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Las peñas folklóricas en Chile (1973 -1986). El refugio cultural y político para la disidencia

Aletheia, vol. 1, número 2, mayo 2011. ISSN 1853-3701

Artículo/Molina en PDF

Sandra Molina*

UNLP/MHyM

La Plata, Argentina, 2010

sandramolinamolina@yahoo.es

 

 

 

Resumen

La dictadura militar chilena (1973-1989) llevó a acabo una revolución neoliberal de tal nivel que refundó a la sociedad en general.  Una parte importante de ella fue arrasada en su rol opositor, borrando a las organizaciones políticas para poder lograr una hegemonía social que le permitiera asentar sus raíces. Por ello los espacios artísticos y culturales dentro del arte –específicamente las peñas folklóricas- ayudaron a la articulación entre los individuos dispersos, sobre todo entre los jóvenes disidentes. Las peñas fueron evolucionando en su desarrollo, implicando a diferentes instancias culturales. Fue un lugar de agrupamiento para entorno al arte y como expresión de la politica. Ellas fueron un producto de la cultura y un elemento importante a la hora de promover la empatía, la solidaridad y la organización social. Las peñas permitieron la reactivación y reunificación del movimiento popular chileno. Se convirtieron en el cauce de un movimiento alternativo de difusión, de expresión, de política y de subjetividades, en paralelo a las disposiciones culturales del régimen de facto. La cultura se transformó en el mayor y en el más diverso de los espacios de desarrollo y expresión democrática que tuvieron los grupos opositores durante la dictadura militar, sobre todo para los jóvenes militantes.

 

Palabras claves: dictadura militar, peñas folklóricas, espacios artísticos y culturales, arte, cultura, jóvenes, oposición.

 

Introducción

 

El golpe de Estado de 1973 cambió radicalmente la vida de los chilenos. El nuevo régimen ideó estratégicamente un modelo neoliberal transformador que refundó al país.   Diversos grupos sociales confluyeron en pugnas de adhesión y resistencia dentro de un marco ideológico que los movilizó y los supeditó a un Estado en transformación que relanzó el capitalismo financiero dentro de una nueva reestructuración nacional.  Este tiempo de dominio militar fue sostenido con una fuerte contraofensiva estatal en nombre de la libertad y en contra del ‘comunismo enfermo’.  El mundo social con su diversa complejidad, indagó en torno a la construcción de una visión e identidad, con luchas simbólicas dentro de sus propias experiencias y prácticas.  Fue en este escenario en donde los jóvenes chilenos –como sujetos políticos- se desarrollaron e intentaron esbozar en sus prácticas y discursos un proyecto de país.  En este periodo se desarrolló la mayor reorganización económica, política, social y cultural llevada a cabo por el régimen de Augusto Pinochet. Los jóvenes se convirtieron en un actor político relevante tanto para el oficialismo como para la oposición por su originalidad y compromiso, en donde las identidades que construyeron estuvieron imbricadas en relación directa con el otro y por ello se transformaron en una filosa arma política.  Para la resistencia la condición de joven fue un impulso y una acción que permitió la idea de transformar el presente e inspiró la apertura de caminos de respuestas que ayudaron a la creación política.  Para el régimen y sus adherentes esta condicionalidad juvenil, por un lado fue una amenaza subversiva, pero también motivó a la organización, la institucionalización y la concientización doctrinaria y proyectual de ‘su propia juventud’.  La sociedad chilena se encontró así misma envuelta en complejas relaciones sociales y en contradicciones que hasta hoy día continúan siendo evidentes y enigmáticas.  Los jóvenes chilenos fueron en sí mismos una pregunta política, con memorias militantes que inundaron los espacios sociales en los cuales las identidades juveniles entraban en disputas. La población joven y disidente a la dictadura comenzó a organizarse en manifestaciones y acciones de agitación social lo que dio pie a una mayor intencionalidad política.  Acción y manifestación sumaban fuerzas en desacato al sistema dominante.  Este segmento de la sociedad luchó por la democracia y por el rescate de un proyecto social que tuviera futuro y viabilidad para la sociedad chilena, dentro de diferentes subjetividades políticas.  Por su parte los seguidores de Pinochet tuvieron a su haber todo un aparataje que resguardó sus propias construcciones y proyecciones de un trabajo de militancia proyectada en el tiempo. 

 

En este sentido el compromiso y el voluntarismo de ciertos actores sociales en la acción política, en la acción cultural, en las organizaciones de pertenencia o desde el punto de vista académico han confirmado la importancia de lo subjetivo en la historia.  La subjetividad de los jóvenes pretendió ser transformadora, distintiva, propia y en conjunto con los movimientos sociales, en donde la historia oral ha permitido percibir las ideas, los sentimientos y sensaciones de aquéllos que vieron su vida desbordada por la coyuntura.  El porvenir político fue una de las metas a conseguir, porque era el derecho a decidir sobre lo venidero, sobre las opciones del nuevo germen y sus efectos para la sociedad chilena en su conjunto.  El actor social joven resurgió como un elemento decidor entrelazado con su conciencia social.  Fue inevitable su reinserción al espacio de prácticas posibles, a la rearticulación de su propia experiencia y a sus visiones de porvenir.  Durante la dictadura militar los jóvenes chilenos disidentes fueron capaces de desarrollar una intensa movilización política, social y cultural en contra del régimen.  Desde esta perspectiva hubo variadas formas de oposición o de sostén.  Durante los años 1978-1988 se materializó una fuerte movilización en pro y en contra de la dictadura.  Estos jóvenes construyeron parte de su identidad en la movilización, en la lucha, en el trabajo voluntario, en el disciplinamiento y en la lealtad.  Fueron considerados como agentes transformadores y un importante e interesante componente social.  Los jóvenes fueron objeto de disputas políticas y simbólicas, de representaciones y acciones que aun persisten en la memoria y en el recuerdo de cada individuo participante de este periodo histórico contenido en el sentido de la experiencia.

 

Los jóvenes opositores iniciaron nuevas instancias relacionales que les posibilitaran el reencuentro, la identidad y la pertenencia. Todo el movimiento cultural post golpe fue fundamental a la hora de reunificar a los disidentes del régimen. En este sentido las peñas folklóricas –como uno de los productos culturales del primer tiempo de la dictadura (1973-1983)- fueron el reducto de la resistencia pacífica, con sentidos que ayudaron a la reconciliación de los grupos –luego del proceso de la Unidad Popular que tuvo a su haber tensiones y contradicciones dentro de los propios grupos que la componían - y a la reconstrucción de los lazos sociales que negaban la homogeneidad del discurso dominante, permitiendo la rearticulación social y cultural para luego dar paso a la rearticulación política.   

 

Pero este periodo peñero tuvo un tiempo anterior de desarrollo durante la década del ’60, con la conformación de la ‘peña de los Parra’, que fue una idea nacida de los hijos de Violeta Parra: Ángel e Isabel, como una respuesta al movimiento musical denominado como ‘La Nueva Ola Chilena’ y la estética de huasos mas bien acomodados y alejados de la realidad campesina y popular. Estos modelos eran los que prevalecían en las radios y en los otros medios de comunicación, debido también al adormecimiento –fingido o no- pero solo interrumpido por la acción de pequeños grupos contestatarios. “La radio era el principal canal de difusión de la música popular. Varias estaciones radiales contaban con estudios para que los cantantes realizaran sus actuaciones y promocionaran sus discos.  En este ambiente se formaron varias corrientes musicales, como la Nueva Ola… Su propuesta musical dominó casi sin contrapeso el escenario musical hasta 1966, año en que comenzó a gestarse un nuevo movimiento musical (denominado) como Nueva Canción Chilena” (1).

 

Por eso cuando se inaugura la ‘peña de los Parra’ en Santiago, ésta se convierte en el punta pie inicial para que se multiplicaran otras peñas pero por todo el país. Las peñas que vendrán durante el periodo de dictadura y posteriormente a ella, tendrán muchas de las características de este nuevo fenómeno, sobre todo como un refugio ante la desorientación política y la represión militar.

 

Los primeros años de la dictadura fueron los más desgarradores y violentos políticamente y el trabajo que desarrollaron las peñas estuvo inserto en este contexto. El Estado entró en conflicto con la cultura, marginando y excluyendo a vastos sectores de la sociedad chilena. Todos quienes participaron de estos ‘refugios culturales’ pusieron en juego la propia vida, sobre todo los jóvenes que fueron los más activos y comprometidos en la lucha en contra de la dictadura. Fueron ellos quienes tomaron la ‘posta’ y continuaron la búsqueda de las utopías entre la cultura y la política. 

 

En si mismo, las peñas fueron espacios físicos reducidos, en los cuales se dieron interacciones que ayudaron a sobrellevar el dolor del momento, promoviendo una nueva visión de la historia y un nuevo comienzo en contra de la historia oficial, transformando la acción cultural en sobrevivencia, en donde se percibía que, aunque se rasgara superficialmente la construcción homogénea del régimen, igualmente se podría romper con el silencio y así despertar la conciencia colectiva y privada (2).  Por ello las peñas se instalaron como una forma de expresión que iba mas allá de lo musical para ampliarse a diferentes muestras artísticas.

 

Hoy en día se vuelve indispensable que la sociedad chilena pueda repensarse desde su presente, ante la persistente existencia de rupturas de sentidos y representaciones, que han terminado en búsquedas negadas por la ‘democracia pactada’ (3). El recuerdo es el que permite la expresión de lo político porque ayuda a reafirmar la condición del hombre y sus derechos.  Los ciudadanos en general –y los jóvenes opositores en particular-, promovieron y buscaron la satisfacción de sus necesidades enfrentando al Estado en pos de una sociedad democrática, que les permitiera instalarse dentro del movimiento cultural alternativo, para luego sumergirse en las organizaciones políticas nacidas desde sus propias realidades locales.

 

 

La juventud disidente durante el régimen militar

 

La violencia política y sistemática desatada en Chile durante la dictadura militar sigue siendo un tema constantemente revisado y reflexionado. Durante los años 1982-1988 se llevó a cabo la mayor reorganización económica, política, social y cultural por parte del régimen militar de Augusto Pinochet. Diversos grupos sociales confluyeron en pugnas de adhesión y resistencia dentro de un marco ideológico que los movilizó y los supeditó a un Estado en transformación, que relanzó el capitalismo financiero dentro de una nueva reestructuración nacional. Fue en este escenario en donde los jóvenes chilenos opositores –como sujetos políticos- se desenvolvieron e intentaron esbozar en sus prácticas y discursos un proyecto de país. Ellos fueron un actor político relevante para la oposición, construyendo sus identidades y transformándose en la más motivadora de las armas políticas, que permitirían la transformación creativa del presente. Para el régimen fueron una amenaza, pero en sí mismos, también fueron una pregunta política que inundó los espacios sociales y culturales en los cuales las identidades juveniles estaban en disputa.

 

La reorganización de la sociedad chilena llevada a cabo por el régimen promovió, contradictoriamente y de manera paralela, la construcción de identidades y solidaridades comunitarias. Gestó una conciencia histórica y distintas memorias que se proyectan hasta hoy en día. El mundo social con su diversa complejidad, indagó en torno a la edificación de una visión histórica y de una identidad, con luchas simbólicas dentro de sus propias experiencias y prácticas. La interpretación de ese periodo fue fijada por la unión de distintos sentidos, en donde el mundo social se construía diariamente con los conocimientos y posiciones individuales.

 

Estos jóvenes disidentes se organizaron con una mayor intencionalidad cultural en sus acciones. Sus diferentes formas de manifestación y de agitación social dieron pie también, a una mayor intencionalidad política, con signos ingeniosos e imaginativos en contra y en desacato al sistema dominante. La dictadura lograba, en ciertos momentos, desarticular al movimiento popular, negándole su condición histórica.  De ahí que la década de los ‘80s sea importante por su creatividad, por sus aprendizajes en la praxis y por las diferentes voluntades sociales. 

 

En este sentido el compromiso y el voluntarismo de estos jóvenes en la acción política, cultural o en las organizaciones de pertenencia, han confirmado la importancia de lo subjetivo en la historia. La subjetividad de ellos fue transformadora, distintiva y propia. Fue una construcción colectiva en donde el pasado (4), sigue estando presente en las memorias individuales y colectivas. Por ello el futuro se transformó en un vértice innegable de lo político, en donde la voluntad fue imprescindible en la materialización de los proyectos sociales. El sujeto social joven resurgió como un elemento decisivo y concreto en este aspecto, sobre todo de sus memorias y sus prácticas. Se entrelazó la relación entre este individuo y la conciencia social, no pudiendo negársele su reinserción al espacio de prácticas posibles ni a la rearticulación de su propia experiencia y visiones de futuro.

 

El proyecto de la dictadura dirigido a los jóvenes, mantuvo siempre la mixtura entre el neoliberalismo, la tradición católica y el corporativismo, características de la nueva derecha que aprovechó los espacios de repliegue dejados por la izquierda (5).  Ante esto la oposición joven desarrolló una intensa movilización política y social en contra del régimen, situándolo así como un actor social relevante. Fueron considerados como un importante y transformador componente social, convirtiéndoseles en un objeto de disputas políticas y simbólicas. Estas instancias de confluencia permitieron que los cuadros sociales tomaran sentido de diversos valores y necesidades dentro de las visiones de mundo y las experiencias vividas (6). La cultura fue una de las claves para la determinación personal y las expectativas grupales.

 

En este sentido cuando teóricamente se trata de definir a los jóvenes, la condición etárea se convierte en una esfera universal que ha ayudado a la organización social y al funcionamiento de la vida humana, pero el sentido de la división de edades es de un carácter relativo ya sea por el espacio, el tiempo o la estructura social. De hecho la edad como condición natural no siempre es coincidente con la edad como condición social (7). La que interesa es esta última porque es la que determina el estatus, la desigualdad de los roles, los valores, los estereotipos y los significados. “Hoy existe consenso en quienes investigan sobre temas de juventudes, que se trata de una construcción social, mas que de un objeto inanimado que sería posible definir o nombrar de una sola manera” (8).  Los jóvenes chilenos en dictadura pueden ser categorizados como un grupo social que tuvo un estilo de vida transicional entre la democracia vivida durante la Unidad Popular y la dictadura militar. Este periodo de vida fue la búsqueda inicial de una formación identitaria, en donde “la sociedad… (reemplazó) al ambiente de la infancia” (9). 

 

Para la oposición en general la realidad sobrepasó cualquier ficción. El régimen de Pinochet desmanteló dramáticamente cualquier tipo de organización política, social o cultural. Uno de los grupos más afectados fueron los partidos políticos, acusados de generar el caos y la crisis “a la que el país había llegado” (10). La mayoría de los espacios sociales fueron abordados para evitar cualquier pensamiento disidente al régimen militar. Aquellos jóvenes estaban situados en un contexto histórico marcado por la caída de las ideologías, lo que trajo consigo el cuestionamiento de su condición, del Estado y de la sociedad. La búsqueda de respuestas ante esta mutación ideológica mundial fue sobrellevada gracias a la creación cultural, en donde la memoria dejó de centrarse en la derrota del proyecto político anterior, sino más bien, fue dirigida a una tarea concreta, basada en la acción y proyección del futuro, con formas de participación abiertas, menos selectivas, menos jerárquicas, asociativas y dialogantes. El contexto en general implicó cierto ‘alejamiento’ de lo político, por ello los jóvenes se refugiaron en espacios más íntimos que ayudaron a la reagrupación y la resistencia. “La generación de los ’80 vivió, en su primera fase… un proceso histórico que tenía más de introversión y clandestinidad que de extravertida politización” (11). 

 

Los lugares propios de convivencia para esos jóvenes fueron, entre otros, las universidades y en ellas las peñas folklóricas. Las primeras fueron intervenidas en los primeros momentos del golpe militar dentro de un marco normativo en 1973, con el firme objetivo de descentralizarlas y comenzar así un proceso de privatización, en desmedro de la educación pública. Una profunda reforma educacional vinculada al desarrollo económico y social del país que acabaría, según el régimen, con el caos heredado de la Unidad Popular. Aquellos sujetos también buscaron refugio en otros espacios sociales como fueron las parroquias populares de la Iglesia Católica o los reductos de algunos partidos políticos.  El primero de ellos fue el más seguro y amplio al dar amplia cabida a diversos individuos juveniles. En cambio el refugio político fue más selectivo, menos abierto y de mayor riesgo. 

 

 

Las identidades que forjaron la construcción cultural

 

El gobierno militar buscó urgentemente la hegemonía económica y social para el país. Este tipo de identidad fue fomentada por agentes institucionales y culturales que instauraron en sus discursos y prácticas la preeminencia total para la sociedad chilena. En función de esta construcción identitaria es que los grupos subalternos establecieron sus propias articulaciones, sentimientos, nexos e ideas de futuro, proponiendo variadas prácticas culturales. Dentro de esta cimentación social, el autor Jorge Larraín en su libro “Identidad Chilena” (12), plantea que en el país se han dado diversos tipos de identidades, una de ellas sería la cultura popular, con rasgos distintivos por su creatividad y su autonomía, radicalmente distinta a la cultura oligárquica de corte más bien imitativo y extranjerizado. El autor no deja de mencionar que la cultura popular al ser tan heterogénea esté llena de tensiones e incoherencias, pero que a pesar de aquello vive y resiste la adversidad en función de su potencial creativo, “solo una cultura creativa puede aspirar a constituir la verdadera identidad de una nación” (13). De ahí que los sentidos de las identidades –específicamente la cultural- vayan cambiando permanentemente en el entramado histórico y en las significaciones de los individuos, sin poseer una versión única que establezca definitivamente lo que le es propio, puro u original.

 

En este sentido los jóvenes disidentes, con experiencias locales, con lenguajes y resistencias se tradujeron en una búsqueda y en una necesidad por transformar la realidad nacional. Ellos situados en un contexto histórico que marcó al mundo con las transformaciones o caídas de las ideologías, buscaron permanentemente respuestas en la cultura ante esta mutación ideológica. Tuvieron una gran capacidad para desplegar producciones culturales, dando pie a un movimiento artístico y alternativo. Esta elaboración fue diversa en sus manifestaciones. Según Klaudio Duarte estas producciones jugaron un papel importante en sus identidades como forma de expresión cultural y artística, posibilitando la crítica social y la propuesta contracultural, generando una importante adhesión, porque fueron la manera de ser y hacerse en el mundo, embarcándose en diversas empresas culturales que canalizaran el descontento al régimen. “Lo importante de resaltar… es que existen muchas y diversas formas de manifestación juvenil que van construyendo subculturas y contraculturas, que son dinámicas y flexibles, transitorias y permanentes que no logran ser atrapadas en una fotografía porque antes que el obturador vuelva a su posición de reposo ya se han movido y están en otros sitios” (14). La creación cultural fue un espacio de participación masiva, comprometida y política, en donde la solidaridad y el respeto por la vida se volvieron inseparables al momento de pensar en una sociedad más justa y democrática, y aunque no siempre estas manifestaciones tuvieron la cabida o aceptación, sí fueron la forma de establecer su postura política y cultural.

 

Las peñas folklóricas como refugios de reunificación y resistencia juvenil

 

Las denominadas peñas folklóricas nacieron en Chile hacia la década del ’60, para dar cabida a la música percibida como ‘autentica’ basada en raíces latinoamericanas. Si bien es cierto que son anteriores al golpe de Estado, no es menos cierto que fue durante la década del ’70 y hasta mediados de los ’80 en donde viven su mayor auge, considerando que el impacto del golpe no solo radicó en las esferas macro como la economía, lo social o la política, sino que abarcó desgarradoramente la vida privada y cotidiana de los chilenos, colocándolo en contacto con nuevos patrones culturales y distanciándolo de lo cotidiano de la política y el debate ideológico. Por ello estos espacios ayudaron al desarrollo de variadas formas de expresión, como la Nueva Canción Chilena que se forjó como un movimiento musical que acompañó diversos sucesos políticos y contingentes, sobre todo, durante el periodo de la Unidad Popular. Fueron espacios sencillos y funcionales los que negaron la cultura de consumo que por ese tiempo se difundía en el país. “Cuando en Chile se gestan las peñas, hay múltiples expresiones que tienen cabida en ellas, pero por lo general se privilegia a los artistas pertenecientes al movimiento de la Nueva Canción Chilena y también de la música tradicional auténticamente campesina” (15). Las peñas sirvieron como reductos de difusión para artistas y expresiones excluidas por el régimen o por la propia industria cultural. 

 

Las peñas tenían una doble vida, en la noche eran refugios de encuentro musical y poético, pero durante el día eran espacios que operaban como talleres de folklore, de artesanía o como sedes de agrupaciones.  De esta ampliación surgió la posibilidad de trascender a otras esferas como por ejemplo, a las poblaciones de Santiago, lo que significó ampliar la masividad de estos reductos. “El arte era el único ámbito de rearticulación social más o menos permitido, una vez pasado el shock del primer momento, las peñas surgieron como el primer eslabón para congregar a las personas que vivían en la periferia… así nacían los actos solidarios o peñas solidarias que, a diferencia de las establecidas (en locales), eran esporádicas y dependían, por lo general, de espacios que facilitaba la Iglesia Católica o centros comunitarios” (16). 

 

Cada manifestación artística que se desarrolló en el espacio peñero estuvo rodeada de oscurantismo, de silencios, de censuras y autocensuras de los propios artistas y el público que participaban de ellas.  Esto implicó inevitablemente la construcción de un nuevo lenguaje que les permitió escabullir de los subterfugios dictatoriales. La metáfora se transformó en un nuevo recurso para establecer una comunicación mediada y poética con el público, una riqueza que en la masividad cultural de los medios no se encontraba, pudiendo entregar informaciones que estaban negadas en su definición exacta. Fue una expresión dentro de una interpretación y un sentido, transformándose en una creación instantánea que no tuvo reconocimiento en el lenguaje establecido, pero que entregó nuevos testimonios sobre la realidad (17). Con ella se permitió entregar un mensaje cifrado, no sustitutivo pero alternativo que expresó el sentir de la realidad como la política, la ideología, el conocimiento, la movilización o el adormecimiento, una autocensura que permitió resguardarse de cualquier arrebato dictatorial, logrando la proyección del contenido.

 

En este entorno social las manifestaciones y creaciones artísticas fueron más atractivas para los jóvenes de ese tiempo, los que se enfocaron en actividades inventivas, en organizaciones políticas o en trabajos voluntarios. Pero fueron estos espacios culturales los que permitieron ciertas libertades que los reductos políticos no concedían. Fue una confluencia más espontánea y expansiva de diversos sujetos juveniles de resistencia, privilegiando la memoria social con un accionar protagónico y único, en donde lo político y su militancia fueron sólo una arista de lo social, determinado por lo local y lo cultural, con interrelaciones dentro de la complejidad del grupo. Según Bravo y González este tipo de militancia se denominó como ‘militancia social’ y fue la forma de poder identitario como construcción introspectiva desde estos cobijos culturales, los que ayudaron a combatir a la dictadura en todos los frentes posibles, independientemente de su poderío y de la fuerte presencia hegemónica en la sociedad chilena.

 

El arte y sus manifestaciones establecieron una herencia ancestral, en donde “las relaciones formativas y activas de un proceso… se hallan específica y estructuralmente conectadas” (18).  En el país hubo audiencias que asistieron y participaron de los festivales, de los recitales de rock, de las peñas folklóricas, del teatro, de los talleres, de las galerías de artes visuales, de la poesía, de la literatura, etc. Hacia los años ‘80s fue lo político lo que se reinstaló sobre el movimiento cultural y no al revés. La resistencia política se nutrió de la cultura y no de las tradiciones partidarias para volver a surgir como instancia de acción opositora. 

 

Los militares al asumir el control del país fueron coherentes ideológicamente con lo que denominaron como ‘política cultural’. Negaron las anteriores modalidades, para configurar una nueva institucionalidad que desterrara al ‘marxismo cancerígeno’ de la sociedad. Para la dictadura toda expresión artística desarrollada durante la Unidad Popular fue una instrumentalización. “La noción cultural del régimen chileno... buscaba frenar las torrentosas corrientes del pensamiento de izquierda… especialmente en el campo cultural, definido como medio privilegiado de penetración de fuerzas exógenas que buscaban aniquilar las resistencias nacionales” (19). 

 

Es así como la juventud chilena de los ‘80s se desenvolvió y reconstruyó desde una derrota cotidiana (dada principalmente por el golpe de Estado de 1973 y luego con el fracasado atentado a Augusto Pinochet en 1986, perpetrado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez FPMR). Estos sucesos provocaron inicialmente frustraciones y una huida hacia refugios individuales y locales. 

 

La politización del movimiento cultural tuvo diversas direcciones en la práctica, como la militancia social, las jornadas de protesta y las organizaciones enfocadas en la lucha armada, configurando una identidad propia y característica de esos años. Esta construcción más bien subterránea, generó que la juventud disidente se transformara en un grupo amenazante y difícil de doblegar, “el nuevo actor juvenil se presenta como una masa anónima... con pocos líderes nacionales, pero con muchos monitores locales, con organizaciones de dudosa representatividad, pero miles de redes locales de difícil identificación… y con ninguna ideología general reconocida, pero potentes expresiones culturales por doquier” (20). Así fueron surgiendo diversas instancias artísticas como expresiones de la resistencia, acercando a generaciones e instaurándose como una clave interpretativa de las transformaciones socioculturales del país. El arte se transformó en un dispositivo que permitió el entendimiento de la realidad, la conciencia social y el resurgimiento de las relaciones sociales aletargadas por los golpes de la dictadura. Las expresiones artísticas fueron un elemento transformador y rupturista que ayudaron a la comprensión crítica del pasado y del presente, promoviendo sujetos creativos dentro de la conformación hostil de la realidad.

 

El régimen entendía como cultura la manifestación del espíritu y del ‘deber ser nacional’, enraizados en la tradición occidental cristiana y en la guerra interna en contra del peligro marxista. Su defensa de la ‘chilenidad’ fue de un carácter costumbrista y clásico. Aplicaron el discurso nacionalista para capturar la pasión de los opositores a la Unidad Popular y así promover una refundación política y cultural en la sociedad. La consolidación del proyecto económico del régimen hacia 1975 fue el terreno ideal para la divulgación de estas ideas nacionalistas. El arte y los espacios culturales en general, fueron vistos como un elemento corrosivo para la ‘esencia del alma nacional’ (21).  La visión mercantilista de él lo volvió transable y los productos culturales opositores quedaron marginados, dando paso a un arte vendible, carente de contenido, banal y funcional al sistema de libre mercado, en donde la industria cultural fue más bien de emisión que de producción. 

 

La creación de lugares de expresión artística opositora –como las peñas folklóricas- ayudó a la promoción de lo popular y aunque el radio de acción fue reducido, lograron convertirse en el refugio de la resistencia. Estos espacios fueron un arma social y colectiva, más que individual, que promovió la presencia de los sujetos juveniles dentro de la experiencia social, que permitió dentro de estas relaciones el desarrollo de “… una ‘estructura del sentir’… derivada de los intentos por comprender tales elementos y sus conexiones” (22). Parecía ser que los procesos culturales podían acribillar al régimen y esos jóvenes rebeldes se sentían movidos a la transformación del país desde esos refugios en pos de la libertad creativa, como una ‘historicidad subterránea’ (23), en donde la opción política se transformó en la necesidad de mascullar el descontento a través de la cultura.

 

 

Memorias juveniles como instrumento de resistencia

 

A decir de Maurice Halbwachs el individuo es sólo un eco del grupo social, con convicciones, sentimientos, pensamientos y gustos que son vividos de manera libre, pero que ceden sin resistencia a una sugerencia que llega desde afuera. De hecho son las influencias sociales las que tienen un punto de encuentro entre varias corrientes de pensamiento colectivo que se cruzan en nosotros y que son únicos. Los marcos sociales que un individuo comparte con los demás se configuran bajo aspectos que le son interesantes, pudiendo sentirse un miembro participativo de ese grupo, evocando y manteniendo recuerdos impersonales. Es la memoria individual la que no puede funcionar sin estos marcos y sin los puntos de referencia como las palabras y las ideas que vienen de su entorno delimitando la memoria social. 

 

El tiempo de dictadura militar tuvo ribetes de profunda crisis en la sociedad nacional. La reactivación económica logró, luego de casi diez años de intento por fundar un camino liberal, que los resultados de todas las tentativas de obstinación popular ante el régimen no fueran tan desconcertantes y desestabilizadoras. El gobierno de facto se legitimaba internacionalmente en el aspecto económico y el modelo neoliberal chileno era un ejemplo a seguir en el mundo entero. La legitimidad social de la que carecía llegó a ser sustituida por este ‘éxito económico’. Esto se produjo justo cuando el movimiento popular llegaba a un punto álgido de intolerancia ante la violencia del Estado. 

 

El gobierno militar reconstruyó la identidad popular en función de los intereses de las clases dominantes. La oposición por su parte, también trató de promover una identidad propia. Según Maurice Halbwachs solo así se puede entender que un recuerdo se reconozca y reproduzca a la vez (24). La reconstrucción de un pensamiento ideológico se desarrolló en vinculación a una posición social e intelectual que permitió a los individuos representar el pasado e intervenir en la historia, la que dejó de ser una sucesión de hechos cronológicos, permitiendo el entendimiento y sentido de la realidad. 

 

La construcción ideológica de la dictadura motivó una importante resistencia juvenil en contra de la represión, el impacto y la derrota histórica. Todos los cambios estructurales que llevó a cabo el régimen fueron arrasadores para la gran mayoría de la población. Fue la instauración de lo que Naomi Klein denomina un ‘capitalismo del desastre’ (25).  Según la autora este modelo económico se desarrolló de manera óptima porque fue acompañado de políticas autoritarias que originaron un trauma colectivo y suspendieron las condiciones democráticas existentes. La modificación del Estado fue un acto de violencia y coerción que instauró y sirvió de apoyo al régimen. Los sectores juveniles se convirtieron en un ‘insumo’ necesario que ayudó a concretar la posibilidad del mundo social en torno a la idea de sociedad. Los jóvenes chilenos que heredaban las consecuencias del periodo de la Unidad Popular se vieron situados en un régimen militar que permeabilizaba casi todos los espacios políticos. Fueron ellos los que aparecieron como una respuesta para la posible reinvención de la política, dentro de un proyecto global. La identidad se consolidó en relación con el otro, en construcción de un proyecto que modificase la realidad social (26). 

 

Se reconoció la emergencia del joven organizado y disidente como sujeto político, entendiéndolos como “individuos que tienen conciencia de sí mismos, una conciencia que los lleva a tener la voluntad de influir sobre su ‘yo y su circunstancia’, asegurando, por medio de sus actos, la protección y extensión de su libertad. Este actor social tiene la vocación de influir sobre su destino, de transformar la vida social en la cual está inserto” (27). Los jóvenes opositores chilenos se involucraron en política, participaron en asociación con otros sujetos, con sus discurso participaron cultural y políticamente del movimiento, reconociendo sus diversas bases y estratos sociales.

 

Se vuelve interesante repensar a estos jóvenes no tan sólo como un instrumento político, sino más bien, como una posibilidad de desarrollo para la política, porque en el presente la adjetivación de ellos aún sigue siendo conflictiva en Chile, al continuar siendo tipificados como potenciales delincuentes o consumidores de droga en una clara herencia dictatorial. Esta continuación es un tiempo pasado-presente, que sigue vigente y que mientras no se escudriñe en él no podrá entregar claves que ayuden a mejorar nuestra condición de individuos sociales dentro de la dinámica social del país. Con todos estos antecedentes históricos hoy se percibe que la memoria colectiva no es una ‘cosa’ con identidad propia, existente por sí misma y ajena a los individuos que la componen.  Por el contrario es interpretada como un producto de interacciones múltiples, de instancias que promueven el compartir, dentro de las tradiciones y dentro también de lo individual como proceso de construcción, permitiendo la participación en ella de los diferentes actores sociales: marginados y excluidos con sus correspondientes disputas, interpretaciones y negociaciones.

 

Todo este proceso que concluyó en los inicios de los ‘90s con la denominada ‘transición política a la democracia’ ha sido percibido por parte del mundo popular, sobre todo por los jóvenes, como ilegítimo y no democrático, “… la transición política a la democracia, tal como fue pactada y tal como ha querido ser mitificada, resultó, por ello, un insulto y una agresión a las capacidades ciudadanas construidas en la década de los ochenta…” (28). Pinochet se retiró de manera formal, dentro de la legalidad pactada y todo lo que constituyó la esencia enemiga del movimiento popular, como era el Estado Liberal, se volcó y confluyó en él.

 

 

La decadencia de las peñas folkloricas

 

Como cualquier otra instancia humana, las peñas cumplieron un ciclo que fue importante y necesario para el desarrollo de la cultura nacional. Hacia mediados de los ’80 se sintieron los primeros síntomas de declive ante la cultura oficialista de la dictadura. El régimen logró poco a poco institucionalizarse y la sociedad chilena inició así un proceso de cierto conformismo. Las peñas no lograron conformarse como un frente opositor sólido y proyectual en el tiempo y los medios masivos del régimen, además de un cierto éxito económico, obnubilaron este fulgor peñero. “La sectorización del movimiento artístico alternativo, su posición marginal, subalterna, excluida, sin impacto público ni masivo, de públicos orgánicos y de alcance puramente local” (29), incidieron en su desaparición, respondiendo a la lógica impuesta por la dictadura. Comenzaron a surgir otras formas de oposición y resistencia más políticas, que van restando el espacio antes obtenidos por la cultura.

 

Hacia 1983 la economía sufrió cierto retroceso que pauperizó lo social. Los grupos comenzaron a mostrar su descontento ante la represión, el hambre y la falta de trabajo. Los espacios culturales cerrados de oposición se volcaron hacia los espacios públicos como lugares de protesta y disidencia (29). Emergieron nuevamente organizaciones como las sindicales y las universitarias con lo que las peñas comenzaron a perder el encanto y a quedar estancadas en su producción cultural, en la precaria difusión masiva y en la imposibilidad de crear fuentes laborales. Este giro industrial no solo se enfocó en ideas y métodos –según ellos, innovadores- sino que fue parte de un giro político y conservador en relación a las políticas, tensionando y dislocando las identidades, con una mirada monolítica del poder y del control estatal sobre los medios. “En este contexto en el que unas formas, hasta entonces sumamente estructurantes des de identidades políticas, sociales o nacionales, se ven privadas de su herencia, la cuestión de las recomposiciones identitarias se convierte en un reto político de la máxima importancia” (30). Se cuestionó así su calidad por los esquemas repetitivos y por el público que no se renovó, cambiándolas por otras instancias de expresión más masiva. 

 

Con estas características las peñas se convirtieron en uno de los tantos medios de irrupción y resistencia para gran parte de los grupos sociales opositores. Ellas cumplieron un ciclo que fue necesario y significativo para la cultura, para el ánimo, para la subjetividad y para la política en general.  Los acontecimientos nacionales se sucedieron de manera vertiginosa, pero la peña tenía un ritmo más pausado, en donde constantemente debían lidiar con la autogestión, sin aportes estatales y con una precaria posibilidad expansiva. Así nacieron los denominados ‘cafés’ que fueron la sucesión de ellas, en tanto contenido, pero con una mirada más empresarial. Estos recintos también se convirtieron –sin pretender perjudicar a las peñas- en productos culturales necesarios para continuar resistiendo dentro de la contingencia nacional, con un público mucho más diverso y con un espíritu amplio en el espectro artístico confluyendo en ellos el rock, el jazz, el teatro, la danza y el denominado ‘rock andino’.

 

Las peñas no murieron principalmente por el hostigamiento que sufrieron por parte de la dictadura, sino más bien por la discreción de su radio, incapaz de revertir el proceso homogenizador del régimen. No fue un contrapeso real, sino más bien simbólico. La dictadura entendía que nada de su poderío estaba en juego al permitir su funcionamiento. De hecho muchos de estos locales resistieron las embestidas represoras, pero la persistente sensación de miedo, durante los primeros años de la dictadura (los más agresivos del régimen), provocaron que el público emigrara hacia otras instancias artísticas y políticas.  En este tiempo la presión internacional por los Derechos Humanos empezó a ser percibida por el régimen y a pesar de ello, éstas no significaron un peligro para la continuidad del dominio militar.

 

Fue desde la cultura desde donde se pudo reiniciar la reconstrucción de la sociedad chilena y las peñas tuvieron esa característica, sentimiento y capacidad que permitió el reagrupamiento. “Las peñas folklóricas tuvieron el valor de recoger las cenizas del canto social para mantener viva la llama de la esperanza en los diez años más implacables y difíciles de sobrellevar… producto de la represión” (31).  De ahí el valor histórico que ellas tienen dentro del contexto de la dictadura chilena en sus inicios. 

 

 

Conclusiones

 

La dictadura de Pinochet fue arrasadora para la oposición en general. Las organizaciones políticas fueron borradas para poder lograr una hegemonía social que le permitiera asentar sus raíces. Fueron el arte y sus espacios culturales –como las peñas folklóricas- las instancias que ayudaron a la conexión entre la gente en general, sobre todo en los jóvenes disidentes, permitiendo la rearticulación de los sujetos dispersos ante la primera impresión del golpe de Estado. Las peñas como cualquier expresión o movimiento artístico, conllevaron transformaciones en su desarrollo; la más importante fue la inserción que tuvo dentro del movimiento alternativo artístico, ampliándose mas allá de la música: “El mérito que se puede exigir a estas pequeñas tribunas, es haber ido a la vanguardia del movimiento” (32). 

 

Fue el lugar de reunión de la oposición en general, de los jóvenes en particular y de distintos actores sociales entorno al arte, que les permitió sacudirse del miedo. Ellas fueron un producto de la cultura, de la creación y un elemento importante a la hora de promover la empatía, la solidaridad y la organización social.  Fueron una de las formas que tuvo el movimiento cultural para manifestarse y que ayudaron a la reactivación del movimiento popular chileno. Las peñas acogieron, ayudaron y motivaron la reunificación, dando cabida a distintas expresiones de géneros y estéticas artísticas, negándose a olvidar todo el efervescente auge cultural que venía desarrollándose previamente a ellas. Las peñas se convirtieron en el cauce que ayudó a retomar esos caminos ya andados. Fueron un movimiento alternativo de difusión, de expresión, de política y de subjetividades, en paralelo a las disposiciones culturales del régimen de facto. “Las peñas se asomaron como una forma de contrarrestar el ‘apagón cultural’ al cual el régimen estaba forzando a vivir” (33) 

 

Estos refugios culturales permitieron el acercamiento del mundo popular al arte como expresión política, en donde la cultura se transformó en el mayor y en el más diverso de los espacios de desarrollo y expresión democrática que tuvieron los grupos opositores durante la dictadura militar, sobre todo para los jóvenes militantes. A pesar de que casi todos los espacios sociales estaban penetrados por la dictadura, el movimiento cultural logró rearticularse en estas instancias que fueron alternativas a las políticas culturales del régimen militar.

 

Con el tiempo el problema radicó en que una parte importante de la disidencia que jugó un papel trascendental en el derrocamiento de Pinochet, comenzó a quedar en el abandono, provocando que toda esa zona habitada por juventudes diversas pero homogéneas en sus objetivos, se transformara en un espacio juvenil anómico y dañado. Fue la contraposición de jóvenes rebeldes versus los viejos cuadros políticos, lo que condujo a la transición democrática en los años ’90, generando un silencio y desencanto histórico en la juventud militante. Para los jóvenes de la resistencia cultural fue una derrota más bien subjetiva, disimulada por todo el proceso político negociado, un vacío que anuló la energía y la identidad venida desde la década del ’80. La rabia, la ira, la decepción, la sensación de derrota y entrega inútil, la dignidad trastocada y el desencanto se reflejaron posteriormente en el posterior ostracismo juvenil que impuso el ‘no estar ni ahí’ con nada que tuviera que ver con la realidad nacional, lo que se transformó en el discurso y práctica cotidiana de estos nuevos jóvenes. “Como si los esfuerzos de los actores sociales, más que irradiarse en todos los pliegues de la vida social, se hubiesen focalizado alrededor de los dilemas electorales” (34). 

 

Tanto la Concertación en su momento y ahora la derecha como gobierno, han ayudado al olvido de las ideologías, de las identidades de clase. El país se ha convertido en una especie de país prestado, en donde todo su accionar está precedido por una cierta tutela más que de una dirección política integrada o participativa. La violencia popular hoy en día está enfrascada ya no solo en los sujetos jóvenes, sino en las organizaciones sindicales y en el pueblo Mapuche con sus reivindicaciones territoriales y su sistemática confrontación con el Estado chileno. La democracia se reinstaló sobre la base de la inactividad de los referentes sociales.

Estos elementos son algunas de las claves para comprender el gran desinterés por la participación social en el país, demostrado en la baja capacidad de reacción ciudadana y juvenil frente a situaciones que han afectado su propio bienestar. El descontento –sobre todo de los jóvenes- se ha transformado en un factor clave que determina el frágil desarrollo que ha tenido nuestra democracia y la evidente sequía de ideas, de proyectos y voluntades de la clase política. No respetar su propio pasado ahora cobra fuertes y rotundos impuestos. Los gobiernos y la clase política chilena no han sido los únicos que han motivado este silenciamiento, también la propia sociedad chilena ha sido ineficiente al no resolver sus tensiones, al naturalizar las desigualdades sociales y al amnistiar los horrores cometidos en contra de ella misma. 

 

Esta especie de albergue cultural nace debido a las transformaciones del Estado y de la economía. A ellas llegaron los músicos, los artistas, los cantores, los actores y la disidencia en general, convirtiéndose en la guarida necesaria para que los jóvenes pudieran respirar profundo y resistir a la dictadura, sobre todo, ante esta tormentosa intervención de lo cultural y la creación de una industria avasalladora y usurpadora que buscaba la globalización y el control de la sociedad. 

 

Cuando el régimen inicia la modificación de la industria cultural, el arte en sí se transformó en un producto de mercado que respondió a sus propios objetivos dictatoriales. De ahí que esta industria se convirtiera en sólo diversión y entretención para el público, en donde se pensara poco, como una especie de prisión intelectual, incapaz de resistirse al bombardeo ideológico y disciplinario de la dictadura que entrega una cuestionable libertad de la vida social.

 

De ahí la importancia en destacar que aunque el contexto y la decadencia cultural vivida durante la dictadura tuvo rasgos aniquilantes, ésta fue enfrentada con una contra cultura alternativa y espontánea, en donde uno de sus primeros refugios fueron las peñas folklóricas, como una especie de asilo ante a la exclusión de gran parte de la sociedad chilena, que de a poco reinició su vida pública, dejando lo privado para embarcarse en una aparición en la esfera social. 

 

Por ello es fundamental el hecho de que la memoria retenga aquella historia que pueda ser integrada en el sistema de valores, porque lo olvidado puede, en cierta medida, ser recuperado hasta en el menor de sus detalles. 

 

Quizás las peñas no tuvieron la fuerza necesaria para gestarse como un referente político y proyectual en contra del régimen, pero fueron espacios de cobijo, de creación y aglutinamiento que ayudaron a la organización social y política de los opositores. El tiempo fue implacable con ellas, pero quedaron grabadas a sangre y fuego en la historia del movimiento cultural alternativo, como un eco del pasado, condensadas en una postura política e ideológica en contra del régimen militar.

 

 

Notas

 

(1) Rafael Sagredo – Cristián Gazmuri (compiladores): “Historia de la vida privada en Chile.  El Chile contemporáneo. De 1925 a nuestros días”. Articulo de Jorge Rojas y Gonzalo Rojas: ‘Auditores, lectores, televidentes y espectadores.  Chile mediatizado. 1973-1990’. P. 384. Editorial Aguilar Chilena Ediciones. Santiago, 2007

(2)Lola Proano: Powerpoint entregado en curso “Reconstrucción de la Historia. Los productos culturales como arsenal de la memoria”, dictado en la Universidad Nacional de La Plata.  Buenos Aires, 2010

(3) A partir de la restauración democrática todas las expectativas de ‘verdad y justicia’ fueron frustradas por algo similar a un pacto de silencio que buscaba la consolidación de una democracia ‘a la chilena’.  Pinochet siguió ‘gobernando’ al dejar entrelazadas las relaciones de fuerzas y una serie de garantías que le beneficiaban, entre ellas seguir siendo Comandante en Jefe del Ejército y senador vitalicio en el congreso nacional. Los avances por la democratización y la memoria se hicieron cada vez más lentos.  Era claramente un paso hacia el olvido en la estrategia de la derecha y una postura acomodaticia de la Concertación de Partidos por la Democracia en el nuevo gobierno encabezado por el democratacristiano Patricio Aylwin Azócar, ante los beneficios de la coyuntura política.  Pactaron una reconciliación que les permitió tranquilidad para cada uno de sus componentes, evitando todo tipo de escollos, de acciones de violencia y manteniendo el control de un proceso que no terminó en una manifestación explosiva. La clase política fue condescendiente de esta actitud y aprobó este silencio de manera casi totalitaria. La izquierda optó también por una verdad y una reconciliación pactada, perdiendo el atractivo ideológico e incapacitada para atraer a las masas populares, al igual que la opinión pública que se veía inmersa en un creciente desarrollo económico. Los gobiernos concertacionistas han sido de un fuerte recato político, conservadores en el aspecto social y profundizadores del sistema neoliberal instaurado por la dictadura de Pinochet. Han privilegiado el consenso político más allá de una revisión historiográfica sobre el pasado reciente chileno.  No ha promovido ni ayudado a motivar la participación civil en las decisiones políticas y de proyección nacional.  Esta acción ha violentado la evaluación que se puede hacer de ella, pues ha ahondado la desmemoria del denominado ‘pueblo chileno’. Han asistido y elevado valores que son apéndices de los vestigios pinochetistas y del sistema global mundial, golpeando la colectividad y lo social, para hundirse en la individualidad. El movimiento popular se vio imbuido en una desorientación o decepción, no obteniendo ningún poder de presión ni representación válida. Lo que se buscó fue encontrar un equilibrio, un cierto ‘empate’ de cada bando por validar y colocar como eje principal su memoria colectiva sobre el golpe de Estado de 1973. La violencia de Estado ha sido innegable y sus consecuencias son aun irresolutas y perceptibles en la sociedad chilena.

(4)Yosef Yerushalmi: “Los usos del olvido”.  Editorial Nueva Visión. Argentina, 2000

(5)Verónica Valdivia, Rolando Álvarez, Julio Pinto: “Su revolución contra nuestra revolución.  Izquierdas y derechas en el Chile de Pinochet (1973-1981)”. Lom Ediciones. Santiago de Chile, 2006

(6)Elizabeth Jelin: “De qué hablamos, cuando hablamos de memorias”. www.cholonautas.edu.pe 

(7)Carles Feixa: “Antropología de las edades”.  P. 2. www.cholonautas.edu.pe

(8)Klaudio Duarte: “El potencial de su diversidad”.  En libro ‘Juventudes de Chile’.  P.  6.  Lom Ediciones. Santiago de Chile, 2005

(9)Erik Erikson: “Identidad, Juventud y Crisis”.  P. 105.  Editorial Paidós.  Buenos Aires, Argentina.

(10)Verónica Valdivia, Rolando Álvarez, Julio Pinto: “Su revolución contra nuestra revolución.  Izquierdas y derechas en el Chile de Pinochet (1973-1981)”. P. 67. Lom Ediciones. Santiago de Chile, 2006

(11)Gabriel Salazar – Julio Pinto: “Historia Contemporánea de Chile. Niñez y Juventud”.  Tomo V.  P. 236. Lom Ediciones. Santiago de Chile, 2002

(12)Jorge Larraín: “Identidad chilena”. P170 Lom Ediciones.  Santiago de Chile, 2001

(13)Ibíd.  P. 173.

(14)Duarte. Op. Cit.  P.  19.

(15) Gabriela Bravo – Cristian González: “Ecos del tiempo subterráneo.  Las peñas en Santiago durante el régimen militar (1973-1983)”.  P. 48-49.  Lom Ediciones. Santiago de Chile, 2009

(16)Ídem.  P. 171.

(17)Paul Ricoeur: “Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido”.  Editorial Siglo XXI Editores – Universidad Iberoamericana. Departamento de Letras.  Documento entregado como bibliografía de curso.

(18)William.  Op. Cit.  P. 164.

(19) Bravo – González.  Op. Cit.  P. 18.

(20)Salazar – Pinto.  Op. Cit.  P.  234. 

(21)Bravo – González. Ibídem.  P. 51.

(22)Raymond William: “Estructuras del sentir”.  P. 155.  Editorial Península. Barcelona, 2000

(23)Salazar – Pinto. Op Cit.  P. 238.

(24)Maurice Halbwachs: “La memoria colectiva”. Editorial Prensas Universitarias de Zaragoza.  España, 2004.

(25)Naomi Klein: ‘La doctrina del shock.  El auge del capitalismo del desastre’.  P.26. Ediciones Paidós. Madrid, España 2007

(26)Alain Touraine: Lex deux faces de l’identité. En Tap, Pierre: Identités collectives et changements sociaux. (Toulouse, 1986). Citado en Pedro Milos: “Los movimientos sociales de abril de 1957 en Chile. Un ejercicio de confrontación de fuentes” (Tesis inédita de doctorado en Ciencias Históricas, Universidad Católica de Lovaina). Lovaina, 1996.  

(27) Gabriel Salazar - Julio Pinto: “Historia Contemporánea de Chile.  Actores, identidad y movimiento”.  Tomo II.  P. 72.  Lom Ediciones.  Santiago de Chile, 1999.

(28) Debate sobre el libro del sociólogo Tomás Moulian, ‘Chile actual: anatomía de un mito’. Memoria social, ensayo historiológico – privado- y teoría critica”. Santiago de Chile, 1997.

(29)Bravo – González. Op. Cit.  P. 188. 

(30)El día 11 de mayo de 1983, la Confederación de Trabajadores del Cobre, convocó a la primera movilización nacional en contra de la dictadura, las denominadas Jornadas de Protesta Nacional.

(31) Armand Mattelart y Érik Neveu: “Introducción a los estudios culturales”.  P. 91. Editorial Paidós. España, 2004

(32)Ibídem.  P. 199.

(33)Ibídem.  P. 200

(34) Patrick Guillaudat – Pierre Mouterde: “Los movimientos sociales en Chile.  1973 – 1993”.  P. 206.  Lom Ediciones.  Santiago de Chile, 1998

 

Bibliografía

 

·        Bravo Gabriela –Cristian González: “Ecos del tiempo subterráneo.  Las peñas en Santiago durante el régimen militar (1973-1983)”.  Lom Ediciones. Santiago de Chile, 2009

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·        Debate sobre el libro del sociólogo Tomás Moulian, ‘Chile actual: anatomía de un mito’. “Memoria social, ensayo historiológico – privado- y teoría critica”. Santiago de Chile, 1997.

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·        William Raymond: “Estructuras del sentir”.  Editorial Península. Barcelona, 2000

·        Yerushalmi Yosef: “Los usos del olvido”.  Editorial Nueva Visión. Argentina, 2000

 

 

* Sandra Molina. Licenciada en Historia y Ciencias Sociales (Universidad de Artes y Ciencias Sociales ARCIS). En proceso de tesis Maestría en Historia y Memoria (UNLP)

 

 

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