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Memoria política y justicia transicional en Argentina después de treinta años de democracia. Notas para un debate

Aletheia, volumen 3, número 6, julio 2013. ISSN 1853-3701

Rauschenberg en PDF/ Artículos

Nicholas Rauschenberg*

UNLP/MHyM

2013

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina

            nicholasrauschenberg@yahoo.com.br

 

Resumen

 El presente artículo busca discutir, a partir de una breve reconstrucción histórica de los dos ciclos de justicia transicional en la Argentina, algunos posicionamientos sobre la actualidad del debate sobre memoria política. El primer ciclo, luego después de terminada la dictadura (1976-1983), se refiere a la elaboración del informe Nunca Más (1984) y al juicio público a la junta militar (1985). El segundo ciclo tiene inicio en 1997 con los “juicios por la verdad”, con la anulación de las leyes de indulto en 2003 y con la retomada de los juicios que se extienden hasta la actualidad con las llamadas “megacausas”. Sin embargo, no faltaron opiniones contrarias a la retomada de la justicia penal a represores: entre ellas, Beatriz Sarlo acusa al gobierno de forjar un metarrelato histórico-político, y Claudia Hilb advierte que el exceso de justicia inhibe la verdad y la reconciliación. Buscaré defender que la justicia no sólo contribuye a la verdad, sino también a la ejemplaridad (Todorov).

 

Palabras clave: Justicia transicional, memoria política, negacionismo, justicia, verdad

 

Introducción

 

            ¿Cómo sería posible contextualizar la retomada de los juicios por los derechos humanos llevados a cabo desde la anulación de las leyes de impunidad en 2003 en el debate sobre la memoria política y la justicia transicional? A treinta años de la retomada de la democracia en la Argentina, parece no haber consenso sobre la relación entre memoria y justicia penal. El objetivo de este artículo es reflexionar sobre cómo es posible, a partir de una definición de justicia transicional, tomar posición por la continuidad de los juicios en el debate político actual. Para eso, reconstruyo resumidamente cómo el proceso transicional argentino fue fracturado en dos fases, lo que potencializó su eficacia para el momento actual dada la incorporación de los preceptos de la justicia transicional como política de Estado, tanto desde el Derecho Internacional de los Derechos Humanos cuanto desde la justicia penal nacional (I). En segundo lugar, de modo más detenido, trato de reconstruir el debate actual partiendo de opiniones manifiestamente contrarias a las políticas transicionales llevadas a cabo por el gobierno actual (Katz, Cárdenas, Sarlo, Hilb) y algunos de sus defensores (Tatián), donde se defiende que la justicia de ningún modo sacrifica la verdad y que las continuidades del gobierno actual con una supuesta época “setentista” sólo son calificativos políticos que niegan los avances de la justicia transicional. Llamaremos esa forma de negacionismo que ignora la ejemplaridad de la justicia olvido subterráneo (II).

 

(I) Dos ciclos de justicia transicional en la Argentina

 

            Como explica Iván Orozco (2005, p. 19), “la justicia transicional viene a ser un campo de batalla y negociación entre razones memoriosas y razones olvidadizas”. Siempre con el foco del conflicto en cómo mirar el pasado desde el presente, la justicia transicional involucra a un sinnúmero de actores sociales con demandas y perspectivas diferentes: de víctimas, criminales, abogados y jueces hasta periodistas y políticos. La justicia transicional es el lugar donde se confrontan el universalismo de los derechos humanos y el relativismo de las éticas contextuales siempre “oportunamente” rescatadas por defensas estratégicas empecinadas a justificar actos bozales. También es el lugar de las normas abstractas y de las medidas concretas de las políticas para la paz y la reconciliación, por un lado, y la justicia penal, por otro. Pese a las muchas definiciones, la justicia transicional tiene por objetivo el pasaje de un estado de excepción a un estado democrático lo más estable posible.

            Ruti Teitel (2003) muestra cómo las restricciones políticas de cada caso tienden a influir en el modo de cómo la justicia transicional puede actuar. La justicia de transición depende, en todas partes, del contexto político, ya que éste es el que marca los límites legales y las contingencias culturales y del poder. En su análisis genealógico Teitel separa la justicia transicional en tres fases: la primera se refiere al Tribunal Penal Internacional (TPI), específicamente los juicios de Nurenberg de la posguerra. Se da en el marco de la formación de los Derechos Humanos, y por tanto, se destacaba la universalidad, con el desplazamiento de la justicia nacional por la internacional. Sin embargo, ese desplazamiento escondía a su vez una justificación por la intervención de los aliados en la guerra. Pese a esto, Teitel destaca la consolidación del giro hacia el Derecho Penal Internacional y la extensión a determinar las responsabilidades más allá del Estado, es decir, propiamente a individuos.

            En la segunda fase, ubicada históricamente en torno al colapso soviético y que incluye los casos latinoamericanos, se trata de integrar los principios del “modelo Nurenberg” en las realidades de transición dentro de los más diversos Estados. Excluyendo, de este modo, los juicios internacionales, las normas que originaron a éstos son útiles para construir una percepción de continuidad y consistencia en el estado de derecho. Éste pasaría a tener la pretensión de “universalidad” como modo de legitimación. Sin embargo, esa adopción de “universalidad” no garantizó casi nunca cualquier tipo de acción penal para responsables de violaciones de derechos humanos. Lo que destaca la autora es la hibridación de la justicia transicional con cada contexto político. Así, el propósito principal de la justicia transicional fue construir una historia alternativa de los abusos del pasado donde la dicotomía entre “verdad y justicia” desembocó muchas veces en las comisiones de la verdad (ver Sumalla 2010).

            En la tercera fase, que abarca el momento actual, la justicia transicional deja de ser un modo de excepción y pasa a ser una norma, es decir, se convierte en un paradigma del estado de derecho. Ahora, la jurisprudencia transicional normaliza un discurso ampliado de justicia humanitaria construyendo una organicidad del derecho asociado con conflictos omnipresentes. Esta fase se consolida para combatir las formas de terrorismo actual, especialmente después del 2001. Sin embargo, en muchos estados la consolidación de una justicia transicional sólo fue posible ampliando el marco social del propio derecho procesal local, como vimos en la segunda fase. Es decir: la justicia transicional en cuanto discurso y práctica social se ha tornado omnipresente en la política. El caso argentino se encontraría, por así decirlo, entre la segunda y la tercera fase. La justicia de transición sigue aún y tiene un importante papel en la política, pero por otro lado, su propio marco judicial se ha autonomizado de tal manera que la consolidación del estado de derecho ya no está tan pendiente de la justicia transicional, como fue el caso del juicio a las juntas del gobierno de Alfonsín.

            Partiendo de estas consideraciones, creo que es posible dividir el caso argentino de justicia transicional en dos ciclos. El primero se refiere al esfuerzo del gobierno de Alfonsín, una vez terminada la dictadura (1976-1983), en articular una comisión de la verdad, la Conadep, con claros fines de llevar los jefes del régimen militar a la justicia penal común. El informe final de la Conadep, conocido como Nunca Más (CONADEP 2012), fue publicado ya en 1984 y distribuido en todas las escuelas y centros comunitarios. Hasta en quioscos de diario era posible comprarlo. Ese informe fue utilizado como prueba en los juicios a la junta militar en el año siguiente. La principal polémica en relación al uso del Informe Nunca Más como prueba, fue el silenciamiento de la pertenencia política de los sobrevivientes y testigos, mostrando un claro direccionamiento del testimonio a una finalidad: refutar la “teoría de los dos demonios” que defendía que hubo una guerra donde los fines justificaban los medios, es decir, los militares defendían su “guerra sucia” a través de una supuesta e improbable equiparación de fuerzas con el “enemigo”.

            Para Hugo Vezzetti esos testigos se referían a y eran a la vez “hipervítimas”, es decir, “víctimas en estado puro, que mostraban su lado más inocente: niños, adolescentes, monjas, embarazadas” (Vezzetti 2008, p. 27). Alejadas de su referencia política, esas figuras con perfil de víctimas “se acomodaban mejor al humor colectivo” (idem) y eran mejor admitidas por la amplia sociedad. De este modo fueron excluidos los testimonios que reivindicaban y asumían “su pasado como militantes revolucionarios” (idem). Inclusive los abogados de los militares convocaban la pertenencia política de los testigos, pero de tal modo que muchos afirmaban que el interrogatorio se parecía mucho a aquellos que eran sometidos los presos políticos en las sesiones de tortura. La sensación que dejaba ese “interrogatorio” en pleno juicio de la cúpula militar sugería que la víctima sobreviviente o el testigo era quien debería estar siendo juzgada (Vezzetti 2002, p. 207). No obstante, la mayoría de las víctimas no estaba directamente vinculada a la lucha armada o grupos militantes “radicales”, por decirlo de alguna manera. A partir del trabajo de la Conadep, la fiscalía buscó consolidar, por lo tanto, la constatación factual de abuso y desproporción de violencia del lado militar a través de algunos pocos casos objetivando cierta ejemplaridad. En estos casos, el énfasis estaba puesto en la falta de vínculo de la víctima en relación a cualquier movimiento político, y así deslegitimar el argumento militar de que la represión era una guerra cuyos medios estaban justificados. Se trató de mostrar la práctica de un terror totalmente exagerado y sistemático, que tangía toda la estructura de las fuerzas armadas y de la policía. Una vez refutada esa teoría dicotómica y como resultado del juicio a las juntas, cinco de los nueve acusados fueron condenados; entre ellos, Videla y Masera fueron sentenciados con prisión perpetua (Crenzel 2008). Pese al esfuerzo político y judicial, frente a las protestas carapintadas y presiones de diversos sectores militares y conservadores, tuvieron que ser sancionadas las leyes de Punto Final y Obediencia debida. Ese proceso de amnistía fue concluido con las leyes de indulto del gobierno del ex-presidente Menem en 1990.

            El segundo ciclo no tuvo un inicio notoriamente marcado por una iniciativa desde el Estado. Fueron sectores de la sociedad civil que exigieron del poder público el conocimiento del destino de los desaparecidos y el esclarecimiento sobre los crímenes del terrorismo de Estado. Los así llamados “juicios por la verdad” iniciados en 1997 fueron fruto del trabajo colectivo de diversos  familiares de desaparecidos políticos y organizaciones de derechos humanos que usaron la justicia para investigar el paradero de las víctimas, aun sin la posibilidad de juzgar a los culpables (ver Shapiro 2002).

            A partir de 1998 se descubrió una verdadera brecha en las leyes de impunidad: el secuestro de los bebes nacidos en cautiverio no estaba contemplado en las disposiciones de la amnistía” (Filippini 2011, p. 25), lo que permitió a los activistas de derechos humanos desarrollar nuevas estrategias que pudiesen pasar de la mera averiguación de la verdad a una instancia penal. En el 2001 fueron declaradas por un juez improcedentes las leyes de impunidad sancionadas entre 1987 e 1990, pero todavía hubo arreglos judiciales que impedían el acceso a la justicia penal para juzgar y condenar represores. Fue recién en 21 de agosto 2003, dos meses después de la asunción del presidente Nestor Kirchner, que fue sancionada la ley 25.779 que declara nulas las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Después de 2006, impulsado por el poder ejecutivo, los juicios se intensificaron, abarcando cada vez a más represores.

            Las leyes de indulto que habían sido promulgadas por el presidente Menem en 1990 incluían “ambas partes” de la confrontación armada. No obstante, a partir de 2003, con la sanción de la ley 25.779 que consideraba inconstitucionales los indultos, no fueron habilitados para juicio los líderes de las organizaciones armadas de izquierda que sobrevivieron a las persecuciones de la dictadura. Un caso de intento de procesar la guerrilla fue la apertura del proceso (1) referente al secuestro y supuesto asesinato del mayor Argentino del Valle Larrabure, muerto en 1975 en poder del ERP. Ya en la época había sido probado por autopsia que el mayor se había suicidado para no tener que colaborar con la fabricación de armas para la guerrilla (2). En esa época, tanto las Fuerzas Armadas, cuanto parte de la justicia federal y los grandes medios de comunicación impusieron la idea de que el oficial había sido torturado y luego asesinado en cautiverio “después de entonar el himno nacional”. Pero el expediente original de la causa, que incluye la autopsia realizada en el momento en que el cadáver fue encontrado, afirma con absoluta claridad que no hubo ni tortura ni asesinato. El único testigo del caso, el empresario René Vicari, que compartió la celda con el militar, confirma que él se suicidó con un cordón de acero. De acuerdo con el juez Daniel Rafecas, el delito de lesa humanidad, del cual fueron excluidos los grupos armados insurgentes, debe conformar, además de los elementos de masividad y sistematicidad, el componente estatal, como es el caso del terrorismo de estado (Rafecas 2011, p. 163). Las fuerzas insurgentes de los años 1970 no fueron incluidas en la reapertura de los procesos por crímenes de lesa humanidad por dos motivos: primero, la imposibilidad de considerar crímenes de lesa humanidad a los crímenes de las organizaciones armadas, lo que descaracteriza el argumento implícito basado en la “teoría de los dos demonios” en la elaboración y justificación de las leyes de indulto (1990); y, segundo, no siendo crímenes de lesa humanidad, habiendo muchos de ellos sido condenados como “crímenes policiales”, prescribieron con el tiempo. Además de “enfrentar” a un enemigo claramente desigual, muchos de los insurgentes fueron obligados a exiliarse, fueron secuestrados, torturados, desaparecidos y tuvieron inclusive familiares y amigos muertos o atormentados (Rafecas 2011, p. 164). Por lo tanto, quedaron excluidas las acciones de los grupos armados de los cuales no fue posible probar el “elemento de control político” (Filippini 2011, p. 42). Así, si los actos violentos de los grupos insurgentes que en los años 1980 parecían ser “comparables” o al menos suficientes para esbozar una “justificación” del terror estatal por parte de los militares, de cierta opinión pública connivente con el golpe y por parte de algunos sectores del sistema judicial penal, hoy en día tales actos son de muy poca relevancia. Inclusive en la actualidad, los testigos asumen sin grandes problemas su condición militante.

             Diferentemente del Juicio a la Junta Militar en los años ‘80, el foco de los juicios actuales, aunque abarque centralmente militares y agentes de seguridad, progresivamente ha sido la investigación también de “muchos civiles que participaron de modos diversos, como sacerdotes, jueces y ex-ministros” (ídem). Es decir, la complicidad civil pasó a ser sistemáticamente blanco de investigaciones de la justicia en este segundo ciclo de justicia transicional. En este sentido, un caso paradigmático fue la condenación del ex-ministro de economía del régimen militar, José Alfredo Martínez de Hoz. Empresario de una tradicional familia oligárquica, Martínez de Hoz fue uno de los grandes responsables por la destrucción del patrimonio público, empobrecimiento del sector laboral con fuerte concentración de pocas empresas privilegiadas ligadas a grupos próximos al gobierno dictatorial, estatización de deudas privadas y transferencias de grandes márgenes de lucro a favor de ciertos bancos y grupos financieros nacionales y extranjeros (ver Castellani 2009, p. 111 e Yanzón 2011, p. 148). La acusación penal que recae sobre él y su ex-viceministro Albano Harguindeguy, con todo, remite puntualmente al secuestro extorsivo que duró más de cinco meses de los empresarios algodoneros Federico Gutheim y su hijo Miguel que fueron obligados a firmar contratos de exportación con comerciantes ingleses y chinos residentes en Hong Kong que beneficiaban negocios privados vinculados a agentes de la dictadura. Esa condenación abrió camino para procesar los civiles cómplices del régimen cívico-militar (3). Más allá de la domesticación por el terror, la alianza entre militares y grupos económicos se hizo nítida cuando se descubrió que “eran los propios empresarios de las grandes compañías quienes solicitaban el ‘servicio’ de la dictadura para erradicar a dirigentes o delegados gremiales de sus establecimientos” (Shapiro 2002, p. 366).

            Otra mudanza considerada un avance de la nueva fase procesual a partir de 2003 fue el énfasis colocado en la violencia sexual que, como se cree, fue aplicada contra todos los prisioneros, especialmente sobre las mujeres, muchas de las cuales fueron tenidas como esclavas sexuales. En los nuevos juicios, muchas mujeres se animaron a contar en audiencias públicas los abusos sexuales y las diversas violencias perpetradas por la condición de género (Yanzon 2011, p. 151). La violencia de género y los delitos contra la integridad sexual relatados por diversos testigos, al ser considerados como crímenes de lesa humanidad debido a la sistematicidad de su uso como modo de tortura, abren diversas posibilidades de procesamientos y condenaciones a perpetradores que quedarían impunes (Varsky 2012, p. 83). Algunas sobrevivientes también relataron que habían minimizado sus padecimientos personales en cautiverio ante el nivel de violencia que sufrieron sus parejas, familiares o compañeros de militancia durante la detención, de los cuales la mayoría se encuentra desaparecida. El delito de violencia sexual fue muchas veces ocultado “para no desviar la atención ‘de lo más importante’: conocer el destino de sus seres queridos. Por otra parte, en algunos casos [las víctimas] han buscado proteger a su entorno de ‘al menos una parte’ del horror sufrido” (Balardini, Oberlin y Sobredo 2011, 175).

            A partir de 2003, las causas judiciales abiertas fueron atomizadas en razón de un determinado centro clandestino de detención en el cual operaban diversos represores de diferentes fuerzas y jerarquías. De este modo, los acusados son sometidos a juicio oral y público, colectivamente, es decir: un juicio oral puede involucrar a varias causas judiciales contra varios imputados. Al juntar varias causas en un único juicio público centralizado se les llama “megacausa”. El total de acusados en todas las causas gira alrededor de mil trescientos. Durante el proceso de la “megacausa” conocida como “Primer Cuerpo del Ejército”, por ejemplo, fueron reconocidas judicialmente aproximadamente mil víctimas y fueron condenados casi cien de los acusados, entre ellos, “militares del Ejército y de la Fuerza Aérea, integrantes de fuerzas de seguridad, inteligencia y servicios penitenciarios, desde el jefe máximo, el ex-dictador Rafael Videla, hasta los torturadores” (Rafecas 2011. p. 165). Otras causas conocidas como “Club Atlético”, “El Banco” y “El Olimpo” abarcan en torno a trescientas víctimas y veinte acusados. El juicio oral más abarcador es la “megacausa” ESMA, con cincuenta acusados y seiscientas cincuenta víctimas (idem). Otra megacausa, pero en la provincia de Córdoba, conocida como “La Perla”, aún en juicio público, tiene cuarenta y cuatro acusados (4). Esta megacausa está compuesta por otras dieciocho causas judiciales, y cuenta con novecientos ochenta y tres testigos, y se investiga lo ocurrido a cuatrocientas quince víctimas.

            Entretanto, esas “megacausas” sólo pudieron y pueden ser preparadas con la providencial preparación de los testigos. Esa preparación apunta a la mudanza primordial del primer al segundo ciclo: la centralidad del testigo para probar los actos criminales. Sin duda había otras pruebas, como el uso del banco de datos genéticos, la identificación de víctimas por la antropología forense y otros tipos de evidencia, pero los relatos testimoniales son determinan en gran medida la estructuración de un proceso. Por eso, se pasó a enfatizar los relatos en primera persona para abarcar la amplia experiencia y no más aquellos relatos que solamente comprobaban “los hechos” de la sistematicidad del terrorismo de Estado, predominantemente en tercera persona (ver Varsky 2011). Como el proceso abarca, como ya se ha mencionado, además de civiles que colaboraron con la represión, también militares y agentes de seguridad de jerarquía inferior, la única prueba que queda son los relatos de diversos testigos que sobrevivieron o que vienen luchando por justicia de parientes desaparecidos. Infelizmente, los agentes de menor rango del aparato represor muchas veces tenían documentación falsa o simplemente usaban apodos en sus tareas ilegales, lo que dificulta su identificación por parte de la justicia penal (Yasón, 2011, p. 152).

            La preparación de los testigos implica orientar y facilitarles previamente elementos ante el momento inusual de tener que declarar en un juicio público. Además de eventual ayuda psicológica y de protección policial, el testigo recibe casi siempre sus propias declaraciones anteriores, por ejemplo, aquellas declaradas en la CONADEP, los juicios por la verdad o en causas anteriores en que también testificó. Con el avance sin precedentes de las causas juzgadas actualmente, es común que surjan nuevos testigos durante los debates públicos o en declaraciones ante la fiscalía. Un ejemplo se dio en el juicio de la causa conocida como “Masacre de Fátima”, que constituye la megacausa “Primer Cuerpo del Ejército” de la Capital Federal, donde se analiza el fusilamiento de un grupo de prisioneros políticos. En esta causa fue preciso recurrir al testimonio de un sobreviviente que había sido citado en muchos relatos, pero cuya confirmación era imprescindible (ver Varsky 2011).

 

(II) Negacionismo subterráneo. ¿Verdad versus justicia?

 

            Parece que la década menemista (1989-1999) con la impunidad a represores y continuidades en política económica con la dictadura militar potenció lo que Michael Pollak (1989) llamó “memoria colectiva subterránea” que se opone a una memoria organizada que, aun siendo colectiva, es “encuadrada”, es decir, direccionada a un determinado fin en un cierto contexto, prevaleciendo en ella un recorte arbitrario debidamente justificado. Esas memorias subterráneas tienden a ser “guardadas en estructuras de comunicación informales y pasan sin llamar la atención en la sociedad englobante” (Pollak 1989, p. 8). Si, por un lado, con los “juicios por la verdad” iniciados a mediados de los años ‘90, se pudo ver un modo de “encuadramiento” y elaboración de la memoria (Adorno 1962) que visaban aunque en un largo plazo objetivamente la justicia, otro sector de la sociedad parece sorprendido con los despliegues de los juicios actuales (megacausas etc.). Si analizamos los discursos que se contraponen a la política de la memoria en la Argentina actual, desconfiaremos de la intencionalidad política que ellos pueden esconder. Antes que memoria subterránea, podríamos llamar ese fenómeno “olvido subterráneo”: es la repulsa a recordar y, cuando no queda otra alternativa, recordar sin recordar los avances en materia de justicia transicional y derechos humanos. Lo que quiero llamar aquí “olvido o negacionismo subterráneo” es una forma de negacionismo de cierta forma “ilustrado”, ya que proviene inclusive de celebridades intelectuales como Beatriz Sarlo y muchos periodistas de los grandes grupos mediáticos. Ese negacionismo subterráneo siempre acusa la memoria oponente de estar impregnada de “olvido” (intencional), de ser “ideológica” y parcial. Ese negacionismo parece en el fondo querer ignorar que hubo un genocidio e insiste en comparar y equiparar la acción militar a la acción armada insurgente. En Los abusos de la memoria, Todorov (2000) explica que la memoria es necesariamente una selección. Sin embargo, ¿qué implicaría un abuso de la memoria o del olvido si no una justificación o la acusación de una justificación indebida? Como veremos, comparar para justificar y ejemplificar puede traer malentendidos.

            En el día ocho de noviembre de 2012, Alejandro Katz, dueño de la prestigiosa editoral Katz, publicó un artículo (5) en el diario La Nación, titulado Políticas de la memoria que más bien buscan el olvido. En el artículo, Katz cuestiona la política de la memoria referente al terrorismo de Estado de los años 1970 llevada adelante por el actual gobierno desde 2003. En el mismo 8 de nobiembre (el famoso 8N), organizaciones de derecha convocaron sus simpatizantes  para un “cacerolazo” contra el gobierno de Cristina Kirchner, reivindicando la no reforma de la constitución (re-reelección, “libertad” para comprar dólares y “no” a la Ley de Medios Audiovisuales que reglamenta el sector limitando los monopolios desde 2009). En total comparecieron al Obelisco de la capital porteña cerca de 20.000 personas “blancas y bien vestidas” (6). El evento contó con diversas agresiones a periodistas que no representaban los intereses de los organizadores de esa marcha. El único grupo de prensa no agredido se limitó al poderoso Grupo Clarín, que se niega a cumplir la ley de medios y mantiene un amplio monopolio comunicativo: ese grupo económico posee más de 300 medios, siendo de éstos más de 240 canales de televisión a través del absoluto monopolio de la Tele por cable (empresa Cablevisión), licencias de radio, canales de televisión y acceso a internet. Esta ley, que es una referencia para la multiplicidad de voces y un estímulo sin precedentes para  producciones audiovisuales locales (ver Baranchuk 2011), tiene un artículo, el 161, que determina el fin de los monopolios. Eso irrita, claro, al Grupo Clarín, que también posee el diario La Nación donde Alejandro Katz publicó su artículo. Por tanto, el clima del 8N, era alimentado por una consigna de “libertad” de mercado alentada por un monopolio comunicativo que ve en la Ley de Medios, juntamente con una serie de políticas del actual gobierno, entre ellas, las políticas de la memoria por medio de la justicia penal y de redistribución a través de políticas sociales, sus intereses más consolidados amenazados. No sorprende que, en ese clima aguerrido, los periodistas de ese grupo, juntos con sus socios de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), se digan perseguidos por el gobierno, afirmando que su libertad de prensa (o de empresa) está amenazada.

            En su provocador artículo, al denunciar el gobierno actual de hacer una política de la memoria que, por un lado, glorifica la militancia del pasado y, por otro, juzga y condena los represores (militares, civiles, eclesiásticos, etc.), además de esparramar monumentos a la memoria por el país, Katz quiere hacer creer que, con eso, la intención del gobierno es producir un “relato” (o “metarrelato”), es decir, una versión única de la historia que, orientada por un imperativo moral victimizante, establezca el bien y el mal en una perspectiva histórica, vista del presente, y sirva de referencia para un juicio político-ideológico de la ciudadanía común. Así, para Katz, recordar o rememorar significa seleccionar eventos cuya carga semántica sólo es posible de entender si nos detenemos en su intención meramente política e ideológica. Aquello que quedó excluido de la “selección” de hechos memorables se debe a una manipulación política maniquea estimulada exclusivamente por el gobierno, que crea su “relato”, o sea, su historia oficial con apelo moral para legitimarse en el poder. El motivo de sus críticas es el hecho de que el gobierno no procesa también, además de los militares, los así llamados terroristas, tanto los Montoneros cuanto los del ERP. Es como si el gobierno ocultara intencionalmente las acciones ilegales de violencia que los grupos guerrilleros han perpetrado. No obstante, ambas guerrillas ya habían sido masacradas y desmanteladas antes del inicio de la dictadura de 1976 (ver Anguita e Caparrós 2006, e Novaro e Palermo 2010), a pesar de la famosa contra-ofensiva montonera de 1978 que fue duramente reprimida (ver Gillespie 2008). Para Alejandro Katz, la política de la memoria “oficial” se ha convertido “en el lugar del goce que proporciona la cólera de quien no olvida”, atribuyendo al gobierno una intención de revancha y venganza, dada su supuesta continuidad con el proyecto político peronista. El rencor provocaría, así, un desapego en relación a la justicia, que se transformaría, lejos de la verdad, en continuadora del conflicto que se arrastra por la historia. De este modo, concluye Katz, esa política facciosa de la memoria es, antes, una política del olvido a partir de la cual el gobierno quiere consolidar su hegemonía retórica. Por tanto, de acuerdo con Katz, hay olvido donde el relato de la memoria aspira a la exaltación del propio sufrimiento y del sufrimiento de aquellos que son semejantes, a la celebración de lo irrecuperable, a la glorificación de un pasado de supuesto sacrificio compartido: “la memoria de la desgracia es la memoria del odio”. El lugar del discurso de Katz presupone un gobierno autoritario, al cual sin duda él fervorosamente se opone. Sin embargo, como es posible constatar en varios ámbitos de producción de conocimiento, es el propio gobierno que conforma y estimula la mayor diversidad de discursos, sea con espacios de discusión, becas de investigación, congresos académicos, películas, TV digital abierta, distribución de computadoras a todos los alumnos de escuelas públicas etc. El negacionismo subterráneo de Katz carga ejemplarmente el odio de la derecha actual que sigue atada a la vieja argumentación militar sostenida por la teoría de los dos demonios y que ignora las ventajas y normativas de la justicia transicional penal.

            Siguiendo el mismo tono “opositor” de Alejandro Katz, el politólogo y columnista conservador del diario La Nación, Emilio Cárdenas (7), publicó un artículo que ilustra cómo un “abuso de la memoria” puede servir de justificativa. Tal como Katz, Cárdenas está en contra de la retomada de los juicios a los represores de la última dictadura. El argumento de Cárdenas retoma el caso de la posguerra, donde los juicios de los crímenes del nazismo habrían generado un desentendimiento entre soviéticos, por un lado, y franceses, ingleses y norte-americanos, por otro. Para éstos debería haber, a pesar de todo, un “debido proceso penal”, con la presunción de inocencia garantizada caso no fuese posible probar los crímenes de un determinado imputado. No obstante, para los soviéticos, los juicios serían una mera formalidad para constatar lo que “todos” ya debieran saber: los líderes alemanes son culpables. Si los primeros demandaban una corte imparcial y separada de la política, los soviéticos vieron en el juicio una posibilidad de legitimar su propaganda política, usando las atrocidades nazis para ocultar sus propios campos de concentración y ejecuciones de enemigos políticos. Lo que quiere advertir Cárdenas es que la retomada de la justicia transicional en la Argentina desde 2003, además de revanchista, no cumple reglas básicas del así llamado “debido proceso” al no considerar la presunción de inocencia de los acusados, insinuando que los nuevos procesos son persecutorios y tienen una intención política e ideológica definida de antemano. Sin embargo, muchos de los imputados condenados son sobreseídos cuando no se comprueba su participación, y cuando son condenados por ejemplo por participación secundaria, las penas varían según los hechos investigados y constatados (Varsky 2012). Esa presunción de inocencia parece estar aún más reforzada por la Corte Suprema que, después de la intensificación de los juicios a partir del 2006, no ha acompañado las decisiones de los tribunales. De las más de 500 condenaciones penales (y casi 100 imputados absueltos), solamente un 13% fueron confirmadas por la Corte Suprema de Justicia, lo que genera gran irritación por parte de los organismos de Derechos Humanos que ven su trabajo perjudicado. Vale recordar que los procesos se basan en el código penal argentino, aunque todos los actores involucrados sepan que se trata de crímenes de lesa humanidad. En el código penal no existe esta figura jurídica. Dado el contexto transicional, esa nomenclatura auxiliar sirve para evitar que los casos prescriban (Varsky 2012, p. 79).

            Un tercer caso de columnista de ese diario que asume una postura opositora al gobierno actual es Beatriz Sarlo. En 2005 publicó Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo, donde se construye, tal vez por primera vez, la cuestión del “relato kirchnerista” de la historia con base en la política de la memoria. Como vimos arriba, si en el primer ciclo de justicia transicional se le dio énfasis a los discursos testimoniales en tercera persona para constatar los hechos de la represión y probar la sistematicidad de excesos permanentes de violencia estatal (como se ve en el informe Nunca Más), en el segundo ciclo, después de más de veinte años de terminada la dictadura, la repetición y reelaboración del discurso de víctimas y testigos desplazó el énfasis de la tercera hacia la primera persona. Esta “primera persona” ya no necesita esconder u omitir su pertenencia política, ya que la “teoría de los dos demonios” quedó claramente refutada, por lo menos por parte de la justicia y buena parte de la opinión pública. A ese giro “testimonial” se le debe sumar la ampliación del concepto de tortura, como ya se ha expuesto (Rafecas 2011), y la responsabilidad de los relatos que pasaron a ser la prueba primordial, juntamente con una serie de documentos e investigaciones (banco de datos genéticos en el caso de las abuelas, Grupo de Antropología Forense etc.). Dicho esto, lo que Sarlo pretende es una “desmitificación” del discurso testimonial. Esa preeminencia de la primera persona es llamada por Sarlo “retórica testimonial”, y se basa en su interpretación particular de Walter Benjamin que dice que “el presente de la enunciación es el tiempo base del discurso”, lo que “implica al narrador en su historia y la inscribe en una retórica de la persuasión” (Sarlo 2005, p. 64). Para Sarlo, eso rompe la cristalización inabordable (encantada moralmente) de los discursos testimoniales: son discursos.

            Esas narraciones testimoniales (militantes, intelectuales, políticas etc.) no sería, según Sarlo, la única fuente de conocimiento: “sólo una fetichización de la verdad testimonial podría otorgarles un peso superior al de otros documentos. [...] Sólo una confianza ingenua en la primera persona y en el recuerdo de lo vivido pretendería establecer un orden presidido por lo testimonial” (ibid, p. 62). Esa ingenuidad consistiría en cómo ese orden discursivo, específicamente testimonial y, claro, en primera persona, se mueve “por el impulso de cerrar los sentidos que se le escapan; no sólo se articulan contra el olvido, sino que luchan por un significado que unifique la interpretación” (ibid, p. 67). Esa acumulación de detalles dada a través de la multiplicidad de “yoes testigos” tiende a unificar el sentido de la historia en cuestión. Esa unificación, que de cierta forma no deja de ser una consciencia histórica al estilo de un Sartre, es denominada por Sarlo “modo realista-romántico”. Este “modo” encuentra su veracidad en el sentido colectivo de su enunciación. En esa retórica de la memoria, lo que muestra Sarlo es que el detalle individual tiende a reforzar el “relato teleológico”: “si la historia tiene un objetivo establecido de antemano, los detalles se acomodan a esa dirección” (ibid, p. 74).

            Sarlo no está de acuerdo con el mesianismo de Benjamin. Este autor alemán, al negar cierta vertiente positivista y relativista de la ciencia histórica, se inclinaría por una historia que liberase “el pasado de su reificación, redimiéndolo en un acto presente de memoria”, que primaría por cierto tipo de continuidad (ibid, p. 78). Para Sarlo, ese erróneo mesianismo es apenas un doble anacronismo: por un lado, habría una dimensión ética y, por otro, habría una clara contraposición al fetichismo documental del positivismo histórico: “mirar el pasado con los ojos de quienes lo vivieron, para poder captar allí el sufrimiento y las ruinas” (ibid, p. 78). Es decir: en vez de “fortalecer el anacronismo”, el argumento de Benjamin, antes, buscaría disolverlo (ibid, p. 79). Así, para Sarlo, “la historia no puede simplemente cultivar el anacronismo por elección, porque se trata de una contingencia que la golpea sin interrupciones y está sostenida por un proceso de enunciación que, como se vio, es siempre presente” (ibid, p. 79).

            Es en este sentido que Sarlo se cuestiona al respecto de cómo pensaban los militantes en los años ‘70. Sería necesario evitar limitarse solamente al recuerdo “que ellos ahora tienen de cómo eran y cómo actuaban”, ya que se abandonaría la “pretensión reificante de la subjetividad” que quiere “expulsarla [a esta subjetividad] de la historia” (ibid, p. 83). Eso quiere decir, para Sarlo, que la “verdad” no es el resultado de someterse “a una perspectiva memorialística que tiene límites y ni, mucho menos, a sus operaciones tácticas” (idem). Quien recuerda hoy en día de ningún modo está retirado “de la lucha política contemporánea. [...] Las memorias se colocan deliberadamente en el escenario de los conflictos actuales y pretenden actuar en él” (idem). A través de una crítica al continuismo mesiánico de Benjamin, por tanto, Sarlo quiere limitar el tipo de continuidad que está en juego en lo que ella llama “retórica memorialística”: sería una construcción teleológica de la historia que sólo puede ser entendida analizando el presente dada su naturaleza exclusivamente discursiva. Al rechazar el mesianismo benjaminiano que busca una empatía con los oprimidos, Sarlo advierte sobre los peligros de la victimización de cierto uso intencionado presente en el discurso histórico. El ejemplo que culmina ese raciocinio sería: “la idea de derechos humanos no existía en las décadas de 1960 y 1970 dentro de los movimientos revolucionarios. Y si es imposible (e indeseable) extirparla del presente, tampoco es posible proyectarla intacta hacia el pasado” (ibid, p. 82). Sin embargo, en esa época ya era conocido el “modelo Nurenberg” de justicia transicional con base en los derechos humanos. Lo que no se podría prever en esa época era que la justicia transicional sería un modo de retornar a la democracia. Hay que tener cuidado al indicar un anacronismo como el que sugiere Sarlo. Ese argumento era muy usado por la defensa militar en 1985 cuando afirmaba que los “subversivos” cambiaron la lucha armada por los derechos humanos para vengarse de los militares. Vezzetti (2002) y Crenzel (2008) observaron bien ese giro en la opinión pública: de un énfasis en la confrontación durante los años de plomo a una formación del discurso humanitario ya a partir de los últimos años del régimen. Sin duda los procesos de cambio social deben ser vistos por la justicia actual y deben desidealizar el pasado para investigar los crímenes de esa época; Pero defender que la “retórica testimonial” quiere revivir o “continuar” el pasado es idealizar el presente.

            La argumentación de Sarlo, claramente mucho más elaborada que la de sus colegas de periódico Alejandro Katz y Emilio Cárdenas, no sería tan insuficiente si ignoráramos el hecho de que el debate sobre la memoria no es sólo histórico-filosófico, sino también jurídico y político. Sarlo parece desconocer las ventajas y aportes de la justicia transicional en el marco del derecho internacional a la propia historia sobre el tiempo sombrío de la dictadura. Y para evitar la nueva situación hermenéutica ella desarrolla una “crítica de la ideología” del testimonio, elemento central de los juicios actuales. No obstante, al intentar revelar el “carácter político” de las políticas de la memoria actual como contingencia a ser superada, Sarlo parece querer hipostasiar cierto carácter literal de la memoria. Pero, por un lado, al restringir la memoria política a un plano exclusivamente discursivo, Sarlo parece tener como presupuesto una idealización en relación a la realidad política de la Argentina donde la reconciliación parecería ser total, pero donde el gobierno pareciera querer hacer un uso forzado de esa memoria para obtener beneficios políticos en el presente. Por otro lado, el gobierno encarnaría para Sarlo una clara continuación con el proyecto político del pasado en discusión. Refiriéndose a la generación política de los años 1970, Sarlo sugiere que una posmemoria, es decir, una memoria de la memoria (o vicaria) sería una “corrección decidida de la memoria” (ibid, p. 145) para evitar que el mal nunca se repita, y no el intento de una “trabajosa reconstrucción” a través de la política. Por tanto, Sarlo sugiere una continuidad entre la política memorial actual, que incluye la justicia transicional, y la generación víctima del terrorismo estatal. Pero, si la memoria es dependiente del presente, ¿cómo puede ésta constituir un proyecto del pasado? Para Sarlo, el gobierno actual usa el pasado en favor de fundamentar un discurso político para el cual la retórica testimonial de los derechos humanos es esencial, lo que a mi modo de ver remite a un maniqueísmo rudimental. Es evidente que Sarlo se opone al gobierno y busca modos sofisticados de ejercer su posición y opinión políticas, lo que es legítimo. Pero considerar que hay un doble “uso de la memoria” (una doble literalidad), principalmente considerando las posiciones de la oposición en relación a la justicia transicional que pregonan la total anulación de ese proceso, desalienta al lector que busca en la memoria política un modo de ejemplaridad, como Todorov.

            En vez de buscar en la construcción de un supuesto “metarrelato” de la historia por parte del gobierno actual una “metaintencionalidad política”, como quiere problematizar Sarlo, a mi modo de ver la pregunta debería ser: “¿existe un modo para distinguir de antemano los buenos y los malos usos del pasado” (Todorov 2000, p. 29), teniendo en vista la inevitable contingencia de la selección de hechos de la memoria? Como sugiere Todorov (ibid, p. 31), el acontecimiento recuperado por la memoria puede ser leído de dos formas: la literal o la ejemplar. Como modo de continuidad, la memoria literal es limitada ya que sitúa los hechos recordados como contiguos al presente, donde es esencial conocer las causas y las consecuencias de ese acontecimiento. La literalidad no significa necesariamente la verdadera revelación de los hechos, dado que éstos pueden permanecer intransitivos, no conduciendo más allá de sí mismos (Todorov 2002, p. 30). A su vez, la memoria ejemplar no dispensa la singularidad de determinado hecho recuperado, ya que, como una manifestación entre otras de una categoría más general, sirve de modelo para comprender situaciones nuevas, permitiendo exceptuar críticamente según la situación. Para Todorov, la memoria literal, si llevada adelante de modo extremo, puede ser peligrosa, debido a que los hechos rememorados son incomparables entre sí, mientras que la memoria ejemplar es potencialmente liberadora (ibid, p. 31). El uso literal que torna un viejo acontecimiento insuperable deriva en una sumisión del presente al pasado, mientras que “el uso ejemplar, al contrario, permite utilizar el pasado con vistas al presente, aprovechando las lecciones de las injusticias para luchar contra las que se producen hoy en día” (Todorov 2002, p. 32). Todorov considera que la justicia nace de la generalización de una acusación particular, pero que es amplificada por la ejemplaridad del hecho y sus consecuencias: “es la des-individualización lo que permite el advenimiento de la ley” (ibid. p. 33).

            Pensando en comparaciones que sirven de apoyo a justificaciones en contextos de contingencia de la memoria política, Huyssen retoma de Paul Ricoeur (2004) las categorías de memoria manipulada y olvido comandado. Huyssen (2004) sugiere una comparación puntual entre la Argentina postditadura y Alemania del posguerra. Teniendo como referencia del caso argentino solamente el primer ciclo de justicia transicional (principalmente Vezzetti 2002), Huyssen destaca el papel del Estado argentino en la formación de la memoria pública (memoria manipulada, en la interpretación de Huyssen), aunque haya sido a costas tanto de una memoria más elaborada y cuanto de consecuencias judiciales en relación al terrorismo insurgente (olvido comandado, es decir, refiriéndose a la omisión de pertenencia política de las víctimas y testigos en el juicio a la junta militar). Sin duda, es posible discutir exhaustivamente con Huyssen esta simplificación esquemática si tenemos en cuenta todo el conflicto que llevó al segundo ciclo de justicia transicional. Sin embargo, aun considerando que el Holocausto se mantenga por sí sólo como “marco cero en muchos estudios sobre los traumas contemporáneos”, el objetivo de Huyssen es discutir un episodio de la historia alemana que parecía haber quedado en la más oscura penumbra del olvido: los bombardeos aliados sobre 131 ciudades alemanas en el final de la Segunda Guerra, con un saldo de 600.000 civiles muertos y 3,5 millones de viviendas destruidas.

            Durante mucho tiempo, hablar de la guerra aérea parecía querer relativizar los crímenes del Holocausto. Si en los años 1950 la derecha alemana hablaba sobre el bombardeo de Dresden y de la expulsión y deportación del este de vuelta a Alemania, donde murieron miles de alemanes refugiados después de la guerra, la izquierda hablaba de Auschwitz y del genocidio administrado. Como recuerda Huyssen, los argumentos de la izquierda eran políticamente legítimos. La victimización de Alemania, vinculada a un discurso nacionalista duradero, era fundamentalmente reaccionaria y debía ser combatida para que el país llegase a un novo consenso en relación al pasado alemán. De esta vez, el precio político a pagar por esa victoria discursiva fue el olvido de la guerra aérea, el olvido de una experiencia traumática nacional (ver Huyssen 2004, p. 12). Sin embargo, en la última década, en el contexto del repudio de la comunidad internacional al bombardeo norteamericano sobre Iraq, el asunto de la Luftkrieg (guerra aérea) ganó una notoriedad pública, tanto a través de la literatura cuanto de los medios de comunicación. Así, en términos de memoria política, si en el primer ciclo de justicia transicional argentino se prefirió silenciar la identidad político de las víctimas del terrorismo de estado, en la Alemania del período de posguerra, los crímenes contra la población civil parecían “justificados” por la política genocida nazi. Pero hoy, ante una incuestionable sedimentación moral desde diversas áreas del conocimiento y tendencias políticas sobre el Holocausto, dejó de ser un incómodo tabú rescatar y elaborar la experiencia de horror de los bombardeos.

            La “maduración” general tanto de la sociedad civil cuanto del poder judicial también pudieron revelar, en el segundo ciclo argentino, que las “justificaciones” que articulaban el primer ciclo podrían ser dejadas de lado, dado que ya no hay una amenaza latente de retorno de la dictadura, como en las protestas de carapintadas en 1985. Los actos de la violencia insurgente de los años 1970, que nunca dejaron de ser considerados como teniendo un carácter criminal, aunque no sean crímenes de lesa humanidad y hayan prescrito, vienen siendo abordados en diversos estudios y películas. Algunos ejemplos son el documental de David Blaustein, Cazadores de utopías (2004), la película ficción Garage Olimpo (1999) de Marcos Bechis, sobre los Montoneros, y los libros Soldados de Perón. Una historia crítica sobre los Montoneros, de Richard Gillespie (2008), Sobre la violencia revolucionaria, de Hugo Vezzetti (2009), y Un enemigo para la nación, de Marina Franco (2012), entre otros. Estos trabajos revelan una otra dimensión del imaginario de aquellos años que nada tienen que ver con la pretendida continuidad sugerida por Sarlo y Katz.

            A partir del ejemplo de Huyssen es posible afirmar que la comparación ilumina el entendimiento del caso alemán y de cierta forma también el caso argentino, especialmente si observamos las transformaciones del primer ciclo en relación al segundo. Sin embargo, comparar puede revelar aspectos de un negacionismo, como aquél indicado anteriormente: el negacionismo subterráneo. Es el caso de la politóloga argentina Claudia Hilb (2010). Pese a reconocer las ventajas de que haya debido juicio, especialmente en relación a crímenes contra la humanidad, Hilb sugiere que es posible comparar el contexto transicional argentino con el sudafricano, donde la justicia penal fue rechazada de antemano para favorecer a la verdad. Los crímenes atroces del apartheid tuvieron amplia impunidad después de la formación y acción de una Comisión de la Verdad y Reconciliación, en 1995. La tesis de Hilb se apoya en una articulación entre las nociones de perdón y reconciliación de Hannah Arendt. Según su lectura, si el banal funcionario del mal, pensando en Eichmann, no es pasible de ser perdonado, es porque no puede propiamente ser considerado un actor, ya que demostró ser incapaz de insertarse en el mundo común a través de la acción libre. Solamente aquellos que “no saben lo que hacen” debido a que las consecuencias de sus actos exceden su capacidad de controlarlos y, así, podríamos creer que frente las consecuencias de sus actos, quieran poder deshacerlas, sólo esos es que son susceptibles de ser perdonados (Hilb 2010, p. 9). La reconciliación tiende a ser indisociable de la comprensión. Somos capaces de reconciliarnos con el mundo desde que lo comprendamos. “Comprender es reconciliarse en acto”, dice Arendt (1953, Diário Filosófico, apud Hilb 2010, p. 4). No obstante, comprender no es necesariamente perdonar, y perdonar no tiene porqué ser lo opuesto a la reconciliación. Así, explica Hilb, el perdón “es esa capacidad humana, esa acción aparentemente imposible, al alcance de aquellos que comprenden y, comprendiendo, pueden reconciliarse con el mundo y, entonces, eventualmente perdonar” (ibid, p. 4).

            Sin embargo, antes de discutir con Hilb, vale reflexionar sobre el sentido de las comisiones de la verdad en contextos transicionales. El Derecho Internacional obliga a los Estados a evitar la impunidad por las graves violaciones de derechos humanos y ofrece instrumentos para ejercer la justicia penal cuando los Estados no son capaces de hacerla efectiva, aunque la capacidad de la justicia penal internacional para servir a sus objetivos es, por muchas razones, limitada (ver Sumalla 2010, p. 24). Frente la inminente limitación, sobre todo si tenemos en cuenta las dimensiones de los crímenes del apartheid, las comisiones de la verdad aparecen como una alternativa a la inmediata aplicación del derecho penal. En Argentina la Conadep abrió el camino para el juicio a las juntas, pero en África las contingencias sociales no permitieron que se llevara adelante un amplio proceso de justicia. Una comisión de la verdad puede ofrecer un modo de “cierre de hechos que afectan de modo global a la vida política y social durante un período histórico, que ha dejado heridas abiertas y que requiere ser elaborado políticamente como paso necesario para construir la sociedad democrática” (idem). Si el proceso judicial conduce a un acuerdo de impunidad, las comisiones de la verdad suelen dar resultados inclusive más satisfactorios al abarcar la amplitud de la sociedad. Pero si el proceso judicial es amplio y condenatorio de las violaciones de derechos humanos, las comisiones pasan a ser parte no sólo de la reconciliación que posibilitan, sino también de una justicia más consistente.

            Si consideramos los tres conceptos fundamentales – memoria, verdad y justicia – que circundan la problemática de la memoria en contextos de justicias transicional, en ambos casos, según Hilb, verdad y justicia se excluyen mutuamente. En Sudáfrica, la Comisión de la Verdad y Reconciliación se responsabilizó por recoger los relatos tanto de víctimas cuanto de victimarios. Las víctimas de abusos, cuenta Hilb, que así lo demandasen, serían oídas y podrían obtener reparación. Aquellos perpetradores que voluntariamente solicitaran dentro de un plazo establecido exponer sus crímenes a la Comisión “serían amnistiados en caso de proceder a la ‘plena exposición’ de sus crímenes, desde que pudiesen demonstrar que éstos estaban vinculados a algún objetivo político” (Hilb 2010, p. 12). Lo que sorprendió a Hilb fue que “los principales interesados en decir la verdad eran los criminales” (idem). La amnistía contemplaba todas las graves violaciones de derechos humanos desde 1960 hasta mayo de 1994. “Durante 1888 días y en 267 lugares diferentes, con cobertura mediática permanente, la población sudafricana pudo conocer, en la voz y en las múltiplas lenguas de víctimas y victimarios, las historias más tremendas bajo sus ojos” (idem). Siguiendo su lectura de Arendt, la interpretación de ese caso propuesta por Hilb es que se instala con eso “una economía del perdón”: los victimarios tuvieron que exponerse públicamente en detalles para ser amnistiados. “Para no correr el riesgo de ir a prisión los criminales tuvieron que relatar de manera exhaustiva las historias de sus crímenes ante las víctimas o sus familiares. Ni el arrepentimiento ni el perdón [privado] fueron condición para la amnistía” (ibid, p. 13).

            Volviendo a la Argentina, Hilb cita el famoso caso del capitán Adolfo Scilingo que, después de declarar en la justicia, había sido entrevistado por su propia voluntad por el periodista del diario Página 12, Horacio Verbinsky, donde reveló que muchos de los presos políticos desaparecían tirados al mar sedados durante los famosos “vuelos de la muerte” (ver Verbinsky 1995). Una vez en España para declarar voluntariamente ante el juez Baltazar Garzón, después de explicar cómo funcionaba el sistema represivo, fue detenido y condenado a 640 años de prisión por crímenes de lesa humanidad. Segundo Hilb, eso habría inhibido por obvios motivos a otros perpetradores a hablar. Es decir el accionar de la justicia habría provocado una inhibición en la revelación de la verdad ya que los victimarios se sintieron intimidados y no se presentaron voluntariamente, dejando, claro, de contar detalles sobre los niños nacidos en prisiones clandestinas que fueron robados o sobre el paradero de los desaparecidos. Sin embargo, Scilingo fue mucho más perseguido por los propios militares que se sintieron amenazados, llegando el ex-capitán a ser preso a través de una causa inventada por dos años, quedándole como último recurso, después de que le cancelaran la pensión de retirado, de ser amenazado permanentemente y de ser considerado un traidor, migrar a España. El gobierno del ex-presidente Menem no lo protegió como testigo ni estimuló a otros arrepentidos a hablar. La justicia en ese momento les garantizaba plena impunidad caso otros exrepresores o testigos quisiesen haber hablado o inclusive publicado lo que sabían. No es posible encontrar semejanzas válidas con el caso sudafricano: tanto el trabajo de la Conadep cuanto el de los “juicios por la verdad” pueden ser considerados como “comisiones de la verdad”, pero sin la versión de los perpetradores que prefirieron omitir su relato, con raras excepciones. En ambas había de hecho la intensión de encontrar la verdad de los hechos con clara esperanza de que hubiese justicia. En el caso sudafricano la justicia estaba prácticamente descartada de antemano, y el objetivo de la comisión era ritualizar públicamente el acto de perdón a través del relato del crimen visando una reconciliación.

            En Sudáfrica, gracias a la acción de la Comisión, explica Hilb, fue posible el comienzo de la “nueva comunidad multirracial”, reconciliada. Infelizmente Hilb parece haber ignorado libros, relatos y artículos como el de Fiona Ross (2006) sobre el silencio irremediable de las innumerables víctimas de violación y VIH-positivo, mujeres que además de sometidas a violencias físicas brutales y morales, se veían obligadas con coraje a mantener el silencio “por el bien e interés de la comunidad”. Para Ross, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación estaba mucho más preocupada en individualizar sus 22.000 casos en vez de rever, procesar y juzgar los crímenes del Apartheid. Lo que Hilb llama “economía del perdón”, para Ross sería una “economía del negacionismo”. Es muy ingenuo pensar que “la verdad” de los hechos, como quiere Hilb, sería contada sin recaer en el negacionismo posibilitado tanto por la garantía de impunidad cuanto por el terror de las víctimas. Si consideramos, siguiendo a Todorov, que el acto mismo de rememorar es selectivo, ¿qué economía lingüística estaría en juego en esos relatos que no podrían cuestionar la lógica profunda de las atrocidades, dadas las evidentes continuidades presentes y persistentes en el Estado racista? Las “verdades” a que se refiere Hilb sólo pueden servir en un proceso de reconciliación donde la opción por la justicia penal es imposible. La literalidad de los relatos acaban generando una “ejemplaridad” parcial e inclusive negativa, dado que el orden social aún privilegia la injusticia, sea socio-económica o jurídica. 

            El uso de la verdad sin justicia puede inclusive ser considerado peor que el público conocimiento de los hechos porque no sólo garantiza la impunidad, sino también transforma la situación en una “nueva ofensa para la víctima” (Varsky 2011, p. 74). Para Carolina Varsky, el procedimiento sudafricano es totalmente inmoral, ya que consiste en un truque de la verdad por la impunidad (idem). Otro texto que muestra la eficiencia contingente de las comisiones de la verdad y reconciliación es el artículo de Bosire (2006). La autora discute, en perspectiva comparada con los países de la África Subsahariana, tanto el débil efecto reconciliador de las comisiones de la verdad cuanto el fracaso de la intervención de cualquier tentativa de implementar una política de derechos humanos, lo que garantiza una total predominancia de la impunidad. Uno de los motivos de ese fracaso, además de la gran desigualdad socio-económica, se debe a la continuidad de los perpetradores, en la mayoría de los casos, en posiciones de poder, sea en estados con democracias frágiles cuanto en grandes empresas con vínculos estructurales con el estado.

            En ese sentido, el filósofo Diego Tatián, en respuesta a Claudia Hilb, sugiere rehacer la pregunta que orienta la argumentación de la politóloga: “¿cómo fundar una comunidad después del crimen?” Para Tatián (2012, p. 3), esa pregunta, considerando las evidentes diferencias entre los casos argentino y sudafricano, debería ser:

 

¿Cuáles acciones jurídicas, políticas y narrativas es necesario que la sociedad argentina lleve adelante para contrarrestar los efectos del Terror que dañan – de manera irreversible en lo profundo – los cuerpos, los vínculos y la vida misma de muchos de sus miembros, habida cuenta de una historia específica de impunidades, en modo de crear las condiciones de posibilidad de una democracia más extensa y más intensa, ininterrumpida en el futuro – o dicho negativamente: para impedir en cuanto sea posible el resurgimiento del Terror ejercido desde el Estado?

 

            Para Tatián el proceso judicial de ningún modo obstruye la verdad, ni la comprensión ni el arrepentimiento. Tampoco el camino de la justicia impide que tanto represores cuanto guerrilleros puedan rever su propia acción; mucho menos puede responsabilizarse a la justicia por el hecho de no conocerse el destino de las víctimas desaparecidas. Si conocer la verdad sin la debida acción de la justicia fuese una solución realmente eficiente para crear una comunidad, entonces, ¿por qué no adoptar esa estrategia (la “economía del perdón”) para lidiar con crímenes comunes? ¿Y cómo habría reaccionado Hannah Arendt o la corte israelí que lo condenó a morir ahorcado si Eichmann hubiese mostrado arrepentimiento verdadero por los crímenes que cometió en el nazismo? Si existiesen actos imperdonables, sus perpetradores sólo podrían obtener perdón en una dimensión ética o religiosa, pero no jurídica. Para Tatián (ibid, p. 5), lo que diferencia la impunidad de la amnistía es la externalidad del perdón jurídico: si es una voluntad de aquél que porta el daño será amnistía; si es solamente una imposición del Estado, será impunidad.

 

Conclusión

 

            Este artículo buscó justificar la opción por la justicia transicional (penal) llevada a cabo actualmente por el poder judicial argentino. Para eso, analizamos algunas definiciones de justicia transicional para, en seguida, retomar históricamente el caso argentino dividiéndolo en dos ciclos: el primero empieza con el trabajo de la Conadep en 1984 que actuó como una “comisión de la verdad” (así caracterizable desde el marco del derecho internacional). El trabajo de la Conadep sirvió de prueba para el juicio a las juntas del año siguiente. Sin embargo este proceso quedó interrumpido por diversos factores como el levante carapintada y amenazas hasta de un hipotético retorno de los militares al poder. Esa insurgencia llevó el gobierno de Alfonsín a sancionar las leyes de Obediencia Debida y Punto final (1987), reforzadas tres años después por la de los Indultos de Menem. Sin embargo durante los años 1990 se volvió a investigar los crímenes aun sin un marco jurídico penal, como fueron los “juicios por la verdad”. La presión de diversos sectores civiles y el desarrollo hermenéutico dadas las posteriores elaboraciones de la memoria política sobre el terrorismo de Estado potenciaron positivamente la voluntad política y judicial a que volvieran los juicios por violaciones de derechos humanos en el marco del derecho penal. En agosto de 2003, como resultado de una decisión del poder ejecutivo, cayeron las leyes de impunidad y se reiniciaron los juicios con mucho más fuerza y conocimiento que en 1985, hecho que queda claro si se tienen en cuenta las “megacausas”.

            No obstante, la retomada de los juicios no logró un consenso entre diversos sectores de la sociedad. Pudimos analizar posiciones como las de Alejandro Katz y Emilio Cárdenas que consideran que los juicios son persecutorios. Esas posiciones son evidentemente falsas si consideramos los avances en justicia transicional tanto en el marco del Derecho Penal Internacional cuanto en el nacional. A esas supuestas acusaciones de “abusos del olvido” le llamamos “negacionismo subterráneo” no sólo por negar la justicia transicional, sino también por rescatar la “teoría de los dos demonios”.  Beatriz Sarlo, a su vez, sustenta que los testimonios (lo que llama “retórica testimonial”), base de los juicios actuales, tienden a crear una convergencia discursiva de modo a fortalecer un (meta)relato anacrónico hipostasiado con una intencionalidad política clara: revivir la política de los años 1970. Este raciocinio se mostró contradictorio: si dicha retórica quiere reconstruir un pasado o identificarse con una continuidad con cierto pasado idealizado en el presente, no se puede aceptar su propia tesis inicial de que el pasado sólo puede ser visto desde el presente. La ambigüedad está en el modo de continuidad: o el presente es el pasado mismo, o el presente resignifica el pasado a su favor. Estaría usurpando el gobierno actual el pasado para legitimarse en el poder con base en el discurso de los derechos humanos? Esa literalidad que Sarlo quiere ver en la memoria política para justificar su rechazo al gobierno actual la priva de entender la autonomía de la justicia transicional y los logros del derecho y la justicia para la democracia.

            Por último, las comparaciones del caso argentino tanto con la posguerra en Alemania cuanto con Sudáfrica mostraron que la ejemplaridad de la memoria también puede acarrear un negacionismo subterráneo. Claudia Hilb sostiene desde una perspectiva idealista que en Argentina hay una excesiva búsqueda de justicia y eso provocaría una reducción de las verdades relevantes reveladas. En Sudáfrica, donde la comisión de la verdad y reconciliación publicó 22.000 casos tanto de víctimas como de victimarios, se canjeó la amnistía por la verdad, pero en un contexto muy diferente. Pese al exceso de verdad, la ejemplaridad quedó claramente dañada por la impunidad: muchos casos se silenciaron para preservar las comunidades y jamás se cuestionó desde la comisión la lógica racista estructurante de enormes desigualdades e injusticia que siguen intactas.

           

Notas

 

(1) Ver artículo del diario La Nación del día 28/4/2009. Link: http://www.lanacion.com.ar/1122585-el-caso-larrabure-y-la-justicia

(2) Ver artículo del diario Página 12 do dia 23/8/2009. Link: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-130454-2009-08-23.html

(3) Diario Página 12, 28 de abril de 2010. Link: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-144762-2010-04-28.html

(4) Ver diario Página 12 de 24/12/2012, link: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-210521-2012-12-24.html

(5) Para leer el artículo, accesar: http://www.lanacion.com.ar/1524456-politicas-de-la-memoria-que-mas-bien-buscan-el-olvido

(6) Como antropólogo fui a la marcha y constaté que el “grito cantado” que más se oía de esas personas enfurecidas era: “el que no salta es un negro K!” Sobre el racismo argentino ver Ratier (1972), Margulis e Urreti (1998), Solomianski (2003) e Belvedere (2007).

(7) Ver diario La Nación de 24/01/2013: http://www.lanacion.com.ar/1548408-los-delitos-de-lesa-humanidad-deben-ser-probados

 

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*Licenciado en Ciencias Sociales por la Universidad de San Pablo, Brasil. Alumno de la Maestría en Historia y Memoria – FaHCE/UNLP.

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