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Pensando la historia más allá de la nación: la historiografía de América Latina y la perspectiva transnacional

Aletheia, volumen 3, número 6, julio 2013 ISSN 1853-3701

 

Weinstein en PDF / Traducciones

Barbara Weinstein

Traducción: Lucía Abbattista y Marcelo Starcenbaum

 

La fascinación por los métodos cuantitativos desatada en la disciplina histórica en los años setentas, acabó rápidamente. A pesar de esto, a veces no hay nada mejor que los números para ilustrar una tendencia –en este caso, una tendencia historiográfica-. Buscando la palabra “transnacional” en los programas de los tres últimos congresos de la American Historical Association, encontré, en el año 2010, ciento veinte resultados; en 2011, ciento treinta y cinco; al año siguiente, ciento sesenta y tres. Haciendo lo mismo con el último congreso de LASA (Latin American Studies Association), en mayo de 2012, descubrí que solamente el primer día del congreso, hubo cuarenta y una mesas y comunicaciones con la palabra transnational/transnacional en sus títulos. El mismo día del congreso, en 2010, sobre el mismo número de mesas, había apenas DIEZ con transnational o transnacional en sus títulos.

Esto significa, en primer lugar, que la noción de “lo transnacional” está circulando ampliamente e influenciando las investigaciones actuales en las áreas de historia y estudios latinoamericanos. Y que el uso de esta palabra está creciendo y volviéndose casi un lugar común entre los historiadores. Por supuesto, esta omnipresencia indica que muchos autores están utilizando la palabra transnacional, con poca precisión, como un sustituto de “internacional”, debido a que la primera está más de moda. Pero creo que su importancia en estos programas no obedece a un uso meramente superficial. Ella da cuenta de una serie de transformaciones profundas en la disciplina histórica y especialmente en la historia de América Latina y el Caribe.

Partiendo de este supuesto, me propongo historizar el desarrollo de la perspectiva transnacional en la academia estadounidense y su vinculación especial con los estudios latinoamericanos, delimitar las contribuciones más significativas del enfoque transnacional y, finalmente, indicar las promesas y peligros –especialmente para el área de América Latina- de este (relativamente) nuevo rumbo de la investigación. 

Para ubicar la perspectiva transnacional en un contexto intelectual y académico más amplio, debemos tener en cuenta una serie de enfoques surgidos en los años 80 y 90, los cuales provocaron una leve redistribución y reorganización de las áreas de investigación en la disciplina histórica. En aquellos años, la distribución de áreas en los Departamentos de Historia estadounidenses era más o menos la siguiente: entre el 40 y el 45% de los profesores se especializaba en Estados Unidos (incluso aquellos que estudiaban “relaciones exteriores”), entre el 35 y el 40% se especializaba en historia de Europa, y el resto de los profesores –un 20%- eran de “otras” áreas (América Latina, Asia, África, Medio Oriente). Hoy, la mayoría de mis colegas diría que esta composición es una cosa del pasado y que la historia de Estados Unidos y –sobre todo- la de Europa ya perdieron la preeminencia en los Departamentos de Historia estadounidenses. Pero cuando unos años atrás escribí un pequeño artículo sobre la distribución de los profesores por áreas de especialización, siguiendo las tendencias de 1975 a 2005, me impresioné cuando vi los resultados y me di cuenta que las proporciones se mantenían casi inalteradas. En este período de 30 años, y de tantas transformaciones en la disciplina, hubo un ligero aumento en el porcentaje de historiadores identificados como Americanists; el número de historiadores de Europa disminuyó levemente (de 39 a 34%), y las “otras” no se modificaron o experimentaron un pequeño aumento. Menos América Latina, que para mi sorpresa, sufrió un pequeño declive, descendiendo de 7,6 a 6,4% en estas tres décadas.     

De hecho, en un sentido profesional, la historia es una disciplina conservadora; existen corrientes e intereses, institucionales y culturales, que impiden una transformación radical de la disciplina. Es muy difícil imaginar una transferencia de tendencias de un “sector” a otro. Lo más probable es que exista un proceso de transformación que abarque nuevas áreas en las que se ignore o se haga caso omiso de los límites de las áreas convencionales. Y esto es lo que estuvo y está ocurriendo: desde los años 90 hubo una expansión considerable de las áreas denominadas “Atlantic World” (mundo atlántico), “Diáspora Africana”, “Pacific Rim” (litoral pacífico) y “Borderlands” (fronteras –que no debe ser confundida con la “historia de frontera” que tiene una genealogía muy distinta). Estas, sin dudas, tienen el potencial para transformar y renovar los Departamentos de Historia.

Estas nuevas áreas de especialización e investigación significan un desafío para los patrones de concentración de la profesión histórica en los Estados Unidos y, hasta cierto punto, un desafío al predominio de la Nación como sujeto o categoría organizadora de las narrativas históricas. Y todos ellas han influenciado directamente a los historiadores de América Latina y (especialmente) a los del Caribe. Pero en los casos de “Mundo Atlántico” y “Diáspora Africana”, los estudios más citados no van más allá de las primeras décadas del siglo XIX y, por lo tanto, no ofrecen enfoques nuevos para los historiadores cuyas investigaciones tienen como objeto el período que coincide con el auge de la “Nación”.

Por lo tanto, en un momento en el que los trabajos más innovadores estaban cada vez más marcados por un enfoque que atravesaba fronteras y rehacía el mapa de las regiones de la investigación, la nación continuaba siendo la mayor referencia para quienes trabajaban con los últimos dos siglos de historia. Al mismo tiempo, existía entre los teóricos del poscolonialismo y los estudios subalternos una preocupación (citando la frase de Prasentij Duara) por “rescatar la historia de la nación”. La propuesta no es negar la importancia de la nación sino cuestionar la noción teleológica de la nación como el descubrimiento inevitable de la historia de la modernidad.

Un pequeño paréntesis: cabe destacar que esta ambivalencia en relación a la nación era menos fuerte entre los estudiosos de América Latina. En la teoría poscolonial, surgida principalmente en el sur de Asia, la nación fue simultáneamente la alternativa al estado colonial y una forma moderna de origen europeo. Por lo tanto, si el futuro era inseparable del ascenso de la nación, la modernidad siempre iba a ser inseparable de “Occidente”. En el caso de América Latina, cuyos países fueron denominadas, en el libro canónico de Benedict Anderson, “pioneros criollos”, la nación no se convirtió en el blanco de esta ambivalencia.  

Entre los historiadores de América Latina/Latin Americanists (hablando específicamente de la academia norteamericana) había, en los años 90, ciertas preocupaciones que reflejaban las particularidades del área y de la situación de quienes estudian América Latina pero están radicados en Estados Unidos. Por un lado, hubo muchas críticas, no totalmente nuevas, a la noción de “Area Studies”. Esta crítica provenía de dos direcciones. En las ciencias sociales (sociología, ciencias políticas, economía) había una perspectiva econométrica y estadística que privilegiaba el método y los resultados que podían ser “generalizados” y que desvalorizaba un conjunto de conocimientos sobre una región específica. Los “Area Studies”, con sus vinculaciones con disciplinas menos “científicas” como historia, antropología y literatura, no podían servir como una buena base para la carrea del joven y ambicioso cientista social que pretendía descubrir tendencias que se prestaran a generalizaciones. Al mismo tiempo, se desarrolló una crítica, más de izquierda, que resaltaba las raíces de los “Area Studies” en la Guerra Fría y, en consecuencia, su supuesto compromiso con cierto proyecto imperialista.

Por lo tanto, los latinoamericanistas se sintieron obligados a defender su campo de investigación o a repensar las fronteras y límites de su propio objeto de investigación. Surgió entonces el concepto de “New American Studies”, que promovió una visión hemisférica y rechazó una separación supuestamente artificial entre América del Norte y América del Sur, una idea que tenía sentido en un momento en el cual la población latina estaba convirtiéndose en la mayor minoría en Estados Unidos y ciertos aspectos de la cultura latina comenzaban a formar parte del mainstream de la vida norteamericana. Pero esta propuesta (New American Studies), lejos de resolver uno de los problemas centrales de los Latin Americanists, parecía agravarlo. Este problema puede ser reducido a lo siguiente: ¿cuál es el lugar de América Latina en un contexto historiográfico preocupado por la provincialización de Europa (y de Occidente)? Y estrechamente relacionado con esto, el dilema de reconocer, y hasta resaltar, la influencia de las varias formas de intervención de Estados Unidos en América Latina desde finales del siglo XIX sin atribuir el protagonismo a Estados Unidos y colocar a América Latina en la posición de objeto de la historia y nunca de sujeto.

Gilbert Joseph, historiador de la Universidad de Yale, escribiendo a fines de los años 90, hacía el siguiente comentario sobre los presupuestos problemáticos de los viejos paradigmas de izquierdas; según él, “la naturaleza centrípeta del imperialismo y la dependencia (…) corre el riesgo de conceptualizar a América Latina solamente como sociedades periféricas inteligibles en función del impacto producido por las naciones del centro”.

Para muchos Latin Americanists esta problemática se tornó más urgente porque consolidó una serie de ansiedades, tanto intelectuales como profesionales. ¿Cómo insistir en la importancia de América Latina y el Caribe dentro de la profesión de la historia y al mismo tiempo acompañar la tendencia de repensar las fronteras geográficas del conocimiento y la interpretación histórica? ¿Cómo captar la atención de nuestros colegas de las áreas “preeminentes” y demostrar el valor de nuestras investigaciones para la profesión en general y no solamente para los especialistas en historia de América Latina? Para citar las palabras de Dipesh Chakrabarty, escritas a fines de los años 90: “los historiadores del Tercer Mundo sienten la necesidad de referirse a las obras de historia europea; los historiadores de Europa no se sienten ni un poco obligados a ser recíprocos” (lo mismo era perfectamente aplicable a los historiadores de Estados Unidos).

Por supuesto que esta cuestión de protagonismo o agency no era totalmente nueva. Tal vez el proyecto más urgente de los Latin Americanists de mi generación (que, por cierto, eran orientados por una brasileña exiliada, Emilia Viotti da Costa) fue desentrañar los límites del “centro” de la economía mundial, y la consiguiente capacidad de las clases populares en un determinado lugar supuestamente periférico de resistir a su dominio. Pero tal vez inevitablemente, nosotros mismos empezamos a percibir los límites de este enfoque, especialmente en relación a la cuestión de la modernidad. Porque dentro de este enfoque, el “centro”, el Occidente sigue representando lo “universal” o lo “general” y América Latina, Africa o el sur de Asia representan lo “particular”. Logramos establecer la existencia de variaciones locales, pero nuestros trabajos no representaron ningún desafío o respuesta a la narrativa de excepcionalismo que era la columna vertebral de la historiografía inglesa y norteamericana.    

Después de todo, sería difícil de demostrar que Brasil, y mucho menos Bolivia o Honduras, haya tenido algún impacto en la historia de Estados Unidos similar a la influencia norteamericana en América Latina. En tanto sigamos pensando la historia de las Américas desde el punto de vista de la Nación, será difícil construir una historiografía que no privilegie el protagonismo de los Estados Unidos.

Es justamente en esta coyuntura que surgió el enfoque “transnacional” ofreciendo un nuevo modo de visualizar las interacciones e intercambios en los niveles hemisférico y global.

Claro que sería difícil, y tal vez inútil, intentar identificar un único comienzo de la “perspectiva transnacional”, pero a los fines de este recorrido, un buen momento fundacional sería el lanzamiento de dos libros, escritos u organizados por estudiosos de América Latina, en el mismo año -1998- que adoptaron un enfoque transnacional. 

Uno de estos libros es un estudio de movimientos sociales transnacionales, Activists Beyond Borders: Advocacy Networks in International Politics. Sus autoras, Margaret Keck y Kathryn Sikkink, son cientistas políticas cuyos trabajos anteriores fueron dedicados a la historia política de Brasil y Argentina. De cierta forma, ellas buscaban una manera de valorizar los conocimientos y las preguntas que estructuraban sus obras anteriores para un público académico norteamericano más amplio.  Examinando los movimientos de protección del medio ambiente y los derechos humanos, e historizando estos movimientos, consiguieron develar una larga historia de intercambio y colaboración entre movimientos sociales anteriormente concebidos como limitados a su contexto nacional. Las autoras trabajaban con la diferencia entre internacional y transnacional (dejando en claro que los dos términos no son sinónimos). Por eso el título de la introducción del libro es “Transnational Advocacy Networks in International Politics”. Aquí la palabra “internacional” significa contactos e interacciones entre gobiernos (o sus representantes). Al contrario, los participantes en las redes de defensa, a pesar de estar situados en diferentes contextos nacionales, privilegian las causas y objetivos que comparten con sus equivalentes en otros países.

El otro libro es Close Encounters of Empire: Writing the Cultural History of US-Latin American Relations, editado por Gilberto Joseph, Catherine Legrand y Ricardo Salvatore (de Estados Unidos, Canadá y Argentina respectivamente). Esta compilación no se identificó explícitamente como una obra de historia transnacional, y el capítulo de Seth Fein, “Everyday Forms of Transnational  Collaboration: US Film Propaganda in Cold War Mexico” es el único que lleva la palabra “transnacional” en su título. Sin embargo, las preocupaciones e innovaciones de este volumen se combinaron para constituir un programa de renovación de la historia de las relaciones internacionales a través de la perspectiva transnacional.   

Como en cualquier compilación, en Close Encounters hay una diversidad de miradas y temas; aún así, puede percibirse que los artículos que integran el libro dan cuenta de una serie de propuestas. Una de ellas, obviamente, es la necesidad de cambiar nuestro enfoque y nuestra atención de la esfera estrictamente política/diplomática/económica hacia la esfera cultural, privilegiando las influencias y los intercambios cotidianos en lugar de los momentos espectaculares de la intervención y el conflicto. Pero la idea no es la de sustituir la esfera política por la esfera cultural; al contrario, el argumento es más el de la imposibilidad de entender los desdoblamientos políticos sin una consideración más cuidadosa de los intercambios culturales y el papel de la cultura en los proyectos interamericanos (sean promovidos por los yanquis, sean promovidos por los latinoamericanos o sean aquellos que no tienen un punto de origen que pueda ser identificado con claridad).

El segundo presupuesto, estrechamente ligado con el primero, es que los investigadores deben buscar las “zonas de contacto”, esto es, puntos no necesariamente físicos ni geográficos en los que se traslucen los “encuentros” internacionales más intensos -un concepto derivado del muy importante trabajo de Mary Louis Pratt, Imperial Eyes -.  Esta zona puede ser un lugar físico, como un enclave de United Fruit en Colombia, pero también incluye a las “comunidades” de discurso y conocimiento, y el reino del consumo, espacios que tienden a ser transnacionales.  

El tercero es el también evidente presupuesto de que las relaciones interamericanas no pueden ser pensadas como una calle de sentido único. Y no será una simple cuestión de incorporar “el lado latinoamericano” o la “respuesta latinoamericana”, porque esto ya implica que existen “dos lados” claros e indistintos, un binomio Estados Unidos/América Latina. Estos historiadores, aunque preocupados por el peso del “conocimiento” en el problema del poder, generalmente rechazan el modelo de difusión/divulgación que identifica un único punto de origen de una idea (política, científica, tecnológica, económica) e indica un proceso de irradiación desde este punto de origen, a partir del cual aquella comenzará a penetrar nuevas zonas por varios medios. En lugar de este concepto, que corresponde a las nociones más tradicionales de “imperialismo cultural”, ellos prefieren el concepto o la imagen de “circulación cultural” y enfatizan la constante reformulación de ideas, propuestas y prácticas culturales de un contexto a otro. Por ende, el punto exacto de origen de cierto concepto o práctica (a veces irrecuperable) es menos importante que los contextos de su circulación, implementación y apropiación. Así, por ejemplo, la “modernidad” deja de ser propiedad exclusiva de Estados Unidos o algo “encomendado” o “impuesto” a América Latina. Al contrario, ciertas figuras y grupos del Nuevo Mundo contribuyeron a los discursos de la modernidad (aunque no todos tengan la misma capacidad para materializar ciertos aspectos del mundo moderno) y esta idea busca extinguir la antigua y persistente dicotomía “el norte moderno/el sur tradicional”.

El último presupuesto, en cierta forma una extensión del anterior, es el siguiente: claro que la historia de la América Latina poscolonial es difícilmente comprensible sin considerar el papel de Estados Unidos –el impacto de la política, la economía, la cultura norteamericana en el desarrollo histórico de la región. De la misma manera, insisten los autores de esta nueva tendencia, la historia de Estados Unidos es imposible de entender sin considerar las numerosas y fuertes influencias que involucran a América Latina. Los editores de Close  Encounters se tomaron en serio la idea de William Appleman Williams, quien identificó al “Imperio” como un “modo de vivir” para los norteamericanos.

Quiero hacer hincapié en que estos trabajos, considerados pioneros en el área de la historia transnacional y productos intelectuales de los Latin Americanists, incentivaron un nuevo rumbo en los estudios históricos que trascendió el ámbito latinoamericano. Del mismo modo que los “estudios subalternos” surgieron en el sur de Asia pero se transformaron en un enfoque más abarcativo, la perspectiva transnacional surgió entre los estudiosos de América Latina pero luego se difundió más allá de las fronteras de la región. El impulso de lo transnacional, en un primer momento, nació de los problemas intelectuales y profesionales de los Latin Americanists en la historia y en las ciencias sociales, pero la utilidad de este enfoque atrajo el interés de investigadores de muchas otras áreas. 

Una de las explicaciones del rápido ascenso de la perspectiva transnacional es el declive de los enfoques comparativos. Durante muchos años, una investigación comparando dos o tres casos distintos, fue el modo de interpretación preferido por el investigador que pretendía ir más allá del contexto de una nación. Pero con el giro lingüístico y cultural de los años 80, esta forma de comparación se convirtió en objeto de muchas críticas. Este dependía de una homogeneización de la nación para facilitar la comparación. Los casos comparados tenían que ser “congelados” en un determinado momento y las fronteras entre los casos tenían que estar bien definidas. Nada de esto se correspondía con las nuevas teorías culturales y las nociones de la historia como un proceso, y de las fronteras como inestables y mal definidas. Por esta razón, no podemos decir que la perspectiva transnacional haya sustituido a los estudios comparativos –la comparación como método ya había sufrido una serie de críticas antes del auge de lo transnacional. La divulgación de la perspectiva transnacional –a veces asociada con el método comparativo- tornó urgente la necesidad de especificar las diferencias entre este enfoque y el comparativo, e hizo que se comenzara a insistir en el desplazamiento del segundo por el primero. Este argumento fue articulado con especial insistencia por la historiadora Micol Seigel en un ensayo titulado “Beyond Compare” (una frase que en inglés significa “incomparable”). Usando el famoso caso de la comparación entre las relaciones raciales en Brasil y Estados Unidos, Seigel muestra las numerosas zonas de contacto, circulación e intercambio entre estudiosos y pensadores del problema de la raza y la cuestión racial en los dos lugares, y hasta qué punto los discursos sobre uno u otro caso se convirtieron en elementos constituyentes del conocimiento sobre el otro. Por lo tanto, según Seigel, resultaba imposible, y hasta engañoso, abordar los dos casos como objetos distintos a los fines de la comparación.

A pesar de que este artículo tenía un enfoque específico –la comparación entre Brasil y Estados Unidos- muchos de sus lectores han interpretado el argumento de Seigel (y con razón, ya que ésta era su intención) de modo más general. Es decir, que el enfoque transnacional, justamente por mostrar la alta permeabilidad de las fronteras (nacionales, regionales, etc.) y la intensa circulación de cuerpos, ideas y objetos de consumo, cuestiona la viabilidad de la comparación, especialmente entre naciones. Al mismo tiempo, hay quienes siguen hablando, en la misma frase, de enfoques “trasnacionales” y “comparativos” –una frase que aparece en un artículo publicado por los organizadores del Instituto Tepoztlán, uno de los mayores baluartes de la perspectiva transnacional. Volveré a este tema más tarde.

Cabe destacar que algunos adeptos de la perspectiva transnacional no se colocan en la vanguardia de una tendencia totalmente nueva y no exageran lo novedoso de su abordaje. Por el contrario, en su introducción a un número especial de la revista Social Text dedicado al nuevo transnacionalismo, Pamela Voekel y Elliot Young insisten en que sería más correcto ver la perspectiva transnacional como un movimiento de renovación más que de innovación, teniendo en cuenta los trabajos anteriores –específicamente los de los intelectuales caribeños como José Martí o los de la “Diáspora Africa”, como C.L.R. James y W.E.B. Dubois. En el área de historia del movimiento obrero, ciertos temas, por su propia naturaleza (por ejemplo, el anarquismo) siempre se prestan a un enfoque transnacional. Personalmente, prefiero esta actitud a la postura de muchos intelectuales que, en la época del giro cultural, insistían en la gran innovación que representaban sus trabajos. Al mismo tiempo, se deben acentuar los aspectos de la perspectiva transnacional que son verdaderamente “nuevos”. El estudio de la inmigración, por ejemplo: pareciera, a primera vista, que este tema, por su propia naturaleza  ya había introducido hacía tiempo un enfoque transnacional. Pero la vieja historia de la inmigración, de Argentina, Brasil y Estados Unidos, fue escrita para incorporar al inmigrante a la narrativa nacional. A diferencia de esto, la óptica transnacional entiende la inmigración en el sentido de un circuito donde existen múltiples redes de contacto, compromiso, intercambio y diversas formas de movimiento e identidad. La inmigración, desde este punto de vista, no es una historia compuesta únicamente de un punto de origen, una transferencia geográfica y la llegada a una tierra nueva. Y esto se aplica no solo a las inmigraciones del mundo actual, que son nítidamente multidireccionales, sino también a las del siglo XIX e inicios del siglo XX. En fin, siempre es importante reconocer que nos debemos intelectualmente a las generaciones anteriores, sin perder de vista las verdaderas innovaciones de las investigaciones actuales.

Debido al enorme impacto de la perspectiva transnacional desde fines de los años 90, sería imposible mencionar todos los trabajos relevantes publicados y los aún inéditos que involucran a América Latina (que, en mi opinión, sigue siendo el área más productiva para los estudios transnacionales). Por lo tanto, solo voy a destacar algunos trabajos que representan las diversas tendencias surgidas en la senda de la perspectiva transnacional.

Sin duda, la vertiente más importante de los estudios transnacionales es aquella que trabaja sobre las relaciones hemisféricas, con un especial énfasis en los intercambios y colaboraciones de cientistas sociales y otros experts que influyen en las políticas gubernamentales pero que circulan fuera de los ámbitos oficiales. Por ejemplo, Karin Rosemblatt, Latin Americanist de la Universidad de Maryland, está terminando un estudio sobre los antropólogos y sociólogos de México y Estados Unidos de la posguerra que trabajaban con temas de cultura, pobreza y familia, mostrando la centralidad de la antropología mexicana en la obra de Oscar Lewis y otros, y su papel en la conformación de una política sobre la pobreza en Estados Unidos, especialmente dentro de la comunidad negra. El estudio de Rosemblatt no es solamente un retrato de estos intercambios y esta circulación de ideas, sino también –igualmente interesante- del proceso por el cual los experts norteamericanos borraron la contribución de las investigaciones mexicanas, reforzando de esta manera las nociones de excepcionalismo y pionerismo norteamericano.

Hay varios estudios, aún no publicados, en esta línea. Leí últimamente un capítulo de una tesis de doctorado sobre los problemas de la vivienda urbana de las décadas de los cincuenta y sesenta en Estados Unidos y Colombia, que trata varias cuestiones que también aparecen en el trabajo de Rosemblatt. La autora sigue la trayectoria de varios ingenieros, arquitectos y planificadores urbanos que circulaban entre los Estados Unidos y Colombia, particularmente en la época de la Alianza para el Progreso, y el trabajo revela varias experiencias de conjuntos habitacionales para personas de ingresos bajos y medios en Bogotá y Medellín que luego fueron incorporadas en proyectos norteamericanos. Es interesante observar que en este caso, la autora, Amy Offner, ingresó al proyecto por el lado norteamericano –orientada por el eminente historiador norteamericano Eric Foner- y acaba de ser contratada por la Universidad de Pennsylvania en un cargo del área de “Estados Unidos y el mundo”.

La identidad profesional de Rosemblatt es Latin Americanist y la de Offner es Americanist, y ciertamente existen una serie de diferencias en sus perfiles intelectuales que corresponden a estas distintas identidades. Pero en la lectura de sus trabajos, esta diferencia no se manifiesta claramente. Ambas trabajan con fuentes en inglés y español, consultan archivos y hacen entrevistas tanto en Estados Unidos como en América Latina. Y ambas están construyendo una historia que traspasa los límites de uno u otro país.

Otra área dinámica de investigación transnacional se encuentra más preocupada en la esfera de la cultura, que en este caso significa el cine, la música, la literatura, las artes plásticas, la comida y las políticas culturales. Uno de los trabajos más divulgados de esta vertiente es el libro de Micol Seigel, Uneven Encounters: Making Race and Nation in Brazil and the United States, que se posiciona explícitamente en la categoría de historia transnacional; otro es el artículo de Lauren Derby, en el volumen Close Encounters¸ sobre el ir y venir de los dominicanos entre el Caribe y Nueva York, y su impacto en la identidad nacional. Tanto Seigel como Derby insisten en la relación entre lo transnacional y lo nacional en la esfera del intercambio cultural y las representaciones culturales. Lejos de ver lo transnacional borrando lo nacional, las dos muestran cómo las conexiones más allá de la nación sirven para fortalecer la posición de cierto grupo o tendencia dentro de la nación. En su artículo “Gringo Chicken with Worms” (“Pollo gringo con gusanos”), Derby toma como punto de partida el “pánico” en República Dominicana en 1992 provocado por acusaciones de contaminación del pollo producido con técnicas industriales por una empresa norteamericana. Según los rumores, este pollo estaba causando, entre otros daños, esterilidad en los hombres dominicanos; por lo tanto, el “boicot” al “pollo gringo” implicó de este modo una revalorización de la gallina criolla. En este “encuentro desigual” (para usar la frase de Micol Seigel), la comida se volvió una medida para repensar la naturaleza de la identidad.

Claro que este “pánico” no se explica por una simple oleada de xenofobia. Ocurrió exactamente en una época en que casi la mitad de la población dominicana estaba viviendo fuera de la isla y cuando la nación dominicana era cada vez menos equivalente a un territorio definido. Incluso los dominicanos que estaban en el caribe no podían huir de la transnacionalización del pueblo dominicano. Fue en este contexto de desestabilización radical de la noción de “hogar” y de nación en el que la comida se convirtió en una clave esencial, un símbolo de lo auténticamente dominicano.

Una tercera vertiente del panorama transnacional consiste en estudios que modifican nuestra imagen de ciertas formaciones económicas. A primera vista, puede parecer que los estudios de este tipo no tienen nada especialmente nuevo; el papel del capital extranjero y el surgimiento de un mercado global son temas ya establecidos. Una vez más, lo novedoso consiste en mostrar que las divisiones entre “nacional” y “extranjero” no son siempre tan claras y bien definidas como imaginamos. Hay, por ejemplo, algunos trabajos que intentan revisar nuestra noción de economía de “enclave”. Lejos de ser espacios aislados, en el sentido económico, político o social, Catherine LeGrand insiste en que las aldeas de la United Fruit Company, en Colombia y el Caribe, eran espacios altamente cosmopolitas y que el radicalismo político de estas localidades no la era causa de la concentración e intensificación de una cultura de resistencia, sino, al contrario, era el resultado de muchas influencias transnacionales que promovieron una variedad de políticas de oposición. Siguiendo esa misma línea, en una tesis de doctorado recientemente defendida en la Universidad de Nueva York (NYU), Frances Sullivan denomina “cosmopolitismo popular” a las culturas de los company towns en el norte de Cuba. Estas aldeas, en una zona de enormes plantaciones de caña y gigantescos ingenios dominados por inmensas empresas norteamericanas, habían sido considerados ejemplos clásicos de enclaves. Pero Sullivan revela el constante influjo de nuevas corrientes migratorias y nuevas influencias culturales e ideológicas. Entre ellas, Marcus Garvey y su United Negro Improvement Association tuvieron un gran impacto entre los afrodescendientes, y su influencia no estaba restringida a los caribeños anglófonos. Clubes, desfiles, concentraciones y boletines evidencian la importancia del garveynismo en esta región. Varias tendencias de izquierda, inclusive el Partido Comunista Cubano, tenían una presencia política y cultural en estos company towns, y estos sitios fueron un baluarte del anti-fascismo, junto con muchos clubes creados para apoyar a los Republicanos durante la Guerra Civil en España. Es más, centenares de hombres de estos “enclaves” viajaron a España para integrar las brigadas internacionales. La vieja imagen del enclave era la de una localidad donde una sociedad “tradicional” se vio subordinada súbitamente a la modernización brutal del capital extranjero. En estos nuevos estudios, la brutalidad de las empresas y sus tentativas para imponer su dominio en la región también ocupan un lugar central, pero ellas no son más las dueñas exclusivas de la modernidad.

Es inevitable que esta breve lista de estudios transnacionales de autores norteamericanos sea muy parcial y la lista de artículos y libros que se inscriben en este abordaje seguramente crezca en los próximos años. Además, la perspectiva transnacional tiene en este momento histórico un fuerte atractivo para los Latin Americanists. A diferencia del concepto de globalización, un concepto que supone el declive de la nación y que está, desde mi punto de vista, profundamente vinculado con el neoliberalismo, los estudios transnacionales generalmente reconocen la persistencia de la nación como la principal esfera de la política, la economía y la cultura.  Por un lado, esto permite una mayor atención a los procesos, las redes y los fenómenos de todo tipo que atraviesan las fronteras de la nación sin implicar la homogeneización. Por otro lado, lo transnacional nos permite ir más allá de la identificación de particularidades o especificidades en un contexto nacional.  Para acentuar este último aspecto de la perspectiva transnacional quiero hablar brevemente del libro The Making of the Middle Class: Toward a Transnational History, publicado en enero de este año y coordinado por mí y mi colega y ex alumno Ricardo López. Esta compilación no está exclusivamente dedicada a la historia de América Latina, pero seis de sus dieciséis capítulos tratan directamente la clase media en países latinoamericanos.

Una rápida genealogía de la historiografía de la clase media ayuda a acentuar aquello que consideramos “nuevo” en la nueva historiografía transnacional. Durante el auge de la nueva historia social (años 70) había poco interés en la clase media, y el consenso entre los investigadores de países más allá de América del Norte y Europa Occidental fue que en esas regiones la clase media era casi inexistente, o no cumplía con su supuesto papel histórico. En los años 90, después de los estudios culturales, aparecieron una serie de estudios especialmente en torno a América Latina (Brian  Owensby,  Intimate  Ironies,  sobre  Brasil;  David Parker, The Idea of the Middle Class, sobre Perú, Patrick Barr-Melej Reforming Chile) que prestaron más atención a la construcción de una cultura, una política y una sensibilidad de clase media. Estos autores demostraron la existencia e importancia de la clase media, y al mismo tiempo, insistieron en que la clase media de estas regiones no es una exacta reproducción del paradigma de clase media asociada con Estados Unidos o Gran Bretaña. Es innegable que estas variaciones en las culturas y prácticas de la clase media existen y sería absurdo imaginar que cualquier formación social se reproduciría de la misma manera en todas partes del mundo. Pero el defecto o la limitación de esta historiografía es que estos autores todavía estaban trabajando con una noción normativa o paradigmática de clase media que comienza en Inglaterra y los Estados Unidos y se va dispersando en los países periféricos (y tal vez menos modernos) donde la cultura  y la identidad de clase media sufren ciertas alteraciones que reflejan las particularidades del lugar (por ejemplo, Parker, hablando de Perú, muestra que el empleado de “cuello blanco” es la típica figura de clase media y, por eso, se aproxima más a la mentalidad del trabajador, mientras que Owensby hace hincapié en la persistencia de la cultura del patronazgo y el clientelismo junto con el discurso del mérito en Brasil). ¿Cuál es el problema con esta formulación? Primero, Owensby toma el contexto nacional como un panorama adecuado para entender las cualidades particulares de la clase media brasilera (usando a Río y São Paulo como representantes del Brasil de clase media).  Pero creo que sería erróneo suponer que la historia de la clase media en Río o en São  Paulo ha sido igual simplemente a causa de que las dos ciudades estén dentro de las fronteras de un mismo país (y diría lo mismo de Lima y Arequipa en Perú).  Si la preocupación es demostrar las particularidades, tal vez el contexto subnacional -es decir, regional- sea más adecuado que el de la nación.

El otro defecto -y creo que éste es más grave- es que estos estudios, lejos de cuestionar la narrativa de la modernidad como invención europea/norteamericana, refuerzan esta gran narrativa porque,  según ellos, la clase media en sitios como Chile, Perú y Brasil es apenas una variación, con trazos o vestigios menos modernos.

Entonces, ¿cuál es la propuesta de la compilación The  Making  of  the  Middle  Class? Primero, el volumen intenta poner en entre-dicho la paradigmática noción de clase media. Simon Gunn debate la idea de la clase media en Inglaterra, haciendo hincapié en la distancia entre su imagen y su papel en la sociedad inglesa (por ejemplo, había frecuentes críticas a su falta de autonomía política y a su tendencia a imitar a la clase aristocrática). Carol Harrison muestra que el catolicismo fue esencial en la formación de una cultura de clase media en Francia y, por extensión, muestra que nuestra idea de la clase media francesa como un baluarte del laicismo es un mito. Marina  Moskowitz y Daniel Walkowitz examinan las diferentes culturas de clase media en los Estados Unidos y sus variaciones regionales y políticas (por ejemplo, a comienzos del siglo veinte para ser de clase media en el medio-oeste había que tener un hogar sin sirvientes, pero al sur del país, sería imposible tener pretensiones de pertenencia a la clase media y no tener sirvientes).

Otra cara de esta moneda es el argumento de Sanjay Joshi, historiador de la India colonial, que retrata lo que llama la “modernidad fracturada” (o modernidad fragmentada) de la clase media en Lucknow en la época del dominio británico. Esta experiencia de la modernidad, dice Joshi, es más paradigmática, o al menos más típica, de las clases medias en todas las partes del mundo.

A continuación, los capítulos sobre casos latinoamericanos tratan a éstos, no como variaciones implícitamente defectuosas de un ideal más plenamente moderno, sino como instancias en las que confluyen un repertorio de imágenes, normas y prácticas asociadas con la idea de clase media. Una vez más, la perspectiva transnacional, con su énfasis en la circulación  en vez de la difusión, permite una visión de la clase media que prescinde del tipo ideal e impide cualquier intento de “medir” la modernidad de un caso en particular, o de distinguir nítidamente lo particular de lo general.

Hasta ahora he hablando principalmente de las muchas “ventajas” de la perspectiva transnacional y, hablando en términos generales, creo que este abordaje ha abierto nuevos y productivos caminos para los historiadores de América Latina. Pero no puedo dejar de mencionar los peligros o dificultades que la perspectiva transnacional trae consigo, especialmente para el campo de la historia de América Latina. A lo largo de las últimas dos o tres décadas creo que podemos notar una mayor integración entre los historiadores de América Latina radicados en los países que son objeto de sus estudios y los Latin Americanists. Generalmente esto se trasluce en un contexto nacional específico. Claro que hay excepciones-por ejemplo, el tema de la esclavitud y la emancipación ha generado una comunidad de investigadores que me parece realmente transnacional. Pero, en términos generales, un Latin Americanist se torna especialista en un país específico -Brasil, México, Chile, Perú- y acumula una profunda familiaridad con la historiografía, la política y la cultura de aquel país y con sus instituciones universitarias y de investigación. Y crea lazos de amistad y colaboración con los colegas de las principales instituciones y, en los mejores casos, crea compromiso con la comunidad académica. Vale la pena pensar si una proliferación de estudios transnacionales, estudios que no privilegian la historiografía nacional, no podría significar una disminución de la intensidad de estas conexiones y de estos lazos de intercambio y amistad. Y la otra cara de esta moneda es la cuestión de la inclusión y la exclusión de la perspectiva transnacional.  Obviamente, un proyecto de investigación que involucra archivos y acervos en varios países inevitablemente exige acceso a varias becas de investigación y otros medios de apoyo al investigador. Solo con un gran esfuerzo un historiador de Estados Unidos (o Brasil) consigue el dinero que necesita para tal investigación, por lo que imaginen un historiador radicado en un país como Perú, Bolivia, Panamá, Ecuador o Nicaragua, que no dispone de muchos recursos. Sería lamentable que los trabajos de estos historiadores obtuvieran menos prestigio por estar enfocados principalmente en cuestiones nacionales.

Desigualdades de prestigio y recursos son elementos que también merecen consideración en el contexto de la academia norteamericana. Como indiqué antes, uno de los efectos colaterales de la perspectiva transnacional es un paso en dirección de los estudios hemisféricos llamados “New American Studies”. Una vez más, hablando en términos generales, simpatizo con esta tendencia, y creo que los historiadores que están trabajando en esta línea toman mucho más en serio la necesidad de dominar determinados idiomas e investigar en archivos fuera de los Estados Unidos. La misma categoría de “Estados Unidos y el mundo” (en vez de “historia diplomática” o de relaciones exteriores) ya indica este nuevo rumbo. Y, en general, apoyo la tendencia a desestabilizar las fronteras historiográficas. Como observa Gilbert Joseph, “esta visión menos definida de fronteras, de quien o qué es autóctono y cuál es extranjero, interno o externo, es la característica de la teoría crítica actual en una variedad de disciplinas (…)”.

Una expectativa es que esta tendencia vaya aumentando el peso intelectual de América Latina en la academia norteamericana. Sin embargo, debido al enorme espacio que la historia de los Estados Unidos ocupa en las universidades norteamericanas, debemos tener en cuenta otras posibilidades, menos agradables para los Latin Americanists. Una de ellas sería cierta presión en el medio académico por los estudios transnacionales que incorporan grupos, individuos o prácticas ligadas en algún momento con los Estados Unidos, preferentemente los estudios que involucran principal o exclusivamente latinoamericanos. Asimismo, el desequilibrio entre los archivos y bibliotecas norteamericanos, de un lado, y los archivos latinoamericanos, del otro, puede reforzar la tendencia a privilegiar al abordaje hemisférico.

En principio, la perspectiva transnacional no debería tener este resultado, muy por el contrario. Pero vale la pena recordar la observación de Edward Thompson, quien en su libro Los orígenes de la ley negra, lamentaba que no hubiese manera de armarse contra el lector desatento. Y es aún peor cuando existen condiciones que conspiran para reforzar la falta de atención.

En fin, tenemos que tener cuidado para no tirar al bebé con el agua del baño. El tan criticado concepto de “Area Studies”, a pesar de sus raíces en la Guerra Fría, llevó a la academia norteamericana a cierta evolución y consiguió valorizar el estudio de América Latina y el Caribe como un área de investigación histórica legítima en sí misma – sin importar el número de personas de descendencia latina en los Estados Unidos, ni los intereses políticos del gobierno norteamericano. Teniendo esto en cuenta, creo desaconsejable renunciar a la idea de “Area Studies” simplemente por rechazar sus orígenes.

Al mismo tiempo, ninguno de estos “peligros” tiene que ser fatal para la perspectiva transnacional. Mi intención aquí es registrar algunas inquietudes; no pretendo, de ninguna manera, montar un argumento contra la historia transnacional. Al final de cuentas, la historia transnacional es mejor entendida como un abordaje que complejiza -y no disloca- la historia nacional. Además, la historia transnacional, parecida a la de género, es un abordaje que puede ser aplicado a una amplia gama de asuntos. Claro que la idoneidad de la mirada transnacional es más evidente para ciertos temas que para otros.  Sin embargo, es difícil imaginar un tema histórico de los últimos dos siglos, desde una microhistoria local, que no involucre algún elemento transnacional. Finalmente, retomando el tema del abordaje comparativo, tampoco creo que el ascenso de la perspectiva transnacional signifique la muerte de la comparación. Puede ser que sea el fin de aquella comparación “científica” y positivista, lo que no me parece nada lamentable. Pero creo que esta perspectiva ofrece una nueva manera de hacer comparación. Voy a terminar con un bello ejemplo: unas semanas atrás participé como jurado de la defensa de tesis de doctorado de un alumno de la Universidad de Maryland sobre la política de vivienda en América Latina durante las primeras décadas de la Guerra Fría. En su tesis examinó la formación de una comunidad hemisférica de expertos en los años 50 y 60 que identificaron la vivienda como un aspecto esencial del proceso de modernización y crearon cierta visión de la pobreza urbana en América Latina. Pero dentro de ese cuadro examinó específicamente los diferentes proyectos habitacionales iniciados en Río y en Buenos Aires en esa época. Creo que todo el jurado encontró muy buena la tesis y elogió al nuevo doctor, pero llegó un momento en que un profesor insistió en que la tesis era un trabajo transnacional y que el énfasis del eventual libro debía ser éste (y de hecho, el autor muestra que a pesar de la existencia de condiciones altamente distintas en Río y Buenos Aires, la política transnacional habitacional sufre pocas alteraciones entre uno y otro contexto). Mientras tanto, un segundo profesor insistió en que lo interesante eran los puntos de constaste entre los dos casos y quería que el autor remarcase más la comparación.  Entonces me quedó a mí cumplir el papel de “Ricitos de Oro” y ofrecer el siguiente consejo: el autor no precisa optar exclusivamente ni por lo transnacional ni por la comparación. En verdad, su trabajo demuestra que, en el momento en que salimos de la esfera del intercambio intelectual, sería muy difícil, tal vez imposible, no recurrir a la comparación. Elaborada en un panorama transnacional, evitamos la tendencia de deificar las diferencias; citando a Gil Joseph una vez más, es preciso recordar que “las ideas, instituciones y otras formas culturales y económicas son, en la mayoría de los casos, el sedimento de intercambios anteriores”. Entonces, desde esa óptica, no existe ninguna posibilidad de una clara separación entre dos casos, lo que, para Joseph, torna la comparación inútil. Pero la comparación no depende de una separación total de las entidades comparadas. No es apenas una cuestión de contraste, de hecho, nosotros generalmente pensamos en comparar entidades que consideramos “conmensurables” -por eso, la famosa no comparación entre manzanas y naranjas. Desde este punto de vista, la perspectiva transnacional, lejos de expulsar la comparación, permite un renovado abordaje comparativo, más adecuado a las preocupaciones del historiador.

 

* Agradecemos a la autora y al comité editorial de Revista Eletrônica da ANPHLAC la autorización para la traducción y publicación de este artículo.
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