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Espacializando la memoria: Reflexiones sobre el tiempo, el espacio y el territorio en la constitución de la memoria. (1)

Aletheia, volumen 2, número 3, noviembre 2011. ISSN 1853-3701

Artículo/Ospina Florido en PDF

 

Byron Ospina Florido*

(MSC-UNLP)

 2011

 La Plata, Argentina

 byron_ospina@yahoo.es

 

Resumen

El siguiente artículo presenta una serie de reflexiones teóricas en torno a la dimensión espacial y territorial de la memoria de poblaciones campesinas. Tomando como referente el campesinado colombiano, el trabajo analizará los vínculos existentes entre la memoria, la identidad campesina y el espacio material e inmaterial. En un primer momento se abordará la noción de tiempo histórico y en un segundo apartado se desarrollará la relación entre espacio, tiempo y memoria. El eje articulador entre los dos acápites estará direccionado por los aportes teóricos de Walter Benjamin.

Palabras Claves:

Jetztzeit, Espacio, Territorio, Memoria, Campesino.

 Introducción

 

En medio del conflicto armado colombiano, el desplazamiento forzado se ha constituido en unas de las prácticas más recurrentes por parte de los actores armados, especialmente  las Fuerzas Armadas y/o los paramilitares, para la cooptación y control territorial, ya sea para efectos militares o económicos. Como consecuencia, se ha producido una expulsión de millones de pobladores rurales (campesinos, indígenas y afrocolombianos) y con ello, se han reconfigurado los sistemas de  percepciones, apreciaciones y acciones que constituyen sus modos de vida, de apropiación y de control territorial. De esta forma el desplazamiento forzado no sólo ha ido reemplazado violentamente los vínculos de propiedad, sino que también a modificado aquellos lazos subjetivos de identidad y de afecto existentes entre el sujeto y el territorio (Montañez, 2001)

 

Hay que recordar que históricamente los hombres y mujeres del campo, todos desde lugares tradicionalmente construidos en relación a la tierra y con un sentido de pertenencia hacia ésta, han tenido que “abandonar” forzadamente sus hogares para  salvaguardar su vida. Una vida que tras el desplazamiento ha sido constantemente deshumanizada por muchos y olvidada por los “otros” refundadores de la patria y el progreso. Una vida que violentamente la ha convertido en una no vida, indigna para cualquier ser humano. Una vida extraña y extranjera en su propia nación. Una vida con memoria, olvidos y remembranzas de un paraíso estancado en el pasado.

 

Esta noción de no vida, producto del impacto material e inmaterial del desarraigo, el desplazamiento y la persecución política en el país, nos lleva a repensar al territorio y al lugar como dispositivos intrínsecos para la activación o por el contrario, el anquilosamiento de la memoria en aquellas comunidades con vínculos estrechos con la tierra.

 

Bajo esta premisa en las siguientes líneas precisaremos algunas reflexiones teóricas que encuentran en los postulados de Walter Benjamín el insumo para dilucidar la dialéctica existente entre la memoria y el espacio y el territorio campesino.

 

 

El tiempo Benjaminiano

 

La violencia, ese periodo que parece fijarse, casi sin medida e infinitud, a lo largo y ancho de la historia de Colombia, hoy ya cumple más de medio siglo de infatigable accionar. Su persistencia ha instaurado tras la cotidianidad de la muerte y la generalización del conflicto sociopolítico una excepcionalidad que raya con la insensatez y la amnesia colectiva. Así, el estado de emergencia en el que hemos vivido se ha naturalizado y junto a él, los discursos que sostienen la catástrofe única (Benjamin, 1999), la hecatombe nacional.

 

La ruina del olvido fortifica esta excepcionalidad, reproduciendo tras de sí, una historia de “vencedores” y “vencidos”, que ensombrece la memoria de las víctimas. Poblaciones enteras, experiencias vitales, procesos organizativos y políticos se desvanecen de la memoria histórica del país, excluyendo sus genealogías del pasado.

 

Entre los sectores que hoy vindican su lugar en la historia y en la memoria colectiva del país se encuentran las comunidades rurales, que movilizados alrededor de la tierra, el territorio y la identidad étnica y cultural buscan posicionar su memoria y sus luchas. Justamente, pensar la relación memoria-territorio-identidad en casos particulares como en poblaciones campesinas, nos exige reformular la vinculación del tiempo y del espacio en los trabajos de la memoria, revalorando lo histórico y lo geográfico, no como algo estático y progresivo sino como algo esencialmente dinámico, vivo  e intersubjetivamente compartido.

 

El primer reto en esta revaloración, reclama la desarticulación de la linealidad del tiempo para recomponerla a través de su multidimensionalidad y de su relacionalidad con el presente. Para ello hay que superar “la vieja y caduca noción de progreso, elaborada por la burguesía […] que concibe a dicho progreso como una línea siempre y fatalmente ascendente, que avanza acumulando sólo logros y conquistas, y que en su marcha indetenible nos asegura que todo hoy es inevitablemente mejor que todo ayer, y que todo mañana será mejor sin duda mejor que hoy” (Aguirre, 2002:7)

 

En esta configuración positivista, el tiempo ha sido el cúmulo de sucesos, hechos o acontecimientos dados en determinados periodos históricos, direccionados por las victorias de los vencedores en un ascendentismo sin fin. En esta perspectiva, San Agustín establecería en el “tiempo cristiano” las bases para la construcción de una filosofía de la historia progresista; centrando la temporalidad de esta historia en una linealidad, representada por el aporte judeocristiano de la creación, la caída y redención.

 

La idea de creación, en la temporalidad histórica significó el inicio de la duración. Con la creación se dio el principio fuera de todo, el principio absoluto, el origen a partir de la intervención divina. A partir de estas concepciones el tiempo adquirió un carácter progresista, cuya direccionalidad siempre apuntaba hacia adelante, hacia la redención del mundo. Es así que el pasado, el presente y el futuro se convirtieron en referentes fijados en el tiempo y en propósitos ligados a la fe, que reconstruidos por el saber del historiador se posicionaron como modelos para la base de la historiografía positivista.

 

Frente a esta concepción temporal de pasado, presente y futuro como los pasos (del antes, el ahora y el después) de la historia redentora, Benjamín (1999) invita al historiador crítico a pasar por la historia el cepillo a contrapelo buscando en esta nueva interpretación de lo temporal y de lo histórico, superar los lugares comunes o repetidos que obnubilan la historia, son las claves para la comprensión de la realidad, porque -en palabras de Carlos Aguirre-, “solo al avanzar a contracorriente de esa historia rehecha por las clases dominantes, será posible restituir esos pasados derrotados y esos proyectos y líneas en conflicto […] Avance a contrapelo de la historia oficial y dominante, que nos hará posible desmitificar los “orígenes gloriosos”, y también las genealogías siempre vencedoras y conquistadoras que llenan esas historias oficiales, a la vez que nos permite deslegitimar la continuidad siempre positiva, ascendente, gloriosa y supuestamente indetenible del avance y el triunfo de los actuales dominadores” (Aguirre, 2002: 6)

 

Viendo entonces la historia a contracorriente, y desmontando y superando esa noción lineal, simplista, y autocomplaciente del progreso, Walter Benjamín va a llegar también a otra noción del tiempo y de la temporalidad en la historia, noción que partiendo de la necesidad obligada de «hacer saltar el continuum de la historia» (tesis XIV) va a concebir el tiempo como «tiempo actual», y por lo tanto como un tiempo «lleno» (tesis XVI), denso y cargado de sentido, es decir como constelación cargada de tensiones o «constelación que se cristaliza en una mónada» (Benjamin, 1999: tesis XVII)

 

En tal sentido, Aguirre continúa diciendo que:

 

En cambio, y en lugar de esta idea mil veces repetida por la historiografía positivista e historicista, lo mismo que por la historia oficial, Benjamín va a proponer esa idea sutil y compleja del «tiempo del ahora» o «tiempo actual» (tesis A),  que es un tiempo denso, cruzado por múltiples fuerzas en conflicto, y cargado de diferentes sentidos. Un tiempo en el que es posible unir, en torno de un dato actual, solamente a ciertos pasados que son relevantes para su explicación, y con los cuales ese tiempo actual tiene conexiones específicas, complicadas, pero muy bien determinadas (Benjamin, 1999: tesis XVII)

 

El jetztzeit o “tiempo del ahora” permite pensar hondamente la relación dialéctica entre el pasado y el presente como algo no determinado en y para la historia; en otras palabras, pensar el tiempo del ahora es pensar en la posibilidad de romper con esas “imágenes eternas” instauradas colectivamente en los imaginarios como referentes sin sentido de un tiempo vencedor, es deslumbrar la excepcionalidad y la barbarie con la cual hemos convivido no sólo como observadores de unos pasados sino como herederos de éstos mismos. En pocas palabras, el jetztzeit es la apuesta benjaminiana por la interrupción del continuum del tiempo tal como nos lo ha presentado la modernidad burguesa.

 

Tiempo actual: Memoria actual (2)

 

“Los escasos cinco decenios del homo sapiens -dice uno de los más modernos biólogos- representan, en relación con la historia de la vida orgánica sobre la Tierra, unos dos segundos en el curso de una jornada de veinticuatro horas. Llevada a escala, la historia de la humanidad civilizada ocuparía un quinto del último segundo de la última hora. El tiempo actual, que como modelo del tiempo mesiánico resume en una grandiosa abreviación la historia entera de la humanidad, coincide exactamente con la parte que la historia de la humanidad ocupa en el universo” (Benjamín, 1999: Tesis XVIII)

 

La idea del “tiempo actual” se presenta como el reto que debemos afrontar, no sólo en los hechos históricos sino en las construcciones subjetivas que estos mismos referentes tienen para la memoria de las comunidades campesinas. Pensar jetztzeit implica reformular nuestra misma concepción de lo histórico, confrontar nuestras apuestas académicas, políticas y pedagógicas frente a un ejercicio de análisis donde podamos trascender el continuum temporal con el cual se ha representado la historia del campesinado en Colombia.

 

Precisamente el reto consiste en redimensionar la genealogía del pasado en relación con el ahora. Poder impulsar nuestra mirada hasta lograr saltar y esquivar la fuerza que nos aleja del paraíso, para con esto adentrarnos en las múltiples  relaciones que nos configuran y que configuran esa relación dialéctica pasado-presente.

 

En esta dinámica la historia de las regiones no pueden ser explicadas de forma apresurada, sobreentendiendo por ejemplo, el carácter beligerante y organizativo de la población campesina como producto de “x” o “y” acontecimiento, reproduciendo en ello la idea de una historia con pasados y presentes racionalmente delimitados. Por el contrario, el objetivo es evidenciar las tensiones o momentos de peligro donde la cara de la historia mejor es apreciada, es como diría Benjamín “la verdadera imagen del pasado pasa súbitamente. Sólo en la imagen, que relampaguea de una vez para siempre en el instante de su cognoscibilidad, se deja fijar el pasado” (Benjamin, 1999: tesis V)

 

Como hemos afirmado con anterioridad, esos instantes de cognoscibilidad no pueden ser hallados en pasados y presentes estáticos, son esencialmente vislumbrados en las interrelaciones de esas otras historias “naturalmente” olvidadas por la historia “provisionalmente” vencedora. Lo que implícitamente nos propone esta postura, es el de evidenciar los instantes de peligro de las pequeñas historias, comprendiéndolas como “historias grandes” sin caer en la adición historicista que tanto critica Benjamín.

 

Dicha “proporcionalidad” histórica no radica en lo universal de sus acontecimientos, ni en la adición sin medida de hechos y personajes, por el contrario y apartándonos de la simpleza y de la empatía hacia los vencedores de la historia universal (3), creemos que la grandeza histórica es dada por la singular genealogía que la conforma, es decir, por las múltiples interacciones que en ella pueden darse, abarcando procesos sociales, políticos, culturales y organizativos, todo ello necesario para entender la barbarie y los horrores propios de la excepcionalidad histórica.

 

No obstante esta grandeza -tal como nosotros la entendemos- constantemente ha sido relegada y en muchos momentos minimizada no sólo por los que ostentan el poder sino también por aquellos que tras la apariencia de la academia han servido a esos otros “poderosos”. Esta situación en particular, ha generado para la sociedad, y en general para el imaginario colectivo, la aceptación de un transcurrir histórico donde los actores y sujetos históricos son observado desde sus elementos antropológicos o sociológicos como meros objetos dentro de un gran esquema temporal que los ubica en sus pasados gloriosos o por el contrario, los analiza desde sus fracasos y errores.

 

Por otra parte y siguiendo esta misma perspectiva, se ha generalizado la idea de una historia sin victimarios y sin victimas donde los hechos o acontecimientos del pasado son mostrados como normales y propios del paso incansable del progreso. De este modo el pasado es dejado allá, en el pasado, mientras apelamos a un “futuro” que en última instancia es la negación directa de nuestra existencia. Es como afirma Gandler al referirse al carácter ontológico de la obra de Benjamín:

 

“El futuro no existe, sólo lo podemos imaginar como el potencial resultado del alejamiento del paraíso, de la incapacidad de detenernos. Pero antológicamente o materialmente el futuro es inexistente. Es únicamente el resultado imaginativo de nuestra fantasía y de nuestra incapacidad de ver con calma el presente. La idea del futuro es el resultado de la negación al presente que se vive plenamente, es el presente interrumpido. La fijación en la idea del futuro es a la vez la negación al derecho de las generaciones pasadas sobre nuestra débil fuerza mesiánica, porque la fijación en el futuro es inseparable del olvido del pasado” (Gandler, 2003:22)

 

De ahí el interés de los que apelan a la linealidad y al vació temporal para reproducir en el imaginario, la concepción de una historia donde al final del fratricidio, se llegará a la tan inalcanzable “paz”. Pero hasta que llegue este glorioso momento, es menester aceptar según el transcurso del tiempo la barbarie para la superación de la misma. Es en pocas palabras, la normalidad histórica del horror.

 

“De este modo, si el conflicto social y el combate que se libra entre los dominadores, y los oprimidos se hace presente todo el tiempo, y lo mismo dentro de la esfera cultural que dentro de los ámbitos económicos, políticos o sociales, entonces la supuesta paz social y la normalidad sin mácula que las clases dominantes intentan proyectar como la situación imperante en general, no es más que una mentira tramposa, basada una vez más en la completa impostura” (Aguirre, 2002: 6)

 

En la medida en que se reproduzca esta impostura, la sin razón histórica estará a la orden del día y con ella la revictimización de esas “historias grandes” que vistas desde el podio de los vencedores serán susceptibles de olvido.

 

“Sólo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer” (Benjamin, 1999: tesis V)

 

Justamente, para evitar que los vencedores fijen en su tiempo vacío y homogéneo la normalidad histórica del horror, como imperativo del progreso y del desarrollo bajo la mirada redentora del “futuro”, y para evitar con ello, el olvido de los pasados relevantes como producto del continuum del tiempo oficial, es menester acudir a la recuperación colectiva de la memoria como un ejercicio estratégico en la irrupción del continuum temporal. La apuesta por la recuperación de la memoria debe ser una labor que incida, al unísono con el análisis temporal del jetztzeit, en la reconstrucción de las historias invisibilizadas, como una apuesta por las reivindicaciones políticas y organizativas de los oprimidos que tras el sturm del progreso se han convertido en la pieza faltante para la articulación histórica del pasado.

 

Dicha articulación, exige que los “trabajos de la memoria”, como los categoriza Jelin (2002) o los ejercicios de reconstrucción colectiva de la memoria, apunten no sólo a retomar las imágenes pérdidas en el tiempo, sino que junto con esas imágenes puedan ser construidas posibilidades revolucionarias frente a la constitución misma del presente, es decir, posibilitar una reconstrucción de la memoria capaz de trascender el campo académico o del interés investigativo para convertirse en una herramienta desde y para las poblaciones en una permanente praxis histórica.

 

El ejercicio de reconocer y autoreconocerse dentro de un marco histórico mucho más amplio y complejo, permite comprender desde diferentes esferas el papel de la memoria dentro de la vida local, regional y nacional. De este modo, la memoria adquiere nuevos significados, codificando esos pasados relevantes que en su apariencia lineal aparecían como aislados, desconexos. La lucha por la articulación de nuevas y viejas alternativas, entre otros, son abordados ya no sólo como episodios de una historia que fue sino como parte constitutiva de una memoria y de un tiempo histórico del ahora.

 

Espacio, territorio y memoria

 

Si comprendemos la memoria como una “memoria actual” y al tiempo histórico como jetztzeit, encontramos que en medio de los dos fluyen, chocan y se complementan otros factores que hacen del recuerdo y de la acción en el presente una característica esencial de la historia y de la vida misma. Entre esos factores constituyentes de la memoria campesina, encontramos que el espacio y más concretamente el territorio, ha demarcado los caminos históricos que hombres y mujeres transitaron -y transitan- con el fin de materializar el “futuro” en su presente.

 

La lucha por la tierra expresada de diversas maneras ha incidido -innegablemente- en aquellas manifestaciones producidas y reproducidas en los pasados relevantes de las regiones. Dichas manifestaciones han caracterizando de manera diferencial esos instantes de peligro necesarios para descubrir la memoria de una  historia  olvidada por la oficialidad y la barbarie. De tal forma tierra, territorio y espacio se complementan y a la vez se complejizan, dotando a la memoria y a los sujetos portadores de esa memoria de un significado resultante de la interacción entre lo material e inmaterial.

 

Para las memorias de los campesinos existe un estado de interdependencia entre lo material, y lo inmaterial, es decir entre lo concreto y lo abstracto, que subyace del acto mismo de recordar. Así el fenómeno memorístico se singulariza por las condiciones y los niveles de apropiación con ciertos lugares o espacios desde los cuales es leída la experiencia individual y colectiva. La tierra (4), la “finquita”, la vereda, la región, junto a las relaciones de tipo sociocultural que se reproducen en éstos (las festividades, la familia, la organización social y política, las relaciones vecinales, la cotidianidad, etc.) son los elementos que le dan forma al espacio dentro de la memoria.

 

Aquí el espacio no es concebido como un escenario estático, absoluto (espacio objetivo) o cuantitativamente reducido a un mero reflejo del paisaje natural, por el contrario, el espacio que interactúa en la memoria de los campesinos es relacional, complejo y lleno de significado (espacio social). Siguiendo los postulados de Schatzki  podemos afirmar que “la realidad social no es de ninguna manera un conjunto de objetos situados en el espacio objetivo, sino que esta realidad es, ante todo, relación social de vidas humanas.”(Delgado, 2003:19)

 

El espacio social es una realidad relacional concreta surgida de las relaciones sociales que se dan más allá de las puras relaciones entre individuos. El espacio social no se refiere al espacio de la experiencia individual, ni se puede caracterizar como mental o subjetivo. La espacialidad de la vida social es la espacialidad de esa realidad social, constituida por seres humanos socialmente relacionados y existentes en un mundo interconectado” (Schatzki, en Delgado, 2003:20)

 

Para Lefebvre (1991) esa espacialidad de la vida social es constituida por tres momentos -interconectados, complementarios-: las prácticas espaciales, las representaciones del espacio y los espacios de representación. Es a partir de estos elementos que el autor construye su tesis sobre la producción social del espacio y es justamente esta interpretación de lo espacial la que mejor posibilidades brinda para comprender una espacialización de  la memoria:

 

Las prácticas espaciales surgen de las forma en que se genera, utiliza y percibe el espacio. “Estas prácticas espaciales están asociadas con las experiencias de la vida cotidiana y las memorias colectivas de forma de vida diferentes, más personales e íntimas” (Oslender, 2002:3)

 

- Las prácticas según la lectura de Oslender corresponden a una inter-subjetivación de la experiencia que, para el caso del campesinado son reflejadas en la conformación de un estilo de vida campesino, donde la vinculación directa e indirecta con la tierra ha generado un particular modelo de producción no sólo económica (minifundio, autoabastecimiento) sino social y cultural. Estilo de vida atravesado por una apropiación y una identidad demarcada por el imaginario históricamente construido, vivido y heredado.

- Las representaciones espaciales “se refieren a los espacios concebidos derivados de una lógica particular y de saberes técnicos y racionales; un espacio conceptualizado, el espacio de científicos, urbanistas, tecnócratas e ingenieros sociales” (Lefebvre, 1991:38) Es en otras palabras, es un espacio derivado de la lógica del desarrollo y del progreso.

 

Estas representaciones espaciales han producido procesos de comodificación y burocratización de la vida cotidiana, que en palabras de Habermas se puede entender como la colonización del mundo-vida, es la objetivación de las prácticas espaciales, de las experiencias de la vida y por ende de la memoria.

 

Si entendemos que el espacio -al igual que la memoria- es un sitio de constante interacción y lucha entre dominación y resistencia, entonces, las representaciones espaciales se convierten en los referentes agenciados por un sistema que pretende controlar y racionalizar los lugares donde adquiere sentido la memoria. Esto conlleva a la implantación de un pensamiento-acción donde son modificados y resignificados los lugares íntimos de las memorias dentro del modelo burgués de tiempo, espacio y progreso.

 

[…] “Como demostró Marx, la economía capitalista se basa necesariamente sobre el concepto del tiempo como algo lineal e inmutable. Esta concepción es ciertamente sagrada para la ideología dominante, porque el tiempo es, la única medida que tiene la forma económica existente hoy en día prácticamente sobre toda la tierra, para comparar lo que en sí es incomparable: el trabajo distinto de seres humanos distintos” (Gandler, 2003:5)

 

Junto con el tiempo homogéneo del progreso, los espacios se constituyen en los garantes para el mantenimiento del flujo e intercambio de la economía. En tal sentido los espacios se reconfiguran en razón a la proximidad y la accesibilidad de los mercados, así como en los guardianes de la materia prima, necesaria para el sistema. Es así que los espacios concebidos desde las practicas espaciales, es decir, desde la intimidad y la interacción socio-cultural tienen que ser abolidos, fragmentados, reemplazados -violentamente si es necesario- por un espacio y unas representaciones (modos de vida, de producción, tradiciones, historia) que obedezcan a los retos del capital y el desarrollo.

 

Esta idea de tiempo y de espacio para las comunidades arraigadas y con vínculos territoriales han derivado en un avanzar sin control de su propia historia. Es la incursión en una temporalidad lineal que no permite que se reconozca la praxis del presente desde sus pasados. Lo que se busca es que se fije la mirada -de por sí ya desviada del pasado- en un porvenir sin medida.

 

Gandler afirma, refiriéndose al problema del descontrol como producto del progresismo que:

 

“Así es la situación del mundo actual en su condición provocada por la forma de producción capitalista: avanzamos indeteniblemente, no solamente por el progreso tecnológico, sino también por la necesidad aparentemente eterna de luchar por la sobrevivencia. Es decir, no solamente no podemos ver hacia donde nos dirigimos, sino en el momento mismo, nuestro actuar es un actuar torpe, en cada instante podemos caernos. El no poder ver a donde vamos implica también el no poder controlar nuestro cuerpo. Así como el ángel no puede cerrar sus alas para poder detener y hacer los movimientos que quisiera hacer, así somos nosotros en esta sociedad: fuerzas exteriores nos impiden movernos como quisiéramos, trabajamos cada ves más, pero sin decir que producimos, cómo usarlo y quien lo puede consumir. (…) lo que llamamos progreso, es justamente uno de los factores que nos impiden controlar nuestros pasos, nuestro cuerpo, entendiendo no solo como el cuerpo individual sino también como el colectivo, es decir la sociedad. Es el progreso técnico el que nos “ayuda” a avanzar sin saber a donde y sin poder controlar los pasos” (Gandler, 2003:7)

 

Entonces las memorias elaboradas como fruto de la resistencia y la lucha campesina (los pasos controlados de la historia), tendrán que “modificarse”, por una memoria que responda a las perspectivas de unos pobladores más competitivos, capaces de construir desde sus ventajas comparativas “futuro” y Nación (5). Sin embargo, esta pretendida cuantificación del espacio y de la memoria lleva consigo un alto grado de resistencia, ya que las prácticas espaciales contienen por su acumulado experiencial y relacional un potencial para resistir la colonización de los espacios concretos.

 

- De esta resistencia surgen los espacios de representación como contraparte a los procesos de objetivación derivados de la lógica capitalista. “Estos son los espacios vividos que representan formas de conocimientos locales y menos formales; son dinámicos, simbólicos, y saturados con significados, construidos y modificados en el transcurso del tiempo por los actores sociales. Estas construcciones están arraigadas en experiencia y constituyen un repertorio de articulaciones caracterizadas por su flexibilidad y su capacidad de adaptación sin ser arbitrarias” (Oslender, 2002:4)

 

Los espacios de representación complejizan las prácticas espaciales, dando lugar a una apropiación más íntima de espacio-tiempo, apropiación espacial que no necesita obedecer a reglas de consistencia o cohesión. Llenos de elementos imaginarios y simbólicos, tienen su origen en la historia, en la historia del pueblo y en la historia de cada individuo que pertenece a este pueblo (Lefebvre, 1999:41) Es aquí donde adquiere sentido la memoria histórica como antecedente de resistencia frente al embate del historicismo positivista y las políticas de olvido.

Dentro del espacio de representación se reivindica lo tradicional como autoreconocimiento de la experiencia vivida y compartida en la historia. Es la reivindicación de lo identitario como punta de lanza para el reconocimiento de lo continuamente negado por los vencedores. Lo tradicional surge como algo vivo, dinámico y activo, no como algo estático en el tiempo pasado, es un referente para romper con el tiempo histórico homogéneo y vacío.

 

Retomar la tradición de una manera no folklorista, podría ser lo que Walter Benjamín llama el “salto de tigre al pasado”, pero este salto no significa alejarse de la posibilidad de una sociedad radicalmente distinta a la existente y a sus estructuras destructivas y represoras, sino que “ese salto dialéctico (…) es la revolución, como lo comprendía Marx”. Ser revolucionario implicaría entonces la capacidad de recordarse, de ver y aprender de las generaciones pasadas, de sus experiencias y tradiciones (Gandler, 2003:12)

 

Lo tradicional no radicaría entonces en lo asimilado desde una perspectiva meramente antropológica, por el contrario, lo tradicional desbordaría para este caso las manifestaciones culturales tales como: los ritos, las festividades, las costumbres, el parentesco, la música, etc.

 

Implícitamente estas manifestaciones importantes para la vida cultural y por ende, para la constitución de lo tradicional, han sido atravesadas por la interacción o la íntima relación entre éstos y la organización política. En lugares de Colombia la organización política del campesinado ha marcado no sólo una orientación partidaria sino también ha configurado procesos de arraigo muy fuertes, por ejemplo en una de las zonas históricas por el movimiento campesino y la lucha por la tierra (Juan de Sumapaz) el Partido Comunista y los Sindicatos Agrarios han marcado las pautas en la vida histórica no sólo de los espacios rurales sino de las personas en general. La organización política como producto de la ardua lucha y resistencia campesina en estas regiones, generación tras generación ha forjado un fuerte vínculo entre lo político y lo cultural, adicionando a la identidad campesina un férreo sentido histórico. Particularmente estos campesinos se reconocen como herederos -activos- de un largo trasegar de reivindicaciones y exigibilidades.

 

En este sentido, Benjamin (1999:12) afirma que la historia mira entonces hacia atrás para ver allá, muy lejos, en las tradiciones perdidas, el punto adonde el tigre podría saltar e interrumpir el continuum de la historia Lo tradicional marcaría esos pasados relevantes en donde se podría evidenciar de mejor manera los momentos de peligro, y con ello, interrumpir desde la praxis histórica el continuum de la temporalidad burguesa; sin embargo, en este punto se hace evidente la contradicción y pugna entre los espacios de representación (espacios objetivados/racionalizados) y las representaciones del espacio (espacios vividos).

 

En medio de la dialéctica producida entre los que resisten y los que se imponen violentamente a estas resistencias, emerge un profundo sentido de territorialidad desde el cual los campesinos se aferran para afrontar la colonización del mundo-vida. “La persona humana, categoría superior y espiritual del ser humano, alcanzable cuando éste aprende a saber, a conocer, a amar, está indisolublemente ligada a un territorio de escala pequeña, a un territorio de cotidianidad, con el cual interactúa” (Boisier,2001:7)

El territorio y el sentido de territorialidad producido en las relaciones sociales y enmarcadas en determinados espacios, configuran los vínculos de poder, dominación, pertenencia, identidad e historia existente entre el sujeto y el territorio, vínculos que en última instancia refuerzan esa interdependencia y correlación entre tiempo y espacio como una interpretación alternativa de la historia y la memoria oficial. Es en el territorio donde confluye lo percibido y lo vivido. El territorio le otorga sentido a la memoria y es en el territorio donde dicha memoria se constituye como historia individual y colectiva. El reconocerse dentro de un espacio territorializado, permite al campesino comprender la historia como propia, comprender la memoria como la sumatoria de sueños, luchas, reivindicaciones de los acallados por el olvido, por el horror.

 

A modo de conclusión podríamos afirmar que de la espacialidad de la vida social y de su territorialidad surge y se retroalimenta la espacialización de la memoria; espacialización entendida como la conjunción entre los elementos materiales e inmateriales presentes en el “tiempo actual” y el espacio. Para identificar -como apela Benjamín- esos instantes de cognoscibilidad histórica, se hace necesario -en el caso de comunidades rurales y más aún en el caso de poblaciones tradicionalmente constituidas en relación a la tierra- construir unos referentes interdisciplinarios propios de las ciencias sociales, para con ellos y desde los conocimientos locales dilucidar esa relación, poco explorada de memoria y territorio.

 

De esta manera, las investigaciones y los trabajos de la memoria en Colombia, requieren superar los marcos explicativos y los discursos que desde una mirada distante son incapaces de aprehender las exigencias propias de un país que vive y olvida en medio de un conflicto. Entonces, apelar a una memoria en un contexto donde la victimización del campesinado y la usurpación de la tierra se han generalizado es más que un llamado a la cordura, es un llamado para que desde una territorialización de la memoria desafiemos los cánones del oficialismo, los cánones del fratricidio.

 

Notas

 

[1] las reflexiones presentadas en este artículo fueron parte de los resultados que el autor junto con el equipo de investigación del proyecto Colombia Nunca Más–Zona 13 elaboraron en torno a un proceso de recuperación de la memoria histórica con comunidades campesinas del Sumapaz. Ver Ospina, et al. 2010

[2] Entendemos “la memoria actual” como una apuesta para la comprensión de la memoria histórica desde una idea no lineal, homogénea ni vacía de la misma historia. “La memoria actual” es un ejercicio que desde la perspectiva benjaminiana permite interrelacionar las memorias de los pobladores con los pasados de esas historias perdidas que por el embate histórico de los que han vencido no sean reproducidos en el colectivo. Esta comprensión de la memoria como algo complejo, busca superar los estudios de la memoria como aspectos desconectados del hoy o como efectos de un determinado y único acontecimiento, es decir, superar el efecto-causa de los acontecimientos enmarcados en el progresismo. Así como la historia está entretejida por innumerables conexiones o con determinadas genealogías, las memorias también se constituyen de interacciones entre los diferentes pasados, que en el hoy perduran, permitiendo comprender y tratar de superar los estados de barbarie y de horror. La “memoria actual” es la materialización de la revolución benjaminiana, es el salto del tigre.

[3] Entendida ésta como la sumatoria de hechos, acontecimientos, sucesos, personajes, etc. de forma indiscriminada y estructurada de forma lineal, vacía y progresista.

[4] El sentido de lugar y el sentido de pertenencia se generan en toda persona sin importar si tiene relación directa con la tierra o la propiedad. El vínculo formal (jurídico) para el sector rural -según la normatividad colombiana- es: propiedad, posesión, ocupación y tenencia

[5] Para revisar la concepción que sobre espacio y territorio ha construido e impulsa el Gobierno Nacional, ver: Dirección de Desarrollo Territorial, Departamento Nacional de Planeación. Bases conceptuales y analíticas para la construcción de una visión de desarrollo nacional. Agosto 2002. / No 68 Territorio, desarrollo territorial, política territorial: La Perspectiva Territorial como Factor Clave para el Desarrollo Regional. Septiembre, 2004

 

Bibliografía

 

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* Byron Ospina Florido. Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN) Colombia, estudiante de la Maestría en Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Becario del programa “Roberto Carri” del Ministerios de Educación Argentino. Ex miembro del grupo de investigación del Proyecto Colombia Nunca Más- zona 13 y del campo de investigación territorios, migraciones y desplazamiento forzado del Instituto latinoamericano para una Sociedad y un Derecho Alternativo –ILSA Colombia.

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