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Aletheia es una revista electrónica semestral sobre problemáticas de historia y memoria colectiva en torno al pasado reciente argentino y de las sociedades latinoamericanas, en sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales.

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Para una historia de la memoria colectiva: el post-Vichy*

Aletheia, volumen 3, número 5, diciembre 2012. ISSN 1853-3701

Rousso en PDF/ Traducciones

Henry Rousso

Traducción: Margarita Merbilhaá

 

Para responder al requisito del seminario del IHTP*, intenté explicitar en mi ponencia el marco conceptual de un trabajo que ya publiqué, Le Syndrome de Vichy (1), extrayendo  algunos ejes principales que permitan entablar un diálogo interdisciplinario. De este modo, resultó insoslayable la pregunta por la pertinencia del proyecto en sí, por la grilla de lectura propuesta y finalmente, por las derivaciones posibles de tal enfoque.

El libro mencionado no tenía como objeto el período de la ocupación propiamente dicho sino la pervivencia de las fracturas y traumas que había generado dicho período en la conciencia nacional.

Basado en un análisis de las representaciones de la última guerra en la vida política y cultural, y de los usos y formas de instrumentalización del pasado, el libro intenta trazar la evolución del recuerdo del gobierno de Vichy en la sociedad francesa desde 1944 hasta nuestros días. Se inscribió de hecho en una corriente historiográfica reciente que renovó la noción controvertida de “memoria colectiva”, al postular la posibilidad de describir su historia, una ambición que no resulta en nada una obviedad. (2) Ese fue el objeto central del debate entablado aquí con Marie-Claire Lavabre. 

 

Un desplazamiento progresivo del tema

 

Mientras investigaba, en un principio, los aspectos económicos del régimen de Vichy, un tema bien clásico desde su conformación misma, me fue interesando paralelamente la historia de su recuerdo. Esta cuestión contenía una carga sensible muy diferente, lo que me obligó a reconsiderar todo el marco intelectual de mi investigación. En el momento en que esta idea cobró forma, en 1981, no se trataba de responder ni a una moda historiográfica, que aún no existía, ni a una demanda editorial. (3) Razones más serias habían motivado aquel desplazamiento parcial respecto de mi campo de investigación. En primer lugar, muchos historiadores de la Segunda Guerra mundial consideraban necesario ampliar la historiografía del período y sacarla del estancamiento inveterado en el que podía quedar atrapada, para anclarla en un conjunto más amplio que abarcara la historia del segundo siglo XX, es decir hacia adelante del acontecimiento (de 1939 hasta hoy) y ya no hacia atrás (de 1914 a 1945). Así surgió, por ejemplo, la encuesta abierta por el IHTP poco después de su creación, referida a la historia de las conmemoraciones de la Segunda Guerra mundial. La hipótesis que la sustentaba era que en 1981, dicho acontecimiento “Seguía moldeando ampliamente nuestro paisaje mental, social y político”. (4)

La segunda razón, más esencial, era que antes de seguir avanzando en mis investigaciones en torno al gobierno de Vichy, resultaba urgente a mi juicio destrabar una suerte de bloqueo respecto de dicho período, para poder entender mejor los desafíos que éste planteaba en nuestro presente. Debía comprender por qué un período tan breve y trágico conservaba aún tanta actualidad, cuarenta o cincuenta años después. En definitiva, tenía que esclarecer una pregunta importante: ¿Es posible la historia del tiempo presente pese a la falta de distancia y a la presencia de actores y testigos aún presentes, cuya memoria, palabra y por ende representaciones propuestas, impregnan el entorno en el que trabaja el historiador? ¿A pesar de la dificultad para abstraerse de un contexto en el que el acontecimiento estudiado sigue interviniendo plenamente? ¿Cuáles serían sus requisitos?

El enfoque implícito de Le Syndrôme, que no fui ni el primero ni el único en adoptar, aporta una primera respuesta: para comprender una época, un acontecimiento importante, el historiador debe estudiar sus diversas representaciones no sólo en la historiografía, es decir, en sus predecesores (algo habitual) sino a la vez en el plano de toda la sociedad. Dicho trabajo puede hacerse en profundidad o superficialmente, puede tener una vocación heurística o por el contrario, constituir un tema principal, pero resulta indispensable en varios aspectos. En efecto, el historiador debe ubicar su investigación en la cadena de representaciones que prevalecieron antes y que siguen prevaleciendo en el momento en que él la inicia. En otras palabras, debe  ubicarse y sobre todo, ubicar su propósito en su contemporaneidad, del mismo modo en que otros le exigen que enuncie previamente su propia subjetividad, sus a priori ideológicos o su posición de investigador en el “mercado” científico. (5)

            Medio siglo después, y tras millones de libros publicados, las investigaciones sobre la Segunda Guerra mundial estarían cada vez menos justificadas si no tuviéramos en cuenta, y si no hiciéramos tomar conciencia, de la sensibilidad particular que sigue expresándose hoy en Francia, en Alemania, en Europa occidental u oriental, respecto de este acontecimiento. Precisamente, la perspectiva historiográfica, en tanto apunta no sólo a describir “el estado de la cuestión de hoy” sino que traza su evolución en un período pertinente –en este caso, desde 1944-, permite evaluar bien dicha sensibilidad, así como la naturaleza profunda de esa “demanda social”.

            Una vez aceptado este presupuesto, podemos distinguir tres casos paradigmáticos:

 

1-       La historia de la memoria colectiva es un objeto en sí, una ruptura epistemológica. Se diferencia radicalmente de otros modos de hacer historia. Esa fue la perspectiva de Pierre Nora y sus colaboradores en Les lieux de mémoire.(6) Ellos no sólo contribuyeron a aclarar la distinción entre historia y memoria, sino que permitieron constituir a ésta última en un verdadero campo de investigación científico y hasta en un “paradigma” que ofrecía una relectura completa, a veces cuestionable pero indiscutiblemente original, de la historia nacional.

2-       La historia de la memoria colectiva se sitúa antes de una investigación histórica tradicional. Permite determinar cuáles son los aspectos particulares del acontecimiento o tema estudiado, en función de la historiografía y de la demanda social del momento. Se vuelve así una condición previa epistemológica que da precisión a las cuestiones implicadas y revela a veces los determinantes ocultos. Ése fue el caso del coloquio del IHTP de junio de 1990 sobre “El régimen de Vichy y los franceses” (7), cuya organización se nutrió explícitamente de las reflexiones hechas en torno al recuerdo de Vichy y de la Ocupación, que era el tema de la primera parte del coloquio. Este análisis previo del campo de investigación historiográfico y memorial de la cuestión permitió ampliar las perspectivas: los temas abordados tenían que ver tanto con consideraciones científicas, por ejemplo, el esbozo de una historia social y cultural de los franceses bajo la Ocupación, un tema poco estudiado en la producción francesa, pero también con una voluntad de tener en cuenta, a nuestra manera, los desafíos éticos que plantea aún hoy la cuestión de Vichy, como por ejemplo la redefinición de la crisis de identidad nacional, un tema que requería ante todo interpretaciones nuevas ligadas a nuestro presente, más que una acumulación primitiva de datos.  

3-       Por último, la historia de la memoria colectiva se sitúa después de la investigación principal. Constituye su prolongación, modificando así la definición del objeto estudiado y los límites cronológicos. Muchas investigaciones sobre el presente integran en un mismo movimiento el estudio de un acontecimiento y el de su recuerdo. Tal es el caso del trabajo coordinado por Jean-Pierre Rioux sobre “La Guerra de Argelia y los Franceses” (8). Ese fue el objetivo de varias tesis en preparación, como la de Olivier Wieviorka sobre el movimiento de resistencia “Defensa de Francia”, que analiza tanto el período de la Ocupación como el devenir de los resistentes después de la guerra y la constitución de una memoria específica de la Resistencia.(9)

 

En los tres casos, lo que cambia es la noción misma de “acontecimiento”. Este deja de ser el lugar de una singularidad radical, aislado en el tiempo a los fines de la observación o de un punto de culminación de un proceso de mediana o larga duración. Pierde su carácter positivista –“lo que realmente sucedió”- para insertarse en una perspectiva dinámica del tiempo de la Historia, mucho más cercana a la vivencia de los actores. Este enfoque tiene como efecto, benéfico a mi juicio, de invitar al historiador a superar los binomios historiográficos tradicionales: estructura y contingencia, tiempo largo y tiempo corto, rupturas y continuidades, etc. Dichos enfoques se inscriben así en una perspectiva historiográfica presente tanto en los trabajos de Pierre Laborie como en los análisis de Roger Chartier. (10)

En Le Syndrome de Vichy, dudé entre esas tres posibilidades de análisis, aunque en el comienzo lo había tomado sólo como un desvío necesario para comprender la naturaleza de mi objeto de estudio principal, que se acercaba más bien al primer tipo de perspectiva. Por eso, a pesar de estar fuertemente influido por los Lugares de la memoria de Pierre Nora (y no pretendo aquí comparar mi experiencia sencilla y acotada con una obra de semejante talla), la orientación que tomé fue algo distinta. Por intuición y por mis hipótesis, y estando condicionado por los trabajos de otros historiadores de los períodos contemporáneos (entre otros, los de Antoine Prost y Maurice Agulhon), consideré que “la memoria colectiva” no podía sólo entenderse por sus marcos (la Nación, el Estado, la Familia, etc.) y por ende, en base a invariantes que funcionarían como aquellos lugares inteligibles donde se conforman las representaciones colectivas del pasado. Dicha inteligibilidad surge en igual medida a través del prisma de acontecimientos singulares y relevantes, vividos como tales por los contemporáneos (guerras, crisis, revoluciones, grandes cambios tecnológicos, etc.) y que constituyen puntos de referencia, límites fundadores para la representación, reapropiación, reconstrucción permanente del pasado que realizan los actores sociales.

Uno de los atributos de la memoria colectiva, e incluso una de sus funciones, reside precisamente en la facultad que ésta ofrece a los individuos y grupos, de articular las rupturas, el acontecimiento contingente, a veces devastador y siempre vivido de un modo más o menos traumático, con la continuidad de los recorridos individuales y de las estructuras sociales. En otras palabras, la memoria es la condición indispensable de la permanencia de un sistema de comportamientos, valores o creencias, en un mundo que, por definición, es cambiante.

Ahora bien, la memoria colectiva también cambia. Sus procesos, enunciados, funciones evolucionan como cualquier fenómeno social.

 

Una definición de la “memoria colectiva”

Previamente, cabe constatar que el término “memoria” se usa cada vez más en el lugar y en el rol del término “historia”: aparece 33 veces contra 5 en una página publicitaria reciente de la Comisión Permanente de Conmemoraciones e Información Histórica, lo cual puede dejarnos perplejos, al tratarse de un organismo encargado de desarrollar, como su nombre lo indica, una información “histórica”.(11)  En él pueden leerse, como en otros documentos, extrañas nociones: el “tiempo-historia” (las grandes fechas de la Historia de Francia…), los “años-memoria” (nombre de una colección de Larousse sobre los años 1929-1945). Esas construcciones vacías de sentido manifiestan una voluntad artificial de sacralización del pasado, y también el deseo de volver a introducir cierto suplemento espiritual a la historia de los profesores y manuales, como si la palabra “memoria” encerrara en sí misma una dimensión ética casi mágica y permitiera paliar la incertidumbre cada vez mayor respecto de la legitimidad de la historia como disciplina.

Para referirnos más formalmente al tema, puede decirse que la noción de memoria colectiva plantea muchas cuestiones teóricas, aunque no deja de ser una realidad empírica. El historiador no puede más que constatar la existencia de manifestaciones sociales que le es posible relevar, analizar y que, puestas en relación, incitan a postular la existencia de un conjunto de representaciones y actitudes respecto del pasado, propias de una colectividad y variables en el tiempo. Desde este punto de vista y pese al sentimiento indefinible de insatisfacción que deja, la obra de Maurice Halbwachs todavía no ha sido superada. (12)

Según esta visión, la “memoria colectiva” sería entonces un conjunto de manifestaciones que no sólo revelan, hacen ver, leer o pensar la presencia del pasado (en nuestro caso, la de un acontecimiento particular, pero la definición vale igualmente para estructuras perennes), sino que tienen la función de estructurar la identidad del grupo o de la nación, y por ende, de definirlos en tanto tales y distinguirlos de otras entidades equiparables. Dichas manifestaciones pueden observarse a nivel de los grupos restringidos (familia, partidos, asociaciones, etc.), a nivel de toda la nación (en cuyo caso puede hablarse de “memoria nacional”), y aún a nivel continental (¿Acaso no puede hablarse en la actualidad de la existencia de una “memoria europea” -que haría falta definir-?).

Estas manifestaciones pueden ser de naturaleza explícita.

En ese caso, son el resultado de un proceso social cuyo objeto declarado, voluntario, explícito, consiste en ofrecer cierta imagen del pasado y de ciertos acontecimientos relevantes. Se ubica en esta categoría a las conmemoraciones (oficiales, nacionales, locales, partidarias), los monumentos, la actividad de las asociaciones recordatorias (ex-combatientes, ex-deportados, ex-resistentes, etc.). Luego de cierta reflexión, ubiqué también en dicha categoría a la “memoria científica”, es decir las representaciones de los historiadores (en el sentido no restrictivo y no corporativo del término), aunque su preocupación sea la de ofrecer una inteligibilidad racional y que se supone verídica, respecto del pasado. En este sentido, una de las conclusiones de este trabajo fue la de considerar que la memoria científica no poseía ningún tipo de independencia. Por un lado, se encuentra parcial y a veces completamente influida por una memoria dominante, a menudo de origen político o ideológico. Por otro lado, entra en competencia con otras formas de representaciones del pasado y sólo puede analizarse como parte integrante de un sistema de representaciones, al menos desde la visión particular que es la mía.

   La historiografía de la Ocupación por ejemplo, estuvo durante los años 1960 fuertemente impregnada del resistencialismo dominante, una versión gaullista o comunista, y no logró a crear verdaderamente una ruptura epistemológica. Como se sabe, la ruptura aparecerá tardíamente, hacia los años 1970, y será impulsada en gran medida por historiadores extranjeros. Además, aunque se presentan a priori mejor documentados, los libros de historia están a menudo atrasados respecto de otras representaciones explícitas del pasado que a menudo se adelantan a ellos, como es el caso evidente del cine. Por la fuerza de la imagen y por la receptividad más amplia, fuerte e inmediata de su audiencia, algunos cineastas cuya sensibilidad sobre el pasado ha sido muy aguda, lograron transformar la visión que la sociedad francesa tenía acerca de la última guerra. Dos ejemplos contundentes de esto son Le Chagrin et la pitié (*), de Marcel Phuls y Shoah de Claude Lanzmann.

La primera, pese a sus errores y a su parcialidad (o gracias a éstos), significó una ruptura cultural enorme pues logró desplazar radicalmente su mirada –en sentido propio y figurado- respecto de los acontecimientos. La segunda constituyó un vuelco decisivo en el conocimiento del genocidio y la toma de conciencia acerca de la importancia que tiene hasta hoy el acontecimiento, y sin duda para siempre:

“El saber, en la película, se muestra como absolutamente necesario en la lucha para resistir al impacto enceguecedor del acontecimiento, para contrarrestar el estallido del testimonio ocular. Pero ese saber no es, en y por sí mismo un acto de develamiento lo suficientemente poderoso y eficaz. La novedad del film consiste precisamente en la llamativa visión que transmite, según la cual todos estamos inconscientemente sumergidos en la ignorancia radical respecto de la realidad del acontecimiento histórico. Dicha ignorancia no es simplemente disipada por la Historia sino que por el contrario, incluye a la Historia en tanto tal. La película muestra cómo la Historia contribuye a la implantación de un proceso histórico de olvido que irónicamente, incluye las actitudes de la historiografía. La historiografía encierra tanto la pasión por olvidar como por rememorar”. (13)

Las manifestaciones pueden también ser de naturaleza implícita.

Aunque su objeto no apunte a ofrecer deliberadamente una visión del pasado, ciertos procesos sociales vehiculizan representaciones que al, cabo de cierto tiempo, llegan a tener gran influencia. Por ejemplo, lo jurídico, en la escritura del derecho como en la actividad de los tribunales, tuvo en Francia un rol fundamental en cuanto a la reabsorción del pasado de la guerra, aun cuando por definición, la justicia no aspira a escribir ni a interpretar la Historia, tal como ha sido declarado oficialmente en numerosos considerandos recientes. Ahora bien, de las leyes de amnistía de 1951-1953 que establecen un “olvido jurídico” respecto de la mayoría de los crímenes cometidos durante la Ocupación, hasta la reciente ley de junio de 1990 que instituye el delito de “revisionismo”, sin olvidar las instrucciones y juicios recientes por crímenes contra la humanidad, la justicia contribuyó con sus decisiones, a formalizar ciertas nociones (la naturaleza del nacional-socialismo, la del régimen de Vichy, la del crimen de colaboración, etc.), que son muy cercanas al vocabulario de la historia. La opinión y el poder político, al querer convertir ciertos juicios en una  “lección de Historia” han vuelto incluso explícita la representación implícita del pasado que vehiculizaban las decisiones judiciales. ¿La condena a Klaus Barbie no era acaso, más allá del cumplimiento de un deseo y una necesidad legítima de justicia, un intento por resistir al paso del tiempo, a las relativizaciones y otras “canalizaciones”? Barbie en la cárcel se vuelve propiamente un lugar de memoria, al igual que un monumento. Por último, el carácter “imprescriptible” de los crímenes contra la humanidad, es decir, el hecho de que un acto esté inscripto para siempre y de manera inamovible en la conciencia colectiva, sin duda modificó fuertemente, sin que llegáramos del todo a advertirlo, nuestra visión tradicional de la Historia.

Ahora bien, es necesario aportar algún matiz a esta distinción entre lo “explícito” y lo “implícito”. Ciertas manifestaciones que son representaciones explícitas del pasado, como las conmemoraciones, pueden encerrar lo implícito, en su contenido. La conmemoración del 8 de mayo acarreó una muy clara representación de la guerra según la cual Francia habría salido vencedora de la guerra, al igual que los norteamericanos, soviéticos y británicos, ocultando así la derrota de 1940, las consecuencias de la guerra civil et el fin del estatuto de Francia en tanto potencia imperial. Sabemos desde Halbwachs que la memoria es una organización del olvido. Este aspecto permanece siempre implícito, por definición.

 

Los vectores de la memoria

Una de las dificultades que encontré en mi trabajo fue la representatividad de las manifestaciones del pasado y su jerarquización. ¿Si la presencia del pasado no conoce ningún límite, de qué sirve buscar su huella de un modo diferenciado? ¿Si todos los lugares encierran una memoria, dónde se ubican aquellos que son tópicos y que toda la colectividad percibe como tales? Los “Lugares de la memoria” tienen la misma naturaleza que la memoria de lugares o acontecimientos puntuales? Pierre Nora y sus colaboradores resuelven esta dificultad proponiendo primero una muestra más amplia de los lugares donde se expresa una memoria nacional. Más aún, su aspiración es invitar a los historiadores a pensar y concebir de otra manera los temas de la historia, con lo cual la cuestión de la representatividad se vuelve, según esta visión, relativamente secundaria. (14)

Aunque mi propósito haya sido mucho más acotado, la dificultad era del mismo orden. Para superarla, hice hincapié en las modalidades y contenidos de ciertos “vectores de memoria” (las conmemoraciones, las obras fílmicas, los escritos históricos) o sea, indicadores que ofrecían todos de manera explícita o implícita (para mi mirada de observador) representaciones singulares, claramente fechadas en el tiempo y bien ubicadas en el espacio.

A esto se sumaba el hecho de que los había elegido porque en el caso específico del recuerdo de Vichy, habían tenido un rol particularmente activo. Fue por eso que escogí obras cinematográficas más que literarias. Establecí una distinción entre estos “emisores” y los “receptores”, individuos o ciudadanos cuya memoria está inscripta, en esencia, en una memoria colectiva –sin que por ello ésta llegue a convertirse en la suma de experiencias individuales- pero cuyos motores son diferentes. Esta “memoria difusa” es el resultado, en primer lugar, de una historia singular, un destino individual cuyos marcos pertenecen sin embargo a la sociedad circundante (ésta es la tesis central de Halbwachs). En segundo lugar, esta memoria no apunta a ser, en tanto tal, una representación colectiva del pasado (excepto en el caso de un individuo relevante identificado con el destino colectivo, como el general de Gaulle).

En definitiva, se trataba de poner en relación esos vectores de memoria con la memoria difusa y de medir de este modo el impacto de las memorias dominantes –en este caso, con pretensión de ser nacionales- cuyos contenidos se alejaban fuertemente de la complejidad del acontecimiento rememorado. Por eso mi decisión, seguramente objetable, de no usar un corpus de testimonios para aprehender esa memoria difusa, sino de atenerme al indicador muy impreciso de las encuestas.

 

 

 

Sobre los vínculos entre historia y psicoanálisis

 

Una última observación referida al método: la legitimidad de los préstamos hechos al psicoanálisis. En este sentido, hay una metáfora que funciona como hilo conductor de mi demostración: el recuerdo de Vichy se habría desarrollado en Francia de un modo comparable a las secuelas de una “neurosis traumática”. Una vez que procedí a examinar en detalle las manifestaciones del recuerdo de Vichy recurriendo al más clásico método historiográfico (rastreos cronológicos, comparaciones, análisis de recurrencias, etc.), la lógica y coherencia de su  ordenamiento surgían de la consideración de dos constataciones:

-          La existencia de un fenómeno repetitivo: repetición de los temas polémicos (el caso Pétain, el asunto Jean Moulin, etc.), repetición de las circunstancias particulares en las que se desarrollan los numerosos “casos” (en el Parlamento, durante las elecciones presidenciales, en las salas de audiencia). Esto se daba aun a medida que el acontecimiento se iba volviendo lejano. Dicha repetición estuvo en el origen de mis observaciones y había sido incluso previa al deslizamiento historiográfico que he descripto más arriba.

-          El recuerdo de Vichy había evolucionado en cuatro etapas distintas: 1944-1954, 1954-1971, 1971-1974, de 1974 hasta hoy. La delimitación de estas fases encontraba un fundamento histórico sin que tuviera que recurrir a conceptos freudianos, o sea manteniéndome en el registro de la historia política (los vuelcos de 1954 o de 1974) o socio-cultural (el vuelco de 1968-1971). Sin embargo, fue al considerar que la primera fase, la de la Liberación, Depuración y Reconstrucción, había sido la ocasión de un “trabajo de duelo”, cuando tomó cuerpo la metáfora analítica. Ese trabajo de duelo se percibía primero a nivel de los individuos: el duelo en sentido propio, de los muertos y desaparecidos; luego, el duelo en el plano nacional: una vez finalizadas la guerra, la ocupación extranjera, la guerra civil, había que vivir con las heridas y odios que habían generado y recuperar el curso normal de las cosas. De este modo, el encadenamiento de las fases cobraba sentido: el tiempo de la “represión” (de la derrota, de Vichy, del antisemitismo), el “retorno de lo reprimido” y finalmente, la fase “obsesiva”, período en el cual los temas reprimidos, en particular el del antisemitismo de Vichy, cobraban una dimensión notoria pese a la distancia de los cincuenta años transcurridos y a la existencia de generaciones totalmente ajenas a la guerra. Además, resulta fundamental a mi juicio precisar que estas nociones de “duelo” o de “represión” fueron utilizadas a menudo por los historiadores de esa época, aunque nunca explicitadas, pero que lo fueron mucho más, y de un modo espontáneo, por los mismos contemporáneos.

 

¿Era necesario, una vez establecida y vuelta inteligible esa evolución, conservar esa grilla para usarla heurísticamente a lo largo de mi libro? O, por el contrario, ¿convenía avanzar más allá de dicha metáfora –señal, a menudo, de una vacilación en el pensamiento-, sin temer el uso claro de  conceptos freudianos, con fuerte valor explicativo? Pero ¿Cómo hablar de memoria sin mencionar fenómenos psíquicos, incluso a nivel de un actor colectivo? ¿Acaso una de las debilidades de la obra de Halbwachs no reside en su desconocimiento del descubrimiento freudiano del inconsciente, que fue introducido tardíamente en Francia? (15)

 

Sobre la brecha entre la representación y la “verdad histórica”

 

Una verdad de Perogrullo: cualquier análisis de las representaciones de un acontecimiento requiere del observador (historiador o no) que conozca con precisión el acontecimiento en cuestión, lo que implica un conocimiento de naturaleza “histórica”. Pero ¿Cómo puede esta visión escapar al hecho de que es en sí misma una representación, si admitimos que los historiadores son vectores de memoria entre otros tantos, y que la historia está incluida dentro la memoria colectiva? Estamos aquí ante un viejo debate, en particular entre los que se ocupan de la Antigüedad o de los períodos medievales. Para los historiadores de períodos más contemporáneos, éste cobra una configuración particular. Desde el siglo XIX, la escritura mística de la Historia, aquella que apunta a reconstruir el pasado para forjar la identidad nacional y cuya legitimidad e influencia persisten incluso entre los historiadores profesionales, coexiste con una concepción científica del oficio de historiador. Esta se nutre de innumerables fuentes de información (un rasgo propio del siglo XX) y de métodos que pretenden ser cada vez más sofisticados. El resultado de esto ha sido, por el contrario, una “deconstrucción” del pasado que da una impresión (equivocada o no) de pérdida de sentido e inteligibilidad de la Historia: piénsese en los debates recientes acerca de los efectos supuestamente perniciosos de la “escuela de los Annales” sobre la enseñanza de la historia, que se habría visto “degradada”. En este marco, los historiadores del tiempo presente han experimentado más que otros una doble tensión. En primer lugar, existe una tensión entre, por un lado, la necesidad de una escritura positiva de la historia, que supone la creencia en una verdad histórica objetivable (las cámaras de gas existieron y las pruebas deben recogerse y difundirse incansablemente) y por otro lado, el desarrollo de una historia de las representaciones que incluye en su campo el “error”, el “mito”, la “revisión”, procesos clásicos de reconstrucción del pasado. Ahora bien, ésta última puede verse tentada por el relativismo: sólo importaría la representación en detrimento de la realidad, lo que puede implicar una pérdida de la sustancia histórica. La segunda tensión está dada por la dificultad, e incluso la ilusión de un abordaje científico que se cree capaz de mantenerse fuera de los mitos que intenta comprender. Esto torna muy delicado el establecimiento empírico de los hechos, previo al inicio de un análisis de las representaciones, por eso resulta necesaria la “puesta en situación” del historiador, mencionada al comienzo, y que permite compensar la falta de distanciamiento.

Marc Bloch percibió muy bien esta aporía, que se vuelve visible no bien se confronta historia y memoria. En 1925, al reseñar Los marcos sociales de la memoria de Maurice Halbwachs, el historiador, aunque elogioso respecto del fondo, cuestionaba al sociólogo su interpretación del cristianismo y a través de ésta, su modo de concebir las fundaciones de una tradición:

“Al estudiar la memoria colectiva religiosa, M. Halbwachs escribe lo siguiente: ‘En su origen, los ritos respondieron seguramente a la necesidad de conmemorar un recuerdo religioso como por ejemplo, entre los judíos, la fiesta pascual o, entre los cristianos, la comunión’. ¿Esto es así? No cabe duda de que hoy en día y desde hace mucho el israelita que come el cordero pascual no piensa celebrar el recuerdo de los antepasados que huyeron del Faraón, ni que el católico, por más instruido que esté sobre los misterios de su religión, cuando ve levantar al sacerdote la hostia, esté pensando en la palabra evangélica: ‘Tomad, éste es mi cuerpo…ésta es mi sangre’. Esta es indiscutiblemente la interpretación presente, hoy tradicional, de aquellos ritos. ¿Pero acaso se confunde con su significación primera? Pocos historiadores de las religiones dirán que esto es así (…). De modo que nos encontramos frente a falsos recuerdos. ¿M. Halbwachs no tendrá que estudiar algún día los errores de la memoria colectiva?”. (16)

La conclusión de Los reyes taumaturgos, publicado un año antes, planteaba el mismo problema: “Resulta difícil no ver en la creencia en el milagro real otra cosa que el resultado de un error colectivo”. (17)

Este racionalismo puede sorprender cuando Marc Bloch estaba sentando las bases de una historia de las mentalidades en la que lo irracional constituía por definición un objeto de estudio en sí. En realidad, no se trataba para él de oponer “la realidad histórica” a su “representación” sino de medir la brecha entre la perspectiva historiográfica, que fija los medios para determinar la complejidad y el carácter multidimensional de un acontecimiento, y los usos que de éste hace la memoria colectiva. Después de esto, será posible detectar los olvidos, ocultamientos, “errores” y por ende, captar los desafíos que el acontecimiento en cuestión plantea en el momento en que se lo estudia, lo que constituye una interrogación mucho más fundamental que el mero establecimiento de los hechos:

“Cierta historia de las mentalidades que se conforma con penetrar en las ideas y el vocabulario de la gente del pasado et se complace en haber evitado el anacronismo, sólo cumplió con la mitad del oficio de historiador. Una vez que ha encontrado la tonalidad auténtica del pasado, deberá explicarla con los instrumentos del saber científico de su época”. (18)

 

En otras palabras, el análisis de las representaciones – uno de cuyos aspectos es la memoria colectiva- tiene obviamente sus límites. El historiador está obligado a creer a pesar de todo en cierta verdad positiva intangible y mínima y debe, como Marc Bloch, restituirla. Dicho deber ético proviene de una constatación elemental: los hombres no son concientes de la historia que viven y que han atravesado. Por eso existe la disciplina misma de la historia que está ligada a una profunda necesidad de verdad. Elucidar el “error colectivo” del que habla Marc Bloch tiene, desde ese punto de vista, poco interés para la comprensión del acontecimiento en sí: “poco me importan los avatares del mito resistencialista; tengo archivos de la Resistencia que me van a aportar la verdad y así aclarar los tantos”. Sin embargo, esta elucidación resulta fundamental desde el momento en que nos permite mostrar que se podía haber hecho antes, que no se hizo y que resta explicar por qué, a los fines de comprender ya no el pasado sino el presente.

 

¿En qué sentido la historia de la memoria colectiva puede ser productiva?

 

Esta pregunta, planteada a modo de conclusión, puede parecer elemental pero resulta aterradora. ¿Valía la pena el rodeo, el deslizamiento del tema? ¿Es algo más que una mera diversión intelectual? ¿En qué sentido el análisis de un “síndrome de Vichy” permite comprender la sociedad francesa contemporánea?

En la conclusión de mi libro, pude poner en evidencia una doble constatación. Por un lado, el recuerdo de la crisis de identidad nacional vivida intensamente entre 1940 y 1944 fue y sigue siendo por definición, conflictivo, agitado, divisor. Cobró, en el espacio político francés, la dimensión simbólica de un “nuevo caso Dreyfus” a pesar de que los “vencidos” –los “colaboradores”- hayan sido casi siempre, al menos hasta el presente, minoritarios y políticamente prescindibles (mientras que los opositores al capitán Dreyfus, por ejemplo, no lo eran). Por otro lado, una parte de la historiografía ha puesto de manifiesto el hecho de que la sociedad francesa, en sus valores, sus instituciones y sus estructurales sociales, tiende a ser más homogénea y a estar más unificada que hace medio siglo. Dicho de otro modo, según esta hipótesis, la estabilidad social y política sería concomitante de una inestabilidad del recuerdo. El “síndrome de Vichy”, con su carácter a veces artificial y obsesivo, pudo haber sido el costo a pagar para que fuera posible reconstruir la identidad nacional fracturada. En la lógica de la metáfora de la “neurosis”, entonces, no es tanto el olvido o la represión los que habrían sido “productivos”, sino el propio conflicto entre un consenso relativo en los hechos y un disenso en cuanto al sentido otorgado retrospectivamente al acontecimiento “Ocupación”. Si tomamos la hipótesis inversa, que expresa sus dudas acerca de la idea de un consenso creciente, se dirá que el conflicto de memoria no habría sido más que una manifestación segunda, producto de un conflicto de valores considerados como perennes y que atravesó los acontecimientos.

Halbwachs ya había formulado un problema similar:

“¿Quién sabe si, al concluir una guerra o una revolución que hubieran cavado una zanja entre dos sociedades de hombres, como si una generación intermedia hubiera desaparecido, la joven sociedad o la parte joven de la misma, no estaría preocupada ante todo, en acuerdo con la parte vieja, por borrar las huellas de esta ruptura, acercar las generaciones extremas y mantener a pesar de todo la continuidad de su evolución? La sociedad debe necesariamente vivir; aun cuando las instituciones sociales hubieran sido profundamente transformadas y sobre todo, por haberlo sido, la mejor manera de lograr que éstas se arraiguen, es sosteniéndolas con todo lo que se puede retomar de las tradiciones. Entonces, al concluir esas crisis, volvemos a decir: hay que empezar de nuevo en el punto en que fuimos interrumpidos, hay que retomar las cosas al pie del cañón. Y en poco tiempo, efectivamente, nos figuramos que nada ha cambiado porque retomamos el hilo de la continuidad. Esta ilusión, que pronto nos sacaremos de encima, habrá permitido, al menos, que se pase de una etapa a otra sin que la memoria colectiva haya tenido, en ningún momento, la impresión de verse interrumpida”.(19)

Sin embargo, esta reconstitución, efectiva en la vida material, la economía, las relaciones sociales, sólo puede darse, en la mayoría de los casos, al precio de una represión de la fractura pasada, por lo tanto, a riesgo de que un día, aquel “pasado que no pasa”, resurja constantemente.

La memoria garantiza la perennidad –al menos el sentimiento de perennidad- de un individuo o de un grupo en el tumulto de las rupturas de la Historia. Cumple una función fundamental para la consideración de la alteridad: alteridad del tiempo que cambia, al asegurar la permanencia más o menos ficticia, más o menos real del grupo o del individuo. Pero también se trata de una alteridad de la confrontación con otros grupos, otras naciones, otros pasados y por ende otras memorias, permitiendo la distinción y, por ende, la definición de una identidad propia. Ingresa entonces plenamente en el territorio del historiador aunque, frente a un fenómeno tan cercano a su quehacer intrínseco, éste pueda quedar desorientado al querer desentrañarlo.

 

 

Notas

* Instituto de Historia del Tiempo Presente. Este trabajo y el de Marie Claire Lavabre forman parte del capítulo 9 (“Los usos políticos del pasado: Historia y memoria”) de Histoire politique et sciences sociales editado por Denis Pescanski, Michael Pollak y Henry Rousso. Paris, Ed. Complexe, 1991. (Nota de la traductora).

(1) Le syndrome de Vichy 1944-198…, Paris, Seuil, 1987. (Coll. « XXe siècle). 2da edición revisada y actualizada: Le syndrome de Vichy de 1944 à nos jours, Paris, Seuil, 1990 (Coll. “Points-Histoire”). [El síndrome de Vichy 1944-198…].

(2) Para un inventario de los trabajos recientes sobre la memoria colectiva, ver la bibliografía publicada en la 2da edición de Le Syndrome de Vichy, op. cit.

(3) Sin embargo, el trabajo no se habría concluido sin la confianza y recomendaciones de Michel Winock de la Editorial du Seuil.

(4) Robert Frank, “Les Français et la 2ème Guerre mondiale depuis 1945”, Histoire et Temps présent. Journées d’études des correspondants départementaux 28-29 novembre 1980, Comité d’histoire de la 2ème Guerre mondiale et Institut d’histoire du temps présent, CNRS, 1981. Aunque resulte llamativo, cuando emprendí esta investigación sobre el recuerdo de Vichy, no sólo yo no era todavía investigador del IHTP sino además, ignoraba que éste era uno de los ejes elegidos para este nuevo instituto. Esto muestra hasta qué punto el tema estaba en la cabeza de muchos especialistas, avanzados o recién iniciados. Los resultados de ese trabajo fueron publicados en: Institut d’histoire du temps présent (dir.), La mémoire des Français. Quarante ans de commémorations de la Seconde Guerre mondiale, Paris, Ed. du CNRS, 1986. 

(5) Ver, en este mismo libro, el debate entre Bernard Pudal y Marc Lazar.

(6) Les lieux de mémoire, tome 1: La République, tome 2 : La Nation, 3 vol., Paris, Gallimard, 1984 y 1986.

(7) Las actas serán publicadas en 1991 por la Editorial Fayard.

(8) Jean-Pierre Rioux (dir.), La Guerre d’Algérie et les Français », Paris, Albin Michel, 1990.

(9) Cfr. Olivier Wieviorka, “La génération de la Résistance”, Vingtième siècle. Revue d’histoire, 22, avril-juin 1989, nº spécial « Les Générations ».

(10) Ver el texto de Pierre Laborie en este libro, y Roger Chartier, “Le monde comme représentation”, Annales ESC, 6, novembre-décembre 1989, pp. 1505-1520, así como su libro Les origines culturelles de la révolution française, Paris, Seuil, 1990.

(11) Fue publicado en varios órganos de prensa. Cf. Por ejemplo L’Histoire, 129, janvier 1990, p. 61. Esta Comisión depende de la secretaría de Estado de los Ex Combatientes.

(12) Maurice Halbwachs, La mémoire collective, Paris, PUF, 1968, prólogo de Jean Duvignaud, Introducción de Jean-Michel Alexandre (1e. éd., Paris, PUF, 1950) ; Les cadres sociaux de  la mémoire, Paris/La Haye, Mouton, 1976, prólogo de François Châtelet (1e. éd., Paris, Alcan, 1925).

* La pena y la piedad [Nota de la traductora]

(13) Shoshana Feldman, “A l’âge du témoignage : Shoah de Claude Lanzmann », en, Au sujet de Shoah, le film de Claude Lanzmann, Paris, Belin, 1990, p. 66.

(14) Cf. Henri Rousso, “Un jeu de l’oie de l’identité française» [un juego de la oca de la identidad francesa »]. Vingtième siècle. Revue d’histoire, 15, juillet-septembre 1987, pp. 151-154, sobre los Lugares de la memoria, op. cit.

(15) Cf. sobre este punto, Elisabeth Roudinesco, La bataille de cent ans. Histoire de la psychanalyse en France. 1 – 1885-1939, Paris, Ramsay, 1982 et Paris Seuil, 1986, en particular la tercera parte.

(16) Marc Bloch, “Mémoire collective, tradition et coutume. A propos d’un livre récent »,Revue de synthèse historique, Tome XL (nouvelle série, Tome XIV), Paris, La renaissance du Livre, 1925, 118-120, pp. 79-80.

(17) Marc Bloch, Les Rois thaumaturges, Paris, gallimard, 1983, p. 429 (1e ed. 1924).

(18) Jacques Le Goff, prólogo a Les Rois thaumaturges, ibid., p. XXVI.

(19) Maurice Halbwachs, La mémoire collective, op. cit. , pp. 72-73.

 

 

 

 

 

 

 

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