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Finca, guerra estatal y rebelión indígena en Guatemala, 1954-1979

Aletheia, volumen 4, número 8, abril 2014. ISSN 1853-3701

Palencia Frener/Dossier en PDF

Sergio Guillermo Palencia Frener*

Instituto de Estudios Humanísticos, en Universidad Rafael Landivar

Guatemala, CA. 2014

            sergio.palenciaf@gmail.com

            sgpalencia@url.edu.gt

 

Resumen

La guerra en Guatemala ha tendido a ser escrita como un conflicto entre grupos armados: guerrillas y ejército nacional. En este ensayo se busca complejizar esta visión para repensar los intensos años de lucha entre 1978 y 1983. Para esto el escrito se centra en el creciente choque entre la producción y propiedad terrateniente, finquera, y los distintos modos de sobrevivencia y resistencia indígena en el país. Esto entendido dentro de la posición estratégica del país donde, para Estados Unidos, Guatemala debía ser modelo estatal de contrainsurgencia y anticomunismo a nivel latinoamericano. De manera que la guerra estatal y finquera contra las comunidades es, a la vez, un momento del enfrentamiento del capital contra la insubordinación mundial. 

 

Palabras clave

 

Contrarrevolución – guerra estatal – movimiento revolucionario – valor de cambio – valor de uso

           

Introducción

 

Entre 1954 y 1979 se fueron intensificando las condiciones de conflicto social en Guatemala y la región Centroamericana. Un periodo de profundas transformaciones y luchas estaba llegando a la encrucijada por la revolución social o por la reimposición del Estado. En el presente escrito se quiere rastrear cómo el movimiento de acumulación de tierras y producción mercantil profundizó, aún más, el ya deteriorado modo de sobrevivencia de los pequeños propietarios o de los proletarios en Guatemala. Para esto se retoman algunos de los argumentos más importantes que expuse en la tercera parte del trabajo de investigación Conformación estatal y lucha comunitaria en Guatemala - Tres momentos históricos (Palencia, 2012). De manera, pues, que este escrito tiene como base primordial dicho trabajo.

 

Dadas estas condiciones, decidí realizar este escrito como un resumen y reflexión de algunos puntos allí expuestos. Para facilitar la lectura y no complicarla con tantas citas y reseñas, decidí aquí sólo exponer un hilo argumentativo que explique las condiciones acumuladas de la guerra, la expansión finquera y las diversas alternativas de lucha de las comunidades indígenas. Quienes quieran seguir el estudio más ampliado y las discusiones allí expuestas, refiero a la investigación en mención. Como ya se dijo, el periodo histórico de este escrito abarca desde el derrocamiento del gobierno de Jacobo Árbenz en 1954 hasta el año previo a la declaración factual de la guerra en el Altiplano, 1979. Es decir, de la contrarrevolución armada de 1954 a los meses que decidieron el enfrentamiento, ya en escala armada, en regiones del Altiplano noroccidental. Todavía no estamos en la quema de la embajada de España en enero de 1980 ni en la Gran Huelga de febrero del mismo año. No obstante, circunscribimos el escrito a los meses previos a dichos acontecimientos.

 

Como se verá, se hace especial énfasis en la relación entre producción finquera, conformación estatal y movimiento de las comunidades indígenas o de sectores de las mismas. El presente escrito pretende ser una interpretación que contraste, por lo tanto, la particularidad con el movimiento de la totalidad, es decir, las comunidades indígenas con el proceso de apropiación de plusvalía regional. Un punto medular al que se llega es, pues, el contraste entre movimiento de emancipación social de las comunidades indígenas y el movimiento guerrillero guatemalteco. No pretendemos más que mostrar el momento histórico en el que ambos movimientos se encuentran, con sus continuidades y divergencias. En la actualidad estoy llevando a cabo un estudio más profundo y detallado de esos años históricos y la relación regional de dicho encuentro. Si anteriormente se ha dicho que la guerrilla llevó la guerra al Altiplano (Le Bot, 1992; Stoll, 1993), aquí proponemos reinterpretar la colisión desde las fuerzas finquero-mercantiles que impusieron, vorazmente, el proceso de expropiación de tierras y la explotación de la fuerza de trabajo proletarizada. Finalmente, en este escrito, se reflexionará sobre la historia como alternativa y decisión generacional.

 

1.  Rastreando las condiciones de la guerra:

Contrarrevolución y lucha, 1954 - 1968

 

El derrocamiento de Árbenz, en 1954, guarda en sí distintas implicaciones para entender la guerra en Guatemala. El evento estuvo marcado por lo que representaba el impulso revolucionario arbencista, tanto a nivel nacional como regional, es decir, de América Latina. A nivel nacional, la revolución citadina de 1944 había abierto las puertas de una nueva relación entre Estado y ciudadano. Políticamente, el modelo de dictadura personal se desmoronaría ante la presión por una democracia electoral, basada en la discusión de sectores organizados. Sin embargo, para lograr esto, la relación del ciudadano debía a la vez transformarse desde las relaciones productivas y mercantiles. El Código de Trabajo y la creación del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, durante el gobierno de Arévalo, fueron parte de este cambio.

 

No obstante, esa ciudadanía emergente en los sectores trabajadores y comerciales de ciudad de Guatemala se restringía al ingresar a la producción finquera. Si la revolución quería iniciar el resquebrajamiento de las formas dictatoriales debía, en el fondo, atacar la misma acumulación de capital que propiciaba dicha relación subordinante. El proyecto nacionalista de Árbenz implicaba, pues, el rompimiento de la gran propiedad territorial (Marx, 2010, III) y la disolución de las formas de apropiación del excedente de trabajo basadas en la servidumbre agraria. La fuerza revolucionaria de este movimiento, impulsado por el gobierno de Árbenz entraba, por lo tanto, en consonancia con la  histórica lucha por la tierra de las comunidades expropiadas, especialmente indígenas. Si la gran propiedad territorial era disuelta, las relaciones que hacían del indio un estamento dominado, de origen colonial, darían paso a la emergencia de una nueva relación entre Estado y comunidades indígenas.

 

El eje conflictivo, por lo tanto, no era el del ladino (1) versus el indio, sino el de la gran propiedad territorial subordinadora de la comunidad indígena. La propiedad y la renta finquera eran relaciones directas, personales, donde las características de dominación colonial sobre el indio se habían violentado aún más con la revolución finquera-liberal de 1871. La escala estamental, pigmentocrática y cultural de los no-indígenas (europeos, criollos, ladinos) estaba, pues, íntimamente relacionada con las relaciones de propiedad y apropiación de la renta finquera. Cuando Árbenz anuncia la reforma agraria estaba, en realidad, atacando el eje de la  forma dominante de subordinación social, estamental. Los grupos de poder tradicionales (finqueros, católicos, ladinos) vieron en la propuesta de Árbenz algo demoníaco, alterador del orden natural de su mundo, verdaderamente un enemigo civilizatorio. Símbolos católicos, como el Cristo Negro de Esquipulas, fueron utilizados por finqueros y anticomunistas en esta guerra.

 

La referencia internacional era el país vencedor de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos (EE.UU). Habiendo derrotado al régimen nazi en 1945 y reconstruyendo los ejes productivo-mercantiles de Europa y Asia, ahora los EE.UU se posicionaban como los defensores de la propiedad individual, de la iniciativa privada y de la democracia estatal. Del otro lado estarían los países del bloque soviético, la Revolución China y la expansión comunista por Corea y el sur de Asia, sobre todo en Vietnam. Pero el enemigo de EE.UU. no solo era el comunismo como tal, sino todo aquel movimiento social que amenazara con poner en peligro sus inversiones de capital en países considerados, hasta el momento, no-comunistas. Cuando en Guatemala, la Revolución de 1944 desencadena nuevas exigencias nacionalistas, rápidamente EE.UU. e Inglaterra ven en las medidas de reforma agraria, competencia energética y vías de comunicación una afrenta a su hegemonía.

 

La Contrarrevolución de 1954 no llega como un simple cambio de régimen. La renuncia de Árbenz solo cobraba sentido si se eliminaba el programa nacionalista y las fuerzas sociales que lo impulsaban. El anticomunismo fue la base del régimen emergido de 1954 lo cual, como vemos, implicaba al menos cuatro potentes fuerzas represivas y productoras de subordinación directa. Uno, las transformaciones capitalistas de Árbenz (reforma agraria, créditos a pequeños agricultores) fueron tachadas de comunistas en tanto no reproducían el interés estatal por la gran propiedad territorial, la finca, productora de mercancías agrícolas. Dos, las luchas por hacer respetar el Código de Trabajo y la mediación mercantil del trabajo se topaban con la realidad de un régimen que movilizaba todos sus recursos al sometimiento comunitario, campesino, indígena, concentrado en la finca. Tres, los reclamos por una ciudadanía participativa - en la ciudad o el campo - fueron entrando cada vez más en contradicción con la instauración del régimen contrarrevolucionario que, si bien no se basaba en el dominio dictatorial personalista, de hecho ejercía una dictadura institucional. El ejército nacional, lógicamente, era el encargado de mantener la gran propiedad territorial como proyecto de subordinación colectiva.

 

Cuatro, la ciudadanía y el sistema de partidos sólo pudieron sobrevivir como cascarón de los esfuerzos del movimiento de 1944 a 1954. En un primer momento el objetivo era eliminar los partidos asociados al comunismo arbencista, tal como el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT). En un segundo momento, ya con la dictadura militar en 1963, se hizo urgente aceptar los partidos políticos reformistas o socialdemócratas con fines de legitimidad estatal. No obstante, cuando en 1966 gana las elecciones Julio Méndez Montenegro, por el Partido Revolucionario, el ejército y los partidos contrarrevolucionarios someten su presidencia al orden requerido por la contrainsurgencia estatal. Ya habían pasado al menos seis años desde el fallido levantamiento militar del 13 de noviembre de 1960, el clandestino PGT se debatía entre la lucha armada y la electoral, las Fuerzas Armadas Rebeldes incrementaban su presencia en el Oriente del país y en ciudad de Guatemala. Podríamos decir que entre 1960 y 1965 las fuerzas sociales de la Revolución de Octubre (1944) hacían su aparición, fuese en el levantamiento militar de 1960, en las luchas estudiantiles de marzo y abril 1962, en el trabajo clandestino del PGT o en la guerrilla de Oriente.

 

La fuerza citadina y democrática buscaba aliarse al campesinado mestizo de Oriente. Para el primer lustro de la década de 1960 todavía el movimiento revolucionario (citadino, profesional, trabajador, ladino) no entraba en sintonía con la enorme fuerza histórica de la lucha y resistencia india en Guatemala. Las redes de las organizaciones campesinas y obreras del arbencismo eran las primeras contactadas para la resistencia clandestina y conspiracional. Históricamente, la lucha de clases no entra en una completa sintonía con todos los grupos y movimientos. Antes bien, la división del trabajo transforma el tiempo y el espacio en experiencias variadas, no articuladas inicialmente, a favor de la desarticulación social. Sin duda alguna el horizonte arrebatado en 1954 y la Revolución Cubana de 1959 eran referencias para la resistencia del proyecto nacionalista. También las comunidades indígenas habían sufrido los golpes de la Contrarrevolución, pese a que el proyecto nacionalista no fuese aún su derrotero. El enorme caudal del estamento oprimido en Guatemala, los indios, llevaba procesos comunes, paralelos y distintos durante la década de 1960. Es momento de explorar sus raíces para entender la marea revolucionaria de 1978 a 1982.   

 

 

2. Expansión finquera y crisis social

 

«Se sabe desde los años 1955-1962, cuando en nuestro territorio se desarrolló una intensa actividad de exploración petrolera. Esta actividad despertó un moderno conocimiento del potencial minero de Guatemala [...] Faltan aún mayores estudios sobre el particular para lograr una información más detallada en ese sentido, cuando se haya completado la exploración de todo el territorio de la república, o sean sus 108,889 kilómetros cuadrados, empleando para eso, como es natural, los últimos conocimientos de que dispone la ciencia y con los mejores equipos.»

 

Coronel Manuel Samayoa (1968: 25, 26; cursiva propia), al proyectar el territorio nacional para el capital minero

 

Las tres décadas que  siguieron al derrocamiento de Árbenz constituyeron un periodo de radicalización de las tendencias en conflicto. Estados Unidos no sólo había coordinado la invasión a Guatemala en 1954, sino que apoyaba la consolidación del régimen contrarrevolucionario. Sin embargo de poco hubiera servido el enorme capital invertido en capacitación militar ni en armamento si no se le hubiera dado a las fuerzas productivas de la contrainsurgencia una salida al mercado capitalista. Mercancías como el azúcar, el algodón, el ganado rápidamente presionaron la frontera agrícola, suponiendo un enfrentamiento directo con la producción campesina. Asimismo las hidroeléctricas, los proyectos mineros y las explotaciones petroleras fueron planificados en áreas anteriormente inexploradas o inhóspitas del norte del país, como lo sería la llamada Franja Transversal del Norte. En este apartado analizaremos las condiciones que fueron intensificando el conflicto entre 1954 y 1979.

 

a. Finca y comunidad, mercancía y valor de uso.

 

En nuestra investigación hemos querido entender el origen de la crisis social de finales de la década de 1970. Para esto analizamos los treinta años que van entre 1950 y 1980, contrastando geográficamente cuatro departamentos del Altiplano indígena y cuatro departamentos de la Costa Sur, asociados a la producción finquera de exportación. Nos enfocamos en tres puntos: crecimiento poblacional, acumulación y fraccionamiento de la propiedad agraria y lógicas productivas (valor de uso-subsistencia y valor de cambio-mercancía).

 

Veamos primero el contraste poblacional entre 1950 y 1980. Para el año de 1950 la población en conjunto de Huehuetenango, Quiché, Sololá y Chimaltenango alcanzaba 592,806 personas. Treinta años después, en 1981, la población de estos departamentos llegó a ser de 1,143,454. Es decir, casi se duplicó.  En la región Costa Sur, para 1950, la población en conjunto de San Marcos, Retalhuleu, Suchitepequez y Escuintla fue de 556,060 personas. Era la primera vez en medio siglo en que la población de la región Costa Sur casi alcanzaba a la región Altiplano estudiada. Anteriormente el Altiplano solía tener una mayor población residente mientras la Costa Sur le seguía por detrás. Para el año de 1981, en la región Costa Sur, la población llegó a ser de 1,193,740 personas, duplicando de similar manera la población en un periodo de treinta años.

 

Segundo, la tendencia de acumulación y fraccionamiento de la propiedad agraria. Tengamos en cuenta que los Censos Agropecuarios de 1950 y 1979 tenían una subdivisión basada en la extensión y la subsistencia subfamiliar, familiar y multifamiliar. Las subfamiliares eran los minifundios y las multifamiliares eran los latifundios. Para 1950, en la región Altiplano, el 89% de las propiedades agrarias correspondía al minifundio, con apenas el 25% del total de la superficie agrícola. Las grandes fincas ocupaban el 53% de la superficie agrícola siendo apenas el 1% de propiedades agrarias. Para 1979, en la misma región Altiplano, el 91% de las propiedades agrarias era minifundio con un ligero crecimiento de superficie agrícola en 32%. Las grandes fincas, por su parte, habían cedido terreno por poco margen. El 1% de las grandes fincas ahora ocupaba el 34% de la superficie agrícola.

 

Similar patrón se veía en la región Costa Sur. En 1950, el 2% de propiedades agrícolas, compuesto por grandes fincas, acumulaba el 83% de la superficie agrícola mientras, para 1979, el 3% de las propiedades agrícolas monopolizaba el 77% de la tierra. En esta región el minifundismo era aún más crítico localmente ante al avasallamiento finquero frente a las pequeñas producciones campesinas. Entre 1950 y 1979, el 89% de las propiedades agrícolas, consideradas minifundios, tan solo ocupó el 9% y 10% respectivamente de la superficie agrícola.

 

Tercero, disponemos pues de dos variantes centrales para entender los cambios sociales durante esos críticos treinta años. Uno, el año de 1950 todavía nos muestra un patrón de subordinación social donde la gran propiedad territorial (la finca) aún basaba su control de fuerza laboral en coacción extra-económica o directa. Las grandes fincas del Altiplano no solo servían para producción mercantil sino, sobre todo, para asegurar mano de obra indígena por medio de arrendamiento de tierras. En la práctica aún se mantenían formas de trabajo como el peonaje por deuda y la habilitación. Dos, para el año 1979 persisten las grandes fincas en el Altiplano pero han disminuido su tamaño, cediendo a propiedades categorizadas como familiares. El control laboral ya no se basaba completamente en la coacción extra-económica sino en un creciente mercado de trabajo, es decir, comuneros indígenas y ladinos asalariados sin la posibilidad de subsistir en los lugares de origen. La mercantilización de la fuerza de trabajo se amplía y genera enormes movimientos migratorios. Hay un proceso continuo de mercantilización de la tierra y mercantilización de la fuerza de trabajo, lo que implica que las condiciones de producción de valores de uso están siendo mermadas.

 

No obstante el creciente proceso de mercantilización social, aún para 1979 la relación salarial todavía se basa en una relación de dominio aún cernida a la explotación estamental, indígena, si bien distinta a la del periodo finquero entre 1871 y 1944. La proletarización es un proceso que resquebraja la exclusividad del indígena como explotado nacional, incorporando ladinos a la creciente pobreza y necesidad de trabajar para las fincas. Pero allí donde la proletarización disolvía las posibilidades de reproducción local de la comunidad indígena, allí mismo la comunidad adquiría una nueva determinación de clase explotada, ya no solo estamentalmente, sino también salarialmente al verse cada vez más despojada de tierra.

 

El motor del conflicto no era solamente la finca y la comunidad indígena, como figuras estáticas, sino la especificidad productiva de ambas. Mientras la gran propiedad territorial tenía como fin la gran producción para el mercado internacional (e.i. café, algodón, ganado, azúcar), las comunidades indígenas priorizaban la producción de valores de uso (e.i. maíz, frijol) así como la producción mercantil en escala menor (e.i. papa, ajo, cardamomo). De manera que asistimos a la especificidad local de la lucha de clases en Guatemala: la producción mercantil, basada en la gran propiedad terrateniente, enfrentando la producción de valores de uso y comercio menor, prioritariamente por comunidades campesinas. El conflicto se regionalizó distintivamente por increíble que parezca en un país tan pequeño como Guatemala.

 

Uno, en poblados indígenas con acceso a carreteras, experiencia en comercio, en producción agrícola mercantil y artesanado, así como créditos bancarios, sectores comunitarios lograron subsistir en su lugar de origen mientras se proyectaban al mercado nacional e internacional. Podemos nombrar las comunidades de Comalapa y Tecpán en Chimaltenango, Chichicastenango y Santa Cruz en Quiché, Aguacatán en Huehuetenango, San Miguel y San Francisco el Alto en Totonicapán. Dos, el conflicto fue distinto en regiones lejanas, todavía atadas a la reproducción social vía el trabajo migratorio en las fincas de la Costa Sur. Tal es el caso de San Miguel Acatán, Colotenango en Huehuetenango, Nebaj y Joyabaj en Quiché. Tres, el conflicto de comunidades con propiedades agrícolas finqueras en el mismo municipio, situación que se dio en Cotzal, Quiché; en varios municipios de Baja y Alta Verapaz; en San Martín Jilotepeque, en Chimaltenango. Cada una de estas circunstancias crearía condiciones distintas de lucha de clases. Tengamos en cuenta cómo un mismo municipio podía estar enfrentando ambos procesos, es decir, producción cooperativa para el comercio y relación laboral con las fincas, locales o de la Costa Sur. Se podría decir que esto generó un proceso de división de clase, comercial y proletarizado, que tenía en común un enfrentamiento aún estamental con la propiedad y producción finquera.

 

Peor aún, la finca como eje subordinante también se complementó de una nueva manera de apropiación capitalista. Esta sería la vía de las hidroeléctricas (Chixoy), de las minas, de las petroleras de Chisec e Ixcán, de la expansión ganadera. Hablamos pues de un régimen cimentado en la gran propiedad territorial, agrícola tradicionalmente, pero, ahora, con inversión en capital energético y extractivo. De manera que conocer el crecimiento poblacional y la acumulación /fraccionamiento de la propiedad agraria solo es una parte, el resto reside en el análisis de cómo la producción mercantil subordina la producción concreta de las comunidades campesinas, mayoritariamente indígenas.

 

b. Comunidades indígenas: colonización, cooperativas y campesinado, 1960-1979

 

En la investigación (2012) se parte de cuatro departamentos del Altiplano, arriba mencionados. No obstante, los puntos que ahora analizaremos también aplican para otros departamentos con población indígena como Alta Verapaz, Baja Verapaz, Quetzaltenango y San Marcos. Veíamos anteriormente como entre 1950 y 1979 la población del Altiplano y de la Costa Sur casi se duplica, fragmentándose la propiedad agraria de subsistencia (minifundio). Las grandes fincas del Altiplano habían disminuido en un considerable 19% de su superficie agrícola entre 1950 y 1979 mientras, en la Costa Sur, apenas habían disminuido 6%, manteniéndose casi igual en superficie agrícola. Estas transformaciones en la gran finca se debieron al cambio de patrón en la movilización del trabajo y a la subdivisión de las grandes fincas de 1950, con actividades agropecuarias como el algodón, el azúcar y el ganado (Williams, 1986) a partir de la década de 1960. Es decir, se reduce la propiedad agrícola pero se incrementa la superficie agrícola que sucesivamente apropia.

 

Son tres pues los motores del conflicto en el trasfondo de la guerra: a) crecimiento poblacional, b) acumulación/ fraccionamiento de la propiedad agrícola, c) intensificación del conflicto entre la gran producción de mercancías, centradas en la finca y, por el otro lado, la producción de valores de uso y de mercancías en escala regional o local. Aquí los repetimos para entrar en un nuevo momento de la explicación del conflicto: la actividad social de las comunidades indígenas del Altiplano entre 1954 y 1979. Todas giran en torno a la lucha por la tierra, aunque de distintas maneras y de relaciones productivas. Por un lado la búsqueda y colonización de tierras fuera del municipio de origen. Por otro los cambios productivos dentro del municipio de origen, principalmente los asociados a las cooperativas y a la producción agrícola para el mercado regional, nacional y centroamericano. Finalmente la organización de los trabajadores agrícolas para enfrentar la dominación finquera, ya fuese en el municipio de origen o en las fincas a donde migraban. Veamos cada una de estas instancias para entender lo común y específico de su conflicto con el Estado y las relaciones finqueras.

 

Primero, la colonización. Esto fue un esfuerzo colectivo de las comunidades indígenas pero también no-indígenas. Su motor: la falta de tierra en la localidad y la necesidad de migrar para continuar con su trabajo agrícola. Algunas de estas colonizaciones se llevaron a cabo desde instituciones eclesiásticas, principalmente católicas (Maryknoll), en municipios de Huehuetenango pero también en otros departamentos (Melville, 1977). La relación se hizo a través de redes eclesiásticas con la figura del sacerdote, en un inicio, como la del principal mediador con el Estado en lo concerniente a títulos de propiedad. Sin embargo, también hubo un inmenso movimiento no cernido a lo institucional sino de colonización comunitaria. Tal fue el caso de ixiles de Nebaj y Cotzal ocupando tierras ancestrales de Chajul, como también la continua expansión al norte del pueblo q'eqchi' en Alta Verapaz y Petén, sin dejar de mencionar a los k'iche's de Santa María Chiquimula, Totonicapán, migrando a tierras en Nebaj. La migración comunitaria se inició desde finales de la década de 1950 y se intensificó, ya oficialmente en el caso de la colonización Maryknoll del Ixcán Grande, en 1966. Tengamos en cuenta que este periodo, entre 1954 y 1966, cuando se cierra la reforma agraria arbencista, se intensifica la explotación finquera y se buscan nuevos modelos de apropiación capitalista, tales como la minería, el petróleo y las hidroeléctricas (Cf. Samayoa, 1968).

 

Segundo, los cambios locales en el énfasis productivo agrícola. Si aún se poseía tierra en el municipio de origen o se conseguían fondos para adquirirla, luego se podía evitar mudarse a otra lejana e inhóspita región, aún selvática. La presión por la tierra en la localidad implicaba una transformación productiva y el fin mismo de dicha cosecha. Los cambios técnicos que permitió la época, tanto a nivel de intensificación productiva (fertilizantes), de conocimiento (técnicas de cultivo) como de inversión de capital (créditos bancarios, ayudas internacionales) posibilitaron, pues, una transformación social en relación con el trabajo agrícola. Se promovió la asociación en cooperativas, comités y préstamos colectivos por encima de la circulación finquera del crédito, es decir, con los habilitadores, usureros locales. Los indígenas asociados ya no dependieron el habilitador ladino - o indígena - local sino, más bien, se insertaron en redes nacionales e internacionales de crédito, producción de mercancías y comercio. La fuerza de este fenómeno provoca un sentimiento social de independencia, apertura y valoración de lo propio frente al estamento ladino, criollo o extranjero, propietarios históricos dominantes dentro de las relaciones finqueras.  

 

Tercero, la organización campesina. El referente histórico de la década de 1970 es, sin duda alguna, el Comité  de Unidad Campesina y sus grandes logros organizativos. No obstante, esta fue solamente una vía ya que las Ligas Campesinas, de origen arbencista, se difuminaron por Huehuetenango, Quiché, Sololá, Chimaltenango y la Costa Sur. El eje de la organización campesina radica en conectar, conscientemente, la base de la separación socio-geográfica del dominio finquero en la Guatemala de entonces: las tierras frías (Altiplano) con las tierras calientes (Costa). El finquero dejó de ser visto como parte de un dominio estamental aceptado o justificado para, en su lugar, ser comprendido como parte del proceso de expropiación y robo privado de las tierras comunales indígenas. Esta es la mecha de la indignación: la capacidad de hacer consciente cómo el Estado o las clases dominantes lo son a causa de la pobreza y la explotación de los jornaleros, de las cuadrillas, en fin, de los proletarios. La lucha por el aumento salarial, por las condiciones de transporte a las fincas, contra las hacinadas galeras en las fincas, contra la discriminación racial y la explotación en el trabajo fueron, todas ellas, un enfrentamiento directo con la base productiva de la finca y, por ende, de su forma estatal. Dicho conflicto se materializó en los campesinos enfrentando al habilitador local, en su propio municipio pero, también, a los caporales y administradores en las fincas. Parar la producción finquera era parar el proceso que los subordinaba colectivamente. Las huelgas se convirtieron en posibilidad y en acto.

 

Como vemos, lejos estamos de entender el inicio de la guerra en la llegada de la guerrilla a los "pintorescos pueblos" (Stoll, 2013). El núcleo o eje del conflicto era mucho más profundo. Si no hubiese existido dicho conflicto de base, con la posibilidad de perder las tierras recién colonizadas en Ixcán, con el ataque constante de los grupos armados por los habilitadores o con los escuadrones de la muerte de los finqueros hubiese sido difícil, en conclusión, la búsqueda y construcción de un ejército guerrillero en los lugares donde la guerra, de hecho, ya había estallado. En lugar de perderse en débiles explicaciones de la guerra como una entre indígenas y ladinos, más bien la pregunta es cómo, en ciertas regiones, la guerra entre propietarios y explotados adquirió la forma social de un enfrentamiento entre ladinos (asociados a las relaciones finqueras) e indígenas (cooperativistas o de ligas campesinas). Ha llegado el momento de expropiarle la historia a los expropiadores del sentido de lucha, aquellos que confunden para mantener sus estancos académicos o sus redes con la elite guatemalteca. Sólo así se entenderá quiénes y por qué razón exterminaron aldeas enteras, violaron mujeres, estrellaron la cabeza de los niños contra las piedras, crucificaron literalmente a campesinos. Ese ayer tiene un hoy con una pregunta y un horizonte en construcción.

 

 

3. Revolución: ¿El paso del movimiento a la lucha armada?

 

          «Si nosotros paramos, se para la riqueza de los finqueros.»

 

Reflexión de la Huelga de 1980  en las fincas de la Costa Sur en: De Sol a Sol (1980: 3)

 

La forma finquera de las relaciones sociales, incluida el Estado, entró en un choque a muerte con el movimiento de apertura de las comunidades indígenas mercantiles y proletarizadas. Claro, aún aquí es importante entender regional e históricamente la particularidad de las regiones en conflicto. Mientras el artesanado textil y el comercio de Totonicapán y San Francisco el Alto subsistían desde los circuitos finqueros de la Costa Sur (García Vetorazzi, 2010), las cooperativas del sur de Quiché y Chimaltenango entraron en conflicto con los monopolios finqueros locales. En este apartado examinaremos los puntos de choque del movimiento contra la dominación finquera-estamental y las relaciones finqueras. Posteriormente analizaremos la cuestión del movimiento indígena y la opción armada revolucionaria.

 

a. Las relaciones finqueras contra la organización campesina

 

La colonización, el cooperativismo y la organización campesina implicaron nuevas experiencias para las comunidades indígenas. Los colonizadores, provenientes de distintos pueblos y etnias, ampliaron sus relaciones sociales, conocieron nuevos territorios en sus viajes, se foguearon en la negociación con las instituciones estatales y aprendieron nuevas maneras de comercializar sus productos. Ese desprendimiento de la comunidad originaria, aunque doloroso, les generó también confianza en su propio trabajo, así como pudieron contrastar la antigua sujeción al trabajo finquero frente a la nueva posibilidad autónoma de asociarse para la posesión de la tierra, fuese individual o colectiva.

 

Los cooperativistas, asociados a Acción Católica u otras instancias, aprendieron a organizarse colectivamente para conseguir fertilizantes, solicitar y manejar préstamos con instituciones bancarias u organizaciones internacionales, aprendiendo nuevas técnicas de siembra, cuidado de la cosecha, apicultura u otros proyectos para, posteriormente, comercializarlos. La experiencia colectiva de los logros del cooperativismo les quitó el enorme fardo de la dependencia al finquero o habilitador local, generalmente ladino, ante los nuevos circuitos comerciales donde canalizar su producción. La organización campesina también generó transformaciones sociales a pesar de la dominación finquera nacional. Fueron comunes a la colonización, al cooperativismo y a la organización campesina el incentivo para alfabetizarse, para conocer sus derechos constitucionales, para exigir la educación, las normas mínimas laborales y sentirse parte de una ciudadanía que estamentalmente se les había negado a los pueblos indígenas.

 

Concretamente, en silencio y a todas voces a la vez, este movimiento des-estamentalizador - como lo he llamado en la investigación - implicaba una enorme transformación de la lógica de las relaciones de poder. El orgullo de los propios logros, el sentimiento de apertura y aprendizaje de lo nuevo, las fuerzas  conscientes de la capacidad frente al histórico desprecio estamental fue, en gran medida, una revolución que se hizo sentir en varios ejes de conflicto. Fuese en las huelgas campesinas de la Costa Sur, en la rebeldía al contratista o habilitador, en las leyes referidas para impedir los abusos en el trabajo o en el rompimiento de los monopolios comerciales y crediticios del ladino propietario, cada una de ellas, fue sentida por estas redes finqueras y sus personificaciones como un aluvión incontenible e insolente. Las relaciones mercantiles, impersonales, generaban un quiebre y un desgaste de las relaciones directas del poder finquero-estamental. Esto no solamente frente al ladino propietario o al finquero extranjero, sino frente a la misma conformación estamental de la comunidad indígena. Los ancianos y los padres de la misma comunidad vieron muchas veces con recelo y enojo cómo algunos de sus hijos se rebelaban a la costumbre, fuese usando fertilizantes contra la tradición de siembra, o bien de las parejas de jóvenes que decidían casarse por su propia voluntad en lugar del convenio patriarcal. La rehuida educación del Estado, anteriormente resistida, ahora era buscada y fomentada por los líderes comunitarios.

 

El desgarramiento entre una forma estamental de la comunidad indígena y un nuevo movimiento des-estamentalizador, no solo era una amenaza para cofrades o habilitadores locales sino, en el fondo, a las relaciones de dominación propias de la forma finquera-anticomunista del Estado. Las contradicciones entre el movimiento renovado de lucha indígena (colonizadora, cooperativista y campesina) y la expansión finquera fueron haciéndose más crudas, sobre todo a partir de la devastación provocada por el terremoto de febrero 1976. El Estado había sido rebasado, se había evidenciado corrupto en la ayuda internacional y limitado ante las redes de comités cívicos, vecinales, eclesiásticos y campesinos. La rebeldía recorría cada espacio  considerado, en otro momento, privilegio exclusivo para los no-indígenas. El orden natural de las cosas caía y con él el súbito recuerdo de las transformaciones sociales durante el arbencismo, de la expropiación de las fincas, de los campesinos con su machete desenvainado, de los indígenas mirando al frente. El cooperativismo, en un inicio incentivado por los gobiernos militares de la década de 1960, ahora comenzaba a ser perseguido y eliminado en el asesinato de sus líderes. La Acción Católica, antiguo bastión falangista del régimen, ahora era un núcleo organizativo de la reivindicación productiva de las comunidades indígenas. La siempre odiada organización campesina, con el temido recuerdo arbencista detrás, ahora se incrementaba al verse como un esfuerzo desde los mismos jornaleros. Por eso, en un inicio, la represión estatal-finquera arremetió contra aquellos a quienes consideraba responsables de guiar a las "incultas masas ignorantes". Entre 1977 y 1979 se inició una ola de asesinatos de sindicalistas, catequistas, sacerdotes, cooperativistas, maestros y estudiantes. Pero, con la rabia que ocultaba el temor de las elites, la rebeldía social se acrecentaba y generaba nuevos liderazgos.

 

Aquellos líderes que habían puesto sus esperanzas en la Democracia Cristiana vieron, con amargura e indignación, cómo los partidos militaristas y finqueros imponían la continuidad del mando del ejército nacional. La primera desilusión del momento fue en 1974 con el fraude que colocó a Kjell Laugerud y, posteriormente, en 1978, con la llegada al poder de Lucas García. El Estado contrarrevolucionario no soportó a los líderes que hablaban de derechos y ciudadanía, como Fuentes Mohr y Colom Argueta, asesinándolos. El Estado finquero no aceptó la autonomía en la propia gestión comunitaria de los colonizadores (Ixcán Grande) o de los cooperativistas (Comalapa), secuestrándolos. El Estado del catolicismo reaccionario no aguantó escuchar cómo sacerdotes, catequistas y proletarios hablaban de un Dios con los pobres y oprimidos, con la misión histórica del Reino de Dios. Con cada asesinato del líder cooperativista, del catequista de las aldeas, del candidato socialdemócrata, no sólo se atacaba o extirpaba un individuo, sino el mismo anhelo y trabajo de la comunidad.

 

Desde el inicio, ojo con esto, la guerra fue planteada contra la colectividad transformadora. En el horizonte de ese momento histórico, no obstante, la lucha contra la injusticia y el triunfo de los débiles, de los oprimidos era una posibilidad realista. Los vietnamitas habían logrado burlar al ejército más poderoso del mundo, el de Estados Unidos. Los movimientos estudiantiles habían puesto en jaque los regímenes de posguerra en Francia, Estados Unidos y Alemania. Cuba seguía representando un proyecto revolucionario nacionalista con grandes avances en la educación y la alimentación, frutos ambos de la reforma agraria. El Apartheid era combatido en Sudáfrica, Angola lograba su independencia y Chile había demostrado cómo democráticamente se podía aspirar al socialismo, aunque posteriormente fuese derrocado Allende. Pero pocos eventos serían tan importantes en los ánimos de transformación social como la revolución sandinista en la Nicaragua de 1979 y el avance revolucionario en El Salvador en 1980. Pronto, en Guatemala, los años de 1979 y 1980 darían el giro drástico en la intensificación del conflicto.

 

b. El movimiento y la guerrilla revolucionaria, 1979

 

Uno de los puntos más problemáticos al confrontar la historia de la guerra en Guatemala es, pues, la relación entre las guerrillas y el movimiento indígena. Aquí reside una profunda pregunta por entender uno de los momentos más intensos de rebeldía social en este país. En 1992 el sociólogo francés Yvon Le Bot publicó su libro La guerre en terre maya. Dicho libro tiene la virtud de comprender la novedad histórica del movimiento emancipador de las comunidades indígenas a pesar del derrocamiento de Árbenz (Le Bot, 1993: 106). No es casualidad, Le Bot hizo trabajo de campo en el primer lustro de esa década y presentó su tesis doctoral sobre el campesinado, la tierra y el poder en 1977. Al momento de explicar la guerra se topa con la misma cuestión: las guerrillas y el movimiento indígena. La guerra, según su interpretación, se debe a la presencia guerrillera en tierras mayas. Separa al movimiento indígena emancipador del movimiento guerrillero, situándolo como antítesis entre un movimiento indio y otro movimiento ladino. Según Le Bot la guerra:

 

«[...] no fue una guerra de los mayas. Cierto; a pesar de sus errores, no se podría acusar a la guerrilla de haber hecho una guerra contra los mayas. Pero difícilmente podrá eludir el reproche de haber desencadenado el mecanismo que a ella condujo, y de no haber sabido ni podido contenerlo. No supo evitar que esta guerra, que consideraba "necesaria" y que pretendía ser de liberación, se volviera la peor de las guerras contra los mayas, desde la Conquista.» (Le Bot, 1995: 296; cursiva propia)

 

La acusación de Le Bot es sumamente fuerte y necesitará un detenido análisis histórico de lo que concluye en 1992. Aquí solo adelantaremos algunos puntos a tomar en cuenta. Según interpreta, la guerrilla desencadenó el mecanismo de una guerra estatal contra los indígenas, contra los mayas. Veamos.

 

Uno, en la investigación hemos demostrado cómo el núcleo del conflicto se fue instalando desde el movimiento contrarrevolucionario de 1954. En ese entonces el enemigo de Estados Unidos y de las relaciones finqueras era el movimiento confluido del arbencismo, es decir, del proyecto nacionalista y de reforma agraria.  Las masacres contrarrevolucionarias se desataron contra campesinos de Tiquisate, se castigó violentamente a los asociados al arbencismo y se devolvieron las tierras a los grandes finqueros. A partir de allí las fuerzas del régimen contrarrevolucionario residieron en: a) el apoyo estadounidense, b) el incentivo mercantil para la producción finquera y del capital minero y energético. La Costa Sur volvió a ser el centro finquero del país pero, a la vez, nuevos frentes de apropiación de tierras se abrieron en el Oriente (Zacapa, Chiquimula) y en el Noroccidente (Huehuetenango, Quiché, Alta Verapaz e Izabal). La mercancía-ganado fue el motivo de la expulsión de campesinos en Oriente. La mercancía energética (petróleo-hidroeléctrico) y la mercancía extractiva (minería-madera) fueron, ambas, el motor del proyecto de la Franja Transversal del Norte, en el Noroccidente. Desde 1964 se habían establecido los territorios de la futura Franja, finalmente legislada en el Decreto 60-70 en 1970, es decir, dos años antes de la llegada de los combatientes del Ejército Guerrillero de los Pobres a Ixcán, Quiché.

 

Dos, el proceso de robo de tierras y expulsión de comunidades campesinas se dio primordialmente en Alta Verapaz, Baja Verapaz, Huehuetenango, Quiché, Chiquimula y Zacapa. La elite militar y finquera se hizo un solo movimiento de expropiación, siendo famosa la Zona de los Generales en el centro y oriente de Alta Verapaz. Para los desalojos se utilizaron bandas armadas, soldados e incluso boinas verdes norteamericanos. Desde 1973, líderes ixiles se habían encargado de contactar a los guerrilleros que, en ese entonces, se rumoraba merodeaban las selvas del Ixcán. La finca San Francisco, en Cotzal, seguía siendo un eje de conflicto y muerte para las comunidades aledañas, ante lo cual buscaron el apoyo guerrillero. Consideramos que durante la década de 1970, desde los territorios en disputa, las comunidades indígenas atacadas constantemente y las guerrillas fueron encontrando puntos en común para llevar una lucha.

 

Por supuesto, un análisis detenido, tanto etnográfico como histórico, debe ser capaz de encontrar los puntos de convergencia entre la forma armada de la revolución y el movimiento des-estamentalizador indígena, así como los puntos de desacuerdo e incluso de contradicción y lucha. ¿Puede decirse, al unísono de Le Bot, que las guerrillas desencadenaron una guerra estatal contra los mayas o acaso ya existía una guerra de expropiación desde las fuerzas capitalistas y finqueras de 1954? En este escrito -resumen y reflexión de la investigación-, consideramos que el núcleo motor de la guerra fue el conflicto entre dos movimientos opuestos: a) el movimiento de reproducción ampliada comunitaria y b) el movimiento de apropiación ampliada finquera. La primera asociada a la producción de valores de uso y mercancías en pequeña escala, la segunda asociada a la mercancía como eje del ordenamiento estatal. Este conflicto es, a nuestro parecer, la raíz de la guerra.

 

Sólo a partir de allí se puede entender cómo las elites locales llamaron comunistas a los cooperativistas de Chimaltenango, cómo el ejército consideró una pequeña Cuba a las cooperativas de Ixcán Grande y cómo los finqueros, en la Costa Sur, se hicieron de escuadrones de la muerte - en conexión con el propio ejército - en la guerra contra el campesinado organizado. En el fondo, cuando nos preguntamos por qué entendemos por revolución, se presenta la pregunta por el movimiento indígena, des-estamentalizador y, por el otro lado, el ejército guerrillero en formación. Si consideramos que la revolución es el enfrentamiento armado con el Estado con el fin de tomarlo, sin lugar a dudas, la guerrilla es un movimiento revolucionario mientras, por el otro lado, el movimiento indígena de la década de 1960-1970 era de otra índole. Pero, si por el contrario, entendemos por revolución el movimiento concreto que derroca las presentes condiciones de opresión (Marx, 1979), sin duda alguna el movimiento indígena estaba revolucionando profundamente las relaciones finquero-estatales de subordinación. La des-estamentalización como proceso es un choque directo con la apropiación de renta finquera y con el Estado.

 

Hemos visto brevemente en este escrito cómo los tres ejes del movimiento des-estamentalizador (colonización, cooperativas y organización del campesinado) tenían reclamos mercantiles: propiedad de la tierra, créditos y comercio, condiciones justas de trabajo y mejor salario. Estas tres demandas constituían parte de las reformas capitalistas-nacionalistas del arbencismo y, probablemente, las tres hubieran sido atendidas en su momento por ese Estado en formación, hasta el punto que el mismo capitalismo lo hubiese permitido, posteriormente, en su reproducción ampliada. Al ser perseguidos los luchadores del movimiento, el Estado contrarrevolucionario creó las condiciones de justificación de la campaña contrainsurgente para la que se venía preparando desde 1954, ya llevada a cabo en ciudad de Guatemala y en el oriente del país entre 1962 y 1969. La guerrilla, en tanto una de las formas históricas de la revolución, se fue haciendo cada vez más una opción o una necesidad en ciertos territorios. Desentrañar la convergencia emancipadora entre comunidades indígenas y guerrilla nos dará, pues, luces para entender la rebelión en el Altiplano entre 1979 y 1982.

 

 

Reflexión: la tenue llama de los tiempos

 

El conocimiento histórico es, a la vez, un desprendimiento y una reapropiación de las acciones de los seres humanos; mujeres y hombres, viejos y niñas. Desprendimiento porque las acciones del pasado, por mucho que influencien y condicionen la presente actividad social en despliegue, no es para nada una copia o un calco. Reapropiación porque dicho despliegue social solo puede plantearse un camino desde la lucha al develar los sufrimientos, horizontes, caídas y esperanzas de quienes les antecedieron. Hay dos grandes peligros respecto al ser humano y su relación con el pasado, con las experiencias. Uno, bastante cruel, es simplemente ignorar que allí estuvo, no estar consciente de lo que pasó y, por ende, vivir sin el pie de arranque para las posibilidades de su época. Aquí la responsabilidad generacional se evade y, quiérase o no, se afirma el estado actual de cosas, de muerte continua.

 

Dos, asumir el pasado. Pero al asumirlo se corre el peligro de dejarse aplastar por el mismo, de convertirse en «[...] la  tradición de todas las generaciones muertas [que] oprime como una pesadilla el cerebro de los  vivos» (Marx, 2005: 17). Para esto hay que estar atentos a no hacer del pasado un fetiche, ni de los antepasados un dictador que reclama sacrificios. Sin embargo, sólo en la empatía de vivos y muertos, se comunica la vida que rebasa el orden de muerte. La decisión por el pasado es una decisión por el presente, asumir el dolor de las mujeres violadas, de los ancianos degollados y de los niños golpeados de la guerra implica, por lo tanto, sentir ese dolor como grito aún actual. El recuerdo posibilita la esperanza histórica pero, a la vez, la comunión desde el calvario histórico. Hegel lo diría de manera hermosa al finalizar su Fenomenología:

 

«[...] la historia concebida, forman el recuerdo y el calvario del espíritu absoluto, la realidad, la verdad y la certeza de su trono, sin el cual el espíritu absoluto sería la soledad sin vida; solamente del cáliz de este reino de los espíritus rebosa para él su infinitud.» (Hegel, 2003: 473)

 

Los logros y errores del pasado desde la lucha son parte de esa pregunta por discernir el recuerdo y el calvario. Hace falta lanzarnos a las aguas del pasado con la respiración del presente, para que no nos ahogue, pero, también, para empaparnos del frío o calor de las generaciones. Estar en disposición de asumir el calvario nos posibilita la fortaleza del recuerdo, el acompañamiento de quienes no están y están. En este escrito hemos visto cómo el deseo y la materialidad de la acumulación de tierras, de capital, provocó en la gente diversas respuestas para evitar la inanición y el estómago vacío al dormir. Cuando el hambre soñó, las fincas, las mansiones, las brigadas y los helicópteros se alertaron, agruparon sus escuadrones y pelotones, dieron una pausa a la competencia por la voracidad y, sin más, se lanzaron a masacrar al hambre y la sed soñadora. Al salir victoriosos nos dejaron el hambre, requisito e impulso de los derechos humanos desde el capitalismo. Hambre y fincas pueden acoplarse diariamente, una exprimiendo la fuerza de trabajo para acumularla en Miami, otra recibiendo la ración o el salario para sobrevivir unos días más. La mercancía, ese monstruo que se exterioriza a la humanidad, sigue generando los desalojos en Polochic, los ataques en Totonicapán, la explotación finquera en Sayaxché y Escuintla. El azúcar endulza las bebidas de quienes tienen el dinero para comprarla, la palma africana brinda el aceite ecológico mientras destruye naturaleza y humanidad en países de hambre. ¿Cómo hacer para que el hambre y la sed vuelvan a soñar? Esa es una pregunta que nos delega la rebelión del pasado, esperando que los errores y las virtudes del ayer no sean laberintos del presente sino, más bien, preguntas activas de contraste material.

 

NOTAS

 

(1) En Guatemala se utiliza el término ladino para designar a una persona que se considera descendiente de blancos y que, normalmente, asegura no tener antepasados indígenas en su familia. El Estado de fines del siglo XIX dividió a la sociedad guatemalteca entre ladinos e indios, siendo los primeros representantes del idioma español y de la cultura nacional.

 

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*Sergio Palencia es sociólogo, maestro por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México. Se ha dedicado a reconstruir históricamente las luchas comunitarias en el altiplano indígena guatemalteco, especialmente durante el período de guerra entre 1972 y 1982. Ha publicado diversos ensayos en revistas de Argentina, Francia, Guatemala y México. Su libro más reciente se titula Racismo, capital y Estado en Guatemala (IEH, 2013), donde analiza la dominación estatal-capitalista y su interrelación con el racismo en Guatemala.

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