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Memorias en los tiempos de la posdictadura: para una Historia de los trabajadores en los setenta

Aletheia, volumen 3, número 6, julio 2013. ISSN 1853-3701

Apaza en PDF/Artículos

Hernán Apaza*

ex becario de doctorado, CONICET.

2013

Santa Fe, Argentina

hernan.apaza@gmail.com

 

 

 

Reseña

 

En un marco general del proceso de producción de memorias, en la posdictadura argentina se ha ido perfilando un campo específico, desatendido hasta no hace demasiado tiempo por la producción académica e “inaudible/invisibilizado” socialmente. Se trata de aquellas producciones que tienen como principal preocupación a la clase obrera durante los setentas en la Argentina.

El siguiente trabajo presenta una original producción de memoria a través de la ficcionalización de la vida de su autor, un obrero y militante de frigorífico Swift de los años setenta. Se trata de la novela Destiempo. Una historia de los setenta, de Guillermo Cieza. Consideramos a este singular aporte, de carácter autobiográfico, como un insumo valioso para la producción de memorias y como fuente historiográfica, para comprender aquel traumático período y los modos de elaboración del mismo.

 

 

Palabras clave: historia reciente argentina, posdictadura, década del setenta, memorias de los trabajadores.

 

 

“…hay nuevamente que instruirse en la sabiduría más sutil de quienes no tenían el pensamiento como profesión y que, no obstante, desordenando el ciclo del día y la noche, nos han enseñado a volver a poner en cuestión la evidencia de las relaciones entre las palabras y las cosas, el antes y el después, el consenso y el rechazo.”

Jacques Ranciere, La noche de los proletarios

 

 

 

Este ensayo está fundado en una convicción, aquí no necesariamente justificada: las jornadas de 19 y 20 de diciembre de 2001 representaron un quiebre material y simbólico, una cisura en la periodización de nuestra historia reciente, que pone fin al período que denominamos ‘posdictatorial’, es decir aquel que transcurre con posterioridad a la caída de la dictadura genocida que se inicia el 24 de marzo de 1976. Nuestra periodización acentúa la sombra del terrorismo de Estado sobre el régimen republicano emergente y los sucesivos gobiernos radical y peronistas, y de un país cuya marca traumática fue decisiva para interpretar las condiciones de posibilidad que permitieron la imposición de políticas que de otro modo, tal vez, no hubieran encontrado consenso, más o menos activo, por parte de las grandes mayorías. En este sentido, las jornadas del 2001 constituyen no sólo el cénit de un proceso histórico en el que la “sociedad” reasumió la iniciativa en contra de las dinámicas impuestas por el mercado y el Estado (colonizado por intereses de la fracción más concentrada de la economía, la burguesía financiera), y que si bien sólo alcanzó a configurar un gran “ya basta”, un límite eficaz y fundante de un nuevo período, por otro lado fue suficiente para exorcizar al país, siquiera durante un período de tiempo, del miedo a la participación directa y la recuperación masiva de las calles y el espacio público: un tiempo de empoderamientos colectivos que hoy, a diez años, todavía resuenan.

Es este el marco, precisamente, el que coadyuva al proceso de producción y visibilización de memorias referidas a los setenta, a la dictadura, a la violencia revolucionaria y al terrorismo de Estado. Ha habido, podríamos decir, un boom de la memoria -en términos de Huyssen-, pero la novedad consiste en que a las memorias producidas y visibilizadas hasta el momento, emerge una nueva (1), en una clave en la que antes era impensable o, si producida, era directamente in-audible: nos referimos a la elaboración de memorias proletarias, obreras. Esto que decimos no es una novedad; otros lo habían marcado ya hace unos años en lo que respecta a la producción que asume como objeto a la clase obrera y su experiencia durante los setenta y bajo el terrorismo de Estado (Castillo, 2004; Lorenz, 2004);  con significativas contribuciones, este vacío ha venido siendo atendido (2). Ahora bien, poco ha sido lo que se ha producido en materia de memoria obrera.

En su momento, Lorenz había ya detectado una clave interpretativa posible para tal ‘silencio’ o, peor aún, un sintomático olvido; palabras a las que volvemos una y otra vez por su contundencia:

 

“Como si se tratara de una prueba de que la marca de la propaganda dictatorial siguiera vigente, se sigue resignificando el modelo negativo construido por ese aparato propagandístico, concentrando la mirada en las organizaciones armadas, sin intentar ampliar el enfoque hacia otros sectores sociales, cuando hacerlo sería un mecanismo válido tanto para reducir la satanización de una parcela de la sociedad como para, a la vez, comenzar a reconstruir históricamente las reales dimensiones sociales y alcances colectivos del terrorismo de Estado” (Lorenz, 2004: 2).

 

 

Del mismo modo, nos animamos a extender esta apreciación al campo de producción de memorias, y pensamos que ha ocurrido una misma obliteración que no debe ser desatendida. Pero además, consideramos, existe una distribución desigual de las herramientas y atributos precisos no sólo para producir memorias sino también para lograr que circule en el espacio público y que, además, resulte audible, diferenciable y reconocida por otro (3). Puede interpretarse esto como la reproducción de la desigualdad de clases, pero también, encontramos en esta imposibilidad de trascender los propios ámbitos de circulación de las memorias obreras (o más genéricamente populares), un rasgo distintivo de la sociedad emergente de la dictadura: la ruptura de vasos comunicantes entre las clases. Lo que antes, producto de una sociedad menos desigual -es cierto también- era un continuum social, producto de la convivencia y cruces más intensos en el espacio público, durante la posdictadura se transformó en una suerte de fosa que ha divorciado y ha hecho irreconocibles a grupos sociales antes más próximos entre sí (la privatización también ha producido sus efectos en el entramado social).

Estos olvidos y silencios tan llenos de memorias, resultan más llamativos aún conforme a lo que puntualiza Novaro: “la particularidad argentina en el contexto latinoamericano… consistió en la presencia masiva y la centralidad política de un sector popular activo y cohesionado” (Novaro, 2009). De allí que el presente trabajo centre su atención en el análisis de una obra de ficción que tiene la particularidad de contribuir a la elaboración de una memoria obrera, colocando en el centro de la escena la experiencia fabril de su autor, durante lo que Guillermo Cieza, designa como “los setenta”.

Sintéticamente, Destiempo narra la historia de Miguel, un joven del interior de la provincia de Buenos Aires, hijo de un ferroviario y de una maestra jubilados que, desairado por una frustrada carrera de futbolista, ingresa a trabajar en un frigorífico de Berisso en 1972. A partir de allí, su vida cambia radicalmente, iniciando una vertiginosa pero azarosa marcha hacia la militancia obrera. El camino emprendido hace que coincida cada vez más con el de Adriana -estudiante universitaria, integrante de la organización político-militar Montoneros-, de quien se enamora a primera vista.

El cambio del clima político hace que el mundo de Miguel vaya metamorfoseando por la escalada de violencia y la persecución política en manos de las organizaciones paraestatales de extrema derecha, en connivencia con la patronal; también mutan las formas de resistencia y la lucha por continuar viviendo y sobreviviendo, hasta el arribo de la república en 1983.

Como tendremos la oportunidad de ver, esta novela no es sólo un relato de ficción, es también un relato testimonial, autobiográfico. Esta última característica permite realizar, como tendremos oportunidad de ver, distintas consideraciones que se suman a las que se pueden extraer de cualquier escrito literario que trabaje con materiales pertenecientes a la historia reciente argentina y al trauma del terrorismo de Estado.

El trabajo de memoria (4) emprendido por Cieza no puede ser explicado sólo a partir de su voluntad de “recuperar la memoria popular  (Cieza, 1997: 125), que denota la capacidad del autor para superar todas las trabas y obstáculos que puede haber tenido -sufrido- para producir su testimonio sobre las situaciones límite vividas. En este sentido, Cieza es un sobreviviente, en los términos planteados por Alejandro Kaufman (2009), como perteneciente a la categoría destinada al exterminio por parte de los genocidas en Argentina. Y aquí también reside el valor de su palabra, en tanto que “el testimonio de la experiencias límite, en cuanto a su emergencia como un nuevo tipo de suceso experimentado por seres humanos, es la única referencia discursiva que puede dar cuenta del significado…” de la ‘razón genocida’. Sin el testimonio, las descripciones de los acontecimientos no podrían tener lugar como tales, en tanto que meros registros de lo factual”  (5).

Esta memoria no fue producida en cualquier momento, sino en uno particular, que es preciso comprender; esto permitirá, nos exigirá, incorporar al análisis a quienes son los escuchas, destinatarios del testimonio, aquellos con quienes se trabaja la memoria. Entonces, preguntarnos sobre quién es el que recuerda (y olvida), en un primer momento; correlativamente, cómo y cuándo recuerda; finalmente, qué se recuerda y olvida: estos serán los ejes en los que nos detendremos para analizar la novela en que nos ocupa.

 

I

Coordenadas para un Destiempo

 

En una sencilla y prolija tirada -no sabemos de cuántos ejemplares-, vio la luz en abril de 1997 en Avellaneda, publicada por “ediciones de Retruco” según reza el pie de imprenta. Escrita tres años antes en la ciudad de La Plata, la novela de 120 páginas incluye prólogo, epílogo y se cierra con las “Notas del Autor. La primera parte del prólogo está escrita por Graciela Daleo y la segunda lleva la firma de Miguel Mazzeo; ambos activistas políticos y sociales. Puede interpretarse como una guía de lectura o señales que pretenden orientar la lectura, recuperan y desarrollan in extenso lo que el mismo autor insinúa o simplemente enuncia en sus Notas del final; en todo caso, se pueden tratar de principios de interpretación. Puede también considerarse al “Prólogo” como dos formas distintas, generacionalmente distintas -Daleo ya militaba en los sesenta, mientras que Mazzeo cumplía recién sus diez años el mismo año del golpe de Estado- de leer la novela. Finalmente, puede asumirse como el resultado de la subjetividad interpelada de dos compañeros de militancia del autor, que dialogan y de algún modo complementan a la construcción narrativa en su política de memoria. Sus miradas son coincidentes en dos cuestiones centrales: denuncian la ‘moda intelectual’, posmoderna y posibilista, funcional al capital; y resaltan la labor de Cieza como un “labrador de la memoria popular”.

En una página preliminar, se reproduce una imagen oscurecida de militantes que parecen enarbolar una bandera de Montoneros, del fotógrafo Xavier Kriscautzky (6). Hoy, la novela se encuentra en proceso de reedición en un mismo volumen junto al resto de la producción literaria de su autor.

Su autor, Horacio Guillermo Cieza, nació en 1952 en Bolívar, provincia de Buenos Aires. En la solapa de su última novela editada hasta el momento (Estado de Gracia), se indica que “tiene más de treinta y cinco años de militancia social y política. Participó en la fundación y dirigió distintas publicaciones periodísticas: Orsay (1984); Bases (1987-1990); Retruco (1987-2001). Publicó dos volúmenes de artículos políticos: Borradores sobre la lucha social y la autonomía (Manuel Suárez, 2004) y Borradores sobre la lucha popular y la organización (Manuel Suárez, 2006)”. La enumeración de todas estas marcas no es azarosa. Cada una de ellas permite la construcción de un espacio -y de un tiempo- narrativo particular, desde el cual el autor despliega su trabajo literario, sus coordenadas.

En un marco más amplio, esta novela se inscribe en el campo de las memorias, cuya productividad se ha demostrado muy alta durante los últimos tres lustros. Coincidimos con Oberti y Pittaluga cuando indican que “no hay memorias al margen de las relaciones sociales y de los conflictos inscritos en estas relaciones” (2006:30); ciertamente, la obra que nos ocupa no es una excepción. Explícitamente Cieza inscribe a Destiempo en una serie de operaciones de recuperación de la memoria popular: “A la ya histórica cita de los jueves en Plaza de Mayo se han sumado películas, publicaciones, actos homenajes y las grandes movilizaciones a veinte años del golpe militar de 1976, ayudando a reconstruir la historia de a pedacitos. Igual pienso que sigue siendo útil la tarea de todos aquellos que podamos seguir arrimando anécdotas, esbozos de un retrato, recuerdos, pequeñas historias.”  ¿Para qué? “…para impedir que cínicos comunicadores sigan hablando de los años setenta como un delirio de muerte manipulado por los servicios de inteligencia. Y para evitar también su contracara que, movida por distintas intenciones, puede convertirse en funcional a los intereses dominantes. Matar en bronce lo que fue movimiento, contradicción, vida” (Cieza, 1997: 126).

Durante el período posdictatorial -que comprende en este texto el período inmediatamente posterior a la caída del régimen hasta el 2001- distintos emprendedores de memoria produjeron relatos organizados a partir de espesores, densidades y consistencias múltiples, conforme a intereses, horizontes de expectativas y valores también diferentes, con los que intentaban asir y dar inteligibilidad al proceso. El espacio social se convirtió en un campo de batallas atravesado desde distintas coordenadas ideológicas que, a partir del dominio de uno u otro relato, se pueden establecer mojones que responden a los diversos tiempos en los que alguno de ellos se tornó hegemónico o dominante.

¿Cuáles son esos relatos? El primer relato es aquel elaborado por los mismos dictadores: los errores y excesos en el marco de una guerra contra el terrorismo y la subversión, versión cristalizada en el Documento final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo. El segundo, es el que se conoce como la “teoría de los dos demonios”, que encuentra su formulación paradigmática en el prólogo del Nunca Más. El tercer relato refiere a la reivindicación de la pertenencia y la acción militante de los desaparecidos y víctimas del terrorismo de Estado. A partir del 20º aniversario del golpe de Estado, este relato se fue haciendo cada vez más visible e intentó reemplazar -en muchos casos exitosamente- a la teoría de los dos demonios (Lvovich y Bisquert, 2008).

Esta suerte de periodización permite pensar las condiciones sociales de posibilidad de esta operación de dar sentido al pasado que constituye Destiempo y a su vez preguntarnos por la posibilidad de la escucha de la misma, de su visibilidad pública. Rápidamente permite también apreciar cómo las figuras militantes  de las memorias dominantes -el tercer relato- contemporáneas a Destiempo, no se corresponden con la centralidad otorgada por Cieza a la figura de los trabajadores. De este modo se convierte en un antecedente para elaborar un cuarto relato.

Ahora bien, el porqué rememora Cieza es una pregunta que no puede desatender el modo en el que ha decidido organizar sus recuerdos:

Contar hechos reales, desde personajes inventados, me pareció el único camino posible frente a la responsabilidad de recuperar pequeñas historias que pueden aportar a reconstruir el pasado, sin asumir el riesgo de ser injusto en el retrato de mujeres y hombres que conocí y admiré” (Cieza, 1997: 125).

 

El trabajo de memoria realizado por Cieza incorpora dos dimensiones de la subjetividad del autor que son inescindibles: lo que constituye el plano más íntimo y privado, por un lado; la dimensión social y política de la intervención en el espacio público a través de la publicación de la novela, por el otro. Se establece así una responsabilidad de recordar lo ocurrido, de reconstruir la Historia, que en su caso es el correlato de su identidad militante político-social. Quien recuerda cree encontrar en el relato de ficción la manera de trabajar con los materiales propios de la experiencia vivida y ser, a su vez, lo más justo posible con las personas que conoció y admiró, incorporadas al relato (7). En palabras de Bracamonte, este es un caso en el que “la memoria y la novela devienen una nueva historiografía, alternativa a las versiones oficiales de la historia” (2007: 89).

Sintéticamente, Cieza indica que escribió la novela para: a. aportar a reconstruir el pasado; b. rendir homenaje a algunos compañeros que “perdimos definitivamente; c. agradecerle a familiares, amigos de infancia, del secundario compañeros de trabajo y del Barrio Obrero y a los militantes del Peronismo de Base por haberle enseñado a vivir; y finalmente, d. para sus hijos. En su nombre, pensando en los jóvenes del país: “En ellos confío, para que la historia nos vuelva a dar otra oportunidad” (Cieza, 1997: 126).

Las marcas autobiográficas de la novela no sólo se establecen a partir de las consideraciones vertidas en las Notas finales, sino que fueron identificadas en la confrontación del relato de ficción con los testimonios del autor y de quien durante muchos años fuera su pareja, contenidos en el libro El fogón de la memoria (Levaggi, 2007). En distintos pasajes de los testimonios de Cieza pueden encontrarse notorias similitudes entre uno y otro relato, a través del derrotero de Miguel, el personaje central de Destiempo (8).

Siguiendo a Jelin, consideramos que hay dos vínculos que son simultáneamente acercamientos y distanciamientos involucrados en el testimonio; ambos, creo, necesarios para la (re)construcción del sí mismo, de la identidad personal. En primer lugar, una relación con un/a otro/a, que pueda ayudar, a través del diálogo desde la alteridad, a construir una narrativa social con sentido... En segundo lugar, la relación con el pasado es simultáneamente de acercamiento y distanciamiento. Regresar a la situación límite, pero también regresar de la situación límite. Sin esta segunda posibilidad, que significa salir y tomar distancia, el testimonio se torna imposible(Jelin, 2006: 74).

Por el momento, me gustaría reparar en la primera parte de la cita que refiere a la necesidad de ese/a Otro/a con quién dialogar para construir la memoria. No es casual que, al momento de escribirse la novela a mediados de los noventa, hayan irrumpido “los hijos”, que como bien indican Oberti y Pittaluga, no son necesariamente los hijos de los militantes, sino todos aquellos que componen en una diversidad de intervenciones un nuevo repertorio de preguntas sobre cuestiones antes invisibilizadas” (2006: 26). Coincidentemente, Graciela Daleo indica en el prólogo de la novela estudiada que fueron los jóvenes quienes, “rompiendo el molde predominante de no preguntar sobre el ayer y no aceptar la versión oficial y de los arrepentidos, decían: ‘Queremos que cuenten cómo eran ustedes, cómo y porqué hacían lo que hacían. No que nos ‘bajen línea’ sino que nos cuenten. De ustedes y del tiempo de entonces’.”

Así, las jóvenes generaciones habilitan la ‘posibilidad de escuchar’ el relato, en tanto alteridad que abre el diálogo, a través de preguntas sin los implícitos propios que permean el sentido común de quienes padecieron el terrorismo de Estado. Pero, en el caso de los ‘lectores ideales’ de Destiempo, estos jóvenes no son cualquier grupo de jóvenes: se trata de aquellos que hoy están implicados en la militancia social y política y que comparten de un modo u otro un espacio y una sociabilidad con Cieza. Por supuesto, quedan comprendidos también todos aquellos jóvenes anónimos en los que ‘confía’ el autor.

De este modo, pueden identificarse las tres condiciones de la memoria enunciadas por los ya citados Oberti y Pittaluga: su carácter colectivo, su inscripción en un espacio de rememoraciones en disputa y la promoción de rasgos identitarios:

 

Pues es en el reconocimiento de esta relación entre memoria e identidad que se ha extendido la idea de la existencia de “políticas de la memoria”. Con esta expresión se pretende señalar que en las manifestaciones colectivas, las representaciones de lo pasado cumplen una función política, en el sentido de reforzar o debilitar las cohesiones de los distintos grupos, políticos, sociales, etc. Es por ello que los propios grupos se dan una política en relación al pasado, a sus propias memorias, para que actúen fortaleciendo sus fundamentos y debilitando los de grupos antagónicos o competidores” (2006: 30-31).

 

           

¿Qué identidad es promovida en Destiempo…? Genéricamente, podemos responder que se trata de una identidad popular, a partir de la recuperación, de la restitución, de una tradición de luchas obreras; pero también de elementos más domésticos, más ordinarios pero no por ello menos vitales de la experiencia. En la lucha por el cambio social, indica Mazzeo en su Prólogo, hay un “ineludible punto de partida: la recuperación de la memoria histórico-popular, la reobtención de nuestra personalidad histórica. Esto es lo que nos propone Guillermo Cieza…” Pero ¿es eso lo que nos propone?

 

II

Los setenta: memorias y tiempos conjugados

 

Una historia de los setenta, reza el título de la obra, pero ¿de qué historia se trata?, ¿de qué setentas? Éstas son las primeras preguntas que la novela nos lleva a formular. No son retóricas por cierto, debido a que de la respuesta a cada una de ellas deriva o, en todo caso, la misma novela es derivada -en tanto construcción organizada sobre la selección de recuerdos y silencios que hilan la narración de un período determinado- de las decisiones que ha tomado Cieza; es decir, al modo de los historiadores profesionales, el autor realiza un recorte espacio-temporal, identifica una fracción temporal a la que denomina ‘los setenta’, que puede ser cualitativamente diferenciada del período precedente y del inmediatamente posterior. De algún modo, los mismos protagonistas son conscientes de esta diferencia, de estar viviendo un momento extraordinario: se trata de obreros, habitantes de las barriadas de Berisso y La Plata, pero también de aquellos sectores medios o medio-bajos identificados ideológica o afectivamente con -o simplemente interpelados por- el peronismo. Es desde el punto de vista de estos colectivos que los tiempos y los territorios narrativos son configurados.

La historia se inicia a fines de 1972 pero las marcas sociales del tiempo en el que nos vamos introduciendo y conociendo a través de la mirada de Miguel, habilitan a realizar otras dataciones. Los sustratos del tiempo que van plegándose hasta construir el territorio de Destiempo pueden ser identificados como una memoria larga, que se remonta al proceso de construcción del Estado nacional e identifica a “los indios” como aquellos que fueron exterminados -en una evidente analogía con quienes durante los setenta padecieron el terrorismo de Estado-; pero también a la oleada inmigrante, de quienes muchos personajes del pueblo del que es oriundo Miguel son descendientes. Una memoria mediana, fuertemente vinculada al proceso de ascenso social vivido durante ‘los años del primer peronismo’ (1945-1955) (9) y los saberes y experiencias de luchas sociales, acumulados por los sectores populares desde el golpe de Estado de 1955 (lo que en la novela se denomina la resistencia) (10). Estas dos memorias pueden identificarse en el texto como la experiencia narrada, aquella que fue transmitida fundamentalmente por la tradición oral entre los mismos sectores populares (11). Finalmente, identificamos una memoria corta que, a diferencia de las anteriores, refiere a la experiencia vivida por los propios personajes de Destiempo y que a su vez, es transmitida a los lectores a través de la novela. Cada escenario principal, ya sea el pueblo (pp. 39-41), ya sea Berisso o la misma fábrica (pp. 28-29), tienen su historia que puede ser organizada a partir de estos tres sustratos.

La importancia de la identificación de los elementos más recurrentes que componen cada uno de estos sustratos a lo largo de la novela reside en el trabajo de la memoria que nos permite configurar. Si, como indican Oberti y Pittaluga, “lo distintivo de la modalidad de intervención de las memorias en el conflicto social, político y cultural es que lo hacen hablando del pasado, de lo sido,” (Oberti y Pittaluga, 2006: 30) la memoria soporte del imaginario popular que circula en las páginas de la novela de Cieza es la que anuda el presente, los conflictos del presente, con las luchas que históricamente fueron libradas por estos sectores. A diferencia de lo que plantea Mazzeo que ocurre con la militancia de los noventa en su Prólogo… al referir que “se nos privó de lo fundamental: antecedentes”, la presencia de estas memorias, conflictivas, no coherentes por cierto (12), en un mismo tiempo -los setenta-, señalan cómo los sectores populares hilaron las memorias en un gran relato, en el que distintos acontecimientos, personajes y vivencias fueron incorporados para explicar y legitimar las disputas de aquel presente.

Retomando la cuestión de la periodización, es decir, la construcción de un tiempo histórico de acuerdo a criterios determinados, identificamos el inicio de los setenta a los que refiere la novela con la descomposición del Onganiato y la transición hacia una nueva convocatoria a elecciones, esta vez con la participación del peronismo. La mención a SITRAC y SITRAM y a las fábricas de Córdoba (13) -“donde prácticamente los obreros hacían lo que querían” (p. 18)- habilita esta interpretación. Puntualmente, Cieza parece referirse a “los últimos tiempos de Lanusse” (p. 47). El criterio escogido para la periodización remite justamente a los cambios en la condición obrera, laborales pero también sociales en un sentido más amplio. Esta decisión es coherente con la interpretación general del proceso que derivó en el golpe de Estado de 1976 “que no tuvo como blanco una guerrilla desarticulada y en retirada, sino a los propios trabajadores” (14). El período finaliza con la salida de los militares y el advenimiento de las elecciones presidenciales de 1983, pero el objetivo prioritario de los militares -el disciplinamiento social y la destrucción del movimiento- había sido alcanzado con creces no sólo a través de la represión sino por las consecuencias sociales de las políticas económicas implementadas:

 

“-Nos hicieron mierda, Miguel – le dijo Mario, cuando lo encontró la otra vez en la estación. Estaba más gordo, pero desmejorado. Se notaba que estaba chupando mucho.

-¿Sabés lo que es Berisso? En cada manzana falta un tipo, hay una mina que se quedó sola con los pibes. ¿Y qué conclusión saca la gente? Que el que no se metió ganó plata, por lo menos está vivo. Ahora no hay dónde agarrarse para pelear. Echaron los últimos quinientos y cerraron el Swift; al Armour lo están demoliendo. Si vas a la Nueva York te querés morir, todo cerrado. Parece un pueblo fantasma. Cuando no hay laburo no se puede, Miguel. Hasta en las obras se rompe el corral: vos te parás porque no te dan la ropa o la seguridad es una vergüenza y afuera hay doscientos esperando por tu puesto” (Cieza, 1997: 114).

           

 

El ritmo que asume el relato a partir de los hechos de 1980 parece indicar que se identifica allí un nuevo quiebre, en el que lo fundamental y más trascendente ha pasado -organización en la fábrica, represión, la huída y los cambios de domicilio constantes, el secuestro y la tortura, salida y búsqueda de un nuevo trabajo, exilios de familiares y amigos, etc.- y a partir de allí parecen sucederse las consecuencias de todo el proceso anterior. El paso del año 1980 a 1982 no ocupa más de dos páginas, las finales, antes del Epílogo, que encuentra a Miguel y a su compañera Clara ya en diciembre de 1983, nuevamente juntos luego de una breve separación.

Desde ya, los setenta presentan distintos momentos, identificados también a lo largo del relato, y que refieren en general a acontecimientos de la historia nacional que marcan los tiempos del relato: la masacre de Ezeiza y el enfrentamiento de las fracciones peronistas (15); el primero de mayo de 1974 y la ruptura de Perón y Montoneros (16); la muerte de Perón y el recrudecimiento de los enfrentamientos obreros con la patronal y el miedo de los sectores dominantes (17); y finalmente, el golpe de marzo de 1976 y la represión abierta (18).

 

 

III

El vértigo de la Historia: del optimismo al naufragio colectivo 

 

Los setenta de los que Cieza se reapropia a través de lo que podemos llamar una operación de duelo -que asume la realidad de la pérdida y la sitúa definitivamente en el pasado a través de la memoria (Dove, 2005: 131-163)- constituye un período complejo y saturado de vivencias que con gran habilidad el autor logra montar en una novela relativamente corta, capturando la  profusión de imágenes a través del itinerario social de Miguel y las relaciones personales, laborales y políticas (imbricadas en su vida real, diferenciables sólo analíticamente) que entabla desde que se establece en Berisso, que logran a su vez resignificar las que ya tenía con los personajes de su Veinticinco natal. Este itinerario es el que nos permite comprender la mutación en su subjetividad, en su identidad, desde aquel muchacho que en su primera conversación con Adriana -quien lo desprecia en aquel encuentro-, dice “A mí la política no me interesa. Si no trabajo nadie me da de comer” (diciembre de 1972, p. 19); atravesando una etapa de cuestionamientos que lo llevan a pensar: “Van a hacer la revolución y yo no me voy a enterar.” (p. 35). De ahí la participación activa, en un contexto como el de 1973, hay un solo paso. En marzo de 1973, “…Miguel, que venía de cuna radical, que siempre fue apolítico y lo había votado a Cámpora sin mucha convicción, también empezó a sentirse peronista”  (p. 35).

La habilidad del narrador consiste en reconstruir un clima de época  y a su vez el microclima de la condición obrera, que cuenta con sus propios tiempos, sus propios saberes y, desde ya, unos modos muy particulares de transmitirlos. En conjunto, explican en forma plausible, verosímil, los cambios en la subjetividad de Miguel, que no puede comprenderse sólo a partir de la voluntad consciente y expresa de adhesión a una causa (que nunca es tan abstracta, sino que se la relaciona a cuestiones más que concretas y cotidianas). Sobre todo, la mirada sobre el período se ve enriquecida por la operación en la que Cieza implica afectos y deseos con razones y convicciones políticas, vinculaciones que no siempre resultan lineales o coherentes. La construcción de la identidad obrera de Miguel es concomitante a la de su identidad militante; a su vez, ingresa al mundo adulto a partir de contar con un trabajo y un salario, con la posibilidad de acceder a la casa propia y rápidamente también, con la responsabilidad de mantener una esposa e hijos. La fábrica, la cola para conseguir un trabajo, los compañeros de más antigüedad, son algunas fuentes de los saberes que nutren a Miguel; saberes prácticos, pero también representaciones del pasado que dotan de sentido a la experiencia cotidiana (las memorias de las que hablábamos en el apartado anterior).

Este producto híbrido, que trabaja sobre la materia testimonial sometiéndola a tratamientos y formatos propios de la ficción, se propone generar pactos de lectura que inviten a indagar, a cuestionar, no quiere “bajar línea”, sino enriquecer la mirada sobre el período. En este sentido, sería conveniente reflexionar sobre el uso que el autor realiza de una carta de un conscripto desaparecido en Azul, a partir de su transcripción textual, incorporada al relato como una carta más, entre las varias epístolas que integran el texto de voces de militantes, familiares, perseguidos, exiliados (19).

Hemos desistido de incorporar una multiplicidad de elementos en este escrito, priorizando una mirada de conjunto de la novela que invite a su lectura, en la que también podrán encontrarse vívidas reconstrucciones de la sociabilidad obrera, de sus territorios (20) (evocados, entre otras cosas, a partir de sus olores y colores), de las formas de resistencia en contextos de mayor o menor represión -porque aun durante los períodos más cruentos, los obreros siguieron resistiendo organizadamente. Merece una especial atención el vocabulario, la jerga, como marca de una época (reventar; entregar; marchar; estar metido; arrancar; caer; se llevaron; los hicieron mierda; guardarse; aguantadero; alcahuete; chupadero; quebrado, etc.), que demuestra cómo la violencia queda expresada en el mismo lenguaje y su uso; la identidad de los sectores populares está fuertemente vinculada al peronismo, pero no se diluye totalmente en él y eso es un dato a explorar (21). La interpretación que realiza Mazzeo sugiriendo que los desencuentros amorosos entre Miguel y Adriana representan la conflictiva relación entre la clase obrera y las organizaciones político-militares, es también una vía de lectura posible (22). Pero con todo lo analizado, estamos en condiciones de afirmar que este trabajo nos permitió contribuir a la identificación de los distintos elementos que nos permiten hablar de una memoria obrera.

Sin embargo, y para concluir, creo que el acierto fundamental de este compendio de ‘historias chiquitas’, como las llama el autor, reside en el tratamiento que recibe la cotidianeidad, la mirada en los pequeños acontecimientos que estructuran el relato y permiten un acercamiento a lo ‘micro’ que rechaza las miradas totalizantes, binarias y maniqueas, habilitando la percepción de una ‘zona de los grises’, reorganizando lo real a través de la vivencia de cada uno de sus personajes, que dotan de sentido y riqueza a aquel mundo que Cieza habitó alguna vez y, a través de las páginas de Destiempo, se propuso rescatar para intervenir en las disputas públicas sobre el pasado. Con esto, no pretende fomentar una reivindicación acrítica, sino fundamentalmente incitando a asumir un legado –antecedentes, diría Mazzeo- “con beneficio de inventario”. Y esto, arriesgamos también, es un síntoma de la nueva época que inauguraron las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001.

 

 

Notas

 

(1) Con este término, ‘nuevo’, queremos referirnos a aquello que “…es interesante cuando es constituyente del hoy, en el hoy. ‘Lo nuevo’, entonces, en términos de los modos del hoy, no es algo ‘esencialmente nuevo’, o algo bueno o malo en sí, no es algo ‘novedoso’, sino algo que, en tanto constituyente del hoy, pide ser pensado históricamente y políticamente.” Hernáiz, 2006.

 

(2) Entre tantos otros aportes, los trabajos del propio Federico Lorenz (2007 y 2013), de Victoria Basualdo (2010), Alejandro Schneider (2005), Héctor Löbbe (2007), Ruth Werner y Facundo Aguirre (2009), Agustín Santilla (2011).

 

(3) En este sentido, Vezzetti (2008: 23-24) puntualiza: “Hay una trama de acciones y de sentidos que se anudan en el testimonio. Lo primero es situar la relación que nunca es directa y transparente, entre el testimonio y aquello testimoniado; lo segundo, es el problema, también arduo, de los destinatarios, de la ‘recepción’ del testimonio.”

 

(4) Esta expresión pertenece a Elizabeth Jelin y la recuperamos acordando con la idea que entiende al trabajo como “rasgo distintivo de la condición humana pone [que] a la persona en un lugar activo y productivo. Uno es agente de transformación, y en el proceso se transforma a sí mismo y al mundo. La actividad agrega valor. Referirse entonces a que la memoria implica ‘trabajo’ es incorporarla al quehacer que genera y transforma el mundo social” (Jelin, 2002: 14).

 

(5) Lo que subyace de algún modo a todo este trabajo es la constatación de la verdad manifiesta de lo que este autor identifica como el “…problema más acuciante en relación con el exterminio es el de la vigencia presente del conflicto, las diferencias, o aún más directamente, las causas que lo ocasionaron” (Kaufman, 2009).

 

(6) Según indican las referencias en su sitio web, Xavier Kriscautzky fue militante durante los setenta, debiendo exiliarse una vez producido el golpe de Estado de marzo de 1976. Fuente: http://www.xavierkriscautzky.com.ar/paginahtml.html. Fecha de consulta, noviembre de 2008.

 

(7) Como indica Mazzeo en la página 14, “Y porque tenían que aparecer la historia, la política, el cerebro, el corazón, la vida, la muerte, la sangre, los sueños, el heroísmo, la traición y la culpa, el medio ideal fue una novela”.

 

(8) Ver especialmente las páginas en las que se reproduce su testimonio: 54-61, 118-132, 170-175. Puede verse también el relato de Celina Rodríguez, su compañera de aquellos años.

 

(9) “Cómo había cambiado todo; pensar que hacía veinte años, con el sueldo de su marido en el ferrocarril y el de ella de maestra, eran un matrimonio floreciente. Clase media por lo menos.” Es el pensamiento de “Doña Ofelia”, madre de Miguel, en la página 23.

 

(10) Dice un compañero de trabajo: “-Mirá Miguel, estos viejos que vos ves ahora entregados, en su tiempo pelearon mucho. Acá hay gente que estuvo el 17 de octubre y antes de Perón. Lo que pasa es que esta gente tuvo dos huelgas tremendas en el ’60 y en el ’62 y las perdieron. Los vendieron los propios dirigentes. Por eso no quieren lío”, en página 33.

 

(11) Más allá de identificar a los setenta como un período con características propias, la memoria mediana, brinda un marco explicativo un poco más amplio. Cuando Clara –esposa de Miguel, militante del Peronismo de Base- se pregunta si “alguna vez se sabrá cómo empezó todo”, el narrador identifica a través del Turco -un militante- a la Plaza de Mayo como un lugar de memoria, a partir del cual se podía rememorar los bombardeos de 1955, punto de inicio de la espiral de violencia, el origen de la tragedia argentina del siglo XX, página 110.

 

(12) Las memorias, en este sentido, contarían con las mismas características que Alejandro Raiter atribuye al sentido común: cohesivo pero no coherente”  (Raiter, 2003).  Me permito esta analogía ya que encuentro la misma idea en los ya citados Pittaluga y Oberti, cuando indican que “…los conflictos no son sólo entre memorias rivales, ni éstas son homogéneas ni perfectamente trazadas. Por el contrario, en general, más que construcciones unívocamente significativas, las memorias de los distintos grupos –Estado, clase, comunidad, etc.- son ellas mismas memorias divididas, fragmentadas.” (2006: 30).

 

(13) Durante 1970 en Córdoba, se produjo en los sindicatos mencionados un proceso de irrupción de las bases sobre los dirigentes, hasta ese momento de posiciones pro-empresariales. Esta experiencia es conocida como el sindicalismo clasista (Gordillo, 2008).

 

(14) Cieza, H. G., en sus Notas del Autor, página 125. Esta posición coincide, por ejemplo, con la que realizara Guillermo O’Donnell: “¿Dónde estaba entonces la subversión contra la que se dirigió tanta, tan brutal y tan capilar represión? Estaba, es cierto, en las organizaciones guerrilleras, pero desde 1975 ellas se hallaban en claro retroceso y, desde su excomunión por Perón en terrible rito cumplido –por supuesto- en la Plaza de Mayo, su peso político había disminuido sensiblemente. La subversión estaba, como señalé antes, en la sociedad, lejos del aparato estatal y de las grandes escenas de la política: en innumerables huelgas salvajes, en negociaciones mano a mano –y no pocas veces revólver por medio– de salarios y condiciones de trabajo, en cantidad de comportamientos que otros sentían como insoportable insolencia, en universidades enloquecidas y en todas las palabrotas que se podían proferir a militares y burgueses aún aterrorizados por la guerrilla” (2004: 182).

 

(15) “…después de Ezeiza las cosas empezaron a ponerse más pesadas… Había un poco de miedo”, en Destiempo…, páginas 44 y 49.

 

(16) “Adriana: ·El Viejo nos cagó Miguel, y también los va a joder a ustedes. / Miguel: - Pero, ¿a qué fueron Adriana? Si ustedes sabían cómo son las cosas. Vos misma me dijiste una vez que Perón nos estaba dando tiempo, que no había que apretarlo… / Adriana: -Pero, ¿qué querés Miguel? Nos están matando los compañeros…” Destiempo… en página 54.

 

(17) “…crecía la coordinación entre los trabajadores de las distintas empresas. No se daba entre gremios –todos en manos de dirigentes oficialistas- sino en el nivel de cuerpos de delegados, internas o agrupaciones. Y esto estaba pasando en todo el país…Las coordinadoras sindicales en el Gran La Plata, en Zona Sur, en Córdoba, en Rosario, empujaban la movilización que desembocaría en la lucha por la ley 14.250 [ley de convenciones colectivas de trabajo]. En el Barrio Norte había mucha preocupación. “Isabel es Perón” decían en la propaganda. Pero todos sabían que no era cierto. ¿Y ahora cómo los paraban a los negros?” Destiempo…, pp. 58-59 y también: “Se caía Isabel y todo se había puesto tenso. A pesar de las Tres A la gente discutía, las asambleas en las fábricas eran numerosas y prolongadas. Los militares no se decidían a avanzar sobre el gobierno. ¿Cuánto tiempo podía demorar esa incertidumbre…?” En Destiempo…, página 67.

 

(18) “Declararon a Berisso y Ensenada zona subversiva, las rutas están cortadas por el ejército”, p. 70; “Más de cien trabajadores de Propulsora fueron favorecidos con el premio de capucha y camión. Algunos no volvieron a aparecer. En Swift, Astilleros, YPF y Petroquímica Sudamericana, lo mismo”, página 72.

 

(19) Carta de Alfredo Mario Thomas, 19 de junio de 1976. Calaboso de Guardia. Azul (Sic), pp. 81-82. en las Notas... indica Cieza que la misma llegó a su poder “a través de su padre, el marido de doña Pepa -Dedid Molina- madre de Plaza de Mayo de Mar del Plata, fallecida en noviembre de 1987 de ‘muerte natural’”, en página 126.

 

(20) “Miguel fue a Berisso por un aviso en El Día que informaba que estaban tomando en la fábrica. Cuando llegó, lo primero que lo impactó fue el olor. Olor a carne cocida, a petróleo, a agua estancada, a trabajadores hacinados en los micros. A Berisso”, en página 28. Aquí, ensayamos, se puede establecer una relación con el concepto de “lugar de memoria” a partir de la identificación del proceso económico, social y político que arrasó con la comunidad obrera de Berisso, así como fuera a su tiempo arrasada la “colectividad-memoria por excelencia”, la campesina (Nora, 2008: 19). Berisso puede, entonces, definirse como un lugar de memoria en tanto que “…restos. La forma extrema bajo la cual subsiste una conciencia conmemorativa en una historia que la solicita, porque la ignora” (Nora, 2008: 24); “son lugares, efectivamente, en los tres sentidos de la palabra, material, simbólico y funcional… lo que los constituye es un juego de la memoria y de la historia, una interacción de dos factores que desemboca en una sobredeterminación recíproca” (Nora, 2008: 33).

 

(21) “En el testimonio personal, quienes sufrieron directamente comienzan a hablar y narrar su experiencia y sufrimiento. Es al mismo tiempo una fuente fundamental para recoger información sobre lo sucedido, un ejercicio de memoria personal y social en tanto narrativa que intenta dar algún sentido al pasado, y un medio de expresión personal y creativa, tanto por parte de quien relata como de quien pregunta o escucha” (Jelin, 2006: 77).

 

(22) Puede realizarse un contrapunto entre las intervenciones de ambos a lo largo de  lo largo del relato. Por ejemplo: “Ella se pasaba las horas explicándole la importancia de la vuelta de Perón y de cómo las ‘Formaciones Especiales’ y la clase obrera iban a tomar el poder.” Mientras, Miguel reflexionaba: “…eso de que Perón era socialista no iba, porque la gente del frigorífico no quería el socialismo. Nada más quería que no hubiera garantía horaria, ganar más y hacerse la casita de material” en la página 31 de Destiempo.

 

 

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*Datos biográficos: Profesor de Historia, egresado de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral. Ex becario de doctorado de CONICET. Maestrando en Historia y Memoria, FAHCE-UNLP. Actualmente se desempeña como docente de nivel medio.

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