Bienvenidos a nuestro portal

Aletheia es una revista electrónica semestral sobre problemáticas de historia y memoria colectiva en torno al pasado reciente argentino y de las sociedades latinoamericanas, en sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales.

Usted está aquí: Inicio Números Número 10 Dossier Colombia De difuntos prestados, viudas errantes y cuerpos remendados: la narrativa como dispositivo de construcción de memorias sociales en Colombia
Facebook Seguinos en Twitter Suscripción a todas las noticias
Convocatorias
Convocatoria permanente 
 

Entre nuestros objetivos se destaca el de difundir las producciones académicas sobre historia reciente y memoria, generando un espacio interdisciplinario para el intercambio y profundización de estos saberes específicos. Ver: Normas de Presentación.

 

Contacto: aletheia@fahce.unlp.edu.ar

Institucional

Maestría en Historia y Memoria

Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación Universidad Nacional de La Plata

Calle 51 e/ 124 y 125,
Edificio A Of. A207 (1925) Ensenada, Argentina. Tel.: +54-0221-4236671/73 int. 2216

Calle 7 nº 499 (esquina 42) (1900) La Plata, Argentina Tel.: +54-0221-4831737 y 4262901

 

De difuntos prestados, viudas errantes y cuerpos remendados: la narrativa como dispositivo de construcción de memorias sociales en Colombia

Aletheia, volumen 5, número 10, abril 2015. ISSN 1853-3701

Aldana Bautista/Dossier en PDF

Alexánder Aldana Bautista *

Universidad Nacional de La Plata

2015, Bogotá

alexanderaldanab@hotmail.com

 

 

Resumen

Sin nombres, sin rostros ni rastros es un cuento escrito por Jorge Eliécer Pardo Rodríguez, ganador del concurso nacional de cuento sobre desaparición forzada, Sin Rastro, realizado en el 2008. Este texto narrativo que sirve como dispositivo de memoria, permite analizar las formas que adquiere la ausencia y el pasado traumático en la literatura colombiana; reflexionar en torno a la “ampliación del espacio biográfico” y la construcción de memorias sociales de la violencia política en Colombia y, debatir en torno al carácter estético, político y comunicativo que constituyen este tipo de soportes de memoria. Es por esto, que se describen los hechos violentos ocurridos entre 1986 y 1994 en el departamento de Valle del Cauca, noroccidente colombiano, conocidos como la “Masacre ampliada de Trujillo”. La referencia a estos hechos violentos, posibilita al lector interrogar el cuento de Pardo Rodríguez y acercarse a la forma en que se comunica una experiencia particular de dolor en medio de la guerra. De otro lado, se presentan algunas reflexiones en torno al relato y a la tensión entre realidad y ficción, para hacer un breve análisis de este cuento a partir de algunas de las categorías que expone Bruner en el texto Los usos del relato.

Palabras clave

Memoria, violencia política, imágenes narrativas, espacio biográfico, impulso metafórico, “literatura de guerra”, ausencia.

 

 

 

 

 

 

“Somos el tiempo. Somos la famosa

parábola de Heráclito el Oscuro.

Somos el agua, no el diamante duro,

la que se pierde, no la que reposa.

 

Somos el río y somos aquel griego

que se mira en el río. Su reflejo

cambia en el agua del cambiante espejo,

en el cristal que cambia como el fuego.

 

Somos el vano río prefijado,

rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.

Todo nos dijo adiós, todo se aleja.

 

La memoria no acuña su moneda.

Y sin embargo hay algo que se queda

y sin embargo hay algo que se queja”.

 

Son los ríos

Jorge Luis Borges

 

 

¿De qué manera en la literatura colombiana se expresa el dolor y el trauma que ha producido la violencia política? (1), ¿qué sentidos adquiere, para la sociedad colombiana que no ha resuelto el conflicto político, social y armado que ha vivido durante más de cinco décadas, la literatura que trata el tema de la guerra? (2) Y, siguiendo a Leonor Arfuch, “¿de qué manera el relato configura la experiencia?” (2013:14)

Estas preguntas abren un campo fértil no solo para la discusión en torno a las formas en que emerge, es decir se hace visible, el pasado traumático en la literatura, sino que posibilitan pensar tres elementos: primero, la dimensión ética de este tipo de literatura, esto es, el lugar de producción del relato y las intencionalidades que moviliza el autor con su texto. Dimensión en la que se ponen en evidencia los límites de aquello que es posible representar con las imágenes literarias tejidas en el juego de palabras que utiliza el autor. Límite entre lo decible y lo no decible; entre eso que es posible visibilizar y eso otro que queda oculto, tal vez implícito, y que permite justamente que el lector/espectador construya “su lugar” frente a lo leído/visto. Segundo, la dimensión estético-política, en la que es posible analizar la forma que adquiere la realidad en el relato, es decir, se puede pensar en torno a la relación entre realidad y ficción. Pero el tema de lo estético, a propósito de la “literatura de guerra” o “literatura de catástrofes”, admite revisar las maneras en que se ha “estetizado” el dolor para, por esta vía, volverlo objeto de consumo, en una sociedad que ha convertido en show el drama humano, es decir, que ha “espectacularizado” el dolor. Tercero, la dimensión comunicativa de este tipo de dispositivos de memoria, en la que se evidencian las apropiaciones y reapropiaciones de esta literatura para transmitir, ritualizar y simbolizar los efectos de la violencia. De esta manera, es justo destacar el papel pedagógico de la literatura de catástrofe, en los procesos de construcción de las memorias sociales, así como en la socialización de la experiencia de la guerra, con los propósitos de denunciar, visibilizar y que esos actos deshumanizantes no se repitan.

En este artículo se busca analizar, justamente, estas tres dimensiones a partir de las formas que adquiere la violencia política en el cuento Sin nombres, sin rostros ni rastros, de Jorge Eliécer Pardo Rodríguez (3). Asimismo, siguiendo los planteamientos de Arfuch, se busca reflexionar en torno a la “ampliación del espacio biográfico” y la construcción de memorias sociales desde la literatura. Para tal propósito, en la primera parte del artículo se describen los hechos violentos ocurridos entre 1986 y 1994 en el departamento de Valle del Cauca, noroccidente colombiano, conocidos como la “Masacre ampliada de Trujillo”. La referencia a estos hechos violentos, posibilita al lector interrogar el cuento de Pardo Rodríguez y acercarse a la forma en que se comunica una experiencia particular de dolor en medio de la guerra. En el segundo apartado se presentan algunas reflexiones en torno al relato y a la tensión entre realidad y ficción, para hacer un breve análisis del cuento de Pardo Rodríguez, a partir de algunas de las categorías que expone Bruner en el texto Los usos del relato (Bruner: 2003). Finalmente, se trazan algunas consideraciones en relación con las memorias sociales, el espacio biográfico y el impulso metafórico del cuento Sin nombres, sin rostros ni rastros.

Entre ficción y realidad: el río Cauca como lugar de memoria

En esta parte del texto, se pone en tensión el cuento de Jorge Eliécer Pardo Rodríguez con un hecho violento particular: la masacre ampliada de Trujillo, cuya principal característica fue precisamente el uso del río Cauca como herramienta para borrar las identidades de los hombres y mujeres torturados y descuartizados por los grupos paramilitares. El propósito no es mostrar la correspondencia entre el cuento como forma ficcional de la realidad y “la realidad en estado puro”, ya que no se trata de comprobar un hecho o de establecer límites entre la forma de narrar el pasado y la experiencia traumática, la intención es poner en evidencia un acontecimiento violento, que a partir del cuento de Pardo Rodríguez, se vuelve objeto de reflexión. De esta manera, Sin nombres, sin rostro ni rastro, opera como dispositivo de memoria a través del cual se puede interrogar y se captura el pasado doloroso colombiano, teniendo en cuenta que tal captura no es total sino parcial, momentánea y depende del lugar desde el cual el autor del cuento narra los hechos; esto último es clave toda vez que el autor dirige la mirada del lector, lo ubica en esas imágenes que traza con sus palabras y posibilita el encuentro con aquello que era desconocido hasta entonces o que quizá, siendo conocido, puede ser comprendido de otra manera.

Entre 1986 y 1994, en el noroccidente del departamento del Valle del Cauca, al occidente colombiano, se lleva a cabo una serie de crímenes catalogados como de lesa humanidad, cometidos principalmente en los municipios de Trujillo, Riofrío y Bolívar, por grupos paramilitares en complicidad con agentes estatales. A estos hechos se les conoce como la “Masacre ampliada de Trujillo”, los cuales alcanzaron su grado máximo de horror el 17 de abril de 1990 con la masacre del sacerdote Tiberio Fernández, su sobrina Alba Isabel Giraldo, Norbey Galeano y Óscar Pulido, cuyos cuerpos fueron lanzados a las aguas del río Cauca. Las asociaciones de víctimas y las organizaciones defensoras de Derechos Humanos, calculan que fueron 342 las víctimas de esta masacre. Hacer memoria de estos hechos, para la Asociación de Familiares de Víctimas de Trujillo (Afavit) (4), es 

“reivindicar el derecho a la vida y a la dignidad del género humano, clamando porque no se descompongan los mecanismos operativos que la humanidad creó para proteger esos derechos. Rendirles homenaje no significa aceptar los errores que quizás muchas de ellas pudieron cometer, ni equivale a "canonizar" sus vidas y comportamientos. Significa rescatar su dignidad humana que fue desconocida, afirmarla y reivindicarla como algo que NUNCA MÁS debe ser destruido de esa manera. Esas víctimas fueron seres humanos con un rostro y una historia, arraigados en un linaje, en una profesión u oficio, en un tejido social y comunitario, en un caminar a través de los senderos, luchas y sufrimientos humanos, y muchos también identificados en sueños y utopías humanas. Rescatar su memoria es reivindicar la posibilidad de ser humanos y de conjurar las fuerzas que amenazan con destruir lo elementalmente humano” (s.f.)

La estrategia de terror que sembró el paramilitarismo con los hechos violentos en el norte del departamento del Valle del Cauca, autoproclamada como “lucha contrainsurgente”, pone en evidencia tres aspectos que caracterizan la violencia paramilitar. Primero, la generalización de la masacre en la difusión del terror, “la masacre tiene en efecto, una triple función: es preventiva (garantizar el control de poblaciones, rutas, territorios); es punitiva (castigar ejemplarmente a quien desafíe la hegemonía o el equilibrio) y es simbólica (mostrar que se pueden romper todas las barreras éticas y normativas, incluidas las religiosas)” (Grupo de Memoria Histórica: 2008). Segundo, la alianza estratégica y constante entre narcotraficantes, latifundistas, políticos regionales, locales, y agentes de la Fuerzas Armadas. Y tercero, el uso de instrumentos y la aplicación de procedimientos de tortura tales como el desmembramiento con motosierra, la aplicación de sal y ácido en las heridas abiertas, el uso de hierros candentes, el levantamiento de las uñas y la asfixia. Tales “tecnologías del terror”, sostiene el Grupo de Memoria Histórica,

“convertidas en una herramienta de guerra, se tornarían distintivas de la violencia paramilitar contemporánea en Colombia. Una de ellas, la motosierra de Trujillo, se replica y se refina hasta dar lugar a las denominadas ‘escuelas de descuartizamiento’ en otras regiones del país. De esta manera, los suplicios y los mecanismos del horror se repiten en diversos escenarios de manera predecible” (GMH: 2008).

La violencia política en Colombia es un fenómeno de larga duración, que requiere de una explicación y una comprensión en términos históricos, económicos y políticos. Este conflicto social y armado, ha dejado no solo marcas en los familiares de las víctimas y en la sociedad en general sino que a su vez, ha grabado el territorio con una impronta de sufrimiento. Dicho de otra manera, ha marcado lugares que ahora son percibidos como escenarios de terror y donde la población no quiere regresar por las experiencias límite que vivió, por los asesinatos, desapariciones, torturas, mutilaciones, masacres, y ejecuciones extrajudiciales, ente otras formas violentas y deshumanizantes, que caracterizan la violencia política en Colombia, y a las cuales en la mayoría de los casos les siguen, la impunidad, el silencio y el olvido. En esta guerra expansiva y múltiple, donde todo parece valer, el río es el escenario de la “liquidación total”.

Tanto el río Cauca como el río Magdalena, arterias fluviales que cruzan el país de Sur a Norte, se han convertido en “tumbas de agua” donde flotan cuerpos sin nombre, sin identidad, cuerpos destrozados y olvidados. Se trata de muertos sin cuerpo o cuerpos que por la acción de la tortura, el agua y las aves de carroña, se han desintegrado. El cuerpo en condición de cadáver es ahora entidad que aunque diferente de los elementos naturales que componen el río, deviene en objeto, despojado de su significación; “la muerte anónima los convierte en objetos, no en objetos sagrados sino en cosas que tienen la misma categoría que el resto de los objetos que navegan por el río. Se les despoja de su posibilidad de significación, y solo importan en tanto sea posible sacarles provecho”. (GMH: 2009). Los familiares de las víctimas se enfrentan a la angustia de no saber si sus seres queridos están vivos o muertos, este sufrimiento no ha inmovilizado sino que por el contrario, ha motivado la organización y búsqueda de estas personas desaparecidas, reclamándole al Estado que identifique los cadáveres que fueron enterrados como NN en los pueblos de la orilla del río Cauca (5). Lo que demuestra que los victimarios buscaban borrar las evidencias del crimen y revela una estrategia macabra de poder que, al igual que en el régimen dictatorial argentino, generó “identidades sin cuerpo y cuerpos sin identidad” (6). Según el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación,

“Un cadáver transportado por el río es un rastro que se pierde. Así piensan los grupos armados que usaron y continúan usando esa práctica, convencidos que si cavan una fosa en la tierra dejan huella de su delito. Es por ello que botan los cadáveres a los ríos, vaciando sus abdómenes y llenándolos de piedras para que el cuerpo no flote. De esta manera borran las huellas de sus atrocidades” (GMH: 2009)

Con la emergencia de los grupos paramilitares en la década de 1980 como agentes de control y represión social, y su legalización y legitimación en la década del 90 (7), esta práctica deshumanizante se intensificó, sembrando el miedo en las poblaciones ribereñas y dejando en las orillas de los ríos seres anónimos y cuerpos sin identidad que iban a parar a una fosa común, en el patio trasero de algún cementerio donde hasta la sigla de NN era carcomida por el olvido y la indiferencia. La figura del NN en Colombia no solo expresa esa identidad de miles de víctimas borrada por la violencia, sino que se asocia a la imposibilidad de conocer a los victimarios y de reconocer la estructura de poder que está detrás de los crímenes. Este doble sentido del NN habla de una justicia inoperante y manipulada que no esclarece los hechos ni posibilita la reparación de las víctimas.

Así, el río Cauca representa la posibilidad del fin de la espera, de la angustia, de la incertidumbre que trae consigo la desaparición, es el momento límite en la experiencia traumática de los familiares. Se trata de encontrar a su ser querido, de darle a ese muerto, confinado a las empalizadas del río, un dueño, una familia, un nombre. En el peregrinaje que se inicia con la desaparición, esa búsqueda afanosa y deliberante, se guarda la esperanza de encontrar a ese ser querido con vida, y es el río el punto de cierre de la experiencia angustiante tras encontrar el cadáver. Ya no es la vida la promesa, es el cadáver la esperanza, es la necesidad de tener a quién enterrar, a quién llorar. El cuerpo en el río es la posibilidad de cerrar el ciclo vital, de guardar luto, de visitar a alguien en el cementerio, de llevar flores, es en últimas, la necesidad de recordar, no la ausencia sino la tumba.

En la narración de Jorge Eliécer Pardo Rodríguez las mujeres lloran a sus hijos desaparecidos, mientras los esperan en la orilla del río, pero también las azota la angustia por aquellos que han sido reclutados, llevados a la fuerza al campo de batalla,

“Lloran como nosotras la rabia de la impotencia. Cuando no encuentran al que buscan nos dejan su foto arrugada porque ya no importa tanto la justicia de los hombres sino la cristiana sepultura de los despojos. Nos hemos contentado con recibir y adoptar pedazos porque tener uno entero es tan difícil como el regreso de nuestros muchachos reclutados para la muerte. Ellos no volverán, mucho menos las noticias porque la guerra se los come o los ahoga. Cuando no se los traga la manigua, los matan las enfermedades de la montaña o el hambre” (2011: 319)

Asegurar pues la liquidación del otro es afirmar la desaparición de su cuerpo, negándoles a sus familiares la posibilidad de tramitar el duelo, de ejercer las prácticas culturales asociadas a la muerte. Es así como en los casos en que no se encuentra el cadáver, la herida psicológica permanece abierta. En el cuento Sin nombres, sin rostros ni rastros, lo más importante para las mujeres del puerto es la cristiana sepultura de su ser querido, aun cuando se trate de un difunto prestado y un cuerpo remedado con las partes de otros cuerpos carcomidos por el río y por el olvido.

Volver los ojos al río Cauca es recuperar ese pasado traumático, resignificándolo en este presente y potenciando otros futuros. En las aguas del río Cauca no quedaron solo identidades diluidas sino diferentes proyectos de Nación que fueron silenciados. Con esto, se quiere resaltar que con la masacre de Trujillo se atacaron formas de organización social, proyectos económicos alternativos y un sistema de valores, ideologías y tradiciones. Se buscó imponer, con el uso de las balas y las motosierras, una forma de pensar, agenciando un modelo político y económico particular. En este sentido, para el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado, establecer el hecho criminal y señalar la participación de agentes del Estado, implica también

“…demostrar que detrás de los crímenes se buscaba exterminar a un movimiento social o político; que las personas que mataron, torturaron o desaparecieron no eran delincuentes, sino colombianos(as) que querían y creían en formas diferentes de organización social, en nuevas maneras de distribuir los equilibrios laborales, o de impartir la educación, o de entender la tenencia de la tierra o de comprender el uso de los recursos naturales” (MOVICE, Plataforma Colombia Nunca Más, s.f.),

Se considera que con trabajos de memoria como el cuento de Jorge Eliécer Pardo, lo que se busca es conjurar y problematizar los silencios y los olvidos que prosperaron en torno a masacres como la de Trujillo, y que han hecho que tanto el Estado como la sociedad colombiana sean deudores de las víctimas. La memoria que se construye a partir de los hechos violentos ocurridos en el río Cauca, visibiliza tanto a las víctimas como a sus sueños y sus proyectos de futuro, no es solo al sujeto violentado a quien recuerda, es también a su vida, a sus luchas, es su manera de ser y de estar en el mundo lo que posibilita que otros lo rememoren.       

De difuntos prestados, viudas errantes y cuerpos remendados: lo imprevisto, las formas de la cultura y la trama narrativa 

Para Bruner, el principal instrumento con que cuenta la literatura para trasladar la producción de sentido de lo banal a lo posible, es el lenguaje: los recursos literarios que hacen que los sujetos se libren de la inocencia. En este apartado se pretende deshacer y pensar los recursos literarios que construye Pardo Rodríguez para modelar la experiencia del lector, en medio de la violencia política en Colombia. Retomando los planteamientos de Bruner, psicólogo y pedagogo estadounidense, se asume que los recursos literarios en el cuento “Sin nombres, sin rostros ni rastros” se organizan a partir de tres categorías: lo imprevisto, las formas de la cultura y el esqueleto narrativo.

De la dialéctica entre lo que se esperaba y lo que sucedió, emerge el acontecimiento imprevisto: aquello con lo que no se contaba y que cambia la dirección de la mirada del lector/espectador. Lo inesperado conduce al asombro, a la pausa reflexiva, a la posibilidad de crear y re-crear el mundo. Lo inesperado y su sentido subversivo, operan como una fuerza de choque y de ruptura, que posibilita ver el mundo de otra manera. Esperar a orillas del río a que baje un cadáver para hacerlo un ser querido, ya que la ausencia que trae la desaparición impide tener un difunto, se constituye en un hecho imprevisto: el lector no contaba con que las mujeres rehicieran los cuerpos, armaran una nueva identidad y dieran sepultura a un desconocido que ahora es un difunto prestado,  

“a diario esperamos los muertos que vienen en las aguas turbias, entre las empalizadas, para hacerlos nuestros hermanos, padres, esposos o hijos. Cuando bajan sin cabeza también los adoptamos y les damos ojos azules o esmeralda, cafés o negros, boca grande y cabellos carmelitas. Cuando vienen sin brazos ni piernas, se las damos fuertes y ágiles para que nos ayuden a cultivar y a pescar. Todos tenemos a nuestros NN en el cementerio, les ofrecemos oraciones y flores silvestres para que nos ayuden a seguir vivos porque los uniformados llegan a romper puertas, a llevarse nuestros jóvenes y a arrojarlos despedazados más abajo para que los de los otros puertos los tomen como sus difuntos, en reemplazo de sus familiares. Miles de descuartizados van por el río y los pescadores los arrastran a la playa para recomponerlos. Nunca damos sepultura a una cabeza sola, la remendamos a un tronco solo, con agujas capoteras y cáñamo, con puntadas pequeñas para que no las noten los que quieren volver a matarlos si los encuentran de nuevo” (Pardo, 2011:317)

Quien habla en esta narración, lo hace desde el lugar de víctima de la desaparición, “somos huérfanas, viudas”, advierten las mujeres del cuento. Son estas mujeres colombianas, quienes han encontrado a sus seres queridos en las aguas turbias del río Magdalena, el Atrato o el Cauca, las que se escuchan a través de las palabras de Pardo Rodríguez, sus voces se perciben en cada párrafo, sus miedos se hacen palpables y su dolor ensordece al desprevenido lector, es la guerra con rostro, con historia, con sueños frustrados. Narran un trauma, reclaman justicia, se niegan al olvido y denuncian una violencia que se esconde en la retina de sus muertos.

“Cuando traen ojos se los cerramos porque es triste verles esa mirada de terror, como si en sus pupilas vidriosas estuvieran reflejados los asesinos. Nos dan miedo esos hombres armados que quedan en el fondo de los ojos de los muertos, parecen dispuestos a matarnos también. Muchos párpados ya no se dejan cerrar y, dicen en el puerto, que es para que no olvidemos a los sanguinarios. Los enterramos así, con el sello del dolor y la impunidad mirando ahora la oscuridad de las bóvedas” (Pardo, 2011:318)

La tristeza de las mujeres se confunde, en el hecho imprevisto, con el miedo a que los asesinos vuelvan a matarlos y es que la violencia política en Colombia no acaba con encontrar un cadáver y hacerlo propio, la consigna de la violencia ha sido matar y rematar: desaparecer los cuerpos, borrar cualquier tipo de evidencia del crimen, acallar a los testigos y construir un olvido y un silencio generalizados que impiden la acción de la justicia.

El segundo elemento que interesa subrayar, es el de las formas culturales que atraviesan el cuento de Pardo, si bien este es producto de entramados culturales, de maneras de hacer visible el horror de la violencia, en él se pueden ubicar formas concretas de una cultura: mito y rito soportan la trama discursiva del cuento. La cultura sostiene Bruner (2003:33) “no se orienta solamente a aquello que es canónico, sino a la dialéctica entre sus normas y lo que es humanamente posible. Y hacia allí se orienta también la narrativa”

Armar un cuerpo, fabricarlo a partir de diferentes partes que bajan por el río y conferirle un nombre y una familia, se constituyen en un rito de restablecimiento de la identidad arrebatada por la violencia. Cuando se hace referencia al rito, se habla de lo que hacen las mujeres con sus muertos: la sepultura y las acciones asociadas a ella, y estas dan cuenta de esas formas de la cultura a través de las cuales estas mujeres reclaman su muerto para darle cristiana sepultura y cerrar así una etapa de duelo, tras la que se pueden emprender los reclamos por la verdad y la justicia.

“Los primeros meses poníamos en sus lápidas las tristes letras de NN y debajo un número para que todos supieran que era un muerto con dueño, o mejor un desaparecido reencontrado. Cuando nadie viene por ellos y las autoridades también los dejan a la buena de Dios, los dueños de los cadáveres los rebautizan con los nombres de sus muertos queridos. Es como un nacimiento al revés: parido entre el agua del río y lavado después en la arena. Les llevamos flores, les encendemos veladoras y les regalamos rosarios completos y unos cuantos responsos” (Pardo, 2011:318)

El difunto se convierte en santo, las mujeres le ofrecen flores, plegarias, encienden veladoras y hablan con él. En la tumba ahora se llora, se cuentan los dolores y se habla de las necesidades personales y familiares. La tumba es el lugar de las promesas en el que se realiza un culto individual todos los lunes o el día de muertos, y es también la posibilidad del encuentro entre madres e hijos o quizá entre dos extraños, el uno reclamando su identidad y el otro ofrendando rezos, placas e imágenes con oraciones y santos para pedir un milagro. Las oraciones colectivas permiten la unión entre los familiares víctimas de la violencia,

“Los lunes nos reunimos en un rezo colectivo porque ya todas tenemos muertos y sabemos que están muy solos y que todavía sienten la angustia de haber sido degollados, descuartizados o ejecutados con desmayo en la humillación. El dolor produce una mueca que nos hace respetar más al sacrificado. A los aterrorizados les tenemos más amor y consideración porque uno nunca sabe cómo es ese momento de la tortura lenta y cómo enfrentaron las motosierras, las metralletas, los cilindros bomba” (Pardo, 2011:318) 

La imposibilidad de sentir lo que el difunto sufrió al ser torturado y su cuerpo destrozado, lleva a las mujeres a respetar más al sacrificado, pero ¿por qué sacrificado?, porque las mujeres fundan su duelo en la esperanza que su hijo, su esposo, sus hermanos sean los últimos de la guerra, que con ese difunto vayan a terminar los odios políticos. Sacrificado porque dio su vida por una utopía de país y de sociedad, porque la motosierra que destrozó su cuerpo no pudo liquidar sus ideas y los sueños de un futuro mejor,

“Al reemplazar el NN en la lápida por el nombre de nuestro esposo o hijo, la energía que viene del cemento es como la que sentimos cuando nos abrazábamos antes de la desaparición. Lo sabemos porque al golpear la pared y empezar las conversaciones secretas, después de las palabras, aquí estamos, no estás solo, nos llega un vientecito tibio como el calor de los cuerpos de nuestros seres inmolados. Los santos asesinados son los mismos en todo el mundo, en todas las guerras y nosotras lo sabemos sin decírnoslo” (Pardo, 2011:319)

Finalmente, se hará referencia a la trama narrativa del cuento de Jorge Eliécer Pardo a partir de dos elementos, de un lado el sujeto que habla, quien escribe, el autor que hace suyo un dolor y una experiencia traumática para hacer visible lo invisible, y del otro lado, la intencionalidad, o en palabras de Bruner, la coda.

Las referencias que se hacen al cuento “Sin nombres, sin rostros ni rastros” dejan ver el quehacer de las mujeres víctimas de la violencia en Colombia, que hacen suyos los cadáveres que trae el río para llorarlos con devoción y suplir la ausencia de su ser querido desaparecido. El texto configura en su narración un sujeto colectivo, un “nosotras”, que son las víctimas de la desaparición forzada. La apelación constante al “somos” es una forma de reconocer el dolor del otro y hacerlo propio por parte del autor. De esta manera, el cuento organiza y comunica una experiencia para socializar el sufrimiento y aliviar el trauma. El autor del cuento figura como mujer víctima y es precisamente esta “performatividad”, esta posibilidad se asumir otro cuerpo y otro rol para expresar la guerra, lo que hace del cuento un dispositivo político de transmisión generacional de sentidos sobre el pasado. Pero esa garantía que ofrece el autor al inicio del cuento, de saber que son las mujeres de un puerto en Colombia las que hablan a través de su pluma, se convierte en incertidumbre, en duda y en angustia al final del cuento, pues el lector/espectador se da cuenta que quienes hablan son los muertos: “Bajan canoas y lanchas. No sabemos si estamos dentro de un sueño o nosotras flotamos despedazadas en el agua turbia, en espera de unas manos caritativas que nos hagan el bien de la cristiana sepultura” (Pardo, 2011:320)

El cuento de Pardo es esa memoria narrativa que siguiendo a Leonor Arfuch, “articula por definición temporalidades disyuntas, despliega caprichosamente los acontecimientos en el tiempo, enhebra imágenes singulares, constituye los vericuetos de una trama, aventuras lógicas ex pot. En definitiva, pone en forma, que es también decir otorga sentido a una historia, entre otras posibles” (Arfuch, 2000:35)

Así, “Sin nombres, sin rostros ni rastros” refleja el punto de vista de Jorge Eliécer Pardo, su modo particular de entender la violencia, pero también su forma de escapar de ese mundo real, una forma de inteligibilidad, de comprensión de un fenómeno que escapa a la imaginación, pues como ya lo sostuvo García Márquez (8), carecemos de recursos para hacer creíble la realidad.

Ya se ha identificado quién habló, se conoce al narrador y a sus personajes, ahora es preciso  detenerse en la coda: ¿qué puede significar el relato? Para Bruner (2003:37) la coda, “sirve también para traer de vuelta al oyente desde el allí-y-entonces de la narración al aquí-y-ahora en que se narra el relato”. Sin embargo, hay que enfrentar un problema, el tiempo del cuento, su  allí-y-entonces es al mismo tiempo el aquí-y-ahora, los hechos que narra el autor no son acontecimientos separados por el tiempo, el autor construye su narración en medio del conflicto, no hay una distancia temporal para narrar sino que los hechos y personajes configuran un estar-siendo. En consecuencia, al rehacer la pregunta que configura la coda, vale la pena examinar entonces, ¿qué puede significar el relato de Jorge Eliécer Pardo, en medio del conflicto social, político y armado que vive Colombia? Se puede considerar que esa moraleja se orienta a decir “esto no puede volver a ocurrir”, nunca más mujeres esperando los cadáveres de sus seres queridos en la orilla de algún río, lo que se busca es que este tipo de hechos violentos no se repita y abrir con esta narración el espacio para la reflexión.

Ahora bien, las mujeres a las que se refiere Jorge Eliécer Pardo en su narración, residen en algún puerto colombiano, ellas representan a las víctimas de la desaparición forzada, son las mujeres que viven y resisten en medio del conflicto armado que enfrenta Colombia hace más de cinco décadas. Estas mujeres esperan en las orillas de un río a que bajen, por entre las aguas turbias, los trozos de los cuerpos que fueron arrojados por los uniformados, después de ser torturados y descuartizados. Estas mujeres, en medio del dolor, “arman” el cuerpo, lo cosen, le rezan y lo hacen su ser querido para darle una sepultura digna.

Se trata de un cuento que muestra la herida de un pasado abierto, una narración en la que se escuchan voces, se muestran cuerpos, se reclama un lugar y se agencia una apuesta ético-política por parte de un autor que ya no es él sino que adopta el sufrimiento de las mujeres colombianas para construir ese otro colectivo, el “nosotras” como identidad móvil en constante construcción. Entonces, ¿cómo nombrar, cómo hacer visible, palpable y objeto de reflexión ese pasado que es también presente y en el cual se inscribe la huella traumática de la violencia política?, ¿qué pedirle a la imaginación cuando esta ha sido desbordada por la crudeza y sevicia de los actos violentos?  

Así pues, refiriéndose a la “realidad descomunal” que ha vivido América Latina, a la creación insaciable que la sustenta y a la forma como es vista y juzgada por los europeos, Gabriel García Márquez sostuvo ante la Academia Sueca de las Letras, en 1982, que la soledad de América Latina se manifiesta en el hecho que el uso de la imaginación ha sido mínimo a la hora de narrar la realidad,

“Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad” (García:1982)

En este sentido, se asume el cuento de Jorge Eliécer Pardo no como el resultado de un proceso de creación literaria, independiente del “mundo real” sino como esa dialéctica entre “lo canónico y lo posible”, entre pasado y futuro. De esta manera, la ficción literaria, “aunque se comporte como lo familiar, tiene el objetivo de superarlo para adentrarse en el reino de lo posible, de lo que podría ser/hacer sido/acaso ser en el futuro” (Bruner, 2003: 29) En esta tensión entre el pasado (y sus formas y usos políticos en el presente) y el presente (y su posibilidad de futuro), se ubica este cuento como una forma narrativa hibrida, al decir de Arfuch (2013:22), “que infringe a menudo los limites genéricos o los umbrales de la intimidad”.

Sin nombres, sin rostros ni rastro es la expresión de ese “Realismo Mágico” (9) que es una forma de hacer creíble y de narrar la vida en un contexto de guerra y de violencia política en Colombia. Esta manera de comunicar los efectos de la violencia política, de procesar el trauma, de visibilizar a las víctimas y de reclamar verdad y justicia, es una práctica discursiva que permite desnaturalizar lo obvio, poner en cuestión lo que parece común, deshabituar la mirada. Se trata, en últimas, de una forma de reexaminar el mundo, de tomar distancia para ver de otra manera. Es así que esta literatura de imaginación, esta “autoficción”, no enseña, no explica el mundo sino que posibilita leer de otra manera la realidad, quizá “traducir” el dolor y el sufrimiento humano que ha dejado la violencia, por ello en palabras de Bruner (2003:25), “la gran narrativa es, en espíritu, subversiva, no pedagógica”. Esta subversión tiene que ver, a su vez, con la posibilidad que tiene el relato de transformar la vivencia, de dotarla de otro sentido, de inscribir, según lo plantea Arfuch (2013), algo que no estaba.  

A modo de cierre

Hasta aquí se ha analizado, a la luz de los planteamientos de Bruner, el cuento “Sin nombres, sin rostros ni rastros” y se ha realizado una aproximación a un caso específico para tratar de comprender la tensión entre el relato de ficción y el mundo real. Además, se ha insistido en que la memoria de la Masacre de Trujillo, es el movimiento perpetuo del río, una memoria que no deja de ser espiritualidad, compromiso y justicia. En este mismo sentido, se ha sostenido que el río opera como mecanismo de liquidación total del cual hace uso la estrategia narco-paramilitar, convirtiéndolo en técnica psicológica. Es decir, el río exhibe, muestra los cuerpos mutilados para que por efecto psicológico los pobladores de los puertos, río abajo, “reconozcan” al victimario y su accionar, es una forma de decir “arriba pasó con este campesino, aquí puede ocurrir lo mismo sino hacen lo que se les diga, sino piensan de esta manera, si trabajan de esta otra”, una forma de sembrar la zozobra, de intimidar, de borrar cualquier “comportamiento subversivo”.

En el cierre de este artículo, se quiere pensar el río como “contramonumento”, por eso la insistencia en una memoria que se mueve con el fluir de las aguas, una memoria que se dibuja en el horizonte del río, una memoria en disputa entre el silencio del Estado y la voz reclamante de los familiares de las víctimas, en el caso de la Masacre de Trujillo. 

Hacer visible en las aguas del río los rostros que su cauce alguna vez destruyó, como lo hace Jorge Eliécer Pardo en su cuento, es inscribir sobre las aguas del río aquello que el país no puede olvidar, una forma de reclamar, de pedir que actos de crueldad como los de la Masacre de Trujillo no se repitan, y ese principio de no repetición se ancla en la necesidad de identificar a los victimarios y evidenciar los móviles y los poderes que obraron tras cada acto de crueldad. La memoria es entonces el río mismo, como lo sostiene Horst Hoheisel

“Caminé muy seguido a toda hora del día y durante la noche por la orilla del río, viendo los pescadores con las cañas dobladas sobre el agua esperando los peces. Y ahí vi correr la memoria. La memoria es el río y nosotros intentamos constantemente pescar el pasado en ella. Pero los peces que sacamos, cada uno según su propio gusto, no son la memoria. La memoria es el río mismo con su movimiento perpetuo, del que todos somos parte” (2009:264)

La memoria está en estrecha relación con la esperanza de un futuro en paz, que para las mujeres del cuento de Pardo, es la posibilidad de que los niños que aún viven en el puerto no empuñen un arma, no vayan a la guerra.

Aquí se considera que el cuento “Sin nombres, sin rostros ni rastro”, puede entenderse siguiendo lo planteado por Leonor Arfuch, como un fenómeno susceptible de ser definido como ampliación de los límites del espacio biográfico. Se trata de una ampliación de las formas clásicas del testimonio –la biografía, la autobiografía, las entrevistas, los relatos de vida- a formas innovadoras como la autoficción, el blog, los performances, las obras de arte visual, las fotografías o los filmes. Representa una disputa de espacios estéticos, políticos y éticos. Se trata,

“de una expansión que no solo tiene que ver con los clásicos contenidos vivenciales, modulados por la complejidad de nuestro tiempo, sino que es también estética, estilística, plasmada en formas múltiples e innovadoras: la autoficción, por ejemplo, que a diferencia de la autobiografía clásica propone un juego de equívocos a su lector o perceptor, donde se desdibujan los límites entre personajes  y acontecimientos reales o ficticios”  (Arfuch, 2013:22)

Pensar los límites de la realidad o quizá los límites de la imaginación para narrar el pasado doloroso colombiano es ubicar al escritor del cuento en ese espacio de lo político y lo ético donde se construyen sentidos en torno al pasado reciente colombiano. Hay que recordar, que “narrar no es inocente” (Bruner, 2003:18), que los relatos tienen un mensaje, dicen algo, posibilitan la afirmación del mundo o su denuncia. El cuento y la obra de arte en tanto espacio de lo político, dejan ver lo otro, “lo antagónico, la disputa, y la controversia, visibilizando la emergencia de la subjetividad en el espacio público, quebrando formas de entender, pero a su vez inaugurando y constituyendo formas de percibir las cuales son mucho más que maneras de ver” (Olaya y Lasnaia, 2012:125). Esta idea de espacio de lo político permite pensar en las maneras en que la subjetividad emerge en lo colectivo y resaltar que el texto narrativo ficcional “hace algo” con el que narra y con el lector/espectador.

La tarea del escritor es pues, hacer visible eso que ha permanecido oculto, nombrar lo indecible, mostrar esa realidad traumática con otros signos para hacerla narrable. En la presentación que hace Juan Gustavo Cobo (10) de la selección de cuentos sobre desaparición forzada escribe,

“Pero la tarea del escritor no es la de analizar, como el historiador, el político, el empresario o el periodista, las causas de esta hecatombe, sino de volver concreto, humano, legible, por decirlo así, un drama donde impera la mudez. El sigilo. La cautela”

Es a través del cuento o la novela, del lenguaje literario, que esa violencia traumática adquiere rostro, nombre, forma, que se puede expresar de otro modo, pues la palabra escrita, hecha cuento, también sirve para hacer memoria, para denunciar, para procesar el trauma y para decir “Nunca más”. 

Finalmente, siguiendo a Bruner, el relato transforma lo banal, hace cambiar la apariencia de lo superficial, y ¿cómo lo hace?, creando mundos alternativos que echan luz sobre el mundo real. En otras palabras, el relato modela la experiencia y le otorga sentido al mundo; la ficción literaria, “no se refiere a cosa alguna en el mundo, sino que solo otorga su sentido a las cosas” (Bruner, 2003:21). Es en el modo de contar de Pardo Rodríguez, de tejer situaciones, de re-crear personajes y escenarios, de construir metáforas y de dar la voz a los invisibles, que se arman significados que posibilitan pensar la vida en medio de la guerra.     

 Notas

  1. Se entiende la violencia política, siguiendo los planteamientos del Centro de Investigaciones y Educación Popular CINEP/PPP, “como aquella ejercida como medio de lucha político-social, ya sea con el fin de mantener, modificar, sustituir o destruir un modelo de Estado o de sociedad, o también con el fin de destruir o reprimir a un grupo humano con identidad dentro de la sociedad por su afinidad social, política, gremial, étnica, racial, religiosa, cultural o ideológica, esté o no organizado”. En, Marco Conceptual. Banco de datos de Derechos Humanos y Violencia Política.  CINEP/PPP. 2008, p., 6. Puede consultarse en, http://www.nocheyniebla.org/files/u1/comun/marcoteorico.pdf
  2. A propósito de esta literatura, pueden consultarse algunos libros como: El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince; La multitud errante de Laura Restrepo; Desterrados de Alfredo Molano; Las mujeres en la guerra de Patricia Lara; Los ejércitos de Evelio Rosero.  
  3. Esta narración ocupó el primer puesto en el concurso nacional de cuento sobre desaparición forzada, Sin Rastro, realizado en el 2008, convocado por la Fundación Dos Mundos, el Instituto Pensar, la Pontificia Universidad Javeriana, la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas y la Defensoría del Pueblo. Las referencias que se hacen aquí a este cuento, son de la publicación, Desde el Jardín de Freud. Revista de Psicoanálisis. Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas. Escuela de Estudios en Psicoanálisis y cultura. No 11, Enero – Diciembre 2011, Bogotá, ps., 317 – 320
  4. Tomado de Parque Monumento, Asociación de Familiares Victimas de Trujillo.  http://www.afavit.com/parque_monumento/parque_monumento.html
  5. 327 alumbramientos por las huellas del olvido, es una obra de arte colectiva, conformada por 327 barcas, con el nombre y la imagen de igual número de desaparecidos, que fueron lanzadas a la quebrada la Nona en el municipio de Beltrán, donde iban a parar los cuerpos torturados y destrozados que eran lanzados a las aguas del río Cauca por los grupos paramilitares. La otra parte de esta obra es una propuesta de performance llamado Sed, realizado en el municipio de Marcella. En el 2012 se lograron identificar más de 100 cadáveres del cementerio de este municipio, que estaban catalogados como NN, sin embrago quedaron 327 cuerpos sin identificar. La obra que presenta Gabriel Posada junto a Yorlady Ruiz, artistas plásticos,  busca devolver las almas al remanso del cual fueron rescatados y protestar por las 327 víctimas que no fueron reconocidos y que  simbolizan los más de 50 mil desaparecidos en Colombia. En documental puede verse en, https://www.youtube.com/watch?v=pkspRzacAoA
  6. Somigliana y Olmo, 2008. Citado por Shindel Estela. Las aguas y el olvido: los ríos como topografías en conflicto. Apuntes entre Buenos Aires y Berlín. En, Huffscnid Anne y Durán Valeria. Editores. Topografías conflictivas. Memorias, espacios y ciudades en disputa. Editorial Nueva Trilce. Buenos Aires, 2012 Pág. 398
  7. Esta caracterización que se hace del paramilitarismo en Colombia, se adopta del concepto de “Modelos de represión” elaborado por el Sacerdote Jesuita Javier Giraldo y desarrollada por el Proyecto Colombia Nunca Más. Para ampliar al respecto, se puede leer el texto completo en, http://www.movimientodevictimas.org/~nuncamas/index.php/modelos-de-represion/concepto-modelos-de-represion.html
  8. La soledad de América Latina. Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura. Gabriel García Márquez. 1982
  9. El Realismo Mágico es una corriente literaria, que emergió a mediados del siglo XX y que se caracteriza por la narración de hechos insólitos, fantásticos e irracionales en un contexto realista. En 1925, el término fue usado por el crítico de arte e historiador alemán Franz Roh en su libro Nach Expressionismus: Magischer Realismus: Probleme der neusten europäischen Malerei (Postexpresionismo: los problemas de la nueva pintura europea) para describir un movimiento pictórico que incorpora aspectos mágicos a la realidad.

En las novelas y cuentos mágico-realistas, el narrador presenta al lector, hechos quiméricos, oníricos e ilógicos de manera natural, sin asombrarse por ellos ni darle una explicación, como si pertenecieran a la realidad. Fue Arturo Uslar Pietri quien usó el término para referirse a una nueva tendencia en la literatura hispanoamericana en la que la realidad coexiste con la fantasía. Surgió entre 1930 y 1940, y llegó a su auge en las décadas de 1960 y 1970. En el Realismo Mágico confluyen la influencia del psicoanálisis y del surrealismo europeo, que hacen hincapié en los sueños, el inconsciente y el irracionalismo, y la influencia de las culturas indígenas precolombinas con su tradición de leyendas y mitos en los que se producen hechos fantásticos. Este movimiento surge tras una época imperada por el realismo, regionalismo, indigenismo y literatura de protesta, aunque en las obras de Realismo Mágico aún perviven ciertas características de estas tendencias anteriores. Escritores como Gabriel García Márquez,  Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Julio Cortázar y Arturo Uslar Pietri se consideran representantes de esta corriente literaria.

  1. Jurado del concurso nacional de cuento sobre desaparición. “Antígona y Orfeo conjurar el horror” es el título de su texto con el que se presenta la selección de los mejores veinte trabajos que participaron en el concurso. Cuentos para no olvidar el rastro. Bogotá, Fundación Dos Mundos, 2009

Bibliografía

ARFUCH Leonor. 2013. Memoria y autobiografía. Exploraciones en los límites. Buenos Aires, Argentina. Fondo de Cultura Económica.

ARFUCH Leonor. 2000. Arte, memoria y archivo. En, Punto de Vista. Revista de cultura. Arte y política de la memoria. Buenos Aires, Argentina, No 68.

BRUNER Jerome. 2003. Los usos del relato. En, La fábrica de historias. Derecho, literatura, vida. Buenos Aires, Argentina. Fondo de Cultura Económica.

BIRLE P., CARNOVALE V., GRYGLEWSKI E., SCHINDEL E. Editores. 2009. Memorias urbanas en diálogo: Berlín y Buenos Aires. Berlín, Buenos Libros.

DUARTE Marcela. (Sin Fecha) Ante el olvido y la impunidad, nuestro empeño por la memoria. En, Haciendo memoria en el país del olvido. Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado. Plataforma Colombia Nunca Más. http://datoscolombianuncamas.org/images/abook_file/memoria.pdf

Memorias en tiempos de guerra. Repertorio de iniciativas. 2009. Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación. Grupo de Memoria Histórica. Bogotá, Punto aparte editores.

OLAYA G. VLADIMIR Y LASNAIA S. MARIANA. Estetización de la memoria: formación y espacios de lo político. En, Revista Colombiana de Educación. Historia, memoria y formación: violencia socio-política y conflicto armado. No 62. Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional, 2012.

PARDO RODRÍGUEZ JORGE ELIÉCER. Sin nombres, sin rostros ni rastros. Desde el Jardín de Freud. Revista de Psicoanálisis. Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas. Escuela de Estudios en Psicoanálisis y cultura. No 11, Enero – Diciembre 2011, Bogotá, ps., 317 – 320.

SHINDEL ESTELA. Las aguas y el olvido: los ríos como topografías en conflicto. Apuntes entre Buenos Aires y Berlín. En, Huffscnid Anne y Durán Valeria, editores. Topografías conflictivas. Memorias, espacios y ciudades en disputa. Editorial Nueva Trilce. Buenos Aires, 2012.

Trujillo una tragedia que no cesa. 2008. Primer Informe de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación. CNRR. Área de Memoria Histórica. Bogotá. Editorial Planeta.

 

* Candidato a Magíster en Educación por la Universidad Pedagógica Nacional, Colombia y Licenciado en Educación Básica con énfasis en Ciencias sociales por la misma Universidad.  Estudiante de la Maestría en Historia y Memoria de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Fue becario del programa de movilidad en el posgrado de la red de MACRO Universidades de América Latina y el Caribe primer semestre del 2014, Universidad Nacional Autónoma de México UNAM. Actualmente se desempeña como profesional de Ciencias Humanas en un proyecto gubernamental con niños, niñas y adolescentes víctimas y afectados por el conflicto armado. Febrero de 2015, Bogotá, Colombia.

 

 

Acciones de Documento