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Desaparición forzada en Argentina: entre la desaparición y la sobrevida. O sobre la ‘regla’ y la ‘excepción’ en el despliegue de la tecnología de poder genocida

Aletheia, volumen 3, número 6, julio 2013. ISSN 1853-3701

Lampasona en PDF/ Artículos

Julieta Lampasona*

IIGG – FSOC – UBA / CONICET

2013

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

julietalampasona@hotmail.com

 

Resumen:

El despliegue del genocidio en la Argentina (1975-1983) se sustentó, fundamentalmente, en la aniquilación por desaparición forzada de personas. En este marco, mientras que miles de personas que fueron secuestradas y detenidas ilegalmente en los Centros Clandestinos de Detención (CCD) continúan desaparecidas, una parte de esos detenidos-desaparecidos fueron liberados. Sin embargo, dada la centralidad y magnitud que asumieron las desapariciones, la producción de desapariciones seguidas de liberación –y la emergencia, con ello, de los sobrevivientes- aparece en el imaginario como un hacer residual y secundario del dispositivo concentracionario.

El presente estudio se propone pensar el par “desaparición/aparición” como nudo constitutivo –al igual que el par “desaparición/eliminación”, aunque inferior cuantitativamente- del poder genocida. Para ello, analizo su inserción en la tecnología de la desaparición forzada y la estructura de excepción que la torna posible.

 

Palabras clave: Desaparición forzada / Tecnologías de poder / Excepción / Sobrevida

 

 

Introducción

El presente trabajo forma parte de mi investigación doctoral, cuyo objetivo general consiste en indagar acerca de las inscripciones biográficas de la experiencia concentracionaria en los sobrevivientes de los Centros Clandestinos de Detención (CCD), emplazados en la Argentina durante el despliegue del proceso genocida (1975-1983) (1). Por “sobrevivientes” me refiero a aquellos sujetos que, luego de haber sido sometidos a la condición de detenidos-desaparecidos, fueron liberados. En este sentido, esta experiencia se constituye en la articulación de los momentos de selección - persecución – secuestro – tortura – cautiverio - (posterior) liberación de los CCD, conformando lo que denomino la “desaparición temporal y posterior sobrevida del sujeto” (2). En el presente trabajo abordaré una de las aristas de la investigación, relativa a la inserción de estas desapariciones seguidas de liberación en la tecnología de la desaparición forzada y la estructura de excepción que la torna posible, con el objeto de aproximarme a su especificidad en el marco del poder genocida y considerar, con ello, la centralidad de la figura del sobreviviente.

 

El genocidio en la Argentina se sustentó, fundamentalmente, en la aniquilación por desaparición forzada de personas. De los miles de secuestrados y detenidos clandestinamente en los CCD, se estima en 30.000 la cifra de personas que continúan desaparecidas, al tiempo que una pequeña parte fue liberada (3). Emergía así, como un espectro que regresa de la muerte, el sobreviviente. Debido a la gran cantidad de personas que continúan desaparecidas, los trabajos que abordan el problema de la desaparición en la Argentina destacan mayoritariamente la centralidad del par desaparición/eliminación. Apoyado en estos antecedentes, el presente estudio se propone abordar esa dimensión particular que emerge en el par desaparición/aparición como otro de los nudos constitutivos del poder genocida (4).

 

En particular, resulta pertinente señalar que las diferentes estimaciones –incluso aquellas que calculan un número mayor de sobrevivientes- nos permiten pensar su emergencia en términos de excepción. Y, precisamente por los mecanismos de poder que la tornan posible, sólo podrían ser una excepción: allí, en esos muchos que desaparecen y unos pocos que retornan y cuentan ese horror, radicarían los efectos de terror de la tecnología de la desaparición. Así, en esta producción conjunta de desapariciones y liberaciones, el dispositivo concentracionario se conforma él mismo a partir de “reglas” y “excepciones”; y sin embargo, el CCD, que se ha pensado mayoritariamente como un espacio de excepción en relación al conjunto social, no ha sido abordado desde esas reglas y excepciones que lo constituyen internamente. Propongo considerar, entonces, la excepción en la excepción, con sus consecuentes efectos de verdad. A partir de ello, el abordaje se propone reinsertar a los sobrevivientes en el centro de la producción del genocidio. Se trata, ante todo, de un poder que en su producción y para su realización esconde (des-apareciendo) y muestra (re-apareciendo). En este sentido, la hipótesis de trabajo sostiene que, lejos de constituir dos producciones diferenciales –una central y la otra residual-, el par desaparición/eliminación y el par desaparición/aparición conforman parte de la misma tecnología de poder en el marco del genocidio. Una tecnología desdoblada, precisamente, en esas dos modulaciones a partir de las cuales fue produciendo efectos de terror y de disciplinamiento social que confluyeron en la desarticulación de la territorialidad social del campo popular.

 

Este abordaje se propone indagar, entonces, la manera en que la desaparición temporal y posterior sobrevida del(los) sujeto(s) se inserta en el campo de las relaciones de poder y el despliegue del genocidio, como producción específica y constitutiva. Para ello, organizaré la exposición en diferentes apartados: en primer lugar, abordaré las herramientas teórico-metodológicas de la genealogía para pensar, desde la multiplicidad, la emergencia de esta producción particular, inmanente al poder genocida. Luego abordaré la tecnología de la desaparición para considerar su modalidad bifronte, entendiendo con ello esa doble modulación que la constituye –esto es, como producción de detenidos que continúan desaparecidos y detenidos-desaparecidos posteriormente liberados. En tercer lugar, analizaré la producción de liberaciones a partir de la “estructura de la excepción” propuesta por Agamben (2002); ello nos permitirá considerar su configuración en el nudo del hacer genocida. Por último, en las consideraciones finales buscaré deconstruir y desarmar esta “linealidad” pretendida del poder para pensar las fugas, fisuras y/o formas de resistencia que lo constituyen, tensionan y que, aun cuando fragmentarias, nos permiten pensar en las grietas del poder (5). Considero, precisamente, que la sobrevida –entendida tanto desde su génesis como, fundamentalmente, en su desarrollo- se constituye no sólo desde las “pretensiones” de ese poder desaparecedor sino desde el propio hacer de esos sujetos sobrevivientes.

 

Algunos apuntes para pensar la emergencia de nuestra problemática

Si bien el objetivo de este trabajo no consiste en trazar una genealogía de la sobrevida, la perspectiva genealógica –como modo de aproximación a los procesos histórico-sociales- nos brinda herramientas teórico-metodológicas de relevancia al momento de abordar el problema de la producción de desapariciones seguidas de liberación. En su texto “Nietzsche, la genealogía, la historia” (1992), Foucault retoma las crítica nietzscheana a la idea de origen para pensar la historia en su devenir discontinuo, contingente y sujeto, siempre, a relaciones de fuerza móviles. Desde esta perspectiva, la historia se convierte en esa “historia efectiva” que deviene discontinua, poblada de accidentes, en el “azar de la lucha” (Foucault, 1992: 20 y 21).

 

La genealogía, como deconstrucción de esa historia efectiva que conforma al sujeto, niega la posibilidad de un origen cerrado, absoluto y disparador de linealidades para pensar, por el contrario, en términos de “procedencia” (no-unidad, multiplicidad) y “emergencia” (singularidad que deviene en y por relaciones de fuerza). La primera, como pertenencia-a un grupo, ligazón-a que lejos de producirse en las continuidades y/o semejanzas que nos aproximarían a lo Uno, nos remite a la multiplicidad, a la dispersión y las singularidades que devienen de lo errático, de las fisuras, del accidente:

 

“(…) esta herencia no es en absoluto una adquisición, un saber que se acumula y se solidifica; es más bien un conjunto de pliegues, de fisuras, de capas heterogéneas que la hacen inestable y, desde el interior o por debajo, amenazan al frágil heredero (…) La búsqueda de la procedencia no funda, al contrario, remueve aquello que se percibía inmóvil, fragmenta lo que se pensaba unido; muestra la heterogeneidad de aquello que se imaginaba conforme a sí mismo” (Foucault, 1992: 14).

 

Estos pliegues de la procedencia se enraizan en el cuerpo, para constituirlo en inscripción de la historia y del devenir azaroso de la lucha. La emergencia, por su parte, es entendida como “punto de surgimiento”, “aparición” que tiene lugar no como sentido mentado y último de lo continuo sino como irrupción contingente en el marco de las relaciones de fuerza:

 

“la emergencia designa un lugar de enfrentamiento; pero una vez más hay que tener cuidado de no imaginarlo como un campo cerrado en el que se desarrollaría una lucha, un plan en el que los adversarios estarían en igualdad de condiciones; es más bien –como lo prueba el ejemplo de los buenos y de los malos- un no lugar, una pura distancia, el hecho que los adversarios no pertenecen a un mismo espacio. Nadie es pues responsable de una emergencia (…); esta se produce siempre en el intersticio”  (Foucault, 1992: 17).

                     

La genealogía, por lo tanto, permite asir la irrupción del suceso histórico en el espacio de lo múltiple, su emergencia en el juego de las dominaciones, insertándonos de esta manera en el campo de las relaciones de poder que se constituyen, necesariamente, en un devenir contingente y atravesado por formas de resistencia. Pretensiones absolutas / grietas constitutivas; poder / sujeción / resistencias (6). En el caso particular de nuestra problemática, esta perspectiva nos permite deconstruir aquello que, en primera instancia, aparecería como residual en el ejercicio del poder desaparecedor –es decir, la producción de desapariciones seguidas de liberación y la emergencia, con ello, de los sobrevivientes- para avanzar, por un lado, sobre sus condiciones de posibilidad como proceso social con efectos de verdad y las relaciones de poder-saber que lo sostienen y, por el otro, las grietas y modalidades de resistencia que lo tensionan y constituyen.

 

La desaparición forzada en la Argentina –y la emergencia, con ello, de las figuras del detenido-desaparecido y del sobreviviente- se inserta en procesos histórico-sociales de largo plazo que, como señala Raffin (2006), remiten a variables estructurales (mundiales y regionales) y coyunturales, internas y externas. En términos generales, podemos mencionar el contexto de la Guerra Fría, la consolidación y posterior desarticulación de los Estados de Bienestar y experiencias populares de transformación sociopolítica –como la Revolución Cubana y los procesos de descolonización en Asia y África- que materializaban el conflicto geopolítico y la disputa hegemónica al modelo de acumulación. Particularmente en América Latina, los procesos dictatoriales del Cono Sur se sostuvieron en una articulación a nivel regional de la estrategia represiva conocida como “Plan Cóndor”, desplegando políticas de terror mayoritariamente clandestinas –en el marco de las cuales tuvo lugar la desaparición forzada de personas (7)- y profundas reconfiguraciones socio-económicas.

 

En el caso argentino (8), estos desarrollos mundiales y regionales se imbricaron con procesos internos de confrontación sociopolítica y económica que remiten, al menos, a la “doble proscripción” –política y social (Marín, 1996: 44)- del peronismo (9). Este momento supuso una reconfiguración social y política a partir de la cual se fueron conformando fuerzas sociales en disputa que atravesaron, paulatinamente y por la profundización de la conflictividad, al conjunto social. Por su parte, la dictadura militar de Onganía –iniciada en 1966- asumió un carácter fuertemente represivo y supuso una avanzada de los sectores del gran capital. En este marco, se produjo un ascenso sostenido en la conflictividad que, a partir de los enfrentamientos conocidos como los “Azos” (10), fue profundizando su carácter de clase (Izaguirre, 1994 y 2009) (11). Frente a este avance y consolidación de la territorialidad socio-política del campo popular –con fisuras y enfrentamientos, no obstante, a su interior-, se fue reconfigurando la estrategia represiva que derivó, posteriormente, en la aniquilación por desaparición forzada de personas como modalidad de desarticulación de esas territorialidades (12), produciendo profundas desarticulaciones del lazo social (13). Como señala Izaguirre (2009), a partir de 1974 y fundamentalmente con el despliegue del Operativo Independencia en la provincia de Tucumán (1975), comenzaron a reconfigurarse las modalidades de dar muerte: mientras que hasta entonces se registra una preeminencia de muertos entre las “bajas” del campo popular, a partir de estos años comenzó a incrementarse sostenidamente la producción de desapariciones. El golpe militar del 24 de marzo de 1976 supuso la sistematización a nivel nacional de la desaparición forzada de personas.

 

“Procedencia” y “emergencia”, entonces, para abordar la génesis de la desaparición forzada y su despliegue: multiplicidad, por un lado, en los procesos que coadyuvaron en su configuración histórica; multiplicidad, también, en sus modalidades de despliegue (desapareciendo y re-apareciendo). Como veremos a continuación, la desaparición forzada se fue desplegando en un doble movimiento: desapareciendo la gran mayoría de los cuerpos de los sujetos secuestrados y produciendo liberaciones a una minoría de ellos. Emergencia particular la de los sobrevivientes; singularidad producida en el despliegue siempre móvil y azaroso de las relaciones de fuerza.

 

De desaparecidos y sobrevivientes: sobre el carácter bifronte de la tecnología de la desaparición

El despliegue del proceso genocida se sustentó, así, sobre la desaparición forzada de personas como tecnología de poder novedosa (Vega Martínez, 1997; Maneiro, 2005) que diera forma a una modalidad particular de exterminio. “Tecnología de poder” en tanto articulación de un conjunto de prácticas y saberes cuya genealogía y perfeccionamiento pueden rastrearse en el largo plazo y que, en su aplicación, fue viabilizando la estrategia de conjunto orientada a la desarticulación de la territorialidad social del campo popular.

 

Como señala Vega Martínez, la tecnología de la desaparición supuso una gran complejidad puesto que, aplicada sobre el cuerpo individual del sujeto desaparecido, operó en un doble registro: sobre esa individualidad avasallada, vulnerada, y sobre el conjunto de relaciones sociales que la constituían –sus afectos, solidaridades y, principalmente, los espacios de pertenencia política-:

 

“¿Qué es lo que desaparece? Un individuo, un cuerpo, personifica y a la vez articula relaciones sociales que, ante la irrupción súbita de esta forma de violencia tan particular, se rompen, se vulneran. Se rompen sobre cada uno de los cuerpos que han desparecido, pero también sobre los cuerpos de los sobrevivientes. Se rompen, se vulneran y desaparecen, porque un cuerpo, un individuo, ha sido dominado, ha sido sometido, ha sido avasallado, ha sido supliciado, ha sido “DESAPARECIDO”, a partir de considerar que es en el sujeto y en su propio cuerpo el lugar en donde se asienta y se debate el problema de la dominación y del poder” (Vega Martínez, 1997: 187).

 

Como señalé, la desaparición forzada se fue insertando y consolidando en una estrategia de conjunto que apuntaba a la aniquilación y desarticulación de los sectores político-sociales más combativos del campo popular. A partir del terror, esta tecnología fue produciendo profundas rupturas psico-sociales, procesos de aislamiento y silenciamiento cuyos efectos pueden rastrearse, aun, en nuestro presente.

 

El estudio de Calveiro (2004) nos permite adentrar al cómo de esa tecnología y la espacialidad específica para su despliegue: los CCD. La autora profundiza en la dinámica interna de estos espacios, los sujetos y relaciones sociales que los constituyen, los procesos de deshumanización a los que se vieron sometidos los detenidos –centrales, sostenemos, para el análisis de las inscripciones y reconfiguraciones biográficas en los sobrevivientes- y las modalidades de fuga y/o resistencia que operaron como grietas de ese poder dador de vida y muerte (Calveiro, 2004: 57), con pretensiones absolutas. Asimismo, el estudio nos permite conocer las territorialidades sociales extramuros y la articulación de estos emplazamientos con el conjunto social que los hizo posibles, adentrándonos así en la relación compleja, porosa, del “adentro” y el “afuera” de los campos.

 

En esa imbricación de los CCD y el conjunto social se fueron conformando regímenes de visibilidad/invisibilidad, formas de saber/no-saber sobre los que se asentó un secreto a voces con efectos de terror (Calveiro, 2004: 78). El secreto, señala, se constituye en uno de los nudos centrales del poder, pues allí anida la efectividad de esa dimensión clandestina, oculta y negada, pero al mismo tiempo presente en sus efectos: los sujetos desaparecen –a veces por la noche, a la vista de algunos; a veces durante el día, en plena calle, a la vista de todos-, las familias se cercenan, los espacios colectivos se desarticulan… Ausencias en el mundo de la vida cotidiana que, aunque no se enuncian abiertamente, se intuyen y se viven. El poder desaparecedor, en esa modalidad ostensible y clandestina al mismo tiempo, va conformando una realidad siniestra que, desde el terror, fragmenta, paraliza y silencia. Siguiendo a Puget (1991), el terror opera en esa vulneración radical del sujeto en su singularidad psíquica y el mundo relacional que lo sostiene; el estado de amenaza desampara, disgrega las pertenencias colectivas y desarma las certezas sobre las que se construye la propia identidad. El peligro es, fundamentalmente, sobre la vida (Puget, 1991: 33).

 

Particularmente, la desaparición forzada fue operando en la producción conjunta de detenidos-desaparecidos que continúan desaparecidos y detenidos-desaparecidos que fueron liberados (es decir, sobrevivientes). A diferencia de la experiencia de la Shoah –en la que, en términos generales, las liberaciones y la consecuente supervivencia a los campos de concentración se produjeron, mayoritariamente, tras el triunfo de la guerra por parte de las fuerzas aliadas-, en el caso argentino las liberaciones se realizaron durante todo el período genocida por parte de las mismas fuerzas militares. Esto fue abriendo a diversos cuestionamientos, estigmatizaciones e imposibilidades de escucha (Crenzel, 2008: 44) (14). En este sentido, la producción de liberaciones y la emergencia, con ello, de la figura del sobreviviente constituyó un hacer particular de la tecnología de aniquilación por desaparición: a partir de las múltiples denuncias y testimonios es posible establecer que las desapariciones seguidas de liberación se sostuvieron, fundamentalmente, a lo largo del período que se abre con el Operativo Independencia en la provincia de Tucumán y se extiende hasta los últimos años de la dictadura militar. De los datos presentados por Izaguirre (2009: 93) se desprende que ambas modalidades –desapariciones y desapariciones seguidas de liberación- asumieron la misma tendencia: a partir del año 1974 comienza un proceso de crecimiento sostenido que desde 1975 y fundamentalmente luego del golpe militar del 24 de marzo de 1976, se incrementa exponencialmente alcanzando los niveles más altos en los primeros años del gobierno de facto. Al mismo tiempo que se producían las desapariciones, una parte de esos sujetos detenidos-desaparecidos eran liberados. Una misma tecnología operando en esas dos modulaciones: un poder que oculta, esconde (desaparece) pero, al mismo tiempo, muestra (re-aparece, hace sobrevivir). Esa forma particular de hacer, desdoblada, irá produciendo y consolidando los efectos de terror referidos.

 

Particularmente, la desaparición temporal y posterior sobrevida del sujeto fue operando en ese doble registro que señalaba recientemente: sobre el cuerpo individual y su mundo de interrelación. Con ello, fue reforzando los efectos de terror y ruptura referidos. Retomando los desarrollos de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos (15), podemos señalar que –aun desde sus comienzos azarosos, accidentales incluso- la producción de liberaciones fue produciendo efectos de verdad al reforzar y expandir el terror al conjunto de la sociedad: retornando de las entrañas mismas del núcleo de producción de la desaparición (los CCD), los relatos de los sobrevivientes daban cuenta de la magnitud del horror, al tiempo que abrían a procesos de desconfianza y de sospecha, profundizando y consolidando los procesos de aislamiento y retraimiento del hacer político y colectivo (16).

 

Inserto constitutivamente en la tecnología de la desaparición forzada, entonces, el sobreviviente es sujeto de desaparición pues ha sido sometido, en primer lugar, a la condición de detenido-desaparecido. Desaparición particular ya que se interrumpe por un proceso inverso: la aparición. Así, la articulación de los diferentes momentos que conforman la serie de la desaparición temporal y posterior sobrevida del sujeto se inserta –y al mismo tiempo se distancia, al momento de la liberación- en aquella que produce, acabadamente, al detenido-desaparecido: selección - persecución - secuestro - cautiverio - tortura - muerte - ocultamiento/desaparición del cuerpo (Vega Martínez y Bertotti, 2009: 2). Un mismo proceso que en y por la liberación se altera y bifurca, dando lugar a la producción de esta figura específica. Precisamente, la re-aparición del sujeto y su posterior sobrevida se producen por la “interrupción” de la condición de detenido-desaparecido.

 

Al igual que el detenido-desaparecido, entonces, la génesis de la figura del sobreviviente se produce en y por los procesos de exterminio y el sometimiento del sujeto a la tecnología de la desaparición forzada de personas. Por ello, lejos de constituirse en emergente secundario del campo, el sobreviviente es sujeto de una experiencia liminar particular, producida en el nudo mismo del poder desaparecedor. Por su parte, las rupturas psíquicas que produjo y, fundamentalmente, las circulaciones sociales de estigmatización y/o invisibilización de los primeros tiempos fueron desplegando, en parte, aquello que Feierstein denomina “realización simbólica” del genocidio (2007: 379) (17).

 

Los sobrevivientes: esas excepciones constitutivas

Como vemos, la tecnología de la desaparición fue produciendo conjuntamente –aunque de manera cuantitativamente diferenciada-, detenidos-desaparecidos y sobrevivientes (es decir, detenidos-desaparecidos posteriormente liberados). En esa doble producción y los modos de circulación social emergentes –como “secreto a voces”, por un lado, y como sospecha sobre esos sujetos re-aparecidos, por el otro-, el poder desaparecedor fue realizando su eficacia material y simbólica. Ahora, inserta constitutivamente en la dinámica del poder, ¿qué estructura nos permite entender esta producción de desapariciones seguidas de liberación? ¿Qué juego de inclusiones y exclusiones de vida y muerte plantean estos mecanismos de poder? Precisamente, la tesis agambeniana sobre la estructura de la excepción constituye un prisma interpretativo sustancial para asir la problemática (18). Algunas preguntas ordenadoras, en este sentido, para comprender el marco en el que se inscriben sus desarrollos: ¿qué se entiende por “biopolítica”? ¿Qué supone, en ese diagrama, el problema de la excepción? ¿De qué manera la inclusión de la vida en la esfera del poder, esta “politización” de la vida (Agamben, 2002: 16), se complejiza y articula con la producción de muerte? Y en función de estas consideraciones, ¿es posible pensar la producción de desapariciones seguidas de liberación como excepciones constitutivas del poder desaparecedor?

 

La noción de biopolítica es introducida por Foucault a mediados de los ´70 en el último capítulo de “Historia de la sexualidad 1: La voluntad del saber” (19), titulado “Derecho de muerte y poder sobre la vida”.  Allí se pregunta, precisamente, por los mecanismos de poder en la sociedad moderna atendiendo, por un lado, a las transformaciones y desplazamientos respecto del poder soberano y, por el otro, a las mixturas y/o articulaciones que se producen entre una anátomopolítica de los cuerpos –desplegada a partir del Siglo XVII y orientada, fundamentalmente, a la construcción de individuos dóciles y útiles en el marco de las transformaciones económico-sociales que dieron lugar al despliegue y consolidación del modelo de acumulación capitalista- y una biopolítica de las poblaciones –de aparición más tardía, hacia finales del Siglo XVIII, vinculada a los procesos de explosión demográfica y orientada a controlar y regular un cuerpo de nuevo tipo: la población (Foucault, 1996: 198)-. Entre esos dos polos, sobre esa mixtura de los mecanismos disciplinarios que propician la sujeción e individuación de los cuerpos y los controles reguladores de la población que garantizan la vida en términos de especie se desplegará el bio-poder, ese “poder sobre la vida (…) cuya más alta función no es ya matar sino invadir la vida enteramente” (Foucault, 2003: 169). En los cursos dictados entre fines de 1975 y mediados de 1976 en el College de France bajo el título “Defender la Sociedad”, Foucault especificará el análisis para considerar, en particular, cómo ese poder abocado al control y regulación de la vida, lejos de desentenderse de la (producción de) muerte, encuentra en el racismo la apoyatura para su dimensión letal, mortífera.

 

Pero antes de detenernos en este último punto, ¿en qué consiste ese biopoder y, en todo caso, cuáles son las transformaciones respecto de los mecanismos de poder característicos de la sociedad de soberanía? Y a partir de ello, ¿cuáles son sus implicancias en relación a la vida y la muerte? El poder de soberanía se asienta, fundamentalmente, en el derecho de vida y muerte como puro “derecho de espada” (Foucault, 1996: 194): es en función del derecho de matar –desplegado a partir de la estructura del suplicio y la espectacularización de la muerte (Foucault, 2005)- que el poder soberano se ejerce sobre la vida y la toma a su cargo. En este diagrama, el ejercicio de poder se produce desde una relación de asimetría entre vida y muerte: es a partir del despliegue (espectacular) de la muerte que la voluntad soberana afecta la vida. Sin embargo, y en función de las transformaciones socio-económicas producidas, la modernidad trajo consigo profundas modificaciones en los mecanismos de poder que supusieron, en su conjunto, reconfiguraciones en las formas de inclusión (y producción) de la vida y de la muerte. Estas transformaciones implicaron no una anulación del viejo derecho de espada de “hacer morir y dejar vivir” sino su desplazamiento y articulación con nuevos mecanismos de poder abocados ahora al “hacer vivir y dejar morir” (Foucault, 1996: 194).

 

La vida será incluida en los cálculos del poder político para ser administrada y controlada no ya desde mecanismos que, en la defensa y continuidad del poder, busquen doblegarla para someterla sino mediante tecnologías que la potencien y garanticen, con ello, la producción de fuerza útil, dócil –en tanto que productiva y sometida (Foucault, 2005: 33), económica y políticamente- y duradera. Para ello, el ejercicio de poder entre esos dos polos, las disciplinas y los mecanismos reguladores; en esta imbricación basará su eficacia la sociedad de normalización. En este diagrama, sin embargo, la muerte queda desplazada del núcleo del (bio)poder, constituyéndose en una relación de exterioridad: “Ahora es en la vida y a lo largo de su desarrollo donde el poder establece su fuerza; la muerte es su límite, el momento que no puede apresar; se torna el punto más secreto de la existencia, el más ‘privado’” (Foucault, 2003: 167).

 

Ahora bien, en estas sociedades que toman a su cargo la vida se fueron produciendo experiencias de muerte masiva –fundamentalmente bajo la forma de genocidios- que lejos de suponer una suspensión o negación del biopoder suponen, por el contrario, sus formas extremas (Foucault, 1996: 204 y 205). Decía recientemente que en estas sociedades de normalización el racismo se erige como condición de posibilidad para el ejercicio del derecho de muerte: conformando una cesura que organiza el campo de la vida-vivible –o, siguiendo a Agamben (2002), esa vida “digna de ser vivida”- y la vida-matable, a eliminar, el racismo establece una relación de aparente necesidad entre la propia vida y la muerte de otro que la pone en peligro: ese otro supone un peligro sobre la propia vida y se torna, por ello, necesariamente eliminable. El “imperativo de muerte” bajo el biopoder se asienta entonces, a través del racismo, en la necesidad de eliminar aquello que suponga un peligro para la propia existencia de la especie. Sobre este sustento se desplegará el poder homicida del Estado y aquí radica la posibilidad del genocidio; precisamente, en el ejercicio del poder en el nivel de la vida:

 

“El racismo asegura entonces la función de la muerte en la economía del biopoder, sobre el principio de que la muerte del otro equivale al reforzamiento biológico de sí mismo como miembro de una raza o una población, como elemento de una pluralidad coherente y viviente. (…) Lo que hace la especificidad del racismo moderno no está ligado con mentalidades, con ideologías, con mentiras del poder sino más bien con la técnica del poder, con la tecnología del poder. (…) El racismo está pues ligado con el funcionamiento de un Estado que está obligado a valerse de la raza, de la eliminación de las razas o de la purificación de la raza para ejercer su poder soberano. El funcionamiento, a través del biopoder, del viejo poder soberano del derecho de muerte, implica el funcionamiento, la instauración y la activación del racismo” (Foucault, 1996: 208 y 209) (20).

 

En la saga “Homo Sacer” (21), Agamben avanzará sobre este prisma teórico de la biopolítica para pensar el cómo de esas imbricaciones específicas de la (nuda) vida y el poder en Occidente y las estructuras jurídico-políticas que las tornan posibles. Para ello, revisará las distancias –y articulaciones- entre poder soberano y biopoder planteadas por Foucault para pensarlos no ya como modalidades diferenciadas de organización de lo social sino en una relación constitutiva, que plantearía nuevas temporalidades y líneas de continuidad:

 

“(…) las implicaciones de la nuda vida en la esfera política constituyen el núcleo originario –aunque oculto- del poder soberano. Se puede decir, incluso, que la producción de un cuerpo biopolítico es la aportación original del poder soberano. La biopolítica es, en este sentido, tan antigua al menos como la excepción soberana” (Agamben, 2002: 14 y 15).

 

Ambas modalidades de poder confluyen, según Agamben, en un mismo diagrama: biopoder como núcleo del poder soberano. Lo decisivo no será ya esa inclusión de la vida en la esfera del poder político sino la forma a partir de la cual esta se produce: lo que tiene lugar, señala el autor, es la conformación progresiva de una zona de indiferenciación entre el espacio de la nuda vida –originariamente constituido por fuera del ordenamiento jurídico-político- y el espacio político, una lógica que establece su inclusión a partir de su exclusión. Esa vida desnuda, perteneciente al homo sacer, será objeto de un doble movimiento: al tiempo que resulta insacrificable, ese hombre sagrado de la sociedad moderna se encuentra, siempre, ante la posibilidad de que cualquiera lo mate. Se trata, ante todo, de una estructura de la excepción (Agamben, 2002: 17) que constituiría el nudo del biopoder en su articulación con el poder soberano. Ahora, ¿qué implica en términos de mecanismos de poder y configuración de la realidad social? ¿Cuáles son sus efectos en términos de (administración y producción de) la vida y de la muerte y, en este sentido, qué aportan estas herramientas teóricas para pensar nuestra problemática de estudio?

 

En los primeros capítulos del tomo I, Agamben avanza sobre la “paradoja de la soberanía” para pensar, a partir de allí, la estructura de la excepción: el soberano se encuentra a la vez dentro y fuera del ordenamiento jurídico; es este quien, por decisión soberana, suspende la norma y al hacerlo garantiza su realización. La estructura de la excepción se configura en ese umbral de indistinción que permite la realización y efectivización de la norma mediante su suspensión. Estructura que incluye desde la exclusión y que, en su despliegue, garantiza el orden:

 

“La excepción es una especie de la exclusión. Es un caso individual que es excluido de la norma general. Pero lo que caracteriza propiamente a la excepción es que lo excluido no queda por ello absolutamente privado de conexión con la norma; por el contrario, se mantiene en relación con ella en la forma de la suspensión. La norma se aplica a la excepción desaplicándose, retirándose de ella. El estado de excepción no es, pues, el caos que precede al orden, sino la situación que resulta de la suspensión de este. En este sentido, la excepción es, verdaderamente, según su etimología, sacada fuera (ex–capere) y no simplemente excluida” (Agamben, 2002: 28. La cursiva es nuestra).

 

La excepción: aquello que en su “sacarse afuera” realiza, precisamente, el ordenamiento que la incluye. Un juego de pertenencias y exclusiones que la configuran en un umbral de indiferenciación; lugar de la excepción que “confirma”, “efectiviza” aquello de lo que es “sacada fuera”:

 

“La excepción es lo que no puede ser incluido en el todo al que pertenece y que no puede pertenecer al conjunto en el que está ya siempre incluida. Lo que emerge en esta figura –límite- es la crisis radical de toda posibilidad de distinguir entre pertenencia y exclusión, entre lo que está afuera y lo que está adentro, entre excepción y norma” (Agamben, 2002: 36).

 

Sobre esta estructura de la excepción será la biopolítica, como nudo del poder soberano, la que establecerá esos umbrales siempre móviles que conjugan el adentro y el afuera y demarcan, con ello, las vidas dignas de ser vividas y aquellas que no merecen vivir. La inclusión de la vida, bajo la forma de la excepción, se producirá por umbrales que establecen su valor (o disvalor) jurídico-político, desnudando de ese ropaje al sujeto y reduciéndolo a una “vida sagrada” que puede, por tanto, ser eliminada impunemente (Agamben, 2002: 162). En este marco, la existencia de límites progresivamente difusos entre la decisión sobre la vida y la decisión sobre la muerte; decisión que anida, en última instancia,  en el poder soberano:

 

“La ‘vida digna de ser vivida’ no es –como resulta evidente- un concepto político referido a los legítimos deseos y expectativas del individuo: es, más bien, un concepto político en el que lo que se pone en cuestión es la metamorfosis extrema de la vida eliminable e insacrificable del homo sacer, en la que se funda el poder soberano. (…) en la perspectiva de la biopolítica moderna, tal vida se sitúa en cierto modo en la encrucijada entre la decisión soberana sobre esa vida suprimible impunemente y la asunción del cuidado del cuerpo biológico de la nación, y señala el punto en que la biopolítica se transforma necesariamente en tánatopolítica. (…) En la biopolítica moderna, soberano es aquel que decide sobre el valor o disvalor de la vida en tanto que tal. La vida que (…) pasa a ser ahora ella misma el lugar de una decisión soberana” (Agamben, 2002: 164 y 165).

 

En este diagrama, el campo se constituye como la espacialidad biopolítica más absoluta: allí, el estado de excepción –como suspensión de la norma que lejos de anularla la efectiviza (Agamben, 2004)- se convierte en regla. Particularmente los campos de concentración, que emergen como su expresión más radical, constituyen espacios en los que se produce la separación más extrema entre nuda vida y dimensión política del cuerpo; la experiencia del campo se constituye en y por un proceso que tiende a la desubjetivación radical, a la reducción del sujeto a nuda vida (Agamben, 2000 y 2002). El punto, en tanto, consiste en comprender la estructura jurídico-política que viabiliza la anulación radical del sujeto de derecho: el campo constituye la materialización del estado de excepción, donde nuda vida y norma se ubican en un umbral de indiferenciación (Agamben, 2000: 202). Como decía previamente, y en el marco de las transformaciones del sistema político –y económico- de los Estados Nación modernos, la vida se inscribe –desde la excepción- en el centro del nuevo nomos político. En esa forma de inscripción tiene su anclaje la letalidad del poder soberano y es el campo la materialización plena de estas nuevas formas de lidiar con la vida y la muerte: “el campo es el nuevo regulador oculto de la inscripción de la vida en el orden jurídico, o más bien el signo de la imposibilidad de que el sistema funcione sin transformarse en una máquina letal” (Agamben, 2000: 203). Y esa letalidad última, que elimina la vida misma ancla –siguiendo a Agamben- en la decisión soberana.

 

¿Cómo podríamos pensar, a partir de estas herramientas, la problemática que nos convoca? Para el caso argentino, advierte Calveiro:

 

“(…) este derecho de muerte que aparece como un derecho de vida y muerte puesto que el prisionero tampoco puede poner fin a su existencia, se reitera en los testimonios. Prolongar una vida más allá del deseo de quien la vive; sesgar otra que pugna por permanecer; adueñarse de las vidas. (…) Así como la máquina asesina mata a millares, así también le impone la vida a otros. (…) Suspender la vida; suspender la muerte; atributos  ejercidos no desde los cielos sino desde los sótanos de los campos de concentración.” (Calveiro, 2004: 53 y 55. La cursiva es nuestra).

 

Lo que interesa es cómo asir la producción de esas (sobre)vidas que se conjugan en un umbral, tornando inteligibles los mecanismos de poder que hacen que una vida sometida al proceso de desaparición en función de su “disvalor” (22), se transforme y re-asuma “valor” a partir de sus efectos sociales. Al comienzo del artículo señalábamos que el sobreviviente ha sido sometido, en primer lugar, a la condición de detenido-desaparecido. Sin embargo, en un momento específico de la producción de la serie se produce una alteración: el sujeto es liberado y es aquí, precisamente, donde cobra materialidad la excepción (interrupción de la producción de muerte para conformar, ahora, un espacio de muerte en la propia vida). Allí donde el sujeto se “incluye” –el proceso de producción de la desaparición- está siempre excluido, en y por la liberación y re-aparición en el mundo de la vida. Se configura, aquí, una nueva excepción con efectos de verdad; la espacialidad del campo y los procesos que allí tienen lugar suponen ya el estado de excepción y, al mismo, su estructura misma abre a nuevos modos de excepción. Excepción en la excepción y, con ello, producción de realidad.

 

Para su realización en términos de efectos psico-sociales, la desaparición forzada debe ser dicha, encarnada, “mostrada” en su radicalidad –siempre, recordemos, con ese velo de clandestinidad y desde ese secreto a voces donde ancla su dimensión siniestra-. Para ello, no es suficiente –tan solo- la emergencia de los familiares de los detenidos-desaparición y/u otros testigos que pudieran dar cuenta de la fase ostensible de la desaparición –esto es, del momento del secuestro como inscripción última del sujeto en el mundo de la vida y bisagra entre la fase ostensible y clandestina de la serie de la desaparición (23)-. Es quien ha atravesado una forma particular de desaparición el que puede hacerlo (24); es la voz de ese que retorna en y por la suspensión de la desaparición. Suspensión que permite (pretende) realizarla en sus efectos de terror.

 

Exclusión-inclusiva (Agamben, 2002: 32) del sobreviviente en la espacialidad del campo; exclusión-inclusiva del sobreviviente –como ese espectro que retorna de la muerte y como sujeto atravesado por un halo de sospechas, al menos en los momentos posteriores a la liberación- en la espacialidad social. El sujeto constituido en ese umbral de indistinción de la vida y de la muerte, de la vida digna de ser vivida; el sujeto en ese umbral del adentro y el afuera. Y sin embargo, en esa indiferenciación, la (pretensión de) realización del poder desaparecedor: el sujeto avasallado, vulnerado, con un relato aterrorizante y, al mismo tiempo, sospechado. Nuevamente, esa doble dimensión sobre la que actúa la tecnología de la desaparición: sobre el cuerpo individual y el conjunto de relaciones sociales que lo constituyen.

 

Consideraciones finales: sobre las posibilidades de creación y/o resistencia pese a la catástrofe

Entre esas miles de vidas que a los ojos del poder desaparecedor “no merecían ser vividas”, una parte fue liberada y continuó (sobre)viviendo. Estas (sobre)vidas, sin embargo, lejos de asentarse en meros “errores” del dispositivo concentracionario conforman parte de esa realidad que construye el poder desaparecedor. A lo largo del trabajo he considerado de qué manera la producción de desapariciones seguidas de liberación y la emergencia, con ello, de la figura del sobreviviente se inserta en el campo de las relaciones de poder y, particularmente, opera desde la estructura de la excepción. Excepción en la excepción, con efectos –sociales y subjetivos- (terroríficos) de verdad.

 

En el marco de los procesos de confrontación y despliegue del exterminio, la producción de desaparecidos y sobrevivientes produjo –aun desde sus inicios azarosos, contingentes- profundas rupturas sociales que fueron realizando –al menos, parcialmente- las “pretensiones” de ese poder desaparecedor. No sostengo, con ello, que la producción de sobrevivientes haya sido mentada desde un primer momento con esta finalidad sino que, en el devenir de las relaciones de fuerza y el despliegue de un conjunto de prácticas que buscaron vulnerar las solidaridades de los sectores más combativos del campo popular, este hacer particular fue conformando un saber-hacer específico, con efectos de verdad en términos de producción y consolidación de las rupturas sociales vía estigmatización, sospecha y terror. En ese devenir fue encontrando su efectividad social, al igual que la producción acabada del detenido-desaparecido.

 

Sin embargo, y siguiendo a Foucault (1998 y 2003), el poder nunca es total sino que se encuentra sujeto, siempre, a fisuras, modalidades de interpelación y/o formas de resistencia. En este sentido, si el poder desaparecedor buscó aterrorizar y desarticular en y por esa doble modalidad que esconde y muestra –donde la voz de los sobrevivientes operaría socialmente como ese mazazo final, ese golpe de gracia- debemos decir que como han podido (25) una parte de los sobrevivientes ha ido desplegando modalidades diferenciales (individuales o colectivas) de resistencia o, al menos, de fuga a esos designios. Las mismas remiten a formas de elaboración y re-posicionamiento subjetivo que coadyuvan en un proceso de salida –al menos en parte- de la inmediatez que plantea la sobrevida –en términos de proyección a largo plazo y desarticulación del mundo de interrelación- y sus efectos sociales de terror.

 

Las tecnologías del poder chocan, se encuentran con modalidades de acción y creación –singulares y/o colectivas- que, pese a la catástrofe, coadyuvan en esa re-afirmación y re-posicionamiento del sujeto, anteriormente sometido, vulnerado. Estas modalidades se despliegan en el marco de relaciones sociales que lo propicien (26). En función de estas consideraciones, nuevos interrogantes: ¿qué procesos de subjetivación se suceden a partir de la transición democrática, si atendemos a este doble movimiento: (pretensión de) realización del poder genocida en sus efectos psico-sociales y puntos de fuga o formas de resistencia que los interpelan? ¿Cómo pensar, a partir de ello, el contexto posgenocida y, particularmente, la reconfiguración del lugar de los sobrevivientes a lo largo del tiempo?

 

“Sobre-vida”: el prefijo trae consigo la carga de esas pretensiones –totales, absolutas- del poder genocida y el peso de una vida que “no merece vivir”. Sin embargo, los sujetos fueron –como pudieron- reconstruyendo la vida y re-encontrando su valor; en este sentido, el prefijo incluye también la potencia, esa capacidad de acción del/los sujeto/s. La sobrevida, entonces, en un doble movimiento: constituida y desarrollada no sólo desde las “pretensiones” de ese poder desaparecedor sino, fundamentalmente, desde el propio hacer de esos sujetos sobrevivientes. Lo que interesa, ante todo, es considerar de qué manera una parte de esos sujetos se han dado esa (sobre)vida, cómo han ido construyendo algo más que una “vida sobreviviente”, resignificando y/o resistiendo esos efectos de terror –a través de la denuncia, el testimonio y/o la militancia en el campo de los Derechos Humanos-. Pues, como señala Foucault:

 

“el gran juego de la historia es quién se adueñará de las reglas, quién ocupará la plaza de aquellos que las utilizan, quién se disfrazará para pervertirlas, utilizarlas a contrapelo, y utilizarlas contra aquellos que las habían impuesto (…). Las diferentes emergencias que pueden percibirse no son las figuras sucesivas de una misma significación; son más bien efectos de sustituciones, emplazamientos y desplazamientos, conquistas disfrazadas, desvíos sistemáticos” (1992: 18).

 

NOTAS

(1) Esta delimitación temporal excede los límites de la última dictadura militar (1976-1983) para pensar procesos históricos más amplios que incluyen, por un lado, las prácticas clandestinas desplegadas por la Alianza Anticomunista Argentina (“Triple A”) y, por el otro, al Operativo Independencia –iniciado en 1975 en la provincia de Tucumán- como “antesala” de lo que ocurriría a nivel nacional a partir del 24 de marzo de 1976. Asimismo, y sin cerrar la discusión sobre los modos de denominación, retomo la noción de “genocidio” puesto que, considero, permite atender a esas temporalidades que trascienden el período del gobierno militar y, al mismo tiempo, torna inteligible la multiplicidad de fuerzas sociales más allá de la dicotomía Estado/Ciudadano. Al respecto, los desarrollos de Marín (1996), Izaguirre (2009) y Feierstein (2007) resultan sustanciales. Siguiendo a estos autores, el despliegue del genocidio apuntó a la ruptura y reconfiguración del conjunto de relaciones que amenazaban el régimen de dominación.

(2) Para esta conceptualización tomo como referencia los desarrollos en torno a la “serie” propuestos por Rousseaux (2007, 380) –esto es: secuestro clandestino-tortura-fusilamiento-ocultamiento de los cuerpos- y los de Vega Martínez y Bertotti (2009) –esto es: selección, persecución, secuestro, cautiverio, tortura, muerte y ocultamiento del cuerpo-. Como veremos más adelante, la desaparición temporal se inserta y distancia, al mismo tiempo, de la serie que produce acabadamente al detenido-desaparecido.

(3) Las denuncias registradas en la CONADEP y otros Organismos de Derechos Humanos no agotan el universo de afectados de manera directa por la desaparición forzada de personas. Sin embargo, esta información nos permite aproximar a las formas particulares que asumieron los procesos de aniquilación por desaparición forzada de personas. En este sentido, los datos analizados por Izaguirre (2009: 93; Cuadro 4.3) -disponibles al 19-04-08, que resultan de la sistematización de testimonios brindados ante la CONADEP y otros Organismos de Derechos Humanos- indican que mientras el número de muertos sería de 1.931, el de detenidos-desaparecidos alcanzaría las 9.379 personas y el de “liberados” 703. Por su parte, en un artículo publicado el 15 de septiembre de 2009 en el Diario Página/12, el Archivo Nacional de la Memoria señala que la cantidad de detenidos-desaparecidos denunciados alcanzaría las 7.140 personas, los sobrevivientes serían 2.793, las “ejecuciones sumarias” 1.336, mientras que un total de 1.541 correspondería a denuncias parciales sobre las que faltaría determinar el destino final (Torres Molina, 2009).

(4) Para ello, los desarrollos de Calveiro (2004) y Longoni (2007) resultan sustanciales.

(5) Estas “grietas” nos llevan a pensar tanto al interior de los CCD como hacia afuera, con posterioridad a la liberación. En el primer caso, los procesos “deshumanizantes” supusieron siempre una tendencia-a. Como señala Calveiro, parte de los sujetos fueron tejiendo cierto tipo de solidaridades y encontrando, aunque frágil y/o esporádicamente, formas de acción y/o resistencia a esos procesos de avasallamiento: “Aun en medio de un proyecto de destrucción y arrasamiento de la personalidad, el hombre busca y encuentra dignidad” (2004: 113). Asimismo, esta propuesta no niega que hayan tenido lugar “estrategias de supervivencia” o formas de sobrevida desplegadas por los propios sujetos. Sin embargo, y como señala la autora, no es posible a partir de ello establecer patrones de conducta que garantizaran el destino final de los detenidos: “Sobrevivieron los mejores y murieron los mejores; sobrevivieron los peores y murieron los peores. No hubo una lógica de la sobrevivencia o de la muerte que pueda explicarse con parámetros de conducta”  (2004: 160). Lo que se pretende aquí es aportar a la comprensión de las formas que asumió el genocidio y las modalidades de mayor o menor autonomía que hayan sido posibles para considerar, a partir de ello, cómo los sujetos han ido construyendo esa sobrevida posterior a la experiencia concentracionaria desde prácticas que pusieran en tensión, al menos en parte, una lógica de poder siempre pretendida pero nunca desplegada de manera absoluta.

(6) Volveré sobre ello en las consideraciones finales.

(7) La misma adquirió, en Argentina, un carácter sistemático.

(8) Retomo, en estas lecturas sobre los procesos de confrontación, las discusiones establecidas en el marco de los proyectos UBACyT “Las inhumaciones clandestinas (1974-1983) y su realización simbólica en los suburbios de la Ciudad de San Miguel de Tucumán” (Programación 2008-2010) y “Los procesos de desaparición forzada de personas y su realización simbólica en la construcción del territorio social. El CCDTyE ‘Compañía de Arsenales Miguel de Azcuénaga’ y el barrio Villa Mariano Moreno, Tucumán” (Programación 2010-2012), dirigidos por la Prof. Mercedes Vega Martínez.

(9) Sobre esta inserción en confrontaciones de largo plazo, ver: Marín (1996), Izaguirre (1994 y 2009) y Calveiro (2005).

(10) Insurrecciones populares iniciadas en mayo de 1969 en la ciudad de Córdoba y que tuvieron lugar en las principales ciudades industriales del país.

(11) En este contexto comenzaron a conformarse organizaciones político-militares del campo popular que reivindicaban la lucha armada como modalidad de lucha política.

(12) El gobierno de Juan D. Perón (1973-1974) y, tras su muerte, el de María Estela Martínez de Perón supusieron, en este contexto, una profundización de los antagonismos político-sociales y un proceso de disciplinamiento al interior del movimiento peronista. En este marco se creó la Alianza Anticomunista Argentina, organización paramilitar que fue desplegando prácticas criminales –como asesinatos y secuestros- contra las organizaciones populares.

(13) Sobre las prácticas sociales genocidas y sus efectos en la desarticulación del lazo social, ver: Feierstein (2007).

(14) Los desarrollos de Longoni (2007) resultan sustanciales a este respecto. Por su parte, Feierstein (2007) plantea también la centralidad de los sobrevivientes y los procesos de sospecha a los que se vieron enfrentados.

(15) Ver: “¿Por qué sobrevivimos? Un debate que abre puertas” (AEDD), en http://www.exdesaparecidos.org.ar/aedd/sobrevivimos.php.

(16) En las consideraciones finales señalaré que esa pretendida “linealidad”, ese “hermetismo” del poder genocida se desarma, al menos parcialmente, frente a diferentes modalidades de darse y hacer-con la sobrevida por parte del/los sujetos.

(17) Feierstein propone diferentes momentos en la producción del genocidio y sus consecuencias sociales; la realización simbólica excede los límites temporales del gobierno militar para abarcar sus efectos de confusión, olvido y arrasamiento en el largo plazo. Considero, no obstante, que estos procesos pueden pensarse sólo parcialmente si advertimos las grietas del poder genocida y la capacidad de acción, creación y resistencia del sujeto y/o los colectivos, en contextos sociales y políticos que lo posibiliten.

(18) Los desarrollos de Agamben han sido objeto de crítica, tanto en lo que hace al enfoque totalizador y absoluto de los mecanismos de poder –imposibilitadores, pareciera, de formas más o menos autónomas y/o resistentes- como al campo como el espacio biopolítico de la modernidad. Compartiendo estas críticas, no obstante, estos desarrollos nos permiten aproximar, por un lado, a la especificidad del campo de concentración como espacio socio-político y, por el otro, a la producción de modos de excepción particulares del hacer genocida.

(19) Para un abordaje sobre las diferentes “etapas” que conforman la obra de Foucault y los ejes principales de sus indagaciones, ver: Raffin (2006: 101-118).

(20) Más allá la dimensión biologicista sobre la que se apoya Foucault para pensar el racismo, lo que interesa retomar aquí es cómo se conforma esa estructura de cesura que habilita un derecho soberano de muerte, cómo el racismo conjuga esa demarcación que viabiliza la posibilidad de eliminar, dar muerte a otro. Para el caso argentino podríamos pensar que la figura del “subversivo” –en la que aparece condensada la amenaza contra el régimen de dominación- conjuga ciertos elementos de un “racismo político” y no ya meramente biologicista a partir del cual esa “mala vida” es la que pone en peligro la vida del conjunto (orden) social. Siguiendo a Feierstein (2007), nos encontraríamos ante la conformación de una “otredad negativa” que dispone y subyace al proceso genocida.

(21) Me refiero a Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III (2000), Homo Sacer I. El poder soberano y la nuda vida (2002) y Estado de excepción. Homo Sacer II, I (2004). En este apartado me centraré en el tomo I.

(22) “Disvalor”, resalto, según los designios de ese poder desaparecedor dador de vida y muerte.

(23) Sobre estas fases ostensible y clandestina y el secuestro como bisagra entre una y otra, ver: Bertotti (2009).

(24) Este relato, sin embargo, es siempre parcial, poblado de silencios, dolores, miedos y lagunas. Y es, precisamente, desde esta forma particular de decir que el sujeto enuncia la radicalidad de lo vivido. Ver: Laub (1992).

(25) Las formas de lidiar-con la experiencia límite vivida han sido y continúan siendo múltiples. Considero necesario recuperar la idea de un “poder hacer” en contraposición a un supuesto “deber” (de memoria, de testimonio). Los sobrevivientes, al igual que otras figuras vinculadas a la desaparición, hacen como pueden y aquí radica la relevancia del conjunto social, de esos otros que participamos en la conformación de los espacios de escucha y cobijo.

(26) Podríamos pensar en la conformación de “dispositivos de ternura” como espacios de amparo y miramiento, en contraposición a ese “desamparo mayor” que supone la experiencia del cautiverio y la situación de “encerrona trágica” (Ulloa, 1998).

 

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*Breve reseña biográfica de la autora: Licenciada en Sociología (UBA). Doctoranda en Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, UBA. Becaria CONICET. Miembro del Área de Conflicto y Cambio Social, Instituto de Investigaciones Gino Germani, UBA.

 

 

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