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La memoria social y la memoria política

Aletheia, volumen 3, número 5, diciembre 2012. ISSN 1853-3701

Lifschitz en PDF/Artículos

Javier Alejandro Lifschitz*

                                   Programa de Posgrado en Memoria Social (PPGMS\UNIRIO)

                                                                                                                      2012

Rio de Janeiro, Brasil

javierlifschitz@gmail.com

 

 

 

 

Resumen

 

El artículo trata sobre la constitución del campo de la memoria política. Discute  inicialmente la perspectiva de la memoria social y aborda, a partir de autores como Bourdieu y Habermas, la idea de un campo de la memoria política. Identifica dos momentos de inflexión en la constitución de ese campo. Un primer momento, en que la memoria política se inscribe en los procesos estatales de construcción de una memoria nacional y un segundo momento, que tiene como referencia principalmente el contexto de América Latina post-dictaduras, en el que se discute la memoria política como un campo relativamente autónomo y sus posibles efectos sobre el campo político.

 

Palabras clave

Memoria política; memoria y campo social; memoria política en América Latina

 

 

Introducción

 

El término memoria política remite a la idea de hay pueblos que recusan su pasado (“este pueblo no tiene memoria”) y otros que recusan el olvido.  Sin embargo, sabemos que no existen tales antinomias, porque recordar y olvidar no constituyen oposiciones absolutas. Como observa Assman (2012), los sobrevivientes del Holocausto priorizaron el olvido porque la atención estaba colocada en la creación del Estado de Israel. Pero nota, que después de los conflictos armados de las décadas de sesenta y setenta, la sociedad israelí se transformó en una “comunidad de rememoración”.  Este tipo de desplazamientos también se abrían producido en la Alemania de posguerra. Después de los juicios de Núremberg se instala en la sociedad alemana una “cultura del silencio”, incentivada en gran parte por  los gobiernos de Europa y EUA para facilitar  el  proceso de integración europea en el contexto de la “guerra fría”.  Pero en la década de 60 este paradigma cambia, dando lugar a un proceso de active memory work tanto en el plano cultural como desde el punto de vista de acciones gubernamentales. Esto sugiere, que en las  sociedades marcadas por genocidios o por el terrorismo de Estado el pasado no deja de retornar. Pero debería agregarse que en esos sucesivos retornos el significado que estas sociedades le atribuye al pasado también cambia. Si en un momento memoria significa “comunidad de rememoración”, en otro puede significar “comisiones de verdad y justicia”.  

Por eso es pertinente actualizar la pregunta que se hizo Halbwachs en el siglo XIX sobre el significado de la memoria, pensando ahora en sociedades que fueron dilaceradas por hechos de violencia política. ¿Qué significa recordar para esas sociedades?; ¿cómo considerar esas singulares formas de memoria que se inscribieron en movimientos de derechos humanos, comisiones de verdad y justicia, monumentos a víctimas del terrorismo de Estado y otros tipos de agenciamiento?; ¿cómo diferenciar la memoria social de esas memorias de la violencia política sustentada por un trabajo activo de agentes y de prácticas que irrumpen  en el espacio público?. Nos referimos a la memoria política como un campo, tema que ya fue abordado Jelin (2004), aunque esta autora priorizó el tema del campo académico.  

Un campo, en la acepción de Bourdieu (1982), es un conjunto de fuerzas en tensión centrípeta que disputan un capital simbólico singular y aunque los que lo interpretan hagan parte del, la atención principal recae en la dinámica de las fuerzas que lo conforman como tal.  De este campo forman parte las víctimas, los testigos, los desaparecidos, los movimientos de derechos humanos, las comisiones de justicia y verdad, los monumentos a las víctimas del terrorismo de Estado, memoriales, eventos, intervenciones artísticas, centros de memoria y otros, lo que sugiere que está conformado por una multiplicidad de agentes, instituciones y prácticas. ¿Pero que en reside su diferencia con relación a otros campos, como el campo político, o con respecto a la propia memoria social?.

El artículo está  organizado en tres tópicos; en el primero discutimos el tema de la memoria como forma de espontanea de vinculo social; en el segundo, la memoria como construcción  del Estado y por último la memoria política como un campo de fuerzas considerando el caso de algunos países de América Latina después de las dictaduras militares.   

 

 

Memoria y vínculo social

 

En sus formulaciones clásicas sobre la memoria social, Maurice Halbwachs la define como un fenómeno sociológico, que debe ser distinguido tanto de la memoria individual como de la memoria histórica, y que está pautado “en flujos de pensamiento continuo, de una continuidad que no tiene nada de artificial, puesto que retiene del pasado lo que aun está vivo o es capaz de vivir en la conciencia del grupo que la mantiene” (Halbwachs, 2006:102). La memoria social se constituye a partir de experiencias vividas por grupos sociales, mientras que la memoria histórica es un registro textual producido desde el poder. La memoria social se articula con la oralidad, la pluralidad y la sociedad civil y la memoria histórica con la textualidad, la unicidad y el Estado.  Como dice el proprio autor, el concepto de memoria histórica es un contrasentido, porque asocia términos que en realidad se oponen.

La memoria histórica tiene como referente el trabajo del historiador. Son narrativas sobre el pasado que inscriben lo vivido en marcas textuales y perenes referida  a periodos y cronologías establecidos de una forma exterior. Es una memoria necesariamente fija y generalizante, lo que estima ser útil en términos pedagógicos, principalmente pensando en las generaciones que no vivieron los hechos narrados. Por contraposición, a la memoria social atribuye la oralidad, las interacciones grupales y un  permanente desplazamiento. Es un tipo de narrativa que se produce en grupos y que remite a grupos y por eso la memoria es del orden del lazo social. Como observa Paul Ricoeur: “es en el recuerdo donde Halbwachs busca y encuentra la marca de lo social” (Ricoeur, 2007:133).

El tema del lazo social está muy presente en la sociología francesa del siglo XIX y especialmente en la obra de Durkheim (Sepúlveda, 2003). En la División del Trabajo Social (Durkheim, 2001) aborda ese tema a partir del concepto de solidaridad y considera que es a partir del  trabajo donde se constituyen las formas básicas de solidaridad mecánica u orgánica. Son las distintas formas de trabajo las que producen distinto tipo de solidaridad, aunque de esto no concluye que el trabajo siempre genera lazos sociales. El problema que Durkheim quiere enfrentar es  precisamente el de que en las sociedades modernas había un déficit de solidaridad (y el escenario político convulsivo de  fines del siglo XIX era un síntoma de eso). Así  sugería que debía ser enfrentado con la recreación de formas asociativas. Pero independientemente de sus apuestas políticas, lo que queremos destacar es que el autor identificó al trabajo como un lugar privilegiado para pensar el tema de la agregación social. Ya Halbwachs, que fue uno de sus discípulos, busco otras pistas y la encontró en una dimensión menos instrumental de la vida social: en los encuentros coloquiales de la vida social. La memoria social remite a esos encuentros de la vida cotidiana en los que se habla sobre el pasado y ese sentido de la memoria social, como un encuentro entre agentes, opera como un equivalente de la solidaridad.

En el contexto académico de la época, la memoria era un objeto de investigación de la psicología y su intención era instaurar el tema en el ámbito da sociología. Por eso su preocupación en distinguir la memoria individual de la memoria colectiva y marcar la distancia con respecto a Bergson y otros autores. Diferentemente de Bergson (1999), la memoria no es investigada en el registro de la imagen, ni abordada como una gestalt. El carácter colectivo de la memoria no estaba dado por la articulación de imágenes o por imágenes con contenidos colectivos, como si se tratara de distinguir memorias intensamente habitadas de memorias deserticas. La premisa de Halbwachs es que lo que define a la memoria social es del orden de las relaciones sociales. La memoria social es un tipo de vínculo, una atracción deseante sobre el pasado que nace en grupos y que remiten a grupos, aunque estos no estén presentes. Para recordar siempre nos colocamos en la perspectiva de un grupo, sea real o virtual.

Por lo tanto, la memoria es pensada como una forma de agregación social y en ese sentido análoga al trabajo.  Pero notaba que en la memoria había algo singular: los lazos sociales que se establecen son efímeros y espontáneos. Las personas siempre se desplazan entre diferentes grupos generando una pluralidad de contextos de memoria. Esa multiplicidad y metamorfosis de la memoria obedecía pues a la espontaneidad con que se forman y se desplazan los grupos sociales. Consideraba que no había determinismo externo que llevase a recordar en una o en otra dirección, ni razones para que los sujetos siempre permanecieran en un mismo grupo de memoria. Una de sus tesis centrales es que la memoria colectiva es tan in-permanente como los grupos que las narran. Sin embargo, en algunas partes de sus texto compilados (Halbwachs, 2006) parece destacar lo opuesto. Se refiere a la memoria colectiva como “corrientes del pensamiento colectivo que se imponen a los sujetos desde el exterior”. Por lo tanto, parece existir una cierta ambigüedad, que Ricouer formula de la siguiente manera: “¿el propio acto de colocarse en un grupo o de desplazarse de grupo en grupo es espontáneo o resulta de una causalidad objetiva que recae en  marcos de memoria que son exteriores a los sujetos, en sentido durkhemiano?” (Ricouer,  2008:132).

Es tema es sin duda debatible pero, suscribiendo el argumento de Ricouer, también concluimos que el trazo dominante de la memoria social es su espontaneidad: “¿El propio acto de situarse en un grupo y  desplazarse de grupo en grupo y asumir el “punto de vista” de un grupo, ya de por si no supone que se trata de algo espontáneo que se desdobla en sí mismo? Ricouer,  2008:132).  Esta perspectiva se refuerza si pensamos en la propia contraposición que el propio Halbwachs estableció con relación a la memoria histórica, considerándola una práctica intencional. Así, podríamos sintetizar las concepciones de Halbwachs sobre la memoria social en los siguientes postulados:   

 

a)      la memoria social no es una gestalt. No es por el hecho de remitir a imágenes sobre lo colectivo que son memorias sociales.

b)      la memoria social crea vínculos sociales al mismo tiempo que establece diferentes “puntos de vista” sobre el pasado.

c)      los marcos de memoria, y los desplazamientos sociales que los generan, son espontáneos. La memoria social no es intencional.     

 

Pasaremos ahora a discutir, con base en estos postulados, si de hecho es pertinente referirse a una “memoria política” y cual sería entonces su especificidad.

 

Memoria política y esfera pública

 

Comencemos con el postulado de que la memoria social no es una gestalt o un “género” de imágenes. En principio, esta premisa también sería aplicable para la memoria política: no son imágenes de hechos reconocidos como siendo políticos lo que constituye a la memoria política como tal. La memoria política no es un tipo de representación imagetica sobre el pasado. Por eso, la cuestión no consiste en intentar deslindar recuerdos “sociales” de recuerdos “políticos, y afirmamos esto no solo por el hecho de que no habría límites muy precisos para diferenciar las representaciones de lo social de las representaciones sobre lo político. Si la memoria social no se define por el tipo de representación, sino por las interacciones que los sujetos establecen a través de narrativas, podríamos decir lo mismo con relación a la memoria política. La memoria es un tipo de vínculo entre sujetos y grupos, y desde una perspectiva sociológica esa es la dimensión realmente significativa. Por eso, si de hecho existe una distinción entre la memoria social y la memoria política,  ésta reside en el tipo de vínculo social que ambas establecen. En este sentido, si la memoria social remite a la configuración de lazos sociales espontáneos, podríamos preguntarnos qué tipo de vínculo social sustenta la memoria política.

Nuestra hipótesis de trabajo es que si la memoria social está asociada a vínculos sociales espontáneos, la  memoria política lo está a acciones intencionales. Para comprender lo que está en juego en el carácter intencional de la memoria política debemos considerar que la memoria, sea social o política, es una acción mediada por el lenguaje. Esto justifica que nos desplacemos de la teoría de la acción social, en un sentido durkhemiano,  hacia a la teoría de la acción comunicativa (Habermas, 1997). No nos vamos a detener aquí en las distintas interpretaciones y desdoblamientos de la teoría de la acción comunicativa desarrollada por Habermas, sino que tan solo transitaremos por algunos conceptos para poder explicitar mejor esta idea de intencionalidad.

Según Habermas, tanto los “actos de habla” como las “acciones no lingüísticas” pueden ser consideradas actividades orientadas a una finalidad. Pero la intencionalidad debe ser interpretada en cada caso de modo diferente. Los “actos de habla” se sitúan en un nivel discursivo, y su  intencionalidad residiría en hacer comprehender (“acción de comprensión”) los significados expresados y en alcanzar el reconocimiento de lo dicho como verdadero o creíble.  En las “acciones no lingüísticas”, que se sitúan en el plano de la acción social (“actividad orientada a un fin”), la intencionalidad consistiría en intentar provocar una intervención en el mundo objetivo (Habermas, 1997: 67).  En las “acciones no lingüísticas” los actores sociales buscan interferir en el mundo y por eso, más que comprehender, la cuestión es ejercer influencia sobre los otros o confrontarse con otros para alcanzar una finalidad.

Cabe resaltar que ambos tipos de acción siempre se encuentran articuladas, pero dependiendo del  “mecanismo coordinador de la acción” primará uno u otro tipo de intencionalidad. Cuando la coordinación está dada por la “acción comunicacional” se fortalece la fuerza consensual del entendimiento lingüístico, mientras cuando son las “acciones sociales” las que coordinan, se privilegia la actuación estratégica. En síntesis, la “acción comunicacional” está pautada en el entendimiento y el consenso,  en tanto que la “acción estratégica” reside en las posibilidades de afectar o influenciar a otros actores.

Pasemos ahora a la formulación de algunas posibles analogías entre estos distintos tipos de acción y las formas de memoria. Si existe una característica en los estudios de memoria social está sin duda reside en el hecho relacionar la memoria con la formación de “comunidades afectivas y de entendimiento”. Los “grupos de memoria” de Halbwachs son, como las “acciones de comprensión” de Habermas, “comunidades lingüísticas intersubjetivamente compartidas”. Los marcos de la memoria social son puntos de vista compartidos. Por lo tanto constituirían un tipo de “acción  comunicacional”. Ya en la memoria política la cuestión parece ser otra. La memoria política solo adquiere potencia cuando ingresa en la esfera pública,  porque su “otro”, el emisor\destinatario de su mensaje, siempre es el poder. Ya no se trata de memorias espontáneas cuya finalidad es la de ser comprendidas y reconocidas como verídicas. El narrar de la memoria política busca intervenir en el mundo social, confrontando la realidad jurídica, cultural y política. La memoria política es un tipo de acción estratégica. Pero aquí cabe una salvedad. Para Habermas, la actuación estratégica es una forma “debilitada” de acción porque no se condice con la formación de comunidades lingüísticas y de consensos, tema fundamental en su teoría de la democracia. Desde esta perspectiva, es solo por el accionar comunicacional que los sujetos se someten a criterios de entendimiento racionales y públicos necesarios para el fortalecimiento de la democracia (Habermas, 1997:75). Nuestra discusión va en otra dirección.

Con la idea de “acción estratégica” queremos destacar que la memoria política existe como tal cuando individuos o grupos la sitúan intencionalmente en la esfera pública. La finalidad de esta acción estratégica no es la comprensión o el entendimiento, sino la  influencia y\o el confronto.  Por lo tanto, si existe un campo específico de la memoria política este se articula con las diferentes modalidades en que el pasado ingresa en la esfera pública y esto no significa retornar a la antigua dicotomía entre lo público y lo privado. El proprio Habermas ya se encargo de mostrar que, en la modernidad, esa frontera se fue transformando dando lugar a espacios transversales como la esfera pública.  

El autor define la esfera pública como un espacio social donde los flujos comunicacionales se condensan en opiniones públicas que ejercen influencia en la circulación del poder político (Habermas,1997:92). En la esfera pública los participantes “asumen posiciones” y “uniones potenciales” de diálogo o de opinión. La esfera pública no es una institución, ni una organización, pues no constituye una estructura normativa capaz de diferenciar competencias y roles sociales. Tampoco es un sistema, porque se caracteriza por tener “horizontes abiertos, permeables y desplazables”. Es más bien una red adecuada para la comunicación de contenidos, toma de posiciones y opiniones, y está asociada tanto a la acción de movimientos sociales, como a ámbitos considerados privados, donde a través los medios de comunicación, por ejemplo, los  sujetos son convocados a tomar posicionamientos políticos.  En suma, hablar sobre memoria política es reconocer intencionalidades estratégicas y esto se evidencia en los procesos de construcción de las memorias nacionales.  

 

La memoria nacional  

 

Vimos que para Halbwachs las principales diferencias entre la memoria social y la  memoria histórica residía en el hecho de que la primera estaba constituida por recuerdos vivos, comunicados oralmente, mientras que la segunda era un relato distanciado y único que se fijaba en  un texto. La memoria social remitía a grupos y la memoria histórica a la Nación. Pero si bien consideraba que la memoria histórica era necesaria para la transmisión del pasado entre generaciones, enfatizaba el hecho de que ésta opacaba la vivacidad de las memorias espontáneas, que constituía el principal  objeto de sus reflexiones.  

En el siglo XX, el tema de la memoria nacional va a ser retomado por otros autores, como Pierre Nora (1993), que en la introducción de Lieux de Memoire (Nora, 1993) (1),  estableció una suerte de programa de investigación en el que también propone una articulación entre memoria, historia y nación. Pero en su abordaje arqueológica (Szabo, 2009), la memoria viva de grupos es solo un momento transitorio en la dinámica acelerada del cambio social que hizo “desaparecer la memoria en el fuego de la historia”. En este nuevo régimen de memoria, que Nora designa como lugares de memoria, esa memoria viva habría perdido vitalidad. Ya no circula de manera espontánea entre los grupos. Ocupando ese lugar vacio, el Estado instaura archivos,  museos, celebraciones, homenajes y dispositivos que tendrán un papel importante en las estrategias de legitimación de los Estados Nacionales: “la memoria se torna voluntaria y deliberada, vivida como un deber y no más espontánea (…) la memoria ha ingresado al repertorio de los deberes de la sociedad” (Nora,1993 :15).

Se impone así una nueva articulación entre Estado-memoria y también una nueva perspectiva conceptual. El tema es el de construcción de una memoria nacional como tarea estratégica del Estado. Es el Estado el que asumirá la tarea estratégica de construir lugares de la memoria. Por detrás de los lugares de memoria, ya no encontramos la memoria colectiva, sino “otros lugares” ocupados por el Estado en función de los usos políticos que se hace de la memoria (Le Goff, 1990:473).

 Pero en los estudios sobre la construcción de esas memorias nacionales europeas había algo excluido que era la cuestión colonial. El tema fue retomado por diversos autores y cabe aquí citar el libro Comunidades Imaginadas, de Benedict Anderson (1997). El libro trata sobre la emergencia del nacionalismo en Europa, principalmente sobre la importancia que tuvo la imprenta y la actividad editorial en formas capitalistas para la consolidación y difusión de la idea de nación. Pero en la segunda edición, el autor incorporó un capítulo, titulado Los censos, los mapas y los museos, dedicado a tentar entender el papel que tuvieron los Estados colonizadores en la construcción de las memorias nacionales de las antiguas colonias.

De hecho, los censos, los mapas y los museos, como formas de legitimación del poder que apelan al pasado,  fueron introducidos por las metrópolis coloniales. El censo (como una forma de clasificación de ascendencias étnico-raciales); el mapa (demarcando una ontología espacial de la soberanía) y el museo (materializando en objetos e imágenes los linajes de la dominación), posibilitaron que la memoria nacional de las colonias se inscribiera en los marcos de una historia imperial.

Una memoria nacional que nace especular a la del imperio, quien le devuelve, como imagen refleja, un registro empequeñecido de las gestas pre-coloniales. Pero aun después de la  independencia, las colonias continuarán utilizando esos anclajes de la memoria heredados de sus  colonizadores. Así, a diferencia de los “lugares” de Nora, que expresan una memoria nacional glorificada, hegemónica y triunfante, en el caso de las colonias, la construcción de las memorias nacionales estuvo marcada por esa continuidad y sujeción a la herencia histórica colonial.  En una crítica a esta visión, Chatterjee (2008) argumentaba que esta idea de que no mundo colonial  había  existido continuidad y homogenización de las representaciones sobre el pasado era producto de la extrapolación del modelo europeo de nacionalismo. El autor intenta mostrar que aun antes de las luchas anticoloniales había “una fuerte resistencia para que los Estados coloniales no intervinieran en asuntos que afectaran a las cultura nacionales”. Pero a pesar de estas “resistencias”, puede decirse que los Estados pos-coloniales heredaron de los imperios la  visión de que la memoria nacional es una posesión monopólica del Estado que debe aplanar o destruir las diferencias. Como ocurrió durante el periodo de las dictaduras militares en América Latina, que se empeñaron en construir estratégicamente memorias que denegaban la alteridad. A la vez que se aniquilaban individuos y grupos insurgentes se sometían también memorias sobre la violencia del Estado que pudiesen desafiar a la narrativa oficial.

En suma, las memorias nacionales son memorias intencionales que tienen al Estado como agente detentor, pero el universo de la memoria política no se encierra en esos parámetros. En ciertas coyunturas, como en algunas transiciones democráticas, irrumpieron memorias que se confrontaron con la memoria oficial. Surge así un nuevo campo de fuerzas que tentaremos definir con mayor precisión.     

 

Políticas de la memoria 

 

En un artículo publicado en Brasil a fines de la década de 1980, Michael Pollak  (1989) observaba que existía una verdadera inversión de perspectivas en los estudios sobre memoria social. Se estaba privilegiando la memoria de los excluidos, de los marginados, de las minorías, de “memorias subterráneas que de diferentes formas  confrontaban a la memoria oficial (Pollak, 1989:19). Según el autor, el énfasis no recaía más en las funciones positivas de la memoria como forma de cohesión social, sino en los conflictos y disputas entre memorias:

 

Al privilegiar el análisis de los excluidos, de los marginados y de las minorías, la historia oral resaltó la importancia de las memorias subterráneas que, como parte integrante de las culturas minoritarias y dominadas, se oponen a la ”memoria oficial” y en este caso a la memoria nacional (…) La memoria entra en disputa. Los objetos de investigación son elegidos, de preferencia, allí donde existe conflicto entre memorias” (Pollak, 1989: 18).

 

Estas  verdaderas “batallas por la memoria” habrían emergido con el fin de las  dictaduras militares en América latina, del apartheid en Sudáfrica, y de la desagregación de la Unión Soviética y en otras regiones en que existieron conflictos étnicos, políticos o culturales que provocaron problemáticas especificas sobre la  violencia del Estado. Pero en nuestra opinión, no era solo una cuestión de inversión de perspectivas. Se trataba de la configuración de un nuevo campo de prácticas y agenciamientos y aunque el autor no tratara el tema de esa manera sus indagaciones iban en esa dirección.  

En diversos textos, Pollak destacó la importancia de analizar las condiciones de posibilidad que permiten que las  memorias puedan “invadir el espacio público”, y sus ejemplos son bastante ilustrativos. Analizando el caso de la Unión Soviética, por ejemplo, observaba que el XX Congreso del Partido Comunista, cuando Nikita Kruschev denunció por primera vez los crímenes del stalinismo, no provocó una irrupción de memorias políticas anti-oficiales. Pero treinta años después, en el marco de la glasnot y la perestroika, se generó un debate sobre la construcción de un monumento en homenaje a las víctimas del stalinismo que motivó la formación de un movimiento popular. Otro ejemplo fue la irrupción tardía de memorias sobre la colonización de Argelia. Será recién a partir de la acción de grupos que no vivieron el colonialismo, como la segunda generación de pieds noirs en Francia (y que ni siquiera nacieron en Argelia), que surgirá un movimiento anticolonialista cuyas principales referencias fueron las “memoria heredadas” de otras generaciones.

Esas memorias subterráneas pasaron a existir a partir del momento de su irrupción en la esfera pública, pero notaba que ese pasaje dependía de políticas de Estado propicias. Dentro de esa misma perspectiva, Lechner (1998), en un texto sobre la memoria política en Chile después de la dictadura de Pinochet, observaba que las políticas de la memoria son las que determinan lo que es decible o indecible en ese campo y eso explicaría fenómenos como el silenciamiento chileno después de la dictadura y durante la transición democrática. Así cabría la siguiente pregunta: ¿la memoria política es un campo relativamente autónomo o es un mero reflejo del campo político? Volveremos sobre este tema.   

Si bien Pollak hace algunas consideraciones interesantes sobre los procesos de irrupción de la memoria en la esfera pública, su principal tema de reflexión es precisamente el de  las memorias que no se tornan públicas, las memorias silenciadas. En su investigación pionera sobre los sobrevivientes de los campos de concentración (Pollak, 1990), constató que los recuerdos del horror fueron transmitidos de padres a hijos, pero que demoró mucho tiempo para que esas narrativas ingresasen en la esfera pública. Fue solo después de décadas que se consiguió “quebrar el silencio”. ¿Cómo explicar el silencio de personas que fueron sometidas a un plan masivo de exterminio?

En su concepción, el silencio o lo “no dicho” eran en realidad códigos de comunicación y por tanto podían ser interpretados. Indicaba algunos parámetros sociológicos de interpretación que de hecho son muy genéricos. En el caso de los sobrevivientes que habían regresado a Alemania, notaba que el silencio podía ser interpretado como una forma de adaptación al medio social, una forma de convivir con el hecho de que la mayoría de los alemanes había consentido con el exterminio de judíos en campos de concentración. Pero también notaba que ese silencio podía ser comprendido como una “estrategias de espera”, hasta llegar el momento propicio para que esas experiencias trágicas pudiesen ser comunicadas: “El problema a largo plazo para las memorias clandestinas e inaudibles es el de su transmisión intacta hasta el día en que pueda aprovechar una ocasión para invadir el espacio público y pasar de lo no-dicho a la contestación y la reivindicación” (Pollak,1989: 24). Así, los silencios no solo eran un momento en la elaboración del trauma, también podían ser interpretados como estrategias en la esfera pública y el campo de la memoria política se inscribe a nuestro ver en esa dimensión.

 

 

Los agentes de la memoria política   

 

Retomemos el tema de las políticas de memoria y la cuestión de si la memoria política puede ser considerada como un campo autónomo. Bourdieu (2003) define el campo como un espacio social relativamente autónomo, como un microcosmos de la vida social que posee una estructura de relaciones objetivas específicas. Esta concepción presuponía una cierta idealización sobre la posibilidad de establecer fronteras y unidades de sentido en las prácticas sociales. Sin embargo, permitió identificar dinámicas sociales específicas en un contexto en que las interpretaciones sobre vida social parecían siempre remitir a variables macro.

Para Bourdieu, la especificidad de cada campo estaba determinada por las características de sus agentes, del capital cultural y los medios de producción simbólicos y por la singularidad que asumían las luchas y las relaciones de fuerza por el dominio del campo. Cada campo también singulariza sus confrontaciones y éstas no están centradas solamente en torno a la posesión\apropiación de bienes materiales. También son disputados los modos de pensar y de clasificar los acontecimientos sociales.

En este sentido, el capital cultural que estaría en juego en el campo de la memoria política es la propia memoria, que en la tradición filosófica occidental está asociada al conocimiento y a la verdad: “conocer es recordar” (Arendt, 2009). Así sucedió en los procesos de construcción de los Estados Nacionales. Las memorias nacionales se constituyeron como un saber-verdad que organizó visiones de mundo que precisó aplacar las memorias de los pueblos originarios.

Pero en las recientes disputas por la memoria en los países del Cono Sur, también podemos ver que las luchas por la memoria son también luchas sobre formas de pensar la sociedad y de clasificar visiones de mundo. Priorizar el olvido sin duda es una forma de pensar la sociedad y una visión de mundo.  

Otra característica del campo es que siempre está en relación con su exterioridad y esa interrelación constituye un aspecto de las relaciones de fuerza. Por eso, para entender la dinámica de un campo es necesario determinar la naturaleza de las presiones externas y “los mecanismos que el microcosmos acciona para liberarse de esas imposiciones externas”. Identificar como esa presión externa se expresa a través de la lógica del propio campo. En otros términos, ver como “el campo refracta, retraduciendo en una forma específica, las presiones y las demandas externas” (Bourdieu, 2003:22). Así, el autor definía el grado de autonomía de un campo en función de su poder de refracción: cuando mas autónomo es un campo mayor es su poder de refracción, es decir, su capacidad de transfigurar esas  imposiciones externas. Inversamente, “la heteronomia de un campo se manifiesta, esencialmente, por el hecho que de que las presiones exteriores, especialmente los problemas políticos, se expresan allí de forma directa” (Bourdieu, 2003:22). Concluye así que existen campos más autónomos que otros y el campo al cual nos estamos refiriendo es especialmente heterónomo por los fuertes condicionantes que ejerce el campo político.

Sin duda, las políticas de Estado pueden tanto inhibir como motivar la eclosión de narrativas de memoria. Pero el campo de la memoria política no se reduce a las políticas de Estado. En las últimas décadas surgieron nuevos agentes, instituciones y practicas vinculados a la memoria sobre el terrorismo de Estado, como las Madres de Plaza de Mayo, los testimonios, los movimientos de derechos humanos, las Comisiones de verdad y\o de justicia, centros de memoria, instauración de monumentos a la memoria de víctimas, y otras. ¿En qué campo deberíamos incluir a los movimientos de derechos humanos o a las Madres de Plaza de Mayo, que en sus disputas por la memoria confrontaron al Estado y a las políticas de olvido? ¿Cómo considerar esas luchas y problemáticas también específicas, como la cuestión de los desaparecidos en Argentina o los desplazados en Colombia? O los debates en torno a si los responsables deberían ser juzgados o no después del tiempo transcurrido. 

Todo campo tiene agentes específicos y en el campo político son los partidos, los sindicatos, los movimientos sociales y las autoridades públicas constituidas. ¿Existe alguna especificidad en esos otros agentes que fueron denominados de emprendedores de la memoria (Jelin, 2002), agentes de memoria o militantes de la memoria (Rousso, 1990)?.

A  pesar de algunas diferencias de enfoque, los autores que trataron el tema convergen en que la singularidad de estos agentes radica en su capacidad de organizar la actuación de grupos o movimientos ejerciendo funciones de encuadramiento comunicacional, movilización y elaboración de estrategias y tácticas. En este sentido, parecería ser análogos a los “intelectuales orgánicos” a los que se refería Gramsci. El tema debería ser mejor indagado.

Intentando avanzar en la comprensión de las particularidades que los distinguen de sus pares en el campo político, vemos, en principio, que mientras los agentes del campo político luchan “por el monopolio legitimado del los recursos políticos objetivados” (en el sentido de conquistar cargos públicos o recursos para implementar políticas (Bourdieu, 2003), los agentes de la memoria tienen otros parámetros de acción.

Sus intervenciones son más denunciativas que enunciativas y sus acciones no están orientadas a “entrar” en el Estado sino a interpelarlo y responsabilizarlo por crímenes cometidos contra ciudadanos. Vale destacar que este último aspecto no está presente en todos los casos. En el Brasil, las Comisiones de verdad recién fueron instauradas y en Colombia aun no lo fueron, pero lo que si puede ser generalizado es que estos agentes pasaron a inscribir colectivamente una demanda ética que no tiene paralelo en el campo político. Esa diferencia estratégica también se expresa en términos pragmáticos, ya que el habitus de los agentes de memoria no se construyó dentro de la normatividad del Estado, sino más bien contra esa normatividad.  El permanecer en una demanda ética y jurídica que responsabiliza al Estado, y a su vez estar fuera de la lógica del campo político, marca una de las principales singularidades de estos agentes. Los agentes de la memoria operan en esa disyunción y que es análoga con esa otra disyunción emocional con la cual deben lidiar: entre lo real de la muerte y la imposibilidad del luto.

Las Madres de Plaza de Mayo sin duda son agentes de memoria emblemáticos y la lectura de su trayectoria nos permite distinguir otras diferencias con relación a los agentes del campo político. Primeramente, su mito de origen no está relacionado con ideologías o disputas por la representación de grupos o clases.  La mayoría eran madres sin experiencia política que de un momento para otro se depararon con la angustia de no saber sobre el paradero de sus hijos. Y a partir de allí la impotencia de tener que enfrentar el silencio y la afronta de funcionarios del Estado, de la iglesia, de dirigentes políticos y  de los medios de comunicación. Como observó Gorini (2011) en su investigación sobre la memoria de las Madres, éstas no constituían una organización o un movimiento en sentido estricto, sino más bien una “tendencia inorgánica” que se diferenciaba de otras organizaciones políticas e inclusive de derechos humanos. Como decía Maria Adela, madre del desaparecido Daniel Antokoletz:

 

En el movimiento de las Madres, no había ninguna que tuviera actuación política, ni alguien que hubiera sido un concejal, por ejemplo. Fuimos mujeres, que desde distintos estratos sociales, dejamos nuestra casa para salir a luchar a la calle. Fue la calle la que nos enseñó… Ni hablar de Familiares por Desaparecidos y Presos Políticos. Como ellos funcionaban en la Liga por los Derechos Humanos, y la Liga es comunista, eso se veía como un cuco terrible. Si vos ibas, podías agravar la situación de tu hijo. (Gorini, 2011:69)

 

Algo similar decía María del Rosario de Cerruti:

Para nosotras, no tenía importancia la militancia política de las Madres, ahora, en la juventud sí, no queríamos independizar completamente el aparato político de la búsqueda nuestra porque estábamos haciendo una tarea humana, no política (:136)          

 

Algunas pocas de hecho tenían o habían tenido actuación política, pero lo singular de las Madres fue que no se agruparon por un deseo de militancia, sino por hechos fortuitos que hicieron que amas de casa comenzaran a “tejer la solidaridad de las que saben de qué dolor se trata”. Esa característica hizo de la emergencia de ese agente de la memoria una cosa visceral que no tenía antecedentes en el campo político. Desde el lugar  socialmente asociado a la protección, al hogar y al afecto, surgía en el espacio público una fuerza social tan inesperada como perturbadora porque remitía a la posición de madre. Hay en los agentes de la memoria un apelo a la resignificación de algunos roles tradicionales y eso está relacionado con el hecho de que la memoria tiene un fuerte anclaje familiar. Veamos sino el caso de España. Si tradicionalmente fueron los viejos  los “guardianes de la memoria”,  ahora son los nietos de los combatientes de la Guerra Civil Española los que quieren pasar, casi un siglo después de los acontecimientos, ese pasado a limpio.

Otro elemento a destacar es el mito fundacional. La emergencia de agentes de memoria generalmente estuvo asociada a la adopción de un “lugar” en el sentido de Nora, y en el caso de las Madres fue la pirámide de Mayo, símbolo de la independencia. La adopción de un lugar de la memoria nacional para inscribir otras memorias sobre el terrorismo de Estado, cosa que también ocurrió en otros países como Chile y en Uruguay, provocó fuertes resonancias.

Los lugares de la memoria del Estado estaban siendo perturbados por los ecos de esas otras memorias que buscaban un referente espacial. En el  caso de las comunidades desplazadas en Colombia, por ejemplo, estos referentes fueron piedras pintadas y otros artefactos que las personas colocaban en los nuevos sitios que se instalaban (Lifschitz e Arenas, 2012). Pero en el caso de las Madres y otros agentes de la memoria en países del Cono Sur construyeron una identidad política en un lugar ya existente, ocupado por monumentos públicos y nacionales.

O sea que esculpieron su mito fundacional como un reverso de los símbolos nacionales.

Estos agenciamientos colectivos de la memoria política no se limitaron al lugar. Produjeron otros simbolismos, como los pañuelos en la cabeza, que las tornaba visibles en el espacio público:

 

“No sé que habrán pensado cuando nos vieron por primera vez con ese pañal en la cabeza. Pero estoy segura que llamábamos la atención. Éramos un grupo que se distinguía claramente del resto, y muy pronto entre todos los peregrinos (se refiere a la e multitudinaria peregrinación a Lujan) se corrió la voz de que éramos madres de desaparecidos, recuerda Nora de Cortiñas. Algunos se acercaban a preguntarnos si éramos de alguna de la parroquia tal o cual, y nosotras simplemente le contábamos la verdad. Enseguida enmudecían y se alejaban, parece que dábamos miedo, dice Hebe Bonafini (Gorini, 2011:98).

 

 

El  pañuelo, como tantos otros símbolos utilizados por estés agentes, no son abstractos, como las banderas. Tienen una fuerte carga subjetiva y eso puede ser ilustrado por el hecho de que inicialmente esos pañuelos eran pañales de bebé.  Para cada madre ese símbolo pasó a ser el aspecto visible de su vínculo emocional con sus hijos y para el movimiento, la impronta de la subjetividad como identidad política.  Los agentes de memoria operan en la deconstrucción de los límites entre la subjetividad y la esfera pública.   

A fines de la década de setenta, las Madres inician los primeros intentos de organización con una estructura de líderes, delegadas y asambleas semanales, pero según Hebe de Bonafini esa estructura nunca fue similar a la de los partidos o de otras organizaciones políticas: Somos una organización muy espacial, con una manera muy especial de laburar (Gorini, 2011:107). Primeramente, porque no existía una “unidad ideológica” a la cual pudiesen someter sus diferencias valorativas y en segundo lugar porque carecían de un dominio practico en el acumulo de experiencias que les permitiese definir estrategias de largo alcance. Sus acciones fueron, por lo menos inicialmente, más de tipo táctico, pero desarrollaron una competencia específica en los circuitos administrativos y jurídicos del Estado.

Los grupos de derechos humanos encauzaron sus reclamos por vías administrativas y jurídicas y en general sus interlocutores eludían plazos y respuestas. Esto obligó no solo a conocer muy bien los procedimientos sino a implementar tácticas mutables y en el caso de las Madres, esa competencia no fue transferida a otros mediadores. O sea que a pesar de no poseer ciertos habitus del campo político, los agentes de la memoria adquirieron competencias sobre esos circuitos como pocos y esto se explica por el hecho de que en ningún otro movimiento social la cuestión jurídica fue tan importante en las reivindicaciones. 

Otra característica es la capacidad de estos agentes para el recambio de liderazgo. Tres de las fundadoras de las Madres están desaparecidas y las intimidaciones a los agentes más activos siempre fue constante. En las especiales condiciones de terrorismo de Estado y aun durante las transiciones democráticas, los agentes y los testimonios fueron foco de acciones de violencia e intimidación. De forma que su  persistencia como grupo siempre dependió  en gran parte de la capacidad de substitución de líderes y de una atención especial con la posibilidad de “infiltrados”, como lo demostró el caso de Alfredo Astiz (militar de inteligencia que utilizando una falsa identidad pasó a participar activamente en las actividades de las Madres).

Otra singularidad de estos agentes es la internacionalización de sus demandas.  Desde la  Segunda Guerra, al instituirse el Tribunal Militar Internacional de Núremberg, se  creó una nueva normatividad jurídica para juzgar crímenes de lesa humanidad (Owen, 2006). Fue con base en esa normatividad que se juzgo a las SS y a Adolf Eichmann, imputado como “un nuevo género de asesino que ejerce su oficio sanguinario sentado en un escritorio y que raramente mata con sus propias manos (…) El no hacía más que ordenar” (Bielous e Petito, 2010: 89).

El terrorismo de Estado pasa a ser juzgado por esos parámetros de derecho internacional que incluye instancias de jurisprudencia de carácter transnacional, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos.  Fue esa Corte que desautorizó la tesis de los “necesarios excesos que existen en la lucha contra el terrorismo” e denunció la existencia de un plan sistemático de represión en la Argentina, condenando posteriormente las leyes de impunidad que beneficiaban a los militares.

Con base en el derecho internacional, los organismos de Estado pueden ser declarados criminales por cometer hechos de represión ilícita. Fue ese marco legal  que permitió, por ejemplo, que la Sala Penal de la Audiencia Nacional de España, a través del juez Baltasar Garzón, declarara que en Argentina y en Chile hubo un genocidio y pidiera la extradición de Pinochet y de militares argentinos (Filippini, 2011). La condena que la Corte de la OEA hizo al Brasil en 2010, por la desaparición y tortura de setenta personas en el caso de la guerrilla de Araguaia (sucedida en la década de setenta), también se inscribe en ese marco jurídico internacional (2). 

Al apelar al derecho internacional por crímenes de lesa humanidad, los agentes de la memoria internacionalizaron sus demandas e esto generó nuevos espacios de conflicto con la propia legislación del ámbito nacional y con posiciones que argumentan sobre la pérdida de soberanía.   Pero la proyección internacional de los agentes de la memoria y de los grupos de derechos humanos no se restringe al campo jurídico. Se proyectaron en la esfera pública internacional y de hecho estos agenciamiento de la memoria política nacional, como las Madres y los movimientos de derechos humanos, tal vez sean los agrupamientos sociales más legitimados y reconocidos en términos transnacionales. En plena dictadura militar, el Comité  

Noruego le otorga a Adolfo Perez Esquivel, titular del Servicio de Paz y Justicia,  el Premio Nobel de la Paz.

Particularmente en el caso de las Madres, cabe también destacar el papel que tuvieron algunos medios de prensa internacionales al difundir sus acciones aun durante el régimen militar. El propio epíteto de “locas”, utilizado peyorativamente por la Junta Militar, fue resignificado por el  periodista francés Jean-Pierre Bousquet, que escribiría uno de los más brillantes y emotivos testimonios sobre la experiencia que vivió en la Argentina: Las locas de la Plaza de Mayo  (1983):

 

“El apelativo de “locas”, lo escuche muchas veces en boca de militares que a menudo añadían “locas de mierda” con todo lo despreciativo que esto puede ser. Los militares estaban furiosos por la importancia que varios corresponsales extranjeros daban al movimiento de las Madres, y trataron de despreciarlas ante nuestros ojos (…) El termino “locas” es el que, salvo en los discursos oficiales usaban mas comúnmente para hablar de las Madres (Gorini, 2011: 74).   

 

Podríamos preguntarnos si a lo largo de su trayectoria las Madres se aproximaron de las estrategias de agenciamiento de los partidos políticos o si el hecho de ser legitimadas, durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, cambió su perspectiva de acción. El gobierno Kirchner, implementó una política de memoria que fortaleció la acción de esos agentes, pero aun antes de esa legitimación y de la difusión mediática de las exhumaciones, las Madres ya habían configurado un movimiento que se diferenciaba de tantos otros por la dimensión que adquiría el pasado y la memoria. Ningún movimiento, partido, sindicato u organización política tuvo ese anclaje en la memoria y esta perpetuación del pasado, esa anacronía radical que resiste a ser absorbida, sin duda provocó efectos en el campo político.

 

Comisiones y testigos

 

En la transición a la democracia, los militares y la elite política de los países del Cono Sur fueron proclives a políticas de indulto y de olvido. En Uruguay, la  transición se encuadró en el criterio de corresponsabilidad civil-militar; en Chile y en el Brasil se decretaron leyes de amnistía y en Argentina se promulgó la Ley de Pacificación Nacional que amnistiaba solamente a militares.  Pero en diferentes momentos, principalmente a partir de la década de noventa (3), esas legislaciones fueron alteradas o extintas, dando lugar a políticas de memoria en un sentido contrario. Esto sucedió con los juicios a las Juntas militares en Argentina; con la derogación de indultos en casi todos los países y con la creación de Comisiones de verdad o de justicia en Argentina, Chile, Uruguay y actualmente en Brasil (Bielous e Petito, 2010).

Con base en estas nuevas estructuras institucionales se convocó al espacio público a nuevos sujetos políticos, los testimonios, que tuvieron un papel crucial en la formación del campo de la memoria política.

El testigo es una figura emblemática del campo jurídico, pero en los casos en que existen  violaciones a los derechos humanos adquiere una proyección política y cultural singular. Fueron testigos porque son la única prueba disponible ante la destrucción y ocultamiento de material documental. Fueron los que vieron a las víctimas o fueron víctimas de tortura y la mayoría de los testigos que depusieron en Comisiones y audiencias en Argentina corresponden a este último caso (Varsky, 2011). Sus narrativas instauraron un horror que ya no era posible denegar. Traumatizaron el discurso político al tornar explicito que en nuestros países también existieron planes sistemáticos de exterminio. Son de alguna forma el borde del campo de la memoria política, porque fueron los que sostuvieron mediante lo decible, las memorias de lo inenarrable de ese plan. Así fueron y continúan siendo, junto con las Madres, uno de los principales agentes de ese nuevo campo que instauró la memoria como una dimensión espectral de la política. En sus narrativas personificaron para el campo político la aparición de algo que no tiene cuerpo pero que trae un mensaje. Narraron hechos que ya no se pueden ver pero que se escuchan. Convocaron a los espectros (Derrida, 1993).

Se trata de sujetos que vivieron los hechos denunciados y cuyas memorias se inscriben, en cuanto verdad testimonial, en el registro de la veracidad. Pero esta veracidad no obedece al paradigma del “desvelamiento”, que separa la verdad que “descubre” de la mentira que “encubre” (Jinkis:2011,  84). Existe  la distancia  entre los acontecimientos y su enunciación y los testigos muchas veces fueron llamados a declarar después de mucho tiempo de los acontecimientos. A esto se agrega la reapertura de las causas, que a veces motivó reformular, agregar o desmentir las propias narrativas o a narrar hechos que se habían silenciado. Por eso,  la verdad del testigo de violaciones a los derechos humanos no debe ser leída en el registro de lo que fue desvelado una vez y para siempre, sino más bien como una política discursiva, que habla del carácter irreductible de una singularidad marcada por una experiencia traumática. Y en esa política discursiva caben diferentes estrategias.

Como observa Varsky (2011) con relación al caso argentino, en los años ochenta las declaraciones de los testigos apuntaban principalmente a identificar a los represores y mostrar que de hecho había existido un plan sistemático de exterminio. Los relatos de los testigos eran en tercera persona y poco se decía con relación a la propia condición en cautiverio. De  forma que la memoria de ese periodo recayó preponderantemente sobre las acciones perpetradas por instituciones y militares represores.

Pero a partir de la década de noventa,  los testigos comenzaron a hablar sobre sus propios padecimientos, dando lugar a un “concepto más ampliado de tortura, que contempla todo el padecimiento sufrido desde el momento del secuestro, la vivencia dentro del centro clandestino, la recuperación de la libertad y su repercusión en el entorno” (Varsky: 2011,54). Es a partir de esos relatos discontinuos, con grietas, con profundos vacíos y perplejidades sobre lo real de ese plan sistemático de exterminio que hoy entendemos la memoria como un capital cultural. Como un capital cultural sobre el pasado de la nación que, a diferencia de los mitos fundacionales, está en permanente disputa y transformación. Y un ejemplo del carácter mutable de ese capital son estos cambios estratégicos que continúan sucediendo. Hasta la década de noventa la mayoría de los testigos no declaraba su militancia política, porque eso no era solicitado por los jueces. Pero desde la última década, algunos abogados y testigos comenzaron a defender la estrategia de declarar la militancia política,  para poder incluir en los juicios la figura del genocidio. Al reconocerse que se trató de un plan de exterminio y persecución de militantes políticos es posible sustentar que lo que sucedió en Argentina, Chile y Uruguay fueron genocidios.  

 

Memoria  política y soportes simbólicos  

 

El campo de la memoria política también está poblado de referentes de la cultura material. Diferentes soportes materiales de la memoria que producen y son producidos por símbolos y  significados. Vimos que la memoria política de la nación se inscribía en monumentos, banderas, homenajes, placas conmemorativas, edificios históricos, bibliotecas, cementerios, santuarios, entre otras. Pero como mostraba Nora, más que la diversidad de las formas de expresión, en la construcción de memoria la nacional lo importante era su unicidad (Pollak, 1989: 122).  Los “lugares” unificaban a la Nación en torno a una “ilusión de eternidad”.

Pero esto no podría ser afirmado con relación a los procesos recientes de monumentalización de la memoria en América Latina (Schindel, 2009). La  propia pluralidad de términos que los autores utilizaron para referirse a este fenómeno (soportes materiales de la memoria, monumentos de memoria, contra-monumentos, artefactos de memoria, materialización de la memoria), ilustra las diferencias que existen en torno al significado de “lugar”.  

En la misma dirección en que venimos caracterizando al campo de la memoria política,  Schindel (2009) observa que la “monumentalización” de la memoria integra lo que Hannah Arendt denominaba “el ámbito de la acción”: iniciativas que ponen algo en movimiento en la esfera pública y cuyos efectos, impredecibles e irreversibles, crean  las condiciones para la historia futura (Arendt, 1997).  Se trata de soportes materiales de la memoria que remiten a luchas, conflictos y acontecimientos de violencia política y que al distinguir los protagonistas continúan provocando debates y discusiones.  Por eso no son lugares de unificación y de amalgama. Los nuevos lugares de la memoria política confrontan memorias, expresan memorias en conflicto (Vezzetti, 2001).

En algunos casos, los monumentos a muertos o desaparecidos fueron construidos por el Estado y en otros son iniciativas de grupos, pero independientemente de la característica de los agentes, en todos los casos está presente el conflicto que dio origen al monumento o que el monumento suscita.  En América Latina, uno de los monumentos más significativos construidos por el Estado, en términos de su dimensión, es el “Parque por la Paz Villa Grimaldi” en Chile, emplazado durante la gestión de la ex presidenta Bachellet y localizado en el mismo lugar donde durante la dictadura de Pinochet funcionaba uno de los 80 centros de detención y tortura existentes en Santiago de Chile. El edificio había sido vendido a una empresa constructora que se proponía construir allí un conjunto moderno de condominios y esta acción se agregaba a otras implementadas por el  poder público para borrar materialmente de la ciudad todo vestigio del pasado político de la dictadura (Richard, 2001). Pero la intervención pública de familiares de detenidos, sobrevivientes, organizaciones vecinales, organizaciones de derechos humanos y personalidades de la cultura y la política, ante la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados posibilitó detener la destrucción de ese sitio de memoria, en el que la ex presidenta Michelle Bachelet había sido detenida. En ese lugar se erigió uno de los mas imponentes monumento a la memoria política del Cono Sur, el Parque por la Paz.  

La ex Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) en Buenos Aires también había sido un centro de detención y tortura. El ex presidente Carlos Menem propuso, durante su mandato, una fórmula de “pacificación” que consistía en derrumbar ese edificio y en su lugar erigir el “Parque de la unión y la reconciliación nacional”, donde sólo flamearía la bandera argentina. Pero durante la gestión del fallecido presidente Néstor Kirchner, la ESMA fue transformada en un “Centro de la memoria y los derechos humanos”. O sea que ese lugar de memoria fue motivo de confrontación entre gobiernos y como sucedió con muchos otros monumentos a la memoria, también entre agentes y organismos de derechos humanos.

Por decisión de Néstor Kirchner se transfería a los organismos de derechos humanos la incumbencia sobre la forma en que se iría a ocupar ese espacio y eso también generó tensiones en los propios organismos (Brodsky, 2005). Un sector de las Madres de Plaza de Mayo se oponía a que en el  centro se homenajease a los desaparecidos con listas de nombres, placas o flores. Defendían que ese tipo de homenaje borraría la diferencia entre “desaparecidos” y “muertos”. En lugar de inscripciones simbólicas,  proponían espacios de exposiciones, cursos y  conferencias y dejar intactas algunas celdas de la época siniestra del ESMA. Algunos grupos cuestionaban inclusive la propia idea de erigir “monumentos” ya que consideraban que era una forma de representación asociada a visiones canónicas y estáticas de la nación, poco apropiadas para testimoniar episodios históricos cuya elaboración, en términos sociales, aun permanecía vigente. Así, al promover una versión del pasado, los monumentos podían obturar en vez de propiciar la discusión sobre esos acontecimientos políticos. Algo similar había pasado en Alemania, durante la década de 1990, cuando la decisión de construir un “memorial a los judíos asesinados de Europa”, en el centro de Berlín, encontró fuertes objeciones, inclusive de algunos sobrevivientes del Holocausto debido a que consideraban contradictorio pretender erigir un gran monumento en lugar de incentivar la visita a los antiguos campos de concentración y exterminio (Schindel, 2009: 70). El surgimiento del movimiento de artistas denominado Contra-monumento sugiere la complejidad de los conflictos en torno a estos emplazamientos (Young, 2000).

Si el campo es un espacio de disputas éstas también se traban en torno a estos símbolos y

sobre la propia cuestión de la representación de la memoria. ¿Cómo representar algo que parece ser irrepresentable y a través de qué medios? (Buchenhorst, 2007); cómo evitar la espectacularización de la memoria o el registro volátil; cómo representarla en situaciones cuya interpretación sigue siendo materia de disputa. En fin, como hacer para que ese pasado criminal pueda atravesar el tiempo.

Pero la cultura siempre crea nuevas formas de expresar y esto también incluye nuevas formas de representación a la memoria (Battiti, 2007). Un ejemplo de esto fue una acción reciente promovida por trabajadores del Sindicato de la Cerámica de Buenos Aires. Fabricaron  baldosas con los nombres de detenidos-desaparecidos que fueron colocadas en algunas veredas para "marcar los pasos de los militantes populares secuestrados y asesinados por el terrorismo de Estado, antes o durante la última dictadura militar" (4).  Una de las baldosas fue colocada en el bar “Buenos Aires”, ubicado en Avenida Independencia y Urquiza, a una cuadra de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, en memoria de los estudiantes de esa carrera que están desaparecidos. Transité mucho por esas cuadras cuando era estudiante y hoy cada vez que paso por allí no puedo dejar de mirar esas baldosas con estremecimiento. 

El campo de la memoria política permanentemente renueva los medios de representación  y este es un fenómeno que se observa principalmente en los espacios urbanos. Por eso cabría preguntarse como los pueblos originarios o los campesinos expresan sus memorias de la violencia política o como lo expresan las comunidades desplazadas de Colombia y de otras regiones, donde la violencia política está encapsulada en la dimensión local. Con estas cuestiones concluimos este artículo en el planteamos una reflexión sobre la memoria política como un campo que dio lugar a nuevos agentes, medios de expresión y formas de disputa. 

 

Comentarios finales

 

Siempre existió violencia perpetrada y justificada desde la política y por lo tanto  registros de memorias sobre esa violencia. Pero la memoria política, entendida como un campo con agenciamientos y soportes específicos, es un fenómeno contemporáneo. ¿Cuál es el significado que esto tiene para el campo político? Empleando el modo de aforismos, apuntamos algunas vías de indagación:   

-El campo de la memoria política moviliza espectros y todo espectro supone una presencia paradojal: es la aparición de algo que no tiene cuerpo pero que trae un mensaje. Es algo que ya no se puede ver pero que se escucha. Hace a la política escuchar.

- Una de las propiedades del espectro es la repetición.  El espectro está siempre retornando (Derrida, 1993) y por causa de ese “retorno eterno” no hay medios de controlar sus idas y vueltas.  

- La memoria política instala el pasado en el presente, produce una disyunción, una anacronía radical, que hace que todo lo que parece ser opuesto al presente político,  como la ausencia, lo que ya pasó, lo inactual, se torne contemporáneo.

- Y así, al instalar el pasado en el presente, hace que la política se supedite a un volver que coloca siempre el por-venir en la dirección del pasado. Es esta disyunción de la  memoria la que impide que la política continúe su marcha para el futuro. Más aun, hace notorio para la política que la oportunidad de un por-venir depende de la memoria.

- La memoria política inscribe en el campo político una demanda de luto y el luto consiste en ontologizar los restos. Saber quién y donde, saber de quién propiamente es el cuerpo y donde descansa, porque todo cuerpo muere en un lugar.

- No  hay nada peor para el proceso de luto que la confusión o la duda: es necesario saber quién está  enterrado y donde.       

- La memoria política es enunciativa y denunciativa, convoca testigos que interpelan al Estado y a la justicia en una cuestión radical: somos en la medida que heredamos y si se nos priva de la herencia legada por nuestros muertos no podemos ser.  

- La memoria política es una de las formas más importantes de pensamiento pero es impotente sin un cuadro de referencia preestablecida (Arendt, 2009). Esa reconstrucción no compete solamente a los agentes de la memoria sino también al Estado que debe transmitir el significado de esa herencia para las futuras generaciones.

 - En esa necesaria tarea, el Estado se ve presionado por las circunstancias de la realpolitik, pero sin esa transmisión el pasado trágico no dejaría rastros, como si nunca hubiese existido.

- La memoria política es la otra escena de la política contemporánea. 

 

 

Notas

 

(1)Proyecto que reunió un gran número de historiadores y especialistas de diversas aéreas para elaborar estudios específicos sobre la construcción de una memoria nacional de Francia.

 

(2) Revista Caros Amigos, ano XVI numero 56, maio 2012, “Comissão da Verdade. Ultima chance de esclarecer os crimes da ditadura”.

 

 

(3) Con excepción de la Argentina, en que se realizo el juicio a las Juntas militares en inicios de la década de ochenta con el primer gobierno democrático después de la dictadura y de la de Guerra de Malvinas. 

 

(4) Ver el site:  http://www.telam.com.ar/vernota.php

 

 

 

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*Javier Alejandro Lifschitz. Doctor en sociologia (Instituto Universitario de Pesquisa del  Estado de Rio de Janeiro). Professor Adjunto del Departamento de Filosofia y Ciencias Sociales y del Programa de Posgrado en Memoria Social de la Universidade Federal del Estado de Rio de Janeiro. Fue professor invitado en el programa de posgrado de Historia e Memoria de la UNLP.

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