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Entrevista a Alberto Bozza: “El traslado de la Facultad implica que el conocimiento crítico ocupa la fortaleza de la represión”

Aletheia, volumen 4, número 8, abril 2014. ISSN 1853-3701

Balbuena/Entrevista en PDF

Yamila Balbuena*

FAHCE (UNLP) - UNQUI

La Plata, 2014

Fotos: Camilo Cagni

 

Bozza 1


Alberto Bozza dedicó toda su vida a la enseñanza y la investigación histórica. Profesor de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social (UNLP) y del Colegio Nacional de La Plata; siendo estudiante de Historia y militante político estuvo 70 días detenido en el marco del Terrorismo de Estado de la última dictadura cívico-militar (1976-1983). Su testimonio como sobreviviente es uno de los aportes para condenar a 21 responsables por cometer delitos de lesa humanidad en el Centro Clandestino de Detención (CCD) denominado “La Cacha”. Repasamos con él los distintos momentos de la disciplina histórica y la labor del historiador en estos últimos cuarenta años. Maestros, lecturas y posibilidades de Verdad y Justicia desde un espacio resignificado: la nueva Facultad de Humanidades ahora ubicada en un Sitio de la Memoria y en una de las zonas más golpeadas por la represión y el neoliberalismo, la localidad de Ensenada.

 

 

 - El viernes 7 de marzo te presentaste como testigo de la querella en el juicio que se desarrolla en nuestra ciudad contra los crímenes de lesa humanidad cometidos en el CCD conocido como “La Cacha”, ¿fue tu primera declaración?

No. Declaré en el Juicio por la Verdad en el año 2000 que no tenía pretensiones punitivas. La red de testimonios se pudo ampliar gracias al aporte que realizó, en 1997, otra testimoniante, Patricia Rolli, que estuvo conmigo detenida en La Cacha.

- ¿Y qué cambió?

En este último proceso, por más que yo fui bastante tranquilo, estaba la cuestión de ver ahí a los represores. En el otro, en cambio, les hablábamos a los jueces, a los abogados y era un ámbito más distendido. Acá veías a sujetos que fueron tus carceleros y represores en otro registro temporal. Hoy son veteranos, algunos de aspecto achacoso. Es difícil compatibilizar esa dicotomía, especialmente teniendo en cuenta que en aquel pasado yo tenía 21 años y ellos un poco más, pero casi la misma edad. En oportunidad de mi declaración los vi como tipos con aspecto jubilados (quizás yo mismo tenga el mismo aspecto). Declarar con Etchecolatz allí era una circunstancia incómoda; a eso se sumaba la presencia de los abogados de ellos. Uno piensa que lo pueden chicanear y producir alguna dispersión en el razonamiento. Contribuyó el CODESEDH (1), una institución que me brindó una contención psicológica, una actitud muy comprensiva. Creo que, además, me tranquilizaba el punto de vista del historiador que me ofrecía un horizonte de certezas para referir los graves hechos por los que transité.

-¿Cómo sería eso?

La profesión del historiador, incluso aquella consigna “rankeana” –a la que problematizamos en nuestras clases-,  de “contar lo que efectivamente ocurrió” me daba tranquilidad, despejaba las dudas: yo sabía que no estaba fabulando, los eventos que me proponía reconstruir estaban avalados por una experiencia vivida que podía contrastarse con otros testimonios.

- Frente al Tribunal relatás que fuiste secuestrado mientras estabas cumpliendo el servicio militar obligatorio en el Batallón de Comunicaciones 601 de City Bell, ¿qué nos podes contar de esas circunstancias?

Todo empezó el 19 de abril de 1977, me faltaban 20 días para que me den la baja del servicio militar obligatorio. Me capturaron cuando salía de franco en una situación que, si la considerás desde el hoy, te parece ¡qué ingenuo que fui! Porque salíamos varios soldados, una tarde bellísima de otoño, apurados por llegar a casa para tomarte unos mates con la familia. Entonces, el capitán de la compañía donde revistaba ordenó a todos los que estaban saliendo conmigo que se volvieran. “A ver vos volvete, porque tenés la barba crecida”, y así con todos. Y yo seguía caminando hacia la salida, ingenuo ante la burda escena previa a la captura. Me voy rumbo a la parada del colectivo, en Güemes y Camino Centenario, cuando un Chevy, que venía por la avenida en sentido a La Plata, se para y desde el auto me preguntan: “Che flaco, ¿para dónde queda el mercado?”. El mercado queda por mi barrio, les indico y me dicen: “¿y no querés que te alcancemos?”. Me subo a la parte de atrás y, a continuación, se sienta un tipo de cada lado. Me acuerdo como si fuera hoy, en la calle 508 el auto dobla como yendo para el Camino General Belgrano y no me dan tiempo de nada, me pusieron la capucha, me esposaron las manos a la espalda, me pegaron uno golpes de rutina y me tiraron en el piso de la parte de atrás. En ese momento me cayó la ficha.

- ¿Qué pensabas?

Podrás pensar: ¡mirá la pavada que estaba pensando éste! Pero me preocupaba que en el ejército me consideraran desertor, eso gravitaba en mi cabeza; además de pensar en mis padres también. Me angustiaba cómo podían ellos vivir y sufrir esa incertidumbre.

-¿Y ese viaje cuánto tiempo dura?

Unos 15 o 20 minutos. Sentía que el auto pasaba por calles de tierra. Los que estaban al lado mío, eso también lo conté ante el tribunal, cambiaron de actitud y empezaron a decirme en tono amenazante y fanfarrón: “nosotros somos montos, somos montoneros”. Cuando escuché eso pensé “uh! donde me metí”. Ya me daba cuenta de que era una patraña típica de los servicios, era el tipo de alarde que hacían los personajes de los órganos de represión; ya lo sabías por la experiencia de la militancia. Comenzaron a jactarse de la impunidad; te digo más, me robaron la guita que tenía encima -que eran chirolas- y el reloj que me había regalado mi viejo a los 18 años por haberme graduado en la secundaria. El robo demostraba la calaña de personajes que eran. Afanarle a un colimba (2)! Ese viaje era como entrar a una dimensión brumosa, donde no había parámetros racionales a los que aferrarse. Estabas solo y a la intemperie, sin tener a nadie cerca que se preocupara por vos.

Cuando se detuvo el auto y me bajaron, sentí que estaba en un lugar amplio, al descampado, al aire libre. Sentí el sol, la capucha no era un black- out, o sea que con la luz divisás figuras, siluetas. Veía que había otra gente afuera, que hablaban entre ellos. Era un suelo de tierra o pasto que antecedía a la construcción donde me habrían de introducir. Me entraron a los golpes (nada de otro mundo), subí algunos escalones, parecía una planta baja algo elevada. Adentro parecía un lugar bastante amplio, me di cuenta que había otra gente, se la sentía respirando en silencio, alguna que otra tos, como si estuviesen atados al piso o a elementos que servían de respaldo. Me ataron con una de las esposas a un gancho que había en el piso y allí estuve tirado los primeros tres días, con una frazada zaparrastrosa que me dieron.

- No era un lugar de detención policial común…

En absoluto. Pero te dabas cuenta que el lugar estaba relacionado con las fuerzas de seguridad; por ejemplo la comida era más o menos la misma que comía en la colimba. Había en el piso cables y máquinas de aspecto desconcertante; lo que contribuía a darle un aspecto más siniestro al lugar. No era un recinto habitual. ¿Sabes que eran esos instrumentos que, en la primera visión, desafiaban a toda lógica conocida? Tiempo después me enteré que eran los aparatos y resistencias de la vieja antena de Radio Provincia.

- Nadie sabía que estaban allí

No sabíamos en el lugar en que estábamos y teníamos la certeza de que nadie, afuera, conocería nuestro paradero.

- Esa es la impresión de un primer momento y los primeros días, ¿Qué pasó después?

Después vas entendiendo que, incluso en ese lugar siniestro e incomprensible, había rutinas que se repetían, personajes que estaban algunos días y retornaban tiempo después, como si fuera una frecuencia bastante regular…

-¿Como cuáles?

Había distintos tipos de carceleros. Por ejemplo había guardias que, luego de 24 horas, se iban a la mañana siguiente; luego venían otros que le hacían el relevo. En lo que parecía un nivel de jerarquía superior, reinaban unos que solían llegar por la tardecita; estos tenían otra función, eran los que te interrogaban; te dabas cuenta que eran fuerzas de seguridad de otro rango; incluso por la forma en que entraban taconeando con las botas.

- En esas condiciones se agudizan los sentidos

Sí. No teníamos la precisión pero con el paso del tiempo íbamos intuyendo cuales eran canas, penitenciarios, oficiales del ejército o de los servicios. Incluso por los nombres te dabas cuento de los rangos, los que te torturaban tenían actitudes más intimidatorias, apodos más sofisticados y amenazantes: “el Oso”, “el Francés”, “el Amarillo”, “el inglés”, entre otros.

A la noche había un silencio total, en ese momento brotaba la curiosidad que se esforzaba por adivinar dónde estábamos. Intuía que era dentro de La Plata, porque si bien perdés la noción del tiempo, tenías esa sospecha por el recorrido del viaje que me condujo a ese lugar. Buscaba captar sonidos que me dieran pistas, referencias de orientación. Recuerdo claramente una noche el largo sonido de un tren, pero no era habitual, no daba la impresión de una línea regular de pasajeros; podía tratarse de trenes de carga que pasan cada tanto. Y efectivamente, como lo supe décadas después al merodear el predio, en esa zona pasaba un tren, cuya vía de pasajeros estaba desmantelada, pero quedaba la del tren de carga. En la búsqueda de sonidos que orientaran nuestra situación, también recuerdo que se sentían ladrar perros (“perros de policía) y, peor para nuestras expectativas, se escuchaban prácticas de tiros (los mismos sonidos de los FAL que usábamos en el batallón donde era conscripto). Una de las noches que entró uno de los milicos taconeando, de los que eran de mayor jerarquía, vino con un perro. Se detenía ante cada uno de los que estábamos recluidos en el piso y nos acercaba al perro, que jadeaba amenazante cerca de nuestros rostros.

Entre los detenidos, había una enorme mayoría de militantes, simpatizantes o periferia de las organizaciones de la izquierda peronista: Juventud Universitaria Peronista, Juventud Trabajadora Peronista, Montoneros, Unión Estudiantes Secundarios. Yo era un bicho raro porque no pertenecía a ese campo político. Sin embargo, en la mitad de mi cautiverio, cayeron un grupo, menos de una decena, de militantes de la Juventud Guevarista.

 

Reconstruyendo el rompecabezas: 1. El compromiso político

- ¿Qué nos podés contar de tu militancia en los ‘70?

Yo militaba en la Universidad en una organización que se llamaba Partido Socialista de los Trabajadores (PST), un grupo que en 1971 nació como confluencia de un sector escindido del Partido Socialista Argentino (se lo conocía como Secretaría Juan Carlos Coral), y de un partido trotskista clandestino, el PRT-“La Verdad” (nombre del periódico partidario). Recordando mejor, mi militancia empezó antes, cuando era alumno de una escuela secundaria católica de Tolosa, moldeada en el integrismo católico de tipo franquista. En 5º año, estimulados al debate en las clases de Marquitos Gerbaz, un sacerdote comprometido y progresista (su discurso y ética eran compatibles con el MSTM), ocurrió nuestro despertar político. En 1972, el PST abrió un local cerca de mi barrio, en la calle 519 entre 2 y 3, en Ringuelet (3). Era la coyuntura del Gran Acuerdo Nacional y el partido quería aprovechar la instancia electoral peleando por su legalidad. Una de mis primeras actividades partidarias fue participar de una campaña de afiliaciones (en una barriada de pobreza indescriptible de Villa Fiorito), para alcanzar el requisito del reconocimiento legal por el gobierno militar de Lanusse.

Durante años pensé que los milicos habían llegado a mí por un episodio de mi etapa de estudiante secundario. Lo cuento brevemente: en la escuela católica a la que asistía organizamos una huelga por el anacrónico e insoportable autoritarismo que sufríamos. Por primera vez en un establecimiento tan conservador, “ocupamos” el colegio un par de días, a mediados de 1972. El conflicto salió a la calle, se sumaron algunos padres y los diarios locales (El Día y La Gaceta) informaron sobre su desarrollo. En algunas de las notas se mencionaron los nombres de los alumnos participantes, entre los que estaba el mío. Efectivamente cuando se abrieron los archivos de inteligencia de la policía de la provincia de Buenos Aires -que actualmente están custodiados por la Comisión por la Memoria- encontré, en 2010, en mis legajos no sólo los recortes de los diarios platenses haciendo la crónica del conflicto, sino los reportes de agentes policiales o colaboradores civiles (uno de los preceptores) que señalaban a los responsables. Pero creo que la causa más importante de haber ingresado en los prontuarios del espionaje político policial ocurrió un par de años más tarde. En 1974, cuando arreciaba la derechización fascistoide del peronismo gobernante, el Partido había organizado unas jornadas de lectura, un campamento de formación teórica y política en una quinta en la localidad de San Miguel. Creo que el día en que finalizaban las jornadas, ingresaron, con ropas de civil, miembros de la brigada de investigaciones de la policía. La situación se hizo muy tensa, hubo negociaciones con los responsables partidarios y, finalmente, nos ficharon uno por uno (identidad, documento, domicilio). Efectivamente, cuando vi los legajos de la DIPPBA, en 2010, estaba registrada mi participación en aquella experiencia.

- Previo al golpe, las fuerzas represivas habían fusilado a muchos militantes en nuestra zona y el PST ya había sufrido la represión

Sí, durante el gobierno peronista se desató una cacería sobre las izquierdas. En mi condición de estudiante y militante universitario, fuimos testigos directos del proceso de patoterismo y violencia, del clima de terror e impunidad, desatados por la CNU y, poco después, por la Triple A (4).  A los compañeros de nuestro partido los secuestraron y los mataron el 4 y 5 de septiembre de 1975. Algunos trabajaban y militaban en la Petroquímica Sudamericana (hoy MAFISA), emplazada en Lisandro Olmos; otros eran militantes de la Juventud Socialista de Avanzada (JSA). Fueron momentos de mucho riesgo e impunidad. Nunca se hallaban a los responsables de las matanzas de las escuadras paraestatales. Un año antes, el 29 de mayo de 1974, las mismas bandas habían asesinado a tres compañeros en General Pacheco. Cuando se hizo el funeral  en el local central del Partido, en la calle -todavía me acuerdo- 24 de Noviembre; uno de los principales oradores fue Ortega Peña (5), que militaba en el peronismo clasista y fue uno de los directores de la Revista Militancia. Dijo en el discurso “este proceso de represión de la Triple A tiene un responsable que los protege: Perón”. Esta afirmación pública, la primera que escuchaba de un dirigente de la izquierda peronista, probablemente sea uno de los episodios que lo convirtió en blanco de los ataques de la derecha y causa de su asesinato el 31 de julio de ese año.

- Fuiste liberado el 28 de junio de 1977 y al otro día te presentaste en el Batallón de Comunicaciones 601 de City Bell donde estabas conscripto para cumplir con la instrucción militar que se había visto interrumpida por tu secuestro…

Mi condición de conscripto pesaba obsesivamente en mi cautiverio. ¿Ingenuidad, temor a la represalia, inconsciencia del peligroso limbo en el que estaba hundido? Quizás un poco de todo eso. Yo nunca dejé de preocuparme por ser declarado desertor, una punición horrible que conocía por haber pasado alguna vez por el calabozo del batallón y encontrarme a soldados de otra generación que padecían esa larga y penosa espera. En esas cavilaciones, en un atardecer le pregunté a uno de los guardias que cumplía el turno de vigilancia ese día: “A mí me sacaron el documento, yo estaba haciendo la colimba, eso me tiene preocupado” y el tipo me contesta: “Flaco preocúpate por salir vivo de acá y no en pensar pelotudeces”. Recuerdo que esa noche no dormí.

Hacer el servicio militar obligatorio en un contexto de dictadura y, para peor, ser secuestrado con la obvia aquiescencia de los jefes de la unidad, fue un prolongado calvario que nunca pude conjurar de mi memoria (En épocas no tan lejanas me asaltaban pesadillas en las que debía volver al batallón por cuanto mi situación no se había aclarado). Nunca pensé en la opción de irme, de salir del país, era una iniciativa fuera de mis posibilidades y de las de mi familia. A la mañana siguiente de la noche del regreso a casa, me presenté al Batallón. Ingenuo en considerar que mi situación se aclararía al presentarme voluntariamente, pensé: “a mí me sacaron de acá contra mi voluntad y yo vuelvo acá”. Por las consecuencias que tuvo la situación, mi cálculo no fue acertado. Significó volver a la jaula del león, transitar por los mismos lugares, por el mismo camino donde se perpetró el secuestro. Ver las caras de quienes probablemente conocieron los detalles o participaron de los arreglos previos a la captura. También pensaba ¿cómo harían ellos, las autoridades, mis “superiores jerárquicos” para blanquear lo que me había ocurrido? No iban a reconocer su responsabilidad. Ese clima de perpetua incertidumbre se prolongó 16 meses más; es decir me consideraron desertor y de hecho, sin que me lo dijeran por escrito, estaba purgando la prolongación de un castigo; aunque no había papeles que así lo declarasen. (Evocando los hechos desde hoy, mis vivencias de esos días se parecían a la atmósfera que transmiten ciertos relatos de Kafka, la espera indefinida, expedientes extraviados, indefensión, etc.). Yo estaba esperando una resolución y el equívoco se prolongaba como una tortura cotidiana. Parecía que nadie de las jerarquías militares sabía que estabas ahí o, peor aún, ni siquiera le importara la prolongación de mi situación. Era como estar atrapado en una rutina burocrática inamovible. ¿Podés creer que me pasaron por desertor? Y tuve que cumplir más de un año de recargo del servicio, desde el 29 de junio hasta el 22 de agosto del 1978. Durante ese tiempo trataba de desarrollar mis actividades ahí adentro con bajísimo perfil, invisibilizarme para las autoridades, pasar desapercibido para evitar preguntas incomodas, para evitar respuestas más incómodas todavía.

 

Reconstruyendo el rompecabezas: 2. La disciplina histórica

- ¿Y cuándo retomaste la carrera?

En el año 1978 muy lentamente retomé las cursadas, estaba en la mitad de la carrera. Era una época en que las políticas neoliberales ya comenzaban a producir sus secuelas de desindustrialización y desempleo. Mi situación personal era complicada en cuanto al trabajo y, después de tener oficios temporarios, a principios de 1979 consigo ingresar como peón en una fábrica de papel en Berazategui. Iba a estudiar por la mañana temprano, con el bolsito, el termo y el sándwich de milanesa; y de allí a laburar. El nivel académico de la facultad era mediocre; ya se notaban los cambios perpetrados por la dictadura: un clima de despolitización (resultado inevitable del clima intimidatorio del terrorismo de estado), una nueva generación de alumnos que, además del temor imperante, a mi entender tenían conductas apáticas. Empecé a cursar materias dictadas por profesores a los que yo consideraba conservadores y reaccionarios, por ejemplo Historia de la Historiografía. En la atmósfera de desarraigo intelectual que sentía, esa materia me gustaba porque me permitía contrastar ciertas preguntas y marcos teóricos que había forjado en mi militancia con las lecturas propuestas por la cátedra; por ejemplo de autores como Ortega y Gasset, cuyas consideraciones filosóficas “idealistas” me empujaban a la polémica. El profesor que estaba a cargo, Horacio J. Cuccorese, era un exponente de la escuela rankeana, al parecer, de la vertiente más trivial de dicha herencia. Demostraba cierto parroquialismo intelectual, ajeno, desconocedor o quizás en desacuerdo con las corrientes renovadoras de la época, como los Annales (cuyos autores estaban publicados en nuestro país). La dictadura imponía restricciones severas a la formación cultural y eso lo veíamos en un núcleo significativo del cuerpo de profesores.   ¿Y sabes quién era alumno en ese curso de 1979? Un buen alumno, un joven que, años más tarde, sería fundador de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), Carlitos Jáuregui.

Cursé también Historia Argentina, que también había caído en manos de estos enfoques apegados a la historia-relato con un profesor como Benito Díaz, jefe del Departamento de Historia en ese periodo. Me recibí en 1980, cuando era decano (designado por el interventor de la dictadura en la UNLP, el médico veterinario Guillermo Gallo), el historiador Ezequiel Ortega.

- Vos habías vivido la facultad en un contexto muy distinto: dos postales bien paradigmáticas, antes y después del golpe.

El contraste era drástico y el retroceso notable. Los mismos lugares donde pegábamos los carteles, donde realizábamos las asambleas, ahora se habían transformado en espacios de atonía intelectual, de ausencias, de silencio. Los cambios eran involuciones. En las materias, donde en condiciones de normalidad institucional, no podían omitirse debates trascendentales como las transiciones o el origen del capitalismo, primaban los enfoques anclados en la historia institucional, de las ideas y de las religiones. Una figura que adquirió gran predicamento en la carrera de Historia era un intelectual orgánico de la Curia, el profesor Tau. Tenía a su cargo Historia Medieval y, durante la dictadura, empezó a dictar Historia Moderna (el marco cronológico se extendía de la debacle del Imperio Romano al Renacimiento). Cuando tuve que rendir esta última, uno de los temas que desarrollé fue el de la transición hacia el capitalismo, una cuestión no tratada en el programa por las escabrosidades que los debates y el tipo de conceptualización podían suscitar en una época de mutilaciones y de mediocridades intelectuales. De mal talante, incómodo por el tema, me preguntó por la bibliografía utilizada. Le contesté que había leído a Maurice Dobb (6). Me aprobó con un cinco, visiblemente molesto.

En los años de la dictadura se expandieron los espacios institucionales y la bibliografía sobre “geopolítica”, en el marco de una coyuntura pródiga en temas como el control del territorio, las fronteras, las hipótesis de guerra (no olvidemos el conflicto con Chile por el Canal de Beagle) ¿Y quienes escribieron sobre eso? Los militares, activos o retirados, y una serie de civiles afines al proyecto de la dictadura. En ese clima belicista, una fiebre latente a ambos lados de la cordillera, los militares argentinos recurrieron a iniciativas propagandistas, como el programa “Vamos hacia las fronteras”, en el que impulsaban a jóvenes a trasladarse hacia territorios limítrofes del sur. Las agencias culturales de la dictadura participaron del frenesí militarista. La Secretaría de Estado de Ciencia y Tecnología organizó, en 1979, el “Concurso Homenaje Centenario de la campaña del desierto”. Otro ardid de la dictadura fue el uso político del pasado. Al cumplirse, en 1979, el centenario de “la conquista del desierto”, el llamado Proceso de Reorganización Nacional hizo una exaltación de la operación militar conducida por Roca que derrotó a los indios y ocupó su territorio. La memoria oficial glorificaba una campaña que había asegurado al Estado Argentino el control (la “soberanía”) sobre la Patagonia. La celebración de aquella “gesta del pasado” pretendía afirmar los “derechos argentinos” sobre los territorios fronterizos que eran motivo del enfrentamiento de las dictaduras de Videla y de Pinochet.  El centenario de 1879 ofrecía otras oportunidades para resignificar y manipular metafóricamente la “guerra contra el indio”. Con un siglo de diferencia, dos desafíos perniciosos habían templado y consagrado las virtudes del Ejército Argentino. Uno, en el pasado, encarnado en los salvajes araucanos (a los que la literatura más repugnante llamaba “indios chilenos” o, peor aún, “extranjeros”) que invadían desde Chile. El otro, también era considerado un enemigo “extranjero”, “foráneo”; era la “subversión marxista” vencida por las armas “nacionales” de las Fuerzas Armadas. Pude observar como alumno en nuestra Facultad, en alguna cátedra de Historia Argentina II, la organización de un seminario en torno a ese tipo de conmemoración de la operación militar en el sur, sin ninguna problematización crítica del acontecimiento y mediante una bibliografía producida por autores militares e intelectuales afines a “la epopeya del desierto” (Juan C. Walther, Álvaro Barros, Estanislao Zeballos, Manuel Prado, Manuel Olascoaga, Alfredo Ebelot, Guillermo Alfredo Terrera, etc.).

-¿Y en el retorno de la democracia?

Una parte importante de los planteles docentes, algunos de cuyos miembros habían hecho carrera, estaban en las cátedras y en los lugares de poder en el umbral de la universidad democrática. Los primeros años de la democracia fueron de una actividad febril para nosotros, graduados de distinta generaciones, que nos buscamos (en algunos casos, reencontramos) con la tarea de recuperar la Universidad, de renovar los profesores y programas de estudio. A la distancia los recuerdo como momentos felices, una atmósfera constructiva; sentíamos la obligación de ir a buscar a las figuras perseguidas, cesanteadas, como los historiadores José Panettieri, Ural Pérez. Quizás me olvide de otros, pero los graduados prácticamente “los empujamos” como referentes de la tarea, de la batalla a emprender.

- En este proceso, la Historia ¿se volvió un refugio? pese a esa apatía en las aulas y esos docentes reaccionarios, ¿qué te mantenía unido a la Historia?

Durante la universidad de la dictadura, sentía el compromiso, la avidez por la lectura de textos históricos identificados con lo que podemos llamar el pensamiento crítico. Ese empeño, las más de las veces solitario, contrastaba con la falta de interés y complejidad que ofrecían las lecturas instruidas en la mayor parte de las materias. En ese contexto de desarraigo político e intelectual (1978/1981), en la intemperie producida por la pérdida de lazos colectivos, la relectura de la obra de Milcíades Peña (los volúmenes de La Historia del Pueblo Argentino, de editorial Fichas) ofició como un refugio. Cuando estaba secuestrado en La Cacha, el ejército allanó mi casa y saqueó la biblioteca; luego vinieron dos amigos y se llevaron lo que quedaba para evitar complicaciones (también los discos de Quilapuayún y Daniel Viglietti). Así que ya no tenía esos textos, pero los volví a recuperar, pacientemente, con modestos ahorros, en la librería Libraco. Aunque eran textos prohibidos, allí los encontré, polvorientos, en instantes periféricos, y gracias a la bonhomía y generosidad de Emilio Pernas. Además del estímulo para las escasas polémicas que surgieran en las cursadas, la lectura de Peña me resultaba placentera. Me gustaba su tremenda potencia desmitificadora, la agudeza para desnudar las incongruencias de tradiciones historiográficas como el liberalismo, el nacionalismo revisionista o el marxismo constreñido por la losa estalinista. En sus páginas encontré planteados problemas y cuestiones ignorados en las lecturas de las materias que cursaba: el debate sobre la colonización capitalista o feudal de las Américas; las caracterizaciones clasistas de la revolución de Mayo y de las guerras civiles, la naturaleza del capitalismo rosista, las causas de la Guerra contra Paraguay, la mirada compleja y certera sobre el programa de Alberdi y Sarmiento, las consideraciones “trágicas” sobre el itinerario de las clases dominantes criollas, etc. A pesar de la censura y del aislamiento, encontré momentos de reflexión y despabilamiento intelectual en los libros de la editorial Siglo XXI, uno de los blancos predilectos (como los textos del Centro Editor de América Latina, quemados en Sarandí el 26 de junio de 1980), de la persecución cultural de la dictadura.

- Pese a estos maestros que más que modelos son anti-modelos, vos elegiste la carrera docente que es a lo que el dedicaste toda tu vida

Así es, aunque no te imagines que había muchas opciones. Durante la dictadura, la carrera de investigación no era una posibilidad, porque los Institutos y el Conicet eran lugares infranqueables y estaban en sintonía con orientaciones sociales conservadoras y, para mí, anodinas. En cambio la resistencia estaba dada por quienes se sostenían trabajando como docentes en otros circuitos. La exoneración de profesores de izquierda empezó con el peronismo, y de la misma fueron víctimas el Colegio Nacional, el Liceo Víctor Mercante, el Bachillerato de Bellas Artes y la Facultad. Y en estos colegios se consolidó el mismo tipo de conservadurismo reaccionario durante la dictadura. Los que se quedaron afuera se ganaban la vida como docentes en escuelas periféricas de la ciudad o en Institutos Terciarios o dando clases particulares (por ejemplo compañeros como Leila Catino, Ural Pérez, Nelly Christiensen, Pepe Martín, Alicia Trussi).

Cuando yo cursé Introducción a la Historia en el año 1974, era ayudante de la materia el profesor Ural Pérez. Era una época de intensa influencia de la izquierda peronista en la universidad, una etapa de fuerte partidización, con un predomino de las interpretaciones históricas difundidas por autores como Hernández Arregui, Scalabrini Ortiz, Jauretche, Abelardo Ramos, Guillermo Gutiérrez y Rodolfo Puiggrós, entre otros. Las discusiones y los textos del revisionismo histórico tenían enorme circulación, configuraban la representación del pasado de la Tendencia (la JP/Montoneros). Debo reconocer que, en los prácticos de Introducción a la Historia de Ural Pérez conocí y leí por primera vez a autores identificados con la Escuela de los Annales que no conocía para nada: Marc Bloch,  Francois Simiand, Lucien Febvre, Labrousse, Pierre Vilar, Braudel. Una década después, en 1984, Ural Pérez renovó la cátedra de Introducción a la Historia, e instaló a la escuela de los Annales. Era un enamorado de esa tradición; no había historia sin problema, repetía con argumentos persuasivos. Era una persona, un compañero, al que extraño, por su tesón, por el empuje para abrir nuevos territorios de interés para la disciplina, así como metodologías de investigación novedosas para la época o quizás debiera decir para mí (por ejemplo los métodos cuantitativos aplicados a las fuentes).  La manera de vivir y comprometerse con la profesión encarnaba en lo que Lucien Febvre definía como los “combates por la Historia”.

Entonces empecé allí, en 1984, como adscripto ad honorem en “Introducción…” a estudiar e investigar sobre el movimiento obrero, particularmente los orígenes del anarquismo en la Argentina. Un año después ingresé como docente en el Colegio Nacional.

- Hay una extensa y arraigada tendencia historiográfica que piensa la relación entre la Justicia y la Historia. Desde aspectos empíricos de cómo el historiador construye el relato valiéndose de indicios y de testimonios hasta planteos teóricos sobre el rol del historiador y esa premisa de “comprender y no juzgar” que nos legaron desde Febvre a Ginzburg. ¿Pensaste en esto en el momento del armado de tu testimonio? No me refiero al momento de estar allí sentado, con los imputados a tus espaldas sino en los momentos previos…

Con esa pregunta das en la tecla sobre la actitud o la sensibilidad con que pensé acudir a dar testimonio y creo me sirvió para ofrecer una prueba fehaciente de lo que había padecido. Yo sabía que debía ser preciso en la identificación de los sucesos y ofrecer la mayor certeza en la reconstrucción cronológica de lo que me aconteció. Y en esta cuestión quiero ser cuidadoso respecto a los distintos registros temporales que fueron completando la ubicación y las dimensiones de los hechos que había vivido en el cautiverio. Es decir, la sucesión de registros que me permitieron ubicar las vivencias sufridas en un contexto informativo amplio y coherente. Con esto quiero decir que la experiencia sufrida se me hizo muchísimo más inteligible cuando, en los últimos días de la dictadura conocí un informe, creo que de circulación clandestina, elaborado por sobrevivientes ante la organización de derechos humanos de Brasil, Clamor. Recuerdo que en esas lecturas, hechas en lo más profundo de la noche, pude comparar la información vertida por los testimoniantes con mis propias vivencias, completar el cuadro de los eventos, estimular recuerdos apagados y comprender la dinámica más general del centro clandestino. Esa actitud de cautela que mencionaba más arriba es la que me permitió discernir: “esto lo sé porque lo leí” (que el lugar se llamaba La Cacha, que era la antena de la radio, que estaba en Olmos, etc.) y “esto otro, porque lo viví”.

 

Puentes y desafíos en una nueva era

- En estos momentos estamos realizando la entrevista en un predio donde funcionó también un CCD, el BIM 3. ¿Cuáles son tus reflexiones acerca de esta recuperación del espacio y qué significado tiene dar clases en este lugar?

Yo sabía que esto había sido un CCD porque la fuerza que se hizo cargo de custodiar (en realidad debiera decir, que ocupó) la Facultad de Humanidades era el BIM 3. Desde marzo a abril de 1976 – o sea los meses previos a ingresar al servicio militar obligatorio,- iba a la facultad a piquetear la prensa (vender y entregar el periódico del Partido) y veía la presencia de las tropas dentro del edificio, palpándonos de armas, revisándonos lo que portábamos y otras rutinas similares. Si bien no era un antro masivo de detención como fue la ESMA o Campo de Mayo o el lugar donde estuve detenido, sabía que el BIM 3 era un ámbito represivo. La superposición de identidades que yacen en este predio es perturbadora. La mutación no deja de impresionarme: de campo de la represión, especialmente dirigida en aquellos años contra nuestra facultad, alumnos y  profesores a un espacio de elaboración de un pensamiento crítico, nutrido por el ejercicio y la preservación de una memoria activa que, desde nuestras propias bases institucionales, puede ser abordada por la producción historiográfica. Pensada en esta tensión de identidades, la metáfora tiene perfiles redentores. Analizar la memoria del nuevo espacio que ocupamos tiene, además, desafíos más amplios. Uno es afianzar los vínculos con el entorno que nos rodea, con la comunidad de Ensenada, de El Dique, una región muy golpeada por los embates represivos de la dictadura. Entre 1972 (quizás unos años antes) y 1976, sectores de la población trabajadora de esta región participaron  de movilizaciones y procesos huelguísticos durante la dictadura de la Revolución Argentina, las experiencias peronistas y en los años del Proceso militar. En el caso de algunos miembros de nuestra generación no se trató de un conocimiento libresco de este segmento de la historia reciente. Fueron experiencias vividas, en mi caso como estudiante y militante, participando en marchas de apoyo a movilizaciones organizadas por lo que, tal como lo pensábamos en la época, eran las vanguardias de los trabajadores de la zona: los obreros de Propulsora Siderúrgica, de Astilleros Río Santiago, de Petroquímica Mosconi y, en menor medida, los de la destilería de YPF. En cuanto a vivencia intensa, recuerdo al proceso que acompañó a la huelga en la planta de Propulsora, en un contexto tremendamente represivo como el que instrumentó el gobierno peronista de Isabel Martínez. La marcha, proveniente de Ensenada, culminó el 28 de mayo de 1974 en un acto multitudinario, al que asistí con las columnas estudiantiles que apoyaban la huelga, frente al sindicato de ATULP (en 44 entre 10 y 11). La experiencia de Propulsora era muy estimada por todo el activismo de la región. Tenía una comisión interna clasista, se planteaba la construcción de una coordinadora de gremios alternativos que dieran batalla a la burocracia sindical que conducía la CGT.

En función de estos episodios, también pienso la radicación de nuestra facultad en esta región como un puente con un segmento del pasado que viví intensamente. Sin duda, la memoria de aquellas tradiciones sindicales radicalizadas y de los sectores medios que la apoyaron es y será objeto del interés del conocimiento producido en estas nuevas condiciones. Aunque parezca un tanto ampulosa la forma de expresarlo: el saber crítico ocupa otra fortaleza de la represión.

- El año 2014 será un hito para nosotros, no sólo por este inicio de ciclo lectivo en lo que era el BIM 3, sino también por el juicio a “La Cacha”. Personalmente encuentro un vínculo muy estrecho entre los hechos que se están juzgando y nuestra unidad académica, porque muchos de los casos son de estudiantes, profesores de nuestra Facultad, que hoy nos faltan y que hay una instancia abierta para que finalmente se haga justicia. Se espera para septiembre el veredicto de la Cámara Federal, ¿qué esperás al momento de finalización de este proceso judicial?

Las expectativas son muchas, tal como lo sugerís. No se pueden desvincular los dos fenómenos. Los juicios en curso demuestran en sus dimensiones más corpóreas y materiales la crueldad del dispositivo represivo que atacó a nuestra universidad, a nuestra facultad. Se trata de una revelación muy significativa de nuestro tiempo. Debo confesarte que, mientras estuve secuestrado, nunca tomé cabal conciencia de esta clase de lazos de pertenencia que nos ligaba a otros cautivos. Quizás el rigor imperante y la incertidumbre de nuestra supervivencia fueran las causas que me apartaron de pensar en esos lazos; o tal vez se trató de un comportamiento defensivo, “automático”, evitar sembrar nuevas trazas para beneficio de las pesquisas de nuestros captores. No estábamos en condiciones o, mejor dicho yo no lo estaba, para demostrar una curiosidad evidente o excesiva sobre esos lazos de pertenencia. Posteriormente hice la relación, cuando tantos familiares y víctimas nombraban a profesores y alumnos que uno conocía. ¡Tanta gente de la universidad y de la comunidad educativa pasó por donde estaba yo! La hija de Estela (7), Laura, que estudiaba historia, estuvo detenida en La Cacha, aunque yo ya no estaba; para no hablar de otros compañeros que fueron desaparecidos, aunque no pasaran por ese CCD, como Daniel Ponti, militante de la JUP y estudiante de Historia.

Cuando recuperé la libertad, me resultaba inimaginable que nuestros verdugos fuesen juzgados y que los iba a encontrar, en cuerpos irreconocibles, a pocos pasos de mi, en el estrado de los actuales juicios. Si no se pudo juzgar a nazis destacados, ya que la inicial desnazificaciòn fue frenada por las prioridades norteamericanas del anticomunismo y la guerra fría; ¿cómo se iba a poder hacer acá? Con la larga tradición militarista que padeció nuestra sociedad, con los antecedentes de impunidad, con la protección o complicidad de instituciones como la Iglesia Católica. Debemos reconocer, el increíble vuelco de la situación provocada por la derogación de las leyes de impunidad; por la tremenda decisión política del Estado durante el Gobierno de Néstor Kirchner. Ese voluntarismo, sin duda, despabiló a los pesados engranajes judiciales para que den respuesta a los reclamos de verdad y justicia. De igual manera, el nuevo rumbo iniciado en 2003 también fue el corolario de años de militancia de los Organismos de Derechos Humanos que, en las circunstancias más adversas y desmovilizadoras, mantuvieron vigente la lucha por la verdad histórica y por el procesamiento de los responsables del terrorismo de Estado.

Nuestros anhelos más viscerales desean que los represores confiesen, que digan efectivamente quiénes, cómo y dónde los secuestraron y asesinaron. Pero, al mismo tiempo, nos envuelve cierto escepticismo al comprobar que muchos represores se han muerto sin confesar, y el implacable curso biológico, al que nadie escapa, va a tronchar aquellas esperanzas. Ese es el costado sombrío que acecha a nuestras posibilidades. Pero, al mismo tiempo, sabemos con certeza muchísimas cosas ahora. Conocemos los lugares y los dispositivos del terrorismo de Estado, conocemos a sus responsables y, en algunos casos, quizás los últimos instantes de vida de los compañeros. En verdad, nunca imaginé, estando cautivo y en varios años de la democracia, que se iba a poder encontrar a algunos de quienes nos secuestraron y torturaron. Menos, que iban a subir a un estrado judicial, a pocos metros de quienes fueron sus víctimas; ahora convertidos en verdugos de cuerpos encorvados, que simulan leer o escuchan con cara de póker una secuencia de relatos atroces que los involucran. Varios verdugos han sido localizados y expuestos, con el debido proceso, a la luz pública. Sospecho que no confesarán y veo la parte vacía del vaso. A pesar de todo, estamos ante la posibilidad de darle a la palabra justicia un sentido menos abstracto y más reparador.

 

Notas

(1) Comisión para la Defensa de la Salud, la Ética y los Derechos Humanos, organización que trabaja apoyando a las víctimas de graves violaciones a los Derechos Humanos.

(2) Colimba es un apodo para a los jóvenes que salían sorteados para cumplir con el servicio militar obligatorio y significa “Corre, limpia y barre”.

(3) En esos momentos, Ringuelet era un barrio periférico de la ciudad de La Plata

(4) Concentración Nacional Universitaria y Alianza Anticomunista Argentina fueron sindicados como responsables por el terrorismo previo al Proceso del ´76.

(5) Diputado Nacional por la Provincia de Buenos Aires, asesinado un mes después de la muerte de Perón por la Triple A.

(6) Estudios sobre el desarrollo del capitalismo, Bs As., Siglo XXI, 1975.

(7) Estela de Carlotto, Presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo busca a su nieto nacido en cautiverio en el CCD La Cacha, su hija Laura Carlotto cursó todos sus estudios en nuestra ciudad de La Plata y militaba en Montoneros.

 

* Yamila Balbuena: Profesora en Historia egresada de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Trabaja como docente en la Fahce, en la Universidad Nacional de Quilmes y en otros Institutos de enseñanza y formación docente. Como extensionista, coordina el área de Conocimientos Generales del Programa de Educación Permanente de Adultos Mayores (PEPAM) de la Secretaría de Extensión de la Fahce. Investiga temas relacionados con los estudios de las mujeres y género, diplomada en Estudios Interdisciplinarios de Género, actualmente cursa una especialización en Sexualidades, Género y Educación. Es feminista y activista de Derechos Humanos. 

 

 

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