalinistas.

La visión, promovida por el poder yeltsiniano, de una edad de oro pre-revolucionaria encontró al principio un cierto eco entre la población, pero era demasiado abstracta y lejana para convertirse en el fundamento de una nueva identidad colectiva. A medida que aumentaban el desencanto y la insatisfacción de los rusos por la brutal política económica del gobierno, fue perdiendo rápidamente credibilidad. Hacia mediados de los años ´90, una parte de la población, empobrecida por la transición a la economía de mercado y el desmantelamiento del estado social, comenzó a expresar cierta nostalgia de la Unión Soviética, especialmente de la época de Brezhnev, que aparecía retrospectivamente como un período de estabilidad y de relativo -aunque modesto- bienestar (21).

Con la llegada de Vladimir Putin a la presidencia, se abrió una nueva etapa en los usos políticos del pasado por parte del poder ruso. El objetivo fundamental de Putin, era (re)construir una identidad nacional fuerte y positiva, y superando definitivamente la crisis identitaria provocada por el fin de la Unión Soviética. Cambió, a su vez, el pasado al cual se hace referencia. El pasado soviético, rechazado en bloque por la administración precedente, fue en parte recuperado y rehabilitado, sin ninguna referencia a la ideología comunista o a la retórica anticapitalista, mientras se continúa apelando también al pasado zarista. El contenido principal de la nueva ideología, propuesta por Putin como fundamento de la identidad rusa, es un nacionalismo centrado en la idea de la Gran Rusia, de su pasado glorioso y de un futuro que permitiría restablecer su influencia a nivel internacional. Se mezclan, en una especie de patchwork postmoderno, elementos heredados de la época zarista y de la tradición eslava, con otros procedentes de la época soviética. El tema de la potencia rusa explota y reactiva la nostalgia del imperio, tanto zarista como soviético. Occidente ya no es más, como para Yeltsin, un modelo de inspiración, sino que de nuevo se presenta como un adversario, del cual Rusia debe defenderse: desde este punto de vista, la continuidad con la actitud soviética de confrontación con Occidente es evidente. El fin de la Unión Soviética se ha convertido, en palabras de Putin, en “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. En este punto la distancia no podría ser mayor respecto a los otros países ex comunistas, que en su gran mayoría recibieron como positivo ese acontecimiento. Con Putin - e igualmente durante el intervalo representado por la presidencia de Medvedev - el período soviético ha sido reintegrado en gran parte a la historia rusa y es considerado rico en lecciones positivas. Un ejemplo significativo de la recuperación de algunas tradiciones soviéticas fue el restablecimiento, en diciembre del año 2000, del himno soviético, con palabras modificadas, en lugar de la “Canción patriótica” de Glinka, que introdujo Yeltsin en 1990. Pero sobretodo, la administración Putin ha promovido una relectura de la historia soviética que pone el acento sobre la Gran Guerra Patriótica (22), la victoria sobre la Alemania nazi, la modernización de la economía, la conquista del espacio y el estatuto de superpotencia alcanzado por la URSS después de 1945, es decir, sobre aspectos susceptibles de suscitar en los rusos un sentimiento de orgullo por el propio pasado. La referencia a la guerra y a la victoria ha tomado una importancia enorme y se ha convertido en el principal fundamento de la nueva identidad rusa (23). Se recuperó de esta forma una tradición de la época de Brezhnev, cuando se desarrolló un verdadero culto de la Gran Guerra Patriótica (24). Este culto, atenuado durante la Perestroika y solo parcialmente reactivado durante el gobierno de Yeltsin, fue relanzado con fuerza por Putin para promover un patriotismo ruso. El 9 de mayo, aniversario de la victoria sobre Alemania, ha sustituido al 7 de noviembre, aniversario de la revolución de Octubre, que hoy ya no se celebra, como la principal fecha del calendario político postsoviético (25). Es, también, la única de las grandes fiestas de la Unión Soviética que sobrevive.  En mayo del 2005, el 60º aniversario de la victoria se conmemoró en Moscú y en otras ciudades rusas con una pompa extraordinaria, destinada a resaltar el rol determinante de la Rusia/Unión Soviética en el resultado del conflicto mundial y su estatuto de superpotencia. Fue también una manera de recordar a los países bálticos, a Ucrania y a los países de Europa central y oriental que su liberación de la ocupación nazi fue obra del Ejército Rojo y, por lo tanto, en esencia, de Rusia. La memoria de la guerra se ha convertido en un tema geoestratégico y en una fuente de tensiones entre Rusia y sus vecinos, que recuerdan la guerra de una manera muy distinta de la de Moscú. Polonia, los Países bálticos, Moldavia, no se olvidan que fueron ocupados por la Unión Soviética entre 1939 y 1940, y que el Ejército Rojo los liberó, sí, del nazismo, pero les impuso una nueva dictadura (26).

En la Rusia de Putin se asiste a un fenómeno de hipermnesia de la Gran Guerra Patriótica (27) que acompaña y hace de contrapunto a una amnesia selectiva a propósito de las represiones estalinistas (28). La memoria de  la guerra y sobretodo de la victoria se ha convertido en un verdadero mito fundador, que permite ocultar otra memoria, la del terror de Stalin, como sugirió el historiador ruso Nikolai Koposov:

Desde hace unos años, la Gran Guerra Patriótica (...) se ha convertido en un verdadero mito de los orígenes para la Rusia postsoviética. (...) Si bien la historiografía reciente presenta un cuadro de la guerra infinitamente más contrastado que su imagen heroica convencional, esto no impide que el mito, sostenido por la propaganda estatal, satisfaga a la opinión rusa. Actualmente, como bajo el poder soviético, la memoria de la guerra, traumática y al mismo tiempo gloriosa, sirve para eclipsar otra memoria, la del terror estalinista, y para convencer a los rusos del rol positivo del Estado en la historia nacional (28)

De manera análoga, Dina Khapaeva sostiene que «El mito estaliniano de la guerra, vivo y triunfante en la conciencia de nuestros compatriotas, desempeña un rol central en el olvido del pasado soviético y en la deformación de su memoria» (30). La importancia atribuida a la memoria de la Gran Guerra Patriótica y de la victoria ha implicado de hecho la revalorización del rol de Stalin como líder militar, como ya había sucedido en la época de Brezhnev. En gran medida, se atribuye el mérito de la victoria al dictador georgiano y también -gracias a la victoria-, el haber hecho de la Unión Soviética una superpotencia mundial, mientras que no se menciona su responsabilidad en los desastres de la primera fase de la guerra, en la debilitación del Ejército Rojo con la eliminación de una parte considerable de sus cuadros militares durante las grandes purgas de 1937-1938, y en que no haya tomado en cuenta las muchas advertencias recibidas sobre la inminencia de una invasión alemana. El recuerdo oficial de la guerra es muy selectivo. Como en los tiempos de la Unión Soviética, los primeros dos años del conflicto mundial - los del pacto germano-soviético - no son tenidos en cuenta. Para Rusia, la Gran Guerra Patriótica comienza en 1941, con la invasión alemana y se presenta como una guerra defensiva de liberación nacional, que se transforma luego, según la interpretación oficial, en una guerra de liberación de Europa. Se olvida así que en los primeros dos años la Unión Soviética había ocupado militarmente la mitad oriental de Polonia, los tres países bálticos y Moldavia, y había atacado Finlandia. Selectiva, la narrativa oficial sobre la guerra se centra exclusivamente en la celebración del aspecto heroico y no toma en consideración otros aspectos, como el tremendo sufrimiento de la población, el número elevadísimo de víctimas, las condiciones de vida y el comportamiento de la población en las zonas bajo ocupación alemana. Esta narrativa heroica, no muy distinta de aquella de la época soviética, contrasta con las narrativas de otros países, que ponen en cambio el acento en el luto, las víctimas y sus sufrimientos. «En las sociedades postsoviéticas - escribe Tatiana Zhurzhenko - las narrativas centradas en el sufrimiento han tenido un rol predominante, mientras que las narrativas heroicas se han vuelto secundarias, fragmentarias y ambivalentes» (31): una evolución «inspirada y alimentada por una nueva cultura moral global y por una política global de los derechos humanos, que a su vez se vinculan con la universalización de la memoria del Holocausto» (32). También desde este punto de vista, la cultura de la memoria que predomina en la Rusia de Putin se diferencia marcadamente de aquella de sus vecinos inmediatos. Mientras que estos privilegian, en sus narraciones sobre la Segunda Guerra Mundial un discurso de victimización, la narrativa predominante en Rusia reitera el discurso triunfalista y heroico “heredado” de la época soviética. Esta continuidad, en el caso de Rusia, se explica en gran medida por el hecho de que también para la Rusia postsoviética, como para la Unión Soviética, el resultado de la Segunda Guerra Mundial representa el fundamento de su legitimidad y de su estatuto de potencia global, así como de su presencia política en Europa. Además, como observa Boris Dubin, «”la gran victoria sobre el fascismo” se ha convertido en la única contribución indiscutible de Rusia a la historia mundial, después que la revolución de Octubre, el socialismo soviético y la propia Unión Soviética perdieron valor» (33). Por estas razones, el régimen de Putin está firmemente decidido a salvaguardar este capital político simbólico y se muestra extremadamente susceptible cuando es puesto en discusión. Especialmente cuando se cuestiona el papel liberador del Ejército Rojo, como lo demuestran las tensiones con Estonia en 2007 a propósito de un monumento a los caídos soviéticos (34) o, más recientemente, el recurso a la retórica del antifascismo para atacar al gobierno ucraniano (35).

Un segundo aspecto importante del pasado soviético revalorizado por Putin es el tema de la modernización, que implica también una valorización del rol de Stalin. Al dictador se atribuye en este caso el mérito de haber modernizado la economía del país gracias a la industrialización forzada, descrita como la condición indispensable para hacer frente a la Alemania nazi. En esta visión de la historia soviética, los enormes costos humanos de la modernización, en particular de la colectivización de la agricultura y del trabajo forzado en el sistema concentracionario, y los otros crímenes del estalinismo no son negados, sino que se relativizan y se presentan como el precio inevitable a pagar por la transformación de la economía y de la sociedad soviética. No hay lugar, evidentemente, para una confrontación crítica con el pasado estalinista, ni para la conmemoración de las víctimas de la represión política soviética, y mucho menos para el reconocimiento de la responsabilidad del Estado. El postulado fundamental es que el Estado en tanto tal siempre tiene razón y no tiene cuentas que rendir a los ciudadanos. La administración Putin intervino e interviene de múltiples maneras para promover su versión - decretada “justa” y “no falsificada”- de la historia soviética, recuperando parcialmente ciertas prácticas de la época soviética, cuando el poder ejercía un control estrecho sobre la enseñanza de la historia e imponía su propia interpretación del pasado. Entre las variadas iniciativas en este campo se pueden citar, por ejemplo, el proyecto de ley de memoria para castigar “cualquier acción que perjudique la memoria histórica de los eventos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial” (36), o la creación, en 2009, de una Comisión presidencial sobre las “falsificaciones de la historia en detrimento de los intereses de Rusia”, o las intervenciones relativas a los manuales escolares.

Hasta hoy, ningún monumento oficial conmemora, en Rusia, a las víctimas del estalinismo (37). Los numerosos monumentos existentes en memoria de las víctimas se deben todos a iniciativas de la sociedad civil, a veces con la participación de autoridades locales, pero nunca por iniciativa del Estado federal (38).  La ausencia de un monumento oficial demuestra que el Estado ruso ha evitado deliberadamente enfrentarse a este problema. Como escribe Alexander Etkind, «para el Estado, la revelación política de la propia culpa es una tarea difícil, y la conmemoración de sus víctimas lo es más aún» (39). Debe recordarse que el proyecto para erigir un monumento a las víctimas del estalinismo había sido aprobado ya en la época de Kruschev, pero nunca fue realizado. La idea fue luego retomada por Gorbachov en 1988, y el Politburó incluso tomó una decisión en ese sentido, pero tampoco se concretó y fue abandonada por sus sucesores en el vértice del Estado (40). Durante la Perestroika, la idea fue promovida por varios grupos de la sociedad civil vinculados con la disidencia: con ese objetivo crearon, a fines de los años ´80, la Asociación Memorial, que desde entonces continúa desempeñando un trabajo fundamental en el campo de la memoria (41).

En 2001 se inauguró un modesto Museo de historia del Gulag en Moscú por iniciativa del historiador y ex detenido del Gulag Anton Antonov-Ovseenko. En el otoño del 2015 el museo fue transferido a un gran edificio puesto a disposición por el municipio de Moscú (42). Pero también en este caso la iniciativa fue privada, no del Estado. El Estado ruso postsoviético, de hecho, no se ha ocupado ni de erigir monumentos ni de preservar lugares de memoria vinculados con las represiones soviéticas. Esta ausencia de iniciativas es particularmente evidente en el caso del Gulag. A diferencia del sistema concentracionario nazi, del soviético se han conservado pocas huellas: no hay en Rusia lugares de memoria equivalentes a Buchenwald, Dachau, Auschwitz, etc. Un tiempo se pudo visitar Perm-36, un campo soviético preservado en parte y transformado en museo por iniciativa de asociaciones civiles, con el apoyo de autoridades locales, pero debió cerrar sus puertas en 2015 (43). Para intentar comprender la situación rusa, se puede hacer el ejercicio de pensar en una Alemania donde ya no queden rastros de los campos de concentración nazi y donde los únicos monumentos en memoria de las víctimas fueran creados por iniciativa de asociaciones privadas. Nos encontraríamos en un país inquietante, con un Estado que no reconoce ninguna responsabilidad por los crímenes del pasado nazi. Imaginemos también que la policía política nazi no hubiera sido disuelta, que no se hubieran producido ni depuraciones ni proceso de Nuremberg, estaríamos ante un país donde hubiera prevalecido la impunidad. Así tendríamos una imagen aproximada de la situación rusa actual.

La ambivalencia de la sociedad rusa respecto al pasado soviético queda ilustrada eficazmente con el caso de un monumento particularmente simbólico, la estatua de Feliks Dzeržinskij, el fundador y organizador de la policía secreta soviética. Situado en el centro de la plaza frente al imponente y siniestro edificio de la Lubianka, sede de la policía secreta y centro operativo de la represión política desde 1917, el monumento fue inaugurado en 1958, en pleno Deshielo. En agosto de 1991, en el marco de las movilizaciones populares contra el intento comunista de golpe de Estado, la gran estatua de bronce, considerada un símbolo de la represión política, fue removida de su pedestal y transportada a otro lugar (donde se encuentra hasta la fecha). Fue, destaca Etkind «uno de los primeros actos de la era postsoviética» (44), y muchos lo consideraron como  «la metáfora visual que describía el fin de la Unión Soviética» (45). La eliminación de la estatua parecía anunciar una ruptura neta con el pasado, pero ya en 1998 el parlamento ruso - la Duma - votó, por mayoría, en favor de su reinstalación, declarando que se trataba de preservar el patrimonio histórico-cultural ruso y un símbolo de la lucha contra el crimen. El hecho de que Dzeržinskij haya sido uno de los principales artífices del terror en los primeros años de la revolución no constituía aparentemente ningún obstáculo. Luego de numerosas protestas, la decisión fue bloqueada, pero en otoño de 2002 el alcalde de Moscú, Iuri Lujkov, relanzó la propuesta y desde entonces el tema ha continuado siendo el centro de incesantes discusiones y polémicas. Al final, incluso se propuso organizar un referéndum municipal sobre la reinstalación de la estatua, pero el 28 de julio de 2015 la comisión electoral municipal se opuso, poniendo fin, al menos provisoriamente, al caso. Es interesante notar que a partir de 1991 el municipio de Moscú también recibió otras propuestas para construir un monumento en la plaza de Lubianka, pero la comisión municipal de monumentos las rechazó todas, «considerando que actualmente no existe en la sociedad una evaluación común de los acontecimientos políticos del pasado» (46). Este asunto, no relacionado específicamente con el estalinismo sino con las represiones soviéticas en general, es significativo por al menos dos razones. En primer lugar porque «el simple hecho de que la reinstalación [de la estatua] pudiera ser tomada seriamente en consideración mostraba claramente que el esfuerzo por reconocer la naturaleza criminal del pasado soviético se había bloqueado» (47). En segundo lugar, porque pone en evidencia la falta de consenso aún hoy sobre las interpretaciones del pasado soviético en la sociedad rusa. El pedestal de la estatua que permanece allí vacío puede ser considerado como el símbolo de una transición inconclusa. A poca distancia, otros dos símbolos refuerzan esa impresión. El edificio de la Lubianka, que domina la plaza y alberga aún a la policía secreta, evoca inevitablemente la continuidad con el pasado soviético. En un costado de la plaza, poco visible para aquellos que no están al tanto, se encuentra otro monumento, de dimensiones modestas: una piedra procedente de las islas Solovki, en el Mar Blanco, donde funcionó desde los años ´20 uno de los primeros campos de concentración soviéticos, que fue instalada en 1990 por obra de la Asociación Memorial en recuerdo de las víctimas del Gulag y de las represiones soviéticas. La ubicación marginal de este monumento - el único existente en la capital - parece corresponder a la posición periférica ocupada por la memoria de las represiones y de las víctimas en la conciencia social de la Rusia postsoviética, donde «el terror impuesto por el Estado es marginado en la actual versión oficial de la historia rusa» (48) y donde se observa «una tendencia creciente a gestionar la memoria nacional y pública removiendo la memoria de la represión» (49).

La capital rusa está llena de lugares de memoria asociados con la represión estalinista, pero ninguno de ellos está señalizado por una placa o una inscripción oficial en memoria de las víctimas. Esta ausencia llama la atención en particular en uno de los lugares de memoria más trágicos, el polígono de Butovo, en la periferia de la ciudad, donde en 1937-1938 fueron asesinadas, y sepultadas en fosas comunes, más de 20 mil personas. También en este caso el Estado federal brilla por su ausencia, y el cuidado del lugar fue delegado a la Iglesia Ortodoxa (50).

 

Conclusiones

Como hemos visto, la memoria del estalinismo en Rusia concierne esencialmente las represiones masivas y los millones de víctimas del período en el que Stalin ejerció el poder. Después de haber estado en el centro de un amplio debate durante la Perestroika, no ha vuelto a ocupar tal posición en la Rusia postsoviética. El pasado soviético, rechazado en bloque durante los años ´90, ha sido en parte reintegrado, tras el arribo de Putin a la Presidencia, en el marco de un discurso de tipo nacionalista que pone el acento en las grandes realizaciones del período estalinista y relativiza a su vez los costos humanos, el terror de Estado y las represiones masivas. La mayoría de la población se ha mostrado sensible a este discurso, que le ha restituido una identidad positiva, tras la grave crisis de identidad provocada por la desaparición de la Unión Soviética. La memoria del estalinismo y de sus víctimas ha seguido siendo removida, y parece que hoy solo preocupa a una pequeña minoría de los rusos (al menos de los étnicamente definidos como rusos, porque en cambio las minorías étnicas de la Federación rusa no han olvidado las persecuciónes sufridas). La Rusia postsoviética parece haber renunciado, al menos provisoriamente, a confrontarse con las páginas oscuras de su pasado, optando por una relativa amnesia y su corolario, la impunidad. La singularidad de las represiones estalinistas es que han provocado millones de víctimas, pero casi nadie habla de los culpables. Numerosos sondeos de opinión, en particular los del Centro Levada, muestran que la gran mayoría de la población no ignora los crímenes del pasado, pero parece ser indiferente o no estar dispuesta a pensarlos. En esta voluntad de amnesia existe, al parecer, un consenso de fondo entre la mayoría de la población y las autoridades estatales (51). El Estado, que fue el organizador de las represiones, nunca reconoció su propia responsabilidad y tampoco pidió perdón a las víctimas o erigió monumentos a su memoria. En la Rusia actual se enfrentan dos narrativas sobre el pasado estalinista y soviético: una, minoritaria, de las víctimas y de sus descendientes, y la oficial, profundamente ambivalente, que rehabilita parcialmente a Stalin y que considera a las millones de víctimas de las represiones como el precio inevitable a pagar por la modernización del país. Como ya se ha resaltado, no hay consenso en la sociedad rusa sobre la interpretación del pasado. La memoria rusa postsoviética permanece, como han diagnosticado diversos investigadores, una memoria fragmentada, mutilada, rota, fracturada, incompleta (52). ¿Podrá durar esta situación? La memoria, como es sabido, nunca se fija en forma definitiva: es una construcción social en continua evolución.  Retomando una broma extensamente difundida en la época soviética, cuando la manipulación del pasado era una práctica corriente, Nanci Adler sostenía, en 2005, que «el futuro del pasado soviético sigue siendo imprevisible» (53). La autora pensaba que  «la confrontación con una historia del terror estalinista tendría que esperar una transición estable del autoritarismo a la democracia y que tal vez era demasiado temprano para esperar cambios reales» (54). Más de diez años después, se puede constatar que estos cambios no han ocurrido y que no ha habido una transición del autoritarismo a la democracia, sino más bien de un autoritarismo a otro. ¿Debemos pensar, como Nina Khapaeva, que «en Rusia ha triunfado la memoria de los verdugos, y no la de las víctimas»? (55). La socióloga rusa escribe:

Como lo demuestra la historia, el arrepentimiento y la contrición no forman parte del “carácter nacional ruso”. La amnesia actual y sus corolarios, la ausencia de condena y la impunidad por los crímenes cuyos autores y cuyas víctimas se cuentan de a millones, permiten ajustar cómodamente las cuentas con el pasado. El resultado es la siguiente lección de la historia soviética-rusa: es suficiente que los hombres políticos ignoren públicamente los crímenes pasados, y que los individuos no abran la boca, porque este “consenso” reduzca a nada, a los ojos del Estado y de toda la sociedad, la cuestión del pasado caníbal” (56)

La cuestión de las víctimas, en el caso ruso, es particularmente compleja no solo por la imposibilidad, ya señalada, de distinguir claramente entre víctimas y perpetradores, sino también porque la sociedad como un todo ha elegido pensarse como víctima. A comienzos de los años ´90 - sostiene Khapaeva-, cuando la intelectualidad democrática se proclamaba «víctima del totalitarismo», la sociedad rusa siguió su ejemplo «declarándose también una “víctima” del “poder soviético”, de “la ideología comunista”, del “régimen totalitario”. Ahora, si solo hay víctimas, ¿cuál podría ser el sentido de un debate público?» (57). Esa actitud, en realidad, permite eludir el problema de la responsabilidad y de la culpa: es, en esencia, un modo de evitar una confrontación crítica con el pasado. Pero ¿es realmente imaginable que en Rusia puedan caer definitivamente en el olvido los crímenes del estalinismo y de las represiones soviéticas? ¿La amnesia actual es un fenómeno transitorio o el preludio de una cancelación completa de ese pasado? Estas preguntas, a las cuales es imposible responder por el momento, refieren al problema de la transmisión de la memoria. Hoy en Rusia, sólo una minoría está activamente involucrada en mantener viva y transmitir la memoria de los crímenes y de las víctimas. El Estado, en cambio, no se muestra interesado: la memoria que intenta transmitir a las nuevas generaciones es otra, aquella de la Gran Guerra Patriótica, de la victoria sobre Alemania, de la potencia rusa y de las realizaciones soviéticas.

Esta memoria de Estado, y en particular la hipermnesia relacionada con la Gran Guerra Patriótica y la victoria, ocultan la otra memoria, la del Gulag, de las represiones políticas y de las víctimas: las dos memorias son incompatibles. El historiador alemán Dan Diner ha formulado algunas reflexiones particularmente interesantes sobre la transmisión de la memoria del estalinismo en la Rusia postsoviética. Él parte de la idea de que el «el peso y la eficacia de la memoria depende en gran parte de su duración» y que una memoria duradera, transmisible de una generación a otra, es posible solo sobre una base étnica, mientras que los grupos sociales que no tienen esta base «no están en condición de conservar el recuerdo por mucho tiempo» (58). La transmisión de la memoria de los crímenes del estalinismo parece problemática:

La formación de una memoria postsoviética capaz de conservar el recuerdo de los crímenes de Stalin y del comunismo, dándoles su justo peso, es de por sí problemática: ¿es posible conservar el recuerdo de los crímenes que se sustraen a una memoria étnica, a una larga memoria? ¿Es posible recordar de manera adecuada los crímenes que no fueron cometidos en nombre de una colectividad, por ejemplo de una nación, sino en nombre de una construcción social como la clase? (...). En la medida en que no se integren en memorias duraderas, los crímenes cometidos por el comunismo soviético, fuera del ámbito de la historiografía profesional, están en riesgo de desaparecer en el inframundo del olvido. Evidentemente la conservación de los acontecimientos del pasado es una tarea más fácil para aquellas naciones cuya memoria colectiva conserva las huellas de las tensiones que han caracterizado su relación con la vieja Rusia imperial. Estos pueblos lograron establecer un nexo entre el via crucis recorrido bajo el régimen soviético y la tradición narrativa de la resistencia opuesta en el pasado al imperio ruso (59).

Según Diner, existe una profunda diferencia entre los crímenes de Hitler y los de Stalin desde el punto de vista de su conservación en la memoria:

Los crímenes de Hitler son percibidos como atrocidades que Alemania infligió a terceros. Como tales, entran en la memoria colectiva de los alemanes y se mantienen conservados en la memoria de los demás como crímenes alemanes. (....) Sería en cambio mucho más difícil definir los crímenes de Stalin y del régimen comunista como crímenes de los rusos. La idea de una memoria soviética es, en sí, poco sostenible, especialmente porque los pueblos de la ex Unión Soviética se sustrajeron a esa cáscara vacía que en el mejor caso se basaba solo en un aparato administrativo. El nacionalsocialismo alemán logró fusionar la nación con el régimen e identificar a sus víctimas ante todo fuera de la comunidad étnica, mientras que víctima del régimen soviético era la misma población soviética. Hitler orientó su guerra como una guerra alemana especialmente hacia el exterior; Stalin en cambio combatió una guerra dentro del país, desencadenando una catástrofe, iniciada como un supuesto cambio social que utilizaba el lenguaje de la lucha de clases y de la guerra civil (60).

Contrariamente a la memoria de un genocidio, la memoria de un «sociocidio», como el perpetrado por Stalin, no puede ser transmitida de una generación a la otra, insiste Diner, sino que solo se registra y conserva en los archivos. El sociólogo ruso  Alexander Etkind no comparte esta interpretación, ni la tesis de una sociedad rusa «amnésica». El sostiene que «la historia es omnipresente en la Rusia contemporánea» y que «el presente está saturado de pasado» (61). A su juicio, todas las investigaciones muestran que los rusos conservan una memoria muy viva del terror soviético, pero se dividen respecto a la interpretaciones de esta memoria. Lejos de negar categóricamente la catástrofe soviética, los rusos demuestran que conocen su historia. En sus posiciones respecto a esa historia, se dividen en partes casi iguales. El problema no es el conocimiento histórico, sino su interpretación (62).

El aspecto más original de su razonamiento se refiere a su comparación con la memoria alemana:

Considerando que el régimen nazi terminó en 1945 y la era soviética en 1986-1991, debemos  evaluar el estado actual de la memoria rusa comparándolo con la memoria alemana de los años ´60. En aquel período los lamentos sobre la “amnesia colectiva” y el “silencio sobre la catástrofe” fueron probablemente tan típicos en Alemania como lo son ahora en Rusia. Sin embargo, los alemanes ya habían experimentado los procesos de Nuremberg (1945-1946) y los de Auschwitz en Frankfurt (1963-1965). En Rusia, un intento de procesar al Partido Comunista fracasó en 1992. Los alemanes comenzaron a abrir museos y memoriales en los sitios donde funcionaron los campos de concentración en la década de 1960. Los rusos comenzaron a abrir sus memoriales en la década de 1990. Comparar la memoria rusa del terror y la alemana es como comparar dos individuos, uno adolescente y uno anciano. Para comprender la verdadera diferencia uno debe imaginar al anciano cuando era más joven. El primer estudio sobre la memoria alemana, Die Unfähigkeit zu trauern (63) de Alexander y Margarete Mitscherlich, documenta la situación existente en 1967. Leído ahora, ese libro evoca una fuerte, casi espectral semejanza con la Rusia del 2008 (64)

El libro de los dos psicoanalistas denunciaba la remoción del pasado nazi por los alemanes y la no-elaboración del luto relativo a este pasado. El luto designa un proceso que permite a una sociedad asumir su pasado, especialmente cuando se trata de un pasado traumático, y aceptarlo, sin tratar de eliminarlo o de olvidarlo. Maria Ferretti precisa que:

se trata de un trabajo público, en la medida en que los rituales, las celebraciones proporcionan un marco en el que el dolor de las experiencias personales puede ser socializado y compartido al interior de un espacio temporal protegido, que tiene la función de permitir expresar, dentro de ciertos límites, la carga emocional de la memoria. Así es como el pasado puede ser poco a poco aceptado. Esta aceptación permite que el pasado se vuelva realmente pasado y deje de obsesionar al presente. En otros términos, la elaboración del luto es lo que hace posible aliviar la memoria y permite a una colectividad liberarse del peso del pasado pero conservando su recuerdo, por más doloroso que pueda ser (65).

En el caso del estalinismo, prosigue Ferretti, elaborar el luto significa ante todo rendir justicia a las víctimas y reconocer una culpa colectiva. Esto había sido imposible antes de la Perestroika, a causa del silencio y de la amnesia impuestos por el Estado. La Perestroika había permitido a Rusia iniciar ese proceso, que fue interrumpido a comienzos de los años ´90, y ya no se pudo retomar. No solo el Estado en cuanto tal, sino la mayoría de la población han evitado cualquier reconocimiento de responsabilidad y de culpa. Si exceptuamos algunas medidas esencialmente simbólicas, como las rehabilitaciones, las víctimas y sus descendientes hasta ahora no han obtenido justicia. Desde este punto de vista parece haber efectivamente analogías con la Alemania de los años ´60, que justifica el optimismo moderado expresado por Etkind en 2009: «Si la memoria alemana ha cambiado dramáticamente después del período analizado por Mitscherlich, también la memoria rusa podría conocer una transformación análoga en el futuro» (66). Por el momento, sin embargo, tal transformación no ha sucedido, ni parece estar pronta a comenzar. Rusia no ha terminado de saldar cuentas con el pasado estalinista y esta es «una de las razones del retorno obsesivo de la historia en la cultura y en la política rusa contemporánea» (67).

La reticencia y la resistencia a saldar cuentas con el pasado han caracterizado no solo a la política oficial, sino también a la mentalidad de la población, o al menos de gran parte de esta (68), porque «para muchos rusos afrontar el pasado de la nación obliga a repensar el significado de su pasado personal, y esto puede ser devastador» (69); además, «como muchos de los actos de represión no eran considerados ilegales por el Estado soviético, está pendiente resolver lo que constituye una culpa individual» (70). De ahí la ambivalencia frente al pasado, tanto por parte de las autoridades como por parte de la población, a la cual la remoción del estalinismo «ha permitido mejorar la imagen que tiene de sí misma» (71).

Como resultado de la incapacidad para lidiar con el pasado, la sombra de Stalin continúa pesando sobre la sociedad rusa. Una investigación sobre las percepciones de Stalin en Rusia y tres países del Cáucaso meridional (Armenia, Azerbaiyán y Georgia), encargada por una fundación estadounidense - la Carnegie Endowment for International Peace - ha demostrado hace algunos años la gran popularidad de la figura de Stalin, en particular en Rusia (72). Comentando los resultados de la investigación, Masha Lipman escribió:

El discurso oficial en Rusia sobre Stalin es evasivo, y la percepción pública de Stalin es ambivalente y crea divisiones. Cerca de la mitad de los rusos entrevistados están de acuerdo con la afirmación de que “Stalin fue un dirigente sabio que aportó a la Unión Soviética potencia y prosperidad”. Pero más de la mitad de los entrevistados cree que los actos de represión de Stalin fueron “un crimen político que no puede justificarse”. Y cerca de un tercio piensan que “a pesar de todos los errores y fechorías de Stalin, la cosa más importante es que bajo su dirección el pueblo soviético ganó la Gran Guerra Patriótica” (73)

Encuestas de opinión previas (74) ya habían mostrado tanto la popularidad de Stalin como la división de opiniones en ese sentido. El status de Stalin sigue siendo incierto, porque «Rusia no tiene una narración reconocida a nivel nacional del origen del nuevo Estado ruso postsoviético, ni una percepción consensuada del pasado comunista» (75). Las autoridades rusas actuales hacen un uso político de Stalin y del pasado estalinista, ocultando y minimizando el aspecto represivo y terrorista, y valorizando en cambio el aspecto de la modernización económica y de la expansión de la potencia rusa gracias a la victoria en la Gran Guerra Patriótica: desde su punto de vista, en realidad, «no se trata tanto, hoy, de rehabilitar a Stalin, sino más bien de reforzar la idea de un poder fuerte, de un Estado potente capaz de dirigir con firmeza el país y de conducirlo a nuevos logros económicos» (76).

Stalin, como temía Evgeni Evtushenko en 1962 en su poema “Los sucesores de Stalin”, continúa estando presente porque todos los intentos oficiales de saldar cuentas con el pasado estalinista fueron inconsistentes (77) y porque no hay en Rusia «ningún debate serio (…) sobre el problema de la culpa colectiva, de la memoria y de la identidad» (78), y porque los intelectuales rusos no han producido nada comparable con el libro de Karl Jaspers Die Schuldfrage (79). Sergei Kovalev, ex detenido del Gulag y una de las principales figuras del movimiento por la defensa de los derechos humanos en Rusia, observa:

[Nosotros los rusos] no queremos sentirnos culpables. Durante toda nuestra sangrienta, cruel y vergonzosa historia, siempre fue algún otro el culpable, cualquiera fuera el crimen; los responsables eran siempre “ellos”: los judíos, los georgianos, los chechenos, pero nunca nosotros. No queríamos saber nada del Gulag, no queríamos verlo; creíamos en la propaganda, según la cual cualquiera que fuera arrestado era un “enemigo del pueblo”. Los odiábamos. Caminábamos por la calle con carteles que decían “Muerte a los perros trotskistas”. Gritabamos en los actos y pedíamos por su muerte - éramos inmensas multitudes (80).

El tema del arrepentimiento, del necesario examen de conciencia y de su función catártica fue popular durante la Perestroika y encontró una expresión artística en la película Arrepentimiento (1984) del director georgiano Tengiz Abuladze: filmada durante los años de Brezhnev, fue inmediatamente prohibida; autorizada finalmente en 1986, tuvo un gran éxito en la Unión Soviética convirtiéndose en un símbolo de las esperanzas despertadas por la Perestroika. El film evocaba la imposibilidad de enterrar el pasado dictatorial sin haberse confrontado con él, y la necesidad del arrepentimiento. A partir de los años ´90, este tema ya no encontró eco en la sociedad, fuera de algunos sectores minoritarios, como los militantes de la Asociación Memorial, que continúan luchando por la memoria de las víctimas, convencidos de que existe, como dijo Walter Benjamin, «un pacto secreto entre las generaciones previas y la presente» (81). La película de Abuladze sigue siendo una metáfora de la actualidad, porque aquel pasado que se quisiera sepultar reaparece, periódicamente, cuando se descubren nuevas fosas comunes donde yacen las víctimas del terror de Estado (82).

 

Notas

(1) Alexander Etkind. “Post-Soviet Hauntology. Cultural Memory of the Soviet Terror", en Constellations, n° 1, vol. 16, 2009, p. 193. 

(2) En los años ´20, en el período de la llamada NEP (Nueva Política Económica), el “socialismo soviético” se presentaba como un sistema de economía mixta, en el cual el Estado controlaba los sectores neurálgicos, mientras el resto era librado a la iniciativa privada. El único elemento común con el nuevo “socialismo” estalinista era el monopolio comunista del poder.

(3) Ver Sheila Fitzpatrick (2000). Everyday Stalinism. Ordinary Life in Extraordinary Times: Soviet Russia in the 1930s, Oxford University Press, Oxford, 2000, p. 6. 

(4) Anatoly Khazanov, “Whom to Mourn and Whom to Forget? (Re)constructing Collective Memory in Contemporary Russia”, en: Anatoly Khazanov, Stanley Payne (editores), Perpetrators, Accomplices and Victims in Twentieth Century Politics. Reckoning with the Past, Routledge, London - New York, 2008, p. 294. Khazanov apunta una observación interesante, de la cual hablaremos más adelante: “los crímenes comunistas ocupan un lugar mucho más relevante en las memorias colectivas de las minorías étnicas de la Federación rusa que entre los étnicamente rusos”. 

(5) Dina Khapaeva, Portrait critique de la Russie, Editions de l’Aube, Paris, 2012, p. 73. 

(6) Ibidem, p. 74. 

(7) Arseni Roginski, “La mémoire du stalinisme est incomplète et refoulée”, en Le Monde, 6/3/2013. 

(8) Idem, “Mémoire du stalinisme”, en Le Débat, n. 155, 2009/3, p. 122. 

(9) Nanci Adler, “Reconciliation with - or rehabilitation of - the Soviet past?”, en Memory Studies, n° 5, 2012, p. 327.

(10) Ver Bernhard Giesen, Triumph and Trauma, Boulder, Paradigm, 2004; Tatiana Zhurzhenko, “Heroes into victims. The Second World War in post-Soviet memory”, en Eurozine, 31/10/2012, http://www.eurozine.com/articles/2012-10-31-zhurzhenko-en.html

(11) N. Adler, op. cit., p. 327. 

(12) Sobre este aspecto ver Marc Elie, Les anciens détenus du Goulag. Libérations massives, réinsertion et réhabilitation dans l’URSS poststalinienne, 1953-1964, Tesis doctoral, EHESS, Paris, 2007. 

(13) Olga Novikova, “La política de la memoria. Moldear el pasado para construir la sociedad democrática (La URSS y el espacio postsovietico)”, en Historia del presente, n. 9, 2007, p. 81. 

(14) Maria Ferretti, “La mémoire refoulée. La Russie devant son passé stalinien”, en Annales. Histoire, sciences sociales, vol. 50, n° 6, 1995, pp. 1290-1291. 

(15) Maria Ferretti, “Le stalinisme entre histoire et mémoire. Le malaise de la mémoire russe”, en Matériaux pour l’histoire de notre temps, n° 68, 2002, p. 68 .

(16) M. Ferretti, “La mémoire refoulée…”, op.cit., p. 1242. 

(17) Elena Morenkova, Mémoire et politique. Les représentations du passé soviétique en Russie, Tesis doctoral, Paris, Université Panthéon Assas, 2014, pp. 70-72; M. Ferretti, “Le stalinisme entre…”, op. cit., p.73.

(18) Kathleen E. Smith, Mythmaking in the New Russia. Politics and Memory in the Yeltsin Era, Cornell University Press, Ithaca/London, 2002. 

(19) E. Morenkova, "Mémoire et politique…”, op. cit., pp. 90-92; Dina Khapaeva, “L’Occident sera demain”, en Annales. Histoire, Sciences sociales, n° 6, 1995, pp. 1259-1270. 

(20) Marc Elie, “Ce que réhabiliter veut dire. Khrouchtchev et Gorbatchev aux prises avec l'héritage répressif stalinien”, en Vingtième Siècle. Revue d'histoire, 3/2010, n° 107, pp. 101-113.

(21) Boris Dubin, “Goldene Zeiten des Krieges. Erinnerung als Sehnsucht nach der Breznev-Ära”, en Osteuropa, a. 55, n. 4/5/6, 2005, pp. 219-233; M. Ferretti, “Le stalinisme entre histoire et mémoire…”, op. cit., pp. 77-78.

(22) Así se llama en Rusia, como en la Unión Soviética antes, la segunda guerra mundial, que para los rusos comienza con el ataque alemán en junio de 1941.

(23) Roger Markwick, “The Great Patriotic War in Soviet and Post-Soviet Collective Memory”, en: Dan Stone (editor), The Oxford Handbook of Postwar European History, Oxford University Press, Oxford, 2012, pp. 13-14; Peter Jahn (editor), Triumph und Trauma. Sowjetische und postsowjetische Erinnerung an den Krieg 1941–1945, Ch. Links Verlag, Berlin, 2005; Lev Gudkov, “The fetters of victory. How the war provides Russia with its identity”, en Eurozine, 3/5/2005: http://www.eurozine.com/articles/2005-05-03-gudkov-en.html

(24) Nina Tumarkin, The Living and the Dead: The Rise and Fall of the Cult of World War II in Russia, Basic Books, New York, 1994. 

(25) Jean-François Fayet, “Le 9 mai contre le 7 novembre. Concurrence commémorative et nouvelle légitimité internationale de l’URSS”, en Relations internationales, 2011/3, n° 147, pp. 7-18.

(26) Tatiana Zhurzhenko, “Geopolitics of memory”, en Eurozine, 10/5/2007,

www.eurozine.com/articles/2007-05-10-zhurzhenko-en.html. 

(27) E. Morenkova, “Mémoire et politique...”, op. cit., pp. 370-377; Georges Nivat, “Russie. Eclats de mémoire. Amnésie, hypermnésie, non-dits et contradictions”, en Le courrier des pays de l’Est. Symbole et mémoire à l’Est. 29 pays, 19 regards, La Documentation française, n° 1967, mai-juin 2008, pp. 8-12. 

(28) E. Morenkova,  “Mémoire et politique...”, op. cit.,. 367-370; D. Khapaeva, “L’Occident…”, op. cit. 

(29) Nikolai Koposov, “Le débat russe sur les lois mémorielles”, en «Le Débat», n. 158, 2010, p. 51 

(30) D. Khapaeva, Portrait…, op. cit., p. 78. 

(31) T. Zhurzhenko, “Heroes into victims…”, op. cit., p. 3. 

(32) Ibidem, p. 4.

(33) B. Dubin, “Golden Zeiten…”, op. cit. 

(34) Siobhan Kattago, “War Memorials and the Politics of Memory. The Soviet War Memorial in Tallinn”, en Constellations, vol. 16, n. 1, 2009, pp. 150-166; Antoine Chalvin, “L’ombre du soldat de bronze”, en Le Courrier des pays de l'Est, 4/2007, n° 1062, p. 6-16. 

(35) Tatiana Zhurzhenko, “Russia's never-ending war against ´fascism´. Memory politics in the Russian-Ukrainian conflict”, en Eurozine, 8/5/2015,

http://www.eurozine.com/articles/2015-05-08-zhurzhenko-en.html. 

(36) El proyecto de ley fue presentado a la Duma en mayo de 2009 por el partido Rusia Unida. Una apelación contra la propuesta fue lanzada por Nikolai Koposov, y suscrita por otros 250 historiadores e intelectuales (http://www.polit.ru/article/2010/04/26/koposov/). 

(37) N. Adler, “Reconciliation….”, op. cit., p. 327.

(38) A. Etkind, “Post-Soviet Hauntology…”, op. cit., p. 195. Después de la publicación del presente artículo el presidente ruso Putin inauguró en Moscú, el 30 de octubre de 2017, un monumento a las víctimas de las represiones políticas sovieticas, llamado “El muro del dolor”. Este es el primer, y único a la fecha, monumento de este tipo construido en Rusia por iniciativa del Estado federal.

(39) Ibidem.

(40) M. Ferretti, “Le stalinisme…”, op. cit., p. 76.

(41) Nanci Adler, Victims of Soviet Terror. The Story of the Memorial Movement, Praeger, Westport (Conn.), 1993; Kathleen E. Smith, Remembering Stalin’s Victims. Popular Memory and the End of the USSR, Cornell University Press, Ithaca/London, 1996; Maria Ferretti, “Mémorial. Combat pour l’histoire, combat pour la mémoire en Russie”, en Le Débat, n° 155, 2009, pp. 131-140. 

(42) http://www.gmig.ru/   

(43) Isabelle Mandraud, “Le musée du goulag victime de la bataille mémorielle”, en Le Monde, 12/08/2015; Roland Oliphant, “Russia’s only Gulag museum faces closure”, en The Telegraph, 18/03/2015. El museo luego fue reabierto, pero con otro significado, porque ahora se destina a celebrar la contribución del Gulag a la victoria sobre la Alemania nazi; ver Kerstin Holm, “Auferstanden als Siegeslager”, en Frankfurter Allgemeine Zeitung, 29/07/2015; Christoph Hilgert, “Zwangsarbeit als Beitrag zum Sieg. Aktuelle Versuche zur Umdeutung des Gulag-Systems”, en Erinnerungskulturen, 5/08/2015, http://erinnerung.hypotheses.org/521#more-521   

(44) Alexander Etkind, “Hard and Soft in Cultural Memory. Political Mourning in Russia and Germany”, en Grey Room n. 16, 2004, p. 48.

(45) Nanci Adler, “The future of the Soviet past remains unpredictable: The resurrection of Stalinist symbols amidst the exhumation of mass graves”, en Europe-Asia Studies, vol. 57, n. 8, Diciembre de 2005, p. 1095.

(46) “La statue de Dzerjinski, le fondateur de la Tchéka, ne sera pas réinstallée sur la place Loubianka”, en Orthodoxie. L’information orthodoxe sur internet, http://orthodoxie.com/ (consultado el 30/3/2016). La cita refiere a la respuesta de la autoridad municipal a la apelación de una asociación ortodoxa que se había movilizado contra el proyecto de referéndum.

(47) N. Adler, “The future…”, op. cit., p. 1095. 

(48) N. Adler, “Reconciliation…”, op. cit., p. 327.

(49) Ibidem, p. 328.

(50) François-Xavier Nerard, “The Butovo Shooting Range”, en Online Encyclopedia of Mass Violence (Sciences Po, Paris), 27 de febrero de 2009, http://www.massviolence.org/fr/Article?id_article=277.

(51) N. Adler, “The future…”, op. cit., p. 1094. 

(52) Irina Scherbakowa, Zerrissene Erinnerung. Der Umgang mit Stalinismus und Zweitem Weltkrieg im heutigen Russland, Wallstein, Göttingen, 2010; Maria Ferretti, La memoria mutilata. La Russia ricorda, Corbaccio, Milano, 1991 ; Arseni Roginski, “Fragmented memory. Stalin and Stalinism in Present-Day Russia”, en Eurozine, 2/03/2009; Idem, “La mémoire du stalinisme est incomplète et refoulée”, en Le Monde, 06/03/2013.

(53) N. Adler, “The future…”, op. cit., p. 1093.

(54) Ibidem, p. 1114.

(55) N. Khapaeva, Portrait…, op. cit., p. 92. 

(56) Ibidem, p. 88. 

(57) Ibidem, p. 76. 

(58) Dan Diner, Raccontare il Novecento, Una storia politica, Garzanti, Milano, 2001 (Das Jahrhundert verstehen. Eine universalhistorische Deutung, München, Luchterhand Literaturverlag, 1999), p. 179. 

(59) Ibidem, p. 181. 

(60) Ibidem, p. 180.

(61) A. Etkind, “Post-Soviet Hauntology…”, op. cit., p. 191. 

(62) Ibidem, p. 193. 

(63) Traducción italiana: Germania senza lutto. Psicoanalisi del postnazismo, Sansoni, Firenze, 1970. 

(64) A. Etkind,  “Post-Soviet Hauntology…”, op. cit.,  p.187  .

(65) M. Ferretti, “Le stalinisme…”, op. cit., p. 68. 

(66) A. Etkind,  “Post-Soviet Hauntology…”, op. cit., p. 187.. 

(67) Idem, “Hard and Soft…”, op. cit., p. 42. 

(68) N. Adler, “The future…”, op. cit., p. 1112 

(69) Ibidem, p. 1101. 

(70) Ibidem, p. 1113. 

(71) M. Ferretti, “Le stalinisme…”, op. cit., p. 74. 

(72) Thomas De Waal, Maria Lipman, Lev Gudkov, Lasha Bakradze, The Stalin Puzzle. Deciphering Post-Soviet Public Opinion, Carnegie Endowment for International Peace, Washington, Report, 1/03/2013. 

(73) Masha Lipman, “Stalin lives”, en www.foreignpolicy.com, 1/03/2013.

(74) Levada Tsentr (nombre de un instituto independiente de investigación sociohistórica), “Rossiane o roli Stalina v istorii nashei strany”, 21/12/2005; Idem, “Vydaiushchiesia liudi vsekh vremen i narodov”, 10/06/2008.

(75) M. Lipman, “Stalin lives”, op. cit.

(76) Korine Amacher, Russie. “L’héritage controversé de Staline”, en Le Temps (Ginebra), 22/12/2009. Ver también Eadem, “La mémoire du stalinisme dans la Russie de Poutine. Continuité ou rupture?”, en Esprit, 2010/12, pp. 70-77.

(77) N. Adler, “Reconciliation…”, op. cit., p. 334 

(78) A. Etkind, “Hard and Soft…”, op. cit., p. 44 

(79) Karl Jaspers, Die Schuldfrage, Piper, München, 1965 (trad. al italiano como La questione della colpa, Cortina Editore, Milano, 1996). 

(80) Sergueï Kovalev, “Why Putin wins”, en New York Review of Books, año 54, n. 18, 2007. 

(81) Walter Benjamin, “Theses on the Philosophy of History”, en Idem, Illuminations, Schocken Books, New York, 1968. 

(82) N. Adler, “The future…”, op. cit., pp. 1106-1108; A. Etkind,  “Post-Soviet Hauntology…”, op. cit., p.p. 182-184; Idem, Warped Mourning. Stories of the Undead in the Land of the Unburied, Stanford University Press, Stanford, 2013.

 

 

(*) “Memoria, rimozione, oblio dello stalinismo nella Russia postsovietica” fue previamente publicado en italiano en el Giornale di Storia Contemporanea, año XIX, número 1, 2016, pp. 7-32. 

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