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La dictadura en el Hospital Alejandro Posadas

Aletheia, volumen 3, número 6, julio 2013. ISSN 1853-3701

Bertoia en PDF/Artículos

 Luciana Carolina Bertoia *

UBA

2013

Buenos Aires, Argentina

lucianabertoia@gmail.com

 

Resumen

El Hospital Alejandro Posadas, de El Palomar, provincia de Buenos Aires, albergó una contradicción extrema dentro de su propio predio durante la última dictadura argentina (1976-1983): se curó en una parte de él y, en otra, se montó un centro clandestino de detención por el que pasaron trabajadores y vecinos del nosocomio para ser torturados y posteriormente, en su mayoría, desaparecidos.

La represión que se ejerció sobre el Policlínico Posadas tuvo dos modalidades: una externa, con los militares interviniendo el centro médico, y una interna, con los propios integrantes de la guardia de seguridad gestionando el centro clandestino. Ambas represiones se ejecutaban frente al resto del personal, cuyo comportamiento se movía en una escala desde el temor al consenso.

Palabras claves: hospital- genocidio- centro clandestino- miedo

 

 

La última dictadura argentina (1976-1983) se propuso una transformación radical de la sociedad. El genocidio perpetrado fue sólo un instrumento para reorganizar las relaciones sociales vigentes en la sociedad argentina (Feierstein, 2011).

En este trabajo, nos proponemos mostrar cómo en un determinado lugar repercutió el proyecto de la dictadura, qué particularidad tuvo la práctica social genocida (Feierstein, 2011) allí. El foco del análisis estará puesto en el Policlínico Posadas de la localidad de El Palomar, en el Oeste del conurbano bonaerense. El Hospital Posadas nació como un proyecto del ministro de Salud Ramón Carrillo en la segunda presidencia de Juan Domingo Perón (1952-1955), que terminó siendo truncado con el golpe de la llamada Revolución Libertadora (1955-1958). Durante años funcionó el edificio como la sede de los Institutos Nacionales de la Salud (INS) hasta que otra dictadura, la de la llamada Revolución Argentina (1966-1973) decidió convertirlo en un hospital general, allí se produjo el ingreso de personal mayoritariamente joven a este “hospital monstruo” que contaba con mil camas para 1972.

Epicedentro de un “levantamiento” de sus trabajadores en 1973, coincidentemente con el breve lapso que duró la presidencia de Héctor Cámpora, que le bastó para ser puesto en la mira de la última dictadura argentina, período que se propone analizar en este artículo. Esta reconstrucción, que forma parte de mi tesis de maestría en Derechos Humanos y Democratización (UNSaM), se realizó en base a testimonios de trabajadores y ex trabajadores del nosocomio así como al análisis de documentos propios de la institución y de los servicios de inteligencia.

La represión pública

En la madrugada del 28 de marzo de 1976, las tropas del ejército ocuparon militarmente el Hospital Posadas. El Dr. Juan Manuel Nava, fue uno de los testigos directos del despliegue del ejército. Estaba de médico de guardia cuando vio por la ventana que avanzaban desde el parque hacia el ingreso del Hospital soldados armados y camiones militares. Otros trabajadores que estaban allí le dijeron haber visto helicópteros, también. Minutos después de la ocupación, él y el administrativo Jacobo Chester vieron entrar a los asaltantes. Con ropa de fajina y armas en la cintura, se presentó como oficial a cargo el General Bignone.

Tras la ocupación militar del hospital, el General Bignone designó como interventor al coronel médico Agatino Di Benedetto, quien después sería el director del Hospital Militar de Campo de Mayo. Al asumir la dirección, Di Benedetto licenció al anterior interventor Arturo Pimentel, recordado por haberse hecho cargo de la dirección del nosocomio con una patota armada vinculada a la AAA. Entre otras medidas, Di Benedetto declaró en comisión a todo el personal del Hospital y otorgó licencias al personal que sería ilegalmente detenido entre el 28 y el 31 de marzo de 1976. De acuerdo con el auto de elevación a juicio firmado en 2007 por el Dr. Daniel Rafecas, en esos días, habrían sido detenidos al menos 33 trabajadores.

Una breve descripción de cómo vivieron los entrevistados para esta investigación estos días puede servir para entender el proceso y ensayar posteriormente algunas particularidades:

Los jefes de los servicios debieron concurrir el domingo 28 a una reunión para conocer a las nuevas autoridades. Como era domingo, el Dr. Hugo Nin (1) decidió concurrir a un compromiso familiar. “Pensaba que iba a ser como siempre, que nos iban a decir que éramos los mejores”, recuerda el jefe de anestesiología. Así que decidió pasar por el Posadas cuando estaba volviendo de esa reunión. Lo detuvieron y lo hicieron pasar la noche en un cuartito del Hospital destinado para enseres de limpieza. En medio de la noche, recibió una visita. Eran el ingeniero Medrano y el odontólogo Carlos Andrés Paradela, que “se movían como peces en el agua”. Paradela es el actual jefe de odontología del Posadas pero la justicia, a partir de la denuncia de Nin, investiga su accionar durante la dictadura.

Quien sí había concurrido a la reunión fue el Dr. Carlos Apezteguía (2), que –después de ingresar- fue llevado por soldados hasta la sala de situación- que funcionaba frente a la Dirección del Posadas- y allí escuchó al general Bignone, quien le dijo que en el Policlínico se desarrollaban actividades subversivas y que, en ese período, se iba a terminar con ellas.  Mientras, el Dr. Camilo Campos (3) fue detenido de su domicilio y conducido al Hospital. Todos ellos fueron llevados a la Superintendencia de Seguridad Federal (ex Coordinación Federal, Moreno 1417, Capital Federal). Permanecieron allí cerca de una semana desaparecidos, ya que sus familiares no sabían dónde estaban y les era negado que estuvieran recluidos allí. Fueron interrogados acerca de su actividad en el hospital. Hay quienes señalan, como el Dr. Carlos Bevilacqua (4), que otro personal del hospital participó de estos interrogatorios. A la semana recuperaron su libertad.

El Dr. Sala (5) fue detenido en el Hospital pero llevado a Devoto, donde permaneció hasta octubre de 1976. Berta Goldberg (6) era enfermera de emergencias desde 1974 y tesorera de ATE. Junto a otro grupo de trabajadoras, fue detenida el 29 de marzo en el Hospital, llevada a varios centros de detención y finalmente conducida al Penal de Olmos, de donde fue liberada en junio de 1976. Antes de ser llevada a Olmos, Berta pasó la noche detenida en el Posadas.

Hubo quienes decidieron no ingresar a su lugar de trabajo, previendo que serían detenidos. Tal fue el caso de Pedro Drago (7) y de Cristina Pflüger (8), quien relata la solidaridad con la que se manejó el Servicio Social con ella. Su jefa llamó a casa de sus padres para avisarle que no fuera a trabajar. Al otro día, ella se comunicó desde la estación de Ituzaingó para ver si podía presentarse. Una compañera atendió el teléfono y le dijo: “Señora, su trámite no está y no va a estar por mucho tiempo”. Pflüger entendió el mensaje de su compañera, no volvió al Hospital y, meses después, también partió al exilio.

La trabajadora social Susana Guasti (9) estuvo en el Hospital durante los días de la ocupación. “El primer día tuvimos que entrar haciendo fila. Estaban apostados con las tanquetas, arriba de los techos del hospital, por todos los pisos veías soldados con las ametralladoras. Era una situación de pánico (….). En cuanto al trabajo concreto, creo que lo abandonamos porque estábamos planteándonos cómo sobrevivíamos y qué pasaba con nosotros”, recuerda Guasti, que a fines de abril de 1976 abandonó el Hospital y no volvió más hasta el acto que se realizó en marzo del año pasado en homenaje a los trabajadores de la salud desaparecidos.

Gladis Cuervo (10) no trabajaba los domingos porque era jefa de piso. Pero ese domingo 28 tenía que ir al hospital a remplazar a una compañera. Una médica había ido a su casa a avisarle para que no se presentara pero decidió ir. Prefería que la detuvieran allá y no en su casa, frente a sus hijos. No le pasó nada en esos días, a pesar de que era militante de ATE. “Sacaban a los compañeros en celulares sin chapa. Eran azules y no decían de dónde eran. Nosotros subimos al primer piso para mirar a quiénes iban sacando, para tener idea de a quiénes se llevaban. Cuando se dieron cuenta de que estábamos en el primer piso, nos dieron la voz de que nos retiráramos. Pero, como nos quedamos ahí, dispararon contra las ventanas. No a matar pero tiraron”, rememoró.

La mayoría de las detenciones ilegales se produjeron en el Hospital, a excepción del caso ya mencionado del Dr. Campos y de un grupo de trabajadores que fue aprehendido mientras estaban reunidos en un bar cercano a la Universidad de Morón, en la zona Oeste del conurbano bonaerense. Quienes resultaron detenidos en esos días lo fueron por su participación política o sindical dentro del Hospital. Los activistas figuraban en listas que portaban los soldados en cada uno de los accesos al policlínico. Como sostiene el juez Rafecas, las listas no eran fijas sino dinámicas. Había quienes lograban sortear varios controles pero, en determinado momento, eran detenidos. Esa situación agravaba la incertidumbre de quienes tenían que atravesar los accesos al hospital.

Según entienden algunos de los entrevistados, las listas fueron confeccionadas por el personal que los trabajadores en asamblea expulsaron durante la toma de 1973. La mayoría de los expulsados tenían una antigua pertenencia a la Marina y habían sido destinados al Posadas durante el gobierno de la Revolución Argentina (1966-1973), específicamente durante la gestión de Francisco Manrique en el Ministerio de Bienestar Social. Entre el personal, circulaban los rumores de que había jefes de servicios que agregaban nombres a las nóminas ya confeccionadas.

A todos los entrevistados que fueron detenidos se les aplicó aleatoriamente las leyes de Prescindibilidad 21.260 y 21.274.  La ley 21.260 fue dictada el 24 de marzo de 1976 y establecía en su primer artículo: “Autorizase hasta el 31 de diciembre de 1976, a dar de baja, por razones de seguridad, al personal de planta permanente, transitorio o contratado que preste servicios en la Administración Pública Nacional, Congreso Nacional, organismos descentralizados, autárquicos, empresas del Estado, servicios de cuentas especiales, obras sociales y cualquier otra dependencia del Poder Ejecutivo, que de cualquier forma se encuentre vinculado a actividades de carácter subversivo o disociadoras. Asimismo estarán comprendidos, en la presente disposición, aquellos que en forma abierta, encubierta o solapada preconicen o fomenten dichas actividades.” La ley 21.274 hacía la misma descripción que la 21.260 de quiénes podían ser alcanzados por la ley de acuerdo a sus lugares de trabajo pero especificaba en su tercer artículo: “Las bajas serán efectivizadas teniendo en cuenta la necesidad de producir un real y concreto proceso depurativo de la Administración pública, sin connotaciones partidistas o sectoriales” (el resaltado es mío)

En la mayoría de los casos, primero se les aplicó la ley de Prescindibilidad por razones de seguridad pero, después de apelar la decisión y tras entrevistarse con unas personas que decían ser abogados del Ministerio de Bienestar Social, tal decisión era modificada y los trabajadores del Hospital eran declarados prescindibles únicamente. La aplicación de estas dos leyes no sólo implicó la expulsión de sus trabajos sino también la imposibilidad de ejercer las carreras por las que habían optado. Esa situación no sólo involucraba un intento de disciplinamiento, a partir de la ausencia de un empleo, sino que cercenaba las posibilidades de ejercer la profesión en el ámbito público, espacio también elegido por estos profesionales y no profesionales. A la situación de peligro en la que se encontraban por estar probablemente incluidos dentro de lo que la dictadura podía considerar el “enemigo”, se le sumaba esta imposibilidad y aparecía el exilio como única vía para la preservación de la propia vida y de la profesión/vocación.

La ocupación militar del Hospital Posadas. Palabras y silencios en la prensa gráfica

La última dictadura argentina tomó a los medios de comunicación masiva como uno de los instrumentos para llevar a cabo su “cruzada reorganizadora”, tal como sostienen Marcos Novaro y Vicente Palermo (2011). Así fue cómo los medios de prensa tuvieron un papel clave a la hora de conformar corrientes de opinión que legitimaran o rechazaran las políticas del gobierno militar, tal como entiende Borrelli (2011).

Un caso que merece cierto análisis es el de la editorial del 7 de abril de 1976 del diario La Prensa, en la que se daba cuenta de la intervención militar que se había producido a fines del mes anterior en el Hospital Posadas. En este diario de estirpe conservadora, se explicaba y se justificaba con los estereotipos en boga, por qué los militares en el poder pusieron en su mira al Posadas. “Los médicos detenidos, según se pudo establecer eran de filiación comunista y formaban parte de un grupo más numeroso que había tomado virtual posesión del establecimiento a pocas horas de asumir la Presidencia de la Nación el señor Héctor J. Cámpora”. En el relato del diario, aparecía claramente la toma del personal en junio de 1973 como el hecho subversivo por el que el hospital estaba impregnado y por el que debía redimirse a sangre y fuego.

En ese texto, también se afirmaba que el hospital estuvo “dedicado a prestar auxilio a terroristas heridos en encuentros con las fuerzas del orden y militares”. Y agregaba: “Es decir que durante los 34 meses que nos separan del 25 de mayo de 1973, un hospital sostenido con recursos del Estado estuvo al servicio de organizaciones sediciosas que atentaron contra el orden público y las fuerzas encargadas de resguardarlo. Médicos y enfermeros pudieron actuar impunemente durante lapso tan prolongado, amparados en los cargos e investiduras que les fueron conferidos”. Sobre este punto, cabe señalarse dos cuestiones.  Para el medio gráfico y para la dictadura, el hospital estaba íntimamente emparentado con el proceso político que se vivió desde la asunción de Cámpora y especialmente en el breve lapso que duró su presidencia. Por otro lado, la culpabilidad mayor de cualquier hecho recaía en los médicos y en los enfermeros, aquellos que tenían la capacidad y la vocación de curar y que con su práctica no habían hecho más que propagar la enfermedad.

Se vincula al personal médico del hospital con una supuesta participación en postas sanitarias que las organizaciones armadas de izquierda organizaban para atender a los heridos. Especialmente se vincula al hospital con la atención de los heridos que habría dejado el intento de copamiento que el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) hizo el 23 de diciembre de 1975 en el regimiento de arsenales Domingo Viejobueno, de Monte Chingolo. “Pudo saberse que para cubrir estas actividades, los médicos en cuestión organizaban supuestas excursiones a las villas de emergencia, llevando consigo instrumental de cirugía mayor, gasas, medicinas y otros elementos”, puede leerse.

En este trabajo se cree que lo que volvió “peligroso” al Posadas no fue la presencia dentro del personal de militantes de organizaciones revolucionarias sino la puesta en duda del modelo de atención médica hegemónico, el cual establece un vínculo asimétrico entre el médico y el paciente así como entre el médico y los otros trabajadores de la salud. Si creemos como sostiene Eduardo Menéndez (2005) que la forma en que se trata la enfermedad habla de las prácticas sociales vigentes, no estaríamos lejos de afirmar que lo que puso al Posadas en la mira de la dictadura fue la predisposición de sus trabajadores a explorar nuevas formas de atención más participativas y menos verticalistas. De hecho, como surge del análisis de la documentación de la DIPBA, ninguna de las acusaciones que aparecen en la editorial del diario pudieron ser probadas: ni un quirófano clandestino, ni postas sanitarias ni túneles subterráneos.

Si bien aparecía con nitidez en la editorial de La Prensa cuál era la preocupación que el Hospital suscitaba a la dictadura, no hay información acerca del número de detenidos ni cuál era su destino. Coincide esa omisión con el relato que años después hizo en su libro autobiográfico el general Bignone. Lo que sí hizo el último dictador argentino y no se traslucía en esa editorial de La Prensa fue resaltar el carácter “irregular” de la presencia militar dentro del nosocomio. “Yo diría que no constituye algo habitual que las fuerzas militares irrumpan en un hospital, pero hay que tener en cuenta los hechos  que se vivían y que el acto no fue ilegítimo”, añade Bignone (1992: 36). Para la  editorial del diario fundado por José C. Paz, la anomalía era la presencia de médicos y enfermeros supuestamente vinculados a la guerrilla.

Más allá de la represión desplegada por el régimen, es importante pensar el rol de los medios de comunicación a la hora de legitimar los imaginarios y cómo esto afectó la situación de aquellos que fueron víctimas de la represión. Los medios fueron imprescindibles para “cercar” y estigmatizar a aquellos que podían ser incluidos dentro de la porosa categoría de “enemigo” del régimen, incurriendo en lo que Eugenio Zaffaroni (2011: 372) define como la criminología mediática. “Algunos tomamos la decisión de irnos del país porque se volvía muy difícil con todo el ambiente que se había generado, las informaciones que habían salido publicadas acerca de que éste era un hospital de subversivos y demás. Era muy difícil reinsertarse laboralmente en el país porque realmente nadie te daba trabajo o el que te lo daba lo hacía con miedo y considerando que se estaba arriesgando”, relata el Dr. Carlos Apezteguía, quien junto a su esposa tuvieron que partir al exilio en España para poder desarrollar sus profesiones.  El Dr. Nin relató una experiencia similar que lo llevó al exilio. “Cuando aparezco, me prohíben la entrada en el Posadas. Al Hospital Ferroviario iba a hacer una guardia por semana pero el jefe de cirugía de ahí, que era un médico militar, decía: ‘¿por qué el del Posadas anda por aquí?’ Alguna de la gente con la que trabajaba en el ámbito privado, que no era mucha, cruzaba la calle cuando me veía. Me sentí cercado económicamente y cercado socialmente”.

Dos cuestiones impactaban fuertemente en la posibilidad de los profesionales de la salud a la hora de encontrar un empleo. Por un lado, había un cierto consenso social de que estaban asociados a un hospital “rojo” o “guerrillero”. Por otro, habían sido cesanteados por aplicación de las leyes de prescindibilidad, por lo tanto no podían ser readmitidos dentro de la administración estatal. Esa imposibilidad pesaba muy fuertemente en casos en la mayoría de los entrevistados, quienes habían optado, por convicción ideológica y ética, por dedicarse a la salud en el ámbito público.

Por su presencia en los diarios de la época y por haberse realizado a la luz del día (en la mayoría de los casos) y en un lugar de trabajo como es un hospital nacional, se entiende aquí que la represión que se desplegó en las primeras semanas de la dictadura en el Hospital puede catalogarse como pública, siempre y cuando se tenga presente que las detenciones fueron, en sus primeros momentos, desapariciones, ya que no se sabía cuál era el destino de los trabajadores detenidos. La represión pública fue sólo la parte visible del iceberg. En el caso que estamos tratando, podríamos decir que fue la punta de lanza de un proceso de terror y, que en esta primera fase, alcanzó a los sectores de trabajadores con una militancia más fácilmente identificable o con un alto nivel de politización.

Frente a esta primera fase represiva, quienes la sufrieron hacen referencia en todos sus casos a distintas formas del miedo. Por un lado, el miedo a perder el trabajo. Por otro, las listas negras, las detenciones y el miedo a lo desconocido. El miedo es inherente a la condición humana y en situaciones donde los parámetros empiezan a borrarse, sólo parece quedar el miedo. El politólogo chileno Manuel Garretón (1997:14) explica que existen dos tipos  de miedos que pueden ser descriptos con analogías de experiencias infantiles. Por un lado, la habitación oscura, que es el miedo a lo desconocido. Se sabe que la amenaza existe pero no se conoce la naturaleza exacta de ésta, es el miedo ante una situación anómica. Por otro, el perro que muerde. El sujeto anticipa el daño que sufrirá. El miedo surge de una experiencia recordada, cuyas dimensiones dolorosas son familiares para el sujeto.

Gladis Cuervo, entonces enfermera del Posadas, recuerda como un quiebre los tiempos de la corta intervención de Di Benedetto: “Estábamos mirando para todos lados, viendo si nos tocaba. Por ejemplo, yo entraba, trabajaba y recuerdo que mi jefe me acompañaba hasta la parada del colectivo. Es un médico que ya murió, no tenía ninguna participación gremial, solamente era buena gente”. La dictadura instauró un régimen de miedo y claramente, un miedo a la oscuridad en términos de Garretón. Es decir, un miedo que se basaba y alimentaba simultáneamente la incertidumbre: ¿Quién podía ser el próximo? También, un miedo que generaba suspicacias, que encontraba en algunas miradas la sospecha y que iban quebrando la confianza y la camaradería, que aparecían como constantes en los relatos acerca de los primeros años de la década de 1970 en el Posadas. Era un momento de catástrofe social en palabras de René Kaës, un momento en el que se aniquilan o pervierten los sistemas imaginarios y simbólicos predispuestos en las instituciones sociales y transgeneracionales. A diferencia de las catástrofes naturales que solidarizan al cuerpo social, las catástrofes sociales, lo desagregan y dividen (Kaës, 2006). Si bien las listas negras y las detenciones entraron dentro de estas lógicas, el imperio del terror llegaría con la segunda fase represiva dentro del Posadas.

 

La represión ¿secreta?

Si fuera pertinente dividir en olas represivas lo sucedido en el Hospital Posadas durante la última dictadura, se podría afirmar que la primera se extendió desde el 28 de marzo de 1976 hasta mediados de abril de ese mismo año, iniciándose allí la segunda etapa. Los primeros días se caracterizaron por la intervención de los servicios de inteligencia y de soldados, la confección y la corroboración de las listas negras, las cesantías así como las detenciones masivas, que en un primer momento constituyeron desapariciones de esas personas hasta que su condición fue legalizada. Quienes se convirtieron en los blancos de la dictadura en esos primeros días eran trabajadores con una militancia conocida, entendida ésta en un sentido amplio y no sólo por la inclusión o no dentro de un partido u organización política sino por su participación activa en los asuntos que hacían al funcionamiento del propio hospital. Si para describir esa primera fase alguien podría estar tentado de describirla como una “intervención externa”, la segunda fase claramente cierra el juego dentro del propio hospital.

El entonces secretario de salud pública, el coronel de navío médico Manuel Campo, designó el 13 de abril de 1976 mediante una resolución del Ministerio de Bienestar Social de la Nación al coronel médico retirado Julio Ricardo Estéves como director interino del Hospital Posadas, tomando el cargo que dejaba el interventor Di Benedetto. Estéves había sido el subsecretario de Salud Mental de la dictadura anterior, la llamada Revolución Argentina (1966-1973). Estéves no estuvo tampoco mucho tiempo en la dirección del nosocomio, ejerció funciones hasta el 8 de mayo de 1977, pero su paso por el Hospital será, sin lugar a dudas, recordado por décadas.

Tan pronto como asumió su gestión, Estéves procuró conformar un grupo de seguridad que funcionara dentro del mismo hospital. El 28 de junio de 1976, el coronel médico retirado Estéves, en su calidad de director interino del Hospital Posadas, envió una notificación al Departamento de Organización de Establecimientos y áreas programáticas del Ministerio de Bienestar Social. En ella, solicitaba el nombramiento urgente de Ricardo Antonio Nicastro como jefe del servicio de vigilancia de la institución y de otros 18 agentes que serían afectados al mismo servicio. El segundo interventor de la dictadura justificaba su pedido en “las muy precarias condiciones de seguridad contra las agresiones externas de las villas contiguas e internas, de resentidos, de disociadores y subversivos” (El resaltado es mío). Hacía mención a la necesidad de establecer un “muro de protección contra las villas”, que separara al hospital del barrio Carlos Gardel. Pero rápidamente hablaba de una situación interna en el hospital en la que se sucedían los “robos, sabotajes, panfletos y acción psicológica enemiga”. Terminaba su carta con una frase bastante elocuente: “El saneamiento contra la subversión y la deshonestidad no ha terminado, todo lo cual exige un mínimo de seguridad” (El resaltado es mío).

 Con esta notificación, solicitaba Estéves la conformación de lo que en los pasillos del hospital se llamaría el “grupo SWAT”. Los escuadrones SWAT fueron creados a mediados de la década de 1960 en Los Ángeles, Estados Unidos, para responder con rapidez a situaciones de alto riesgo que involucraban civiles y que generalmente no eran abordadas con eficacia por las fuerzas regulares. Estos escuadrones tomaron publicidad cuando a mediados de los años ’70 se puso en el aire una serie televisiva que relataba los avatares de un grupo de élite. Los trabajadores del Hospital denominaban sarcásticamente así a este grupo que de élite tenía poco, ya que estaba integrado por personal retirado o exonerado de las fuerzas, y que había sido enviado a responder ante una “situación de crisis” al Posadas. De acuerdo con la descripción hecha por Estéves, había dos peligros: un peligro externo, proveniente de la “villa”, y un peligro interno, atizado por los “subversivos” que aún seguían contaminando el Hospital, que requería ser “saneado”, tal como definía el interventor usando una metáfora higiénica.

Secuestros y desapariciones. Un CCD en un Hospital

Gladis Cuervo fue testigo de ese tiempo en el hospital. Vio cómo reaparecieron personas que habían sido desplazadas cuando se produjo la toma del hospital por parte de los trabajadores en 1973. Uno de los que volvió fue Adolfo Marcolini, suboficinal mayor retirado de la Marina. Reasumió sus tareas al mando del área de Mantenimiento y asumió una nueva tarea, como relata Cuervo: la dirección sobre el grupo SWAT. “Cuando un día me avisó una supervisora que los SWAT estaban preguntando por mí, fui y hablé con la jefa de enfermería. Ella me dijo que fuera a hablar con Marcolini, ahí me di cuenta de que tenía alguna relación con ellos. Cuando fui a hablar, Marcolini me dijo: ‘Ay, sí, estos muchachos, no les haga caso. No pasa nada’. Y después me secuestraron a los pocos días”.

En la mañana del 25 de noviembre de 1976, Gladis se hizo cargo de la guardia como siempre. Cerca de las diez de la mañana, hubo una llamada para pedirle que bajara a la Dirección. Estaba cerrada la puerta que daba hacia ese espacio pero uno de los integrantes de la guardia, le dijo a Gladis que ella sí podía pasar. Cuando estaba golpeando la puerta de la Dirección, la encañonó Copteleza. La encerraron en un cuartito cercano a la Dirección y comenzaron a torturarla. Mientras tanto, en el hospital, circulaba la versión de que había sido detenida. La jefa de enfermería, Lidia Haiewski, bajó a ver qué podía averiguar pero no obtuvo mayor información. Sin embargo, registró en el libro de novedades: “Se llevaron detenida a Gladis Cuervo”.

Gladis calcula que estuvo encerrada en esa pieza del hospital hasta cerca de las seis de la tarde, cuando envuelta en una frazada fue sacada por una puerta lateral. La subieron en una camioneta, en la que estuvo cerca de diez minutos dando vueltas. La bajaron del jeep y la subieron por unas escaleras al hombro. Por los ruidos, notó que el piso era de madera. Acababa de entrar en un CCD o en un campo de concentración, en el lugar en el que la única regla es la ausencia de reglas (Agamben, 2001). Por días estuvieron torturándola. Cuando no le aplicaban golpes o electricidad, la tenían atada con las manos puestas en la espalda. Como aporta Pilar Calveiro (2008: 194), la tortura marcaba el ingreso al universo concentracionario. Siempre la tortura es una experiencia límite pero al practicarse dentro de los CCD, esas instituciones estatales pero clandestinas, hacía de ella una experiencia temible y total. La tortura era el “bautismo” con el que se entraba al ámbito de la excepción (Agamben, 2001) y no tenía otro fin que transformar y quebrar esa subjetividad que ingresaba en ese mundo.

Una de las torturas que padeció Gladis fue estar encerrada en un placard. Allí, sintió que atrás de ella había un estante. Movió las manos como pudo y agarró una tarjetita. Se corrió la venda y leyó: “Voluntarias del Hospital Posadas. Feliz  navidad”. Cuando llegaron los agentes de Fuerza Aérea, de la que dependía la represión en esa zona del conurbano, ordenaron que la llevaran a Gladis a una habitación en la que hubiera un colchón. Ahí, estando levantada la ventana de esa habitación, pudo ver y divisó un pino muy alto. “La ventana, la persiana, el pino. Ahí me dí cuenta de que estaba en el hospital”, relata. Pudo detectar que estaba en un lugar muy especial del hospital: el chalet español a dos aguas que servía de casa del director asistente, ubicado a unos 150 metros de distancia con respecto a las puertas traseras del nosocomio. Durante varios años, había vivido allí con su esposa y sus tres hijos el Dr. Julio César Rodríguez Otero, el director elegido por el propio personal a mediados de 1973, vinculado con la primavera política en el Hospital.

 “Todos lo conocíamos. Se hacían asados ahí. Era la casa de Rodríguez Otero. Por ahí yo no había entrado tanto pero…”, dice Gladis e introduce la idea de apropiación de ese espacio, que había servido de hogar del director elegido por los trabajadores en 1973, del director que había tenido en sus manos la obligación y la voluntad de conducir el proceso hacia un hospital de puertas abiertas. Ese lugar donde los médicos más vinculados a ese proceso se reunían servía ahora para torturar y mantener en cautiverio a otros trabajadores. Por un lado, se podía percibir la lógica de ocupación de un espacio con una imagen arraigada dentro del personal de otro espacio, como lo es un hospital, para montar un lugar de detención, tortura y muerte. Por otro, se podía ver que la ubicación del chalet tiene una gran particularidad. Está justo en el límite entre el hospital y el barrio Carlos Gardel. Era el lugar ideal para establecer la barrera de contención, para levantar nuevamente el muro que hiciera imposible el acceso al Hospital desde la parte trasera. Si desde ahí se había gestado el “hospital abierto”, ése sería el lugar desde donde nacería entonces un hospital opresivo y cerrado.

De acuerdo con Pilar Calveiro (2004: 11), los CCD fueron los “quirófanos” desde donde el poder extirpó los “tumores” que afectaban al cuerpo social, dando nacimiento allí a una sociedad ordenada, controlada y aterrada. Los campos de concentración se insertan en una determinada sociedad y en un determinado momento. Como sostiene la autora, sólo son posibles en una sociedad que elige no ver. Decimos elige porque efectivamente ve y escucha. Pero, si bien los campos son un producto de la sociedad, una vez instalados, terminan modificándola. Como expone Calveiro (2008), los CCD condensan, a la vez, una realidad y un proyecto social. Los centros clandestinos se mueven en una doble lógica: hacia aquellos que están encerrados allí y hacia el conjunto que está fuera. El modelo de sociedad que se pretende crear es el de la organización que rige dentro del campo de concentración: individuos aterrorizados, inmóviles y aislados, que aunque quisieran no pueden saber que pasa más allá.

La madre de Susana Ávalo (11), Natalia Cecilia Almada, fue secuestrada el 16 de octubre de 1976. Pasó por la Brigada Aérea del Palomar y por la Comisaría III de Castelar. Pocos días después, fue secuestrada Susana pero sobrevivió. Su madre sigue desaparecida. Al momento de liberarla, a Susana le dieron dos citas de control con el grupo de tareas que la había secuestrado. Las dos fueron en el Hospital Posadas: la primera en el chalet; la segunda en un dispensario que daba a la calle Pedriel. “El tipo que me entrevistaba me dijo: ‘Ahora la historia va a cambiar. ¿No viste los cambios que hay en el barrio?’ Entonces me acordé de que estaban haciendo el muro. Estaban cavando. Ya habían puesto el alambrado”, relata Susana  Ávalo, quien estima que esa construcción se estaba llevando a cabo entre noviembre y diciembre de 1976. De nuevo, si en 1973, se había derribado el muro; en 1976, volvía a levantarse.

El CCD oficiando de torre de control entre el hospital y el barrio parece estar en consonancia por lo planteado por Gonzalo Conte (2012: 65), quien afirma que hubo prácticas cotidianas y concretas que afirmaron el despliegue y el ejercicio disciplinador en los espacios urbanos. Por ejemplo, los centros clandestinos estuvieron diseminados a lo largo de las ciudades y tuvieron como “objetivo colateral” el de domesticar y disciplinar sus entornos urbanos inmediatos. Con muro o sin él, la sola presencia del CCD “el chalet” obstruía la relación entre el hospital y el barrio. Esa transformación en la relación se debía a la visibilidad que adquiría la guardia armada, a la construcción de un muro, a la puesta de focos en el área pero sobre todo porque los vecinos sabían o sospechaban de la existencia del CCD.  Quienes vivían en las inmediaciones de un CCD no podían dejar de tener una mínima información sobre lo que allí podía estar sucediendo. Podían ver, escuchar y experimentar la violencia represiva desde la cercanía con el dispositivo concentracionario emplazado en su barrio (Mendizábal y otros, 2012). Era necesario mostrar una fracción de lo que permanecía oculto para diseminar el terror, cuyo efecto inmediato era la parálisis, el anonadamiento y el silencio (Calveiro, 2004: 44).

De acuerdo con la autora, el  CCD debía funcionar como un secreto a voces o como un secreto con publicidad incluida . De allí se desprende una de las claves de su éxito, en términos de la politóloga. Eran una invención en la que confluían la ilegalidad y la legalidad. Eran ilegales y clandestinos pero se insertaban institucionalmente. Eso fue lo que los convirtió en la modalidad represiva característica de la última dictadura y por eso sus efectos calaron tan hondo. En el caso que aquí se analiza se comprueba esa convivencia imposible y, si es posible, se la potencia aún más. El CCD se montó dentro del mismo espacio en que funcionaba un Hospital Nacional, el lugar que el propio Estado erigió y financiaba para cuidar y preservar la vida de la poblacíón.

¿Cómo es posible que un Estado que debe asegurar la vida, que ya no cuenta con el viejo derecho soberano de dar muerte, pueda sanar y torturar, salvar y matar, dentro de un mismo espacio? Esa coexistencia imposible remite a Michel Foucault (2008) y a la idea de que matar para poder vivir se ha vuelto una estrategia fundamental para los Estados. ¿Cuál es la supervivencia que se pone en juego si no se elimina al “peligro”? ¿La del propio Estado, la de la sociedad tal como está? Foucault establece que la única manera que tiene el poder para hacer aceptable ese derecho a dar muerte es presentándolo a nivel de la vida, de la especie y de los fenómenos masivos de población. El surgimiento del biopoder es lo que inscribe al racismo como un mecanismo de Estado que produce el corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir (Foucault, 2008). De acuerdo con el autor de Vigilar y Castigar, en el genocidio nazi, coexistieron el derecho de matar y la exposición a muerte. Todos tenían la posibilidad de denunciar al que era un peligro para la supervivencia de la especie y todos podían ser denunciados. (Foucault, 2008: 235). Eso no hace otra cosa que volver al poder asesino y, a la vez, suicida. En un genocidio reorganizador (Feierstein, 2011), una fracción de la sociedad se erige en perpetradora, expone a otra fracción a su eliminación y desaparición. ¿No son parte acaso del mismo grupo que se está viendo sometido a la destrucción?

Hay una contradicción total en ese ejercicio de la eliminación, como advierte Gabriel Gatti. “Las entidades objeto de desaparición forzada fueron los productos más refinados del propio trabajo civilizatorio, los individuos con carta plena de ciudadanía, racionales e ilustrados (o sucios por elección). Los frutos perfectos de la modernidad son los que van a ser despedazados por la maquinaria que fue su condición de posibilidad” (Gatti, 2011: 98). Siguiendo el planteo del sociólogo uruguayo, se puede entender que quienes fueron víctimas de la maquinaria represiva dentro del Hospital Posadas fueron los médicos y enfermeros, los trabajadores de la salud cuya labor estaba íntima e históricamente ligada a la idea del sacerdocio, a la idea de ser los enviados de Dios sobre la tierra para preservar el “sagrado fuego de la vida” (Belmartino, 2005: 47). La disputa pasaba por la vida. No deja de ser inquietante que la dictadura argentina hablara del cáncer social, de salas de torturas como quirófanos y que se montara un centro clandestino en un hospital.

La vida-muerte en el centro clandestino

De lo que pasaba fuera, Gladis poco podía enterarse. Pero fue a través de su temprano testimonio que pudo reconstruirse parte de lo sucedido en el interior del centro clandestino. Allí fue “careada” con los médicos Jorge Roitman y Jacqueline Romano. La doctora había sido secuestrada mientras estaba de guardia en el Policlínico de Ezeiza y después de una semana de cautiverio fue liberada. El médico Jorge Roitman fue secuestrado el 2 de diciembre de 1976 de su casa, cuando tenía a su beba en brazos. Gladis los conocía del hospital aunque a Roitman lo había visto pocas veces. “Estaban golpeados. (Los represores) se habían puesto medias de mujer, pasamontañas pero yo los conocía, así que los reconocí prácticamente a todos”, explicó (El resaltado es mío).

La misma Fuerza Aérea estuvo encargada de desmontar el CCD “el chalet”. El operativo en que se concretó fue el 11 de enero de 1977 cerca de las 20, cuando ya empezaba a oscurecer. La justicia contó en todos estos años con sólo tres testimonios de sobrevivientes del chalet para reconstruir lo sucedido allí: el de Gladis Cuervo, el de la doctora Jacqueline Romano y el de Marta Graiff, que estuvo allí alrededor de 20 horas. Por eso, ha sido especialmente difícil determinar la cantidad de personas que podrían haber pasado por ese CCD y el tiempo en que éste se habría mantenido activo. Dentro de las particularidades del CCD “el chalet”, estaba el uso de legajos y otros documentos de la actividad hospitalaria en los interrogatorios y torturas. Gladis relató cómo se le exhibían legajos de otros compañeros del hospital para extraerle información, mediante torturas, sobre la posible militancia política o gremial de estas personas.

Preguntas más allá del CCD

El testimonio de Gladis no sólo ha sido fundamental para reconstruir el funcionamiento interno del centro clandestino sino también para poner la mira sobre los perpetradores. En su testimonio, aparece una y otra vez la situación de que víctimas y perpetradores compartían un mismo espacio previamente. En otros testimonios se menciona, por ejemplo, que los SWAT almorzaban en el comedor que utilizaban los médicos. Si en otros procesos genocidas se habla de vecinos matando vecinos, aquí también podríamos hablar de una represión hacia los prójimos o próximos (Theidon, 2006).

Gladis no sólo los conocía después de su secuestro, como sucede con la mayoría de las personas que pasaron por la experiencia concentracionaria. Ella los conocía de los pasillos del Hospital. Frente a ese conocimiento, podemos creer que “los SWAT” decidieron ponerse medias o pasamontañas en los rostros, como relata Gladis, por dos motivos. El primero y más seguro habría sido para evitar ser reconocidos en algún momento, aunque sus precauciones fueron bastante burdas. El segundo habría sido para crear un “doble yo” capaz de cometer los actos más moralmente aborrecibles (Theidon, 2006: 166), que se ejercían sobre gente a la que conocían. No debe soslayarse que la conformación del grupo se produjo con un fin absolutamente represivo pero a ese grupo también se sumaron personas que trabajaban desde antes en el hospital, a quienes el resto de los trabajadores conocían.

Es un dato relevante para este análisis que los jefes de servicios que tenían algún tipo de dirección sobre “los SWAT” volvieran al Hospital tras la intervención de Bignone, después de que hubieran sido expulsados de sus lugares de trabajo en junio de 1973 por la asamblea de trabajadores del Posadas. Tampoco debe pasarse por alto que hubo otros empleados del nosocomio dispuestos a apoyarlos, otros dispuestos a concederles el silencio y otros dispuestos a hacer como si nada pasara. El orden y el acatamiento a la disciplina y el “dejar hacer” a la represión no fue el resultado de la presencia de “los SWAT” en el Hospital, sino la emergencia de un pathos autoritario, de un conjunto social que se patrulló a sí mismo (O'Donnell, 1997).

Notas

(1)   Hugo Nin, jefe de Anestesiología del Hospital Posadas. Entrevista de la autora, 2012.

(2)   Carlos Apezteguía, médico de Terapia Intensiva del Hospital Posadas. Entrevista de la autora, 2012.

(3)   Camilo Campos, médico de Clínica médica del Hospital Posadas. Entrevista de la autora, 2012.

(4)   Carlos Bevilacqua, médico de Terapia Intensiva del Hospital Posadas. Entrevista de la autora, 2012.

(5)   Hernando Sala, médico de Clínica médica del Hospital Posadas. Entrevista de la autora, 2012.

(6)   Berta Goldberg, enfermera del Hospital Posadas. Entrevista de la autora, 2012.

(7)   Pedro Drago, empleado de mantenimiento del Hospital Posadas y vecino. Entrevista de la autora, 2012.

(8)   Cristina Pflüger, trabajadora social del Hospital Posadas. Entrevista de Leandro Aráoz y de la autora, 2011.

(9)   Susana Guasti, trabajadora social del Hospital Posadas. Entrevista de la autora, 2012.

(10)  Gladis Cuervo, enfermera del Hospital Posadas. Entrevista de Leandro Aráoz y de la autora, 2011

(11)  Susana Ávalo, vecina del Hospital Posadas. Entrevista de la autora, 2012.

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Otros

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Juzgado en lo Criminal y Correccional Federal Nro 3, Resolución de elevación a juicio Causa 11.758/06, 19 de noviembre de 2007, CABA.

Archivo DIPBA, Mesa D(s), Carpeta Varios, Legajo 6092.

 

*Reseña biográfica: Luciana Bertoia es técnica superior en periodismo (TEA) y estudió la licenciatura en Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Trabajó en Página/12. Actualmente se desempeña como redactora en el Buenos Aires Herald. En 2012 concluyó su maestría en Derechos Humanos y democratización para América Latina y el Caribe. Su tesis se centró el proceso vivido en el Hospital Posadas.

 

 

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